—Buenas noches, profesora Vaughan.
—Buenas noches, Daria. Hasta mañana.
Mary Vaughan miró el reloj: eran ya las nueve menos cinco.
—Ten cuidado.
La joven estudiante graduada sonrió.
—Lo haré. —Y se marchó del laboratorio.
Mary la vio marcharse, recordando con tristeza cuando su propia figura era tan esbelta como la de Daria. Mary, de treinta y ocho años y sin hijos, estaba separada hacía tiempo de su marido.
Volvió a enfrascarse en la película autorradiográfica, interpretando nucleótido tras nucleótido. El ADN que estaba estudiando había sido extraído de una paloma migratoria del Museo de Campo de Historia Natural; lo habían enviado allí, a la Universidad de York, para ver si podía ser secuenciado completamente. Ya lo habían intentado anteriormente, pero el ADN siempre había estado demasiado degradado. El laboratorio de Mary, sin embargo, había tenido un éxito sin precedentes en la reconstrucción de ADN que otros no conseguían descifrar.
Pero, por desgracia, la secuencia se rompió: no había forma de determinar, a partir de aquella muestra, qué cadena de nucleótidos había estado presente originariamente. Mary se frotó el puente de la nariz. Tendría que extraer un poco más de ADN de la paloma, pero estaba demasiado cansada para hacerlo esa noche. Miró el reloj de pared: las nueve y veinticinco.
No era demasiado tarde; muchas de las clases nocturnas de la universidad terminaban a las nueve, así que todavía habría un montón de gente deambulando por ahí. Si trabajaba hasta pasadas las diez de la noche, normalmente llamaba a alguien del servicio de escolta del campus para que la acompañara hasta su coche. Pero, bueno, no parecía necesario hacerlo a esa hora tan temprana. Mary se quitó la bata de laboratorio verde pálido y la colgó en el perchero de la puerta. Era agosto; el laboratorio tenía aire acondicionado, pero sin duda todavía hacía calor fuera. Tenía por delante otra noche pegajosa e incómoda.
Mary apagó las luces del laboratorio; uno de los fluorescentes latió un poco mientras moría. Luego cerró la puerta con llave y recorrió el pasillo de la primera planta, dejando atrás la máquina de Pepsi (Pepsi había pagado a la Universidad de York dos millones de dólares por la exclusiva de máquinas expendedoras de refrescos del campus).
El pasillo estaba flanqueado por los habituales tablones de anuncios: inauguraciones, tareas de clase, reuniones de clubes, ofertas de tarjetas de crédito baratas y suscripciones a revistas, y todo tipo de artículos en venta de estudiantes y profesorado, incluido un pobre desgraciado que esperaba que alguien le pagara por una vieja máquina de escribir eléctrica.
Mary continuó por el pasillo, haciendo sonar los tacones contra las losas. No había nadie más. Oyó el sonido de las cisternas en los urinarios al pasar ante el lavabo de hombres, pero las descargas eran automáticas, controladas por un temporizador.
La puerta que conducía a la escalera tenía ventanas de cristal de seguridad, reforzadas con malla de alambre. Mary abrió la puerta y bajó los cuatro tramos de escalones de hormigón, cada uno conduciéndola medio piso más bajo. Llegada a la planta baja continuó un trecho por otro pasillo, éste también vacío a excepción de un conserje que trabajaba al fondo. Camino de la entrada dejó atrás las cajas de distribución del periódico del campus, el Excalibur, y, por fin, atravesó las puertas dobles para salir al cálido aire de la noche.
La luna no había salido todavía. Mary enfiló por la acera, dejando atrás a algunos estudiantes, aunque no reconoció a ninguno. Espantó algún insecto ocasional y…
Una mano le cubrió la boca, y sintió algo frío y afilado contra la garganta.
—No hagas ningún ruido —dijo una voz grave y rasposa, empujándola hacia atrás.
—Por favor… —dijo Mary.
