Había empezado mucho más serenamente.
—Día sano —había dicho Ponter Boddit en voz baja, apoyando la barbilla en un brazo mientras miraba a Adikor Huld, que estaba de pie junto al lavabo.
—Eh, dormilón —dijo Adikor, volviéndose y apoyando su musculosa espalda contra el poste rascador. Se meneó a izquierda y derecha—. Día sano.
Ponter le devolvió la sonrisa a Adikor. Le gustaba ver a Adikor moverse, le gustaba ver cómo funcionaban los músculos de su pecho. Ponter no sabía cómo habría sobrevivido a la pérdida de su mujer-compañera Klast sin el apoyo de Adikor, aunque siempre había momentos solitarios. Cuando Dos se convertían en Uno (y esto último acababa de terminar), Adikor iba con su propia mujer-compañera y su hijo. Pero las hijas de Ponter se estaban haciendo mayores, y él apenas las había visto esta vez. Naturalmente, había un montón de mujeres mayores cuyos hombres habían muerto, pero unas mujeres tan llenas de experiencia y sabiduría (¡mujeres lo bastante mayores para votar!) no querían tener nada que ver con alguien tan joven como Ponter, que sólo había visto 447 lunas.
De todas formas, aunque no tuvieran mucho tiempo para él, a Ponter le había gustado ver a sus hijas, pero…
Dependía de la luz. Pero a veces, cuando tenía el sol detrás, y ladeaba así la cabeza, Jasmel era la viva imagen de su madre. Ponter se quedaba sin aliento; echaba de menos a Klast más de lo que podía expresar.
Al otro lado de la habitación, Adikor estaba llenando la piscina, inclinado, manejando el grifo, de espaldas a Ponter. Ponter hundió la cabeza en la almohada en forma de disco y observó.
Algunas personas habían advertido a Ponter de que no se mudara a vivir con Adikor y, Ponter estaba seguro, algunos de los amigos de Adikor le habían expresado a éste probablemente una preocupación similar. No tenía nada que ver con lo ocurrido en la Academia; simplemente, trabajar y vivir juntos podía ser embarazoso. Porque aunque Saldak era una ciudad grande (su población superaba los veinticinco mil habitantes, divididos entre el Borde y el Centro), había sólo seis físicos en ella, y tres eran hembras. A Ponter y Adikor les gustaba hablar de su trabajo y debatir nuevas teorías, y ambos apreciaban tener a alguien al lado que realmente comprendiera lo que decían.
Además, hacían buena pareja en otros aspectos. Adikor era madrugador; empezaba el día corriendo y le gustaba preparar el baño. Ponter se iba creciendo a medida que progresaba el día; se ocupaba siempre de preparar la cena.
El agua seguía manando del grifo; a Ponter le gustaba el sonido, un estrepitoso ruido blanco. Dejó escapar un suspiro de satisfacción y se levantó de la cama, la hierba que crecía en el suelo le hizo cosquillas en los pies. Se acercó a la ventana, agarró las asas conectadas al panel de hoja-metal y separó el postigo del marco magnético de la ventana. Luego, estirando los brazos por encima de la cabeza, colocó el postigo en su posición diurna, adherido a un panel de metal situado en el techo.
El sol se alzaba entre los árboles; le dio en los ojos a Ponter, que bajó la cabeza llevándose la mandíbula al pecho y dejando que su arco ciliar se los protegiera. Fuera, un ciervo bebía del arroyo situado a trescientos pasos. Ponter cazaba de vez en cuando, pero nunca en las zonas residenciales; los ciervos sabían que allí no tenían nada que temer de ningún humano. A lo lejos, Ponter vio el destello de los paneles solares repartidos por el terreno junto a la casa de al lado.
Ponter le habló al aire.
—Hak —dijo, llamando a su implante Acompañante por el nombre que le había dado—, ¿cuál es la predicción del tiempo?
—Muy buena —dijo el implante Acompañante—. La máxima hoy: dieciséis grados; la mínima esta noche, nueve.
El Acompañante usaba voz femenina. Ponter lo había reprogramado recientemente (y, ahora se daba cuenta, había sido una estupidez) para que utilizara grabaciones de la voz de Klast, tomadas de su archivo de coartadas, como base para su forma de hablar. Le había parecido que oír su voz le haría sentirse menos solitario, pero en cambio le encogía el corazón cada vez que su implante le hablaba.
—No hay posibilidad de lluvia —continuó su Acompañante—. Vientos de veinte por ciento deasil a dieciocho mil pasos por diadécimo.
Ponter asintió: los escáneres del implante detectaron sin dificultad su gesto.
—El baño está listo —dijo Adikor tras él. Ponter se volvió y vio a Adikor metiéndose en la piscina circular abierta en el suelo. Miró el agitador y el agua revolviéndose a su alrededor. Ponter (desnudo, como Adikor) se acercó a la piscina y se metió también. Adikor prefería el agua más caliente que Ponter; habían llegado a un compromiso: una temperatura de treinta y siete grados, la temperatura corporal.
Ponter usó un cepillo golbas y las manos para limpiar las partes de Adikor que el propio Adikor no alcanzaba, o que prefería que le limpiara Ponter. Luego Adikor ayudó a Ponter a asearse.
Había mucha humedad en el aire; Ponter inspiró profundamente, dejando que humedeciera sus cavidades nasales. Pabo, la gran perra marrón rojizo de Ponter, entró en la habitación. No le gustaba mojarse, así que permaneció apartada varios pasos de la piscina. Pero era evidente que quería que le dieran de comer.
Ponter dirigió a Adikor una mirada de «¿qué se le va a hacer?» y salió del baño, goteando sobre la manta de hierba.
—Muy bien, chica —dijo—. Deja que me vista.
Satisfecha tras haber hecho llegar su mensaje, Pabo salió del dormitorio. Ponter se acercó al lavabo y seleccionó un cordón de secado. Agarró las dos asas y se lo pasó de un lado a otro por la espalda; luego soltó un asa del cordón para secarse los brazos y las piernas. Ponter se miró en el espejo cuadrado del lavabo y con los dedos extendidos se aseguró de repartirse el pelo adecuadamente a ambos lados de la cabeza.
Había una pila de ropa limpia en un rincón de la habitación. Ponter se acercó y estudió la selección. Normalmente no pensaba mucho en las ropas, pero si Adikor y él tenían éxito aquel día, uno de los exhibicionistas podría fijarse en ellos. Escogió una camisa gris pizarra, se la puso y aseguró los broches de la parte superior de los hombros para cerrar las aberturas. Aquella camisa era una buena opción, pensó: había sido un regalo de Klast.
Escogió un pantalón y se lo puso, metiendo los pies en los abolsamientos en los que terminaban las perneras. Luego se ajustó las tobilleras de cuero y los cordones del empeine.
Adikor estaba saliendo ya de la piscina. Ponter lo miró, y luego contempló la pantalla de su propio Acompañante. Tenían que ponerse en marcha: el hoverbus llegaría dentro de poco.
Ponter se dirigió a la habitación principal de la casa. Pabo se le acercó inmediatamente. Ponter extendió la mano y acarició la cabeza de la perra.
—No te preocupes, chica —dijo—. No me he olvidado de ti.
Abrió la caja de vacío y sacó un hueso de bisonte grande y carnoso, resto de la cena de la noche anterior. Lo dejó en el suelo (la hierba estaba cubierta de hojas de cristal para que la limpieza fuera más fácil), y Pabo empezó a mordisquearlo. Adikor se reunió con Ponter en la cocina y se puso a preparar el desayuno. Sacó dos filetes de carne de alce de la caja de vacío y los puso en la cocina láser, que se llenó de vapor para rehumedecer la carne. Ponter se asomó a mirar por la ventanita de la cocina cómo los rayos rubí se entrecruzaban en intrincadas pautas para asar perfectamente por todas partes los filetes. Adikor llenó un cuenco con piñones, sacó tazones de jarabe de arce diluido y luego los filetes ya hechos.
Ponter se volvió al mirador, el panel cuadrado insertado en la pared, que cobró vida instantáneamente. La pantalla se dividió en cuatro cuadrados más pequeños, uno que mostraba transmisiones del Acompañante ampliado de Hawst; otro, las de Talok; el de la parte inferior izquierda, imágenes de la vida de Gawlt, y el inferior de la derecha, imágenes de Lulasm. Ponter sabía que Adikor era seguidor de Hawst, así que le dijo al mirador que ampliara esa imagen para que llenara la pantalla entera. Ponter tenía que admitir que Hawst siempre tenía algo interesante que mostrar: esa mañana se había dirigido al extrarradio de Saldak, donde cinco personas habían quedado enterradas vivas por un corrimiento de tierras. Con todo, si un exhibicionista pasaba por la entrada de la mina aquel día, Ponter esperaba que fuese Lulasm; a Ponter le parecía que ella siempre hacía las preguntas más inteligentes.
Ponter y Adikor se sentaron y se pusieron los guantes para comer. Adikor tomó algunos piñones del cuenco y roció con ellos su filete; luego los metió dentro de la carne golpeando con la palma de su mano enguantada.
Ponter sonrió: era una de las rarezas de Adikor, no conocía a nadie más que hiciera eso.
Ponter dio un mordisco a su propio filete, todavía humeando. Tenía ese sabor intenso que sólo notaba en la carne que nunca había sido congelada; ¿cómo había podido sobrevivir nadie antes de que se inventara el almacenamiento al vacío?
Poco después, Ponter vio que el hoverbus se posaba ante la casa. Le dijo al mirador que se apagara, echaron los guantes de comer en el limpiador sónico, Ponter acarició a Pabo en la cabeza y Adikor y él salieron por la puerta, dejándola abierta para que la perra pudiera entrar y salir a su antojo. Subieron al hoverbus, saludaron a los siete pasajeros que ya había a bordo y se dirigieron al trabajo como un día corriente más.