—Cállate —dijo el hombre. Seguía empujándola hacia atrás, el cuchillo apretado ton fuerza en su garganta. El corazón de Mary latía violentamente. La mano se apartó de su boca, y la notó de nuevo un momento después sobre su pecho, apretando brusca, dolorosamente.
La empujó a un pequeño hueco donde dos paredes de hormigón se encontraban en ángulo recto, oculto por un gran pino. Entonces la obligó a darse la vuelta apretando sus brazos contra la pared, la mano izquierda todavía sujetando el cuchillo mientras le agarraba al mismo tiempo la muñeca. Ahora pudo verlo. Llevaba un pasamontañas negro, pero era desde luego un hombre blanco: círculos de piel eran visibles alrededor de sus ojos azules. Mary intentó darle con la rodilla en la entrepierna, pero él se echó atrás, y lo único que consiguió fue que la mirara fijamente.
—No luches contra mí —dijo la voz. Ella olió el tabaco en su respiración, y pudo sentir contra sus muñecas sus palmas sudorosas. El hombre apartó el brazo de la pared, arrastrando consigo los de Mary, y luego golpeó ambos brazos contra el hormigón, de modo que el cuchillo quedara más cerca de la cara de Mary. Su otra mano encontró la parte delantera de sus propios pantalones, y Mary pudo oír el sonido de una cremallera. Sintió ácido en el fondo de su garganta.
—Yo… tengo… tengo SIDA —dijo Mary, cerrando los ojos con fuerza, intentando aislarse de todo.
El hombre se echó a reír, un sonido rasposo, sin humor. —Ya somos dos —dijo.
A Mary el corazón le dio un vuelco, pero probablemente también él estaba mintiendo. ¿A cuántas mujeres les había hecho lo mismo? ¿Cuántas habían intentado la misma maniobra desesperada?
Ahora había una mano en la cintura de sus pantalones, tirando hacia abajo. Mary sintió que la cremallera se le abría y los pantalones caían alrededor de sus caderas, y el roce de la pelvis del hombre y su pétrea erección sobre las bragas. Dejó escapar un gemido y la mano del hombre la agarró de repente por la garganta, apretando, las uñas clavadas en su carne.
—Calla, puta.
¿Por qué no pasaba nadie? ¿Por qué no había nadie cerca? Dios, ¿por qué…?
Sintió un duro tirón a sus bragas, y luego el pene del hombre contra su labios. Entró con fuerza en su vagina. El dolor fue agónico, como si la estuvieran rompiendo por dentro.
No tiene nada que ver con el sexo, pensó Mary, mientras las lágrimas se acumulaban en las comisuras de sus ojos. Es un crimen violento. Su espalda chocó contra la pared de hormigón, mientras el hombre aplastaba su cuerpo contra el suyo, introduciéndose profundamente en ella, una y otra y otra vez. Sus gruñidos animales se hacían más fuertes con cada embestida.
Y entonces, por fin, se terminó. Él se retiró. Mary sabía que debía mirarlo, buscar cualquier detalle identificatorio, mirar incluso si estaba circuncidado o no, cualquier cosa que pudiera ayudar a meter en la cárcel al hijo de puta, pero no podía soportar hacerlo. Ladeó la cabeza y miró al cielo oscuro, confuso a través de las lágrimas que le ardían en los ojos.
—Ahora quédate aquí —dijo el hombre, dándole un golpecito en la mejilla con la hoja del cuchillo—. No digas una palabra, y quédate aquí durante quince minutos.
Y entonces Mary oyó el sonido de una cremallera al subir y luego las pisadas del hombre mientras corría por el suelo cubierto de hierba. Se apoyó entonces contra la pared y se dejó caer hasta la acera, encogiendo las rodillas hasta que tocaron su barbilla. Se odiaba a sí misma por los sollozos desgarradores que se le escapaban.
Al cabo de un rato se tocó entre las piernas y se miró la mano para ver si estaba sangrando. No lo estaba, gracias a Dios.
Esperó a que su respiración se calmara, y a que su estómago se apaciguara lo suficiente para poder levantarse sin vomitar. Y entonces se incorporó, dolorosa, lentamente. Oyó voces (voces de mujeres) en la distancia, dos estudiantes charlando y riendo mientras pasaban de largo. Una parte de ella quiso llamarlas, pero no consiguió que el sonido saliera de su garganta.
Sabía que estaban tal vez a 25 °C de temperatura, pero sentía frío, más que en toda su vida. Se frotó los brazos para entrar en calor.
Tardó (¿cinco minutos?, ¿cinco horas?) en recuperar el aplomo. Tenía que buscar un teléfono, marcar el 911, llamar a la policía de Toronto… o a la policía del campus, o… se lo sabía, lo había leído en los manuales del campus, del centro de crisis de violación de la Universidad de York, pero…
Pero no quería hablar con nadie, ni ver a nadie, ni… ni que nadie la viera así.
Mary se abrochó los pantalones, inspiró profundamente y se puso a caminar. Pasaron unos instantes antes de que se diera cuenta de que no se dirigía hacia su coche, sino que volvía al Edificio de Ciencias de la Vida Farquharson.
Una vez allí, se agarró al pasamanos a lo largo de los cuatro tramos de escaleras, temerosa de soltarlo, temerosa de perder el equilibrio. Por fortuna, el pasillo estaba tan desierto como antes. Volvió al laboratorio sin que nadie la viera, y los fluorescentes cobraron vida.
No tenía que preocuparse por haberse quedado embarazada. Tomaba la píldora (que no era un pecado según su punto de vista, pero sí para su madre) desde que se casó con Colm y, bueno, después de la separación, había seguido tomándola, aunque no tuviera demasiado sentido. Pero encontraría una clínica y se haría una prueba del SIDA, sólo para asegurarse.
Mary no iba a denunciarlo, ya había tomado esa decisión. ¿Cuántas veces había maldecido a aquellas mujeres que dejaban de denunciar una violación? Estaban traicionando a otras mujeres, dejando escapar a un monstruo, dándole la oportunidad de volvérselo a hacer a alguien más, a ella, ahora, pero…
Pero era fácil maldecir cuando no eras tú, cuando no habías estado allí.
Sabía lo que les pasaba a las mujeres que acusaban a los hombres de violación: lo había visto incontables veces en televisión. Intentarían establecer que era culpa suya, que no era un testigo creíble, que de algún modo ella había consentido, que su moral era escasa. «Así que dice que es una buena católica, señora O'Casey… Oh, lo siento, ya no se llama así, ¿verdad? No desde que dejó a su marido, Colm. Pero usted y el profesor O'Casey siguen legalmente casados, ¿no? Dígale al tribunal, por favor, ¿se ha acostado con otros hombres desde que abandonó a su marido?»
Ella sabía que la justicia rara vez se encontraba en un tribunal. La harían pedazos y volverían a montarla para convertirla en alguien a quien ella misma no reconocería.
Y, al final, no cambiaría nada. El monstruo escaparía.
Mary inspiró profundamente. Tal vez cambiara de opinión alguna vez. Pero lo único realmente importante ahora era la prueba física, y ella, la profesora Mary Vaughan, era al menos tan competente como cualquier mujer policía con un equipo antiviolación en eso.
La puerta de su laboratorio tenía una ventana; se colocó de modo que no pudiera verla nadie que pasara por el pasillo. Y entonces se bajó los pantalones. El sonido de su propia cremallera hizo que el corazón diera un brinco. Luego tomó un tubo de cristal para especimenes y algunos bastoncillos de algodón y, reprimiendo las lágrimas, recogió la porquería que había en su interior.
Cuando terminó, selló la probeta, escribió la fecha en tinta roja y la etiquetó: «Vaughan 666», su nombre y el número adecuado para semejante monstruo. Después selló sus bragas en un contenedor opaco, lo etiquetó con las mismas fecha y descripción, y metió ambos contenedores en el frigorífico donde se almacenaban los especímenes biológicos, colocándolos junto al ADN tomado a una paloma migratoria, una momia egipcia y un mamut velludo.