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Mary Vaughan condujo despacio los diez kilómetros hasta su apartamento en Richmond Hill. Vivía en Observatory Lane, cerca del Observatorio David Dunlap, antaño (brevemente y hacía mucho tiempo) hogar del mayor telescopio óptico del mundo, ahora reducido a poco más que una facultad de enseñanza a causa de las luces de Toronto.

Mary había comprado la casita allí en parte por su seguridad. Mientras recorría el camino de acceso, el guardia de la garita la saludó, aunque Mary no pudo mirarlo a los ojos… ni a él ni a nadie. Siguió conduciendo, dejó atrás los cuidados céspedes y los grandes pinos, dio la vuelta y bajó al aparcamiento subterráneo. Su plaza de aparcamiento estaba a un buen trecho de los ascensores, pero nunca se sentía insegura al usarla, no importaba lo tarde que fuese. Del techo colgaban cámaras entre las tuberías y los aspersores que brotaban como narices de topos curiosos. La observaban cada paso hasta los ascensores, aunque esa noche, esa noche infernal, deseaba que nadie la viera.

¿Estaba traicionando algo por la manera en que caminaba? ¿Por la rapidez de su paso? ¿Por la cabeza inclinada, por la forma como sujetaba la parte delantera de su chaqueta como si los botones de algún modo ya no proporcionaran suficiente seguridad, suficiente intimidad?

Intimidad. No, ya no había forma de que pudiera tenerla.

Entró en el vestíbulo del ascensor P2 abriendo primero una puerta y luego la otra ante sí. Entonces pulsó el único botón de llamada (desde allí sólo se podía ir hacia arriba), y esperó a que bajara una de las tres cabinas. Normalmente, mientras esperaba miraba los diversos anuncios colocados por la dirección o por otros residentes. Pero esta vez Mary mantuvo los ojos clavados en el suelo, en las pulidas losas a cuadros. No había indicadores de las plantas que mirar por encima de las puertas cerradas, ya que el vestíbulo principal cubría dos pisos, y aunque el botón de SUBIR se apagaba unos pocos segundos antes de que una de las puertas se abriera, ella decidió no mirarlo tampoco. Oh, estaba ansiosa por volver a casa, pero después de una mirada inicial, no podía soportar mirar la brillante flecha que apuntaba hacia arriba…

Finalmente, la puerta más lejana de todas se abrió. Mary entró y pulsó el botón de la planta catorce. La trece, en realidad, pero ese número se consideraba de mala suerte. Por encima del panel numérico un cristal con un rótulo decía: «Que tenga un buen día. De parte del equipo de dirección.»

El ascensor se puso en marcha. Cuando se detuvo, la puerta se descorrió y Mary recorrió el pasillo (recientemente alfombrado por orden de la misma dirección en un horrible tono sopa de tomate) hasta la puerta de su apartamento. Rebuscó las llaves en su bolso, las encontró, las sacó y…

Y se las quedó mirando, los ojos inundados de lágrimas, la visión borrosa, el corazón redoblando de nuevo.

Tenía un llaverito, de cuyo extremo, un regalo de hacía años de su siempre práctica suegra de entonces, colgaba un silbato amarillo contra violaciones.

Nunca había tenido ocasión de utilizarlo… no hasta que fue demasiado tarde. Oh, podría haberlo tocado después del ataque, pero…

… Pero la violación es un crimen violento, y había sobrevivido. Le habían puesto un cuchillo en la garganta, se lo habían apretado contra la mejilla, y, sin embargo, no la habían cortado, no la habían desfigurado. Pero si hubiera hecho sonar la alarma, él podría haber vuelto, podría haberla matado.

Se oyó un suave pitido: había llegado otro ascensor. Uno de sus vecinos estaría en el pasillo dentro de un segundo. Mary metió la llave en la cerradura, el silbato colgando, y entró rápidamente en su oscuro apartamento.

Pulsó el interruptor, las luces se encendieron, se dio la vuelta y cerró la puerta, apoyándose en la palanca que hacía que el cerrojo encajara en su sitio.

Mary se quitó los zapatos y cruzó el salón, con sus paredes color melocotón, haciendo caso omiso del ojo rojo del contestador automático, que le hacía guiños. Entró en el dormitorio y se quitó la ropa, ropa que sabía que tiraría, ropa que nunca podría volver a ponerse, ropa que nunca quedaría limpia no importaba cuántas veces la lavara. Entró luego en el cuarto de baño adosado, pero no encendió la luz; se las apañó con la iluminación que llegaba de las lámparas Tiffany de sus mesillas de noche. Se metió en la ducha y, en la semioscuridad, se frotó y frotó y frotó hasta que sintió la piel enrojecida, y entonces sacó su grueso pijama de franela (el que guardaba para las noches de invierno más frías, el que la abrigaba más) y se lo puso, y se metió en la cama, abrazándose y tiritando y llorando un poco más y por fin, por fin, después de horas de llorar, se sumergió en un sueño inquieto salpicado de imágenes donde la perseguían y luchaba y la cortaban con cuchillos.


Reuben Montego nunca había visto a su jefe, el presidente de Inco, y la verdad es que le sorprendió que tuviera un número en la guía. Con considerable nerviosismo, lo llamó.

Reuben estaba orgulloso de su empresa. Inco había empezado, como tantas compañías canadienses, como subsidiaria de una firma estadounidense: en 1916, fue creada como filial canadiense de la International Nickel Company, una empresa minera de Nueva Jersey. Pero doce años más tarde, en 1928, la filial canadiense se convirtió en sede de la compañía por medio de un intercambio de acciones.

Las principales operaciones mineras de Inco se desarrollaban en y alrededor del cráter del meteorito de Subdury, donde hacía dieciocho mil años un asteroide de entre uno y tres kilómetros de diámetro había chocado contra el suelo a quince kilómetros por segundo.

El capital de Inco subía y bajaba dependiendo de la demanda mundial de níquel; la compañía proporcionaba un tercio del suministro en todo el mundo. Pero Inco se esforzaba siempre por ser una empresa cívica, así que cuando Herbert Chen, de la Universidad de California, propuso en 1984 que la profundidad de la mina Creighton de Inco, su baja radiactividad natural y la disponibilidad de grandes cantidades de agua pesada almacenadas para ser usadas en los reactores CANDU canadienses convertían a Sudbury en el emplazamiento ideal para el detector de neutrinos más avanzado del mundo, Inco accedió con entusiasmo a ceder el lugar gratis y a hacer las excavaciones adicionales para la cámara de detección de diez pisos y el pozo de mil doscientos metros que conducía hasta ella sin coste alguno.

Y aunque el Observatorio de Neutrinos de Sudbury era un proyecto conjunto de cinco universidades canadienses, dos estadounidenses, Oxford, Los Álamos, Lawrence Berkeley y Brookhaven National Laboratories, cualquier cargo de intrusión contra ese Neanderthal, ese Ponter, tendría que ser presentado por el propietario del terreno. Y ese era Inco.

—Hola, señor —dijo Reuben, cuando el presidente respondió al teléfono—. Por favor, discúlpeme por molestarlo en casa. Soy Reuben Montego, el doctor de…

—Sé quién es usted —dijo la voz grave y cultivada.

Eso halagó a Reuben, pero continuó.

—Señor, quisiera que llamara usted a la policía y dijera que Inco no va a presentar ningún cargo contra el hombre que encontramos dentro del Observatorio de Neutrinos de Sudbury.

—Le escucho.

—He conseguido convencer al hospital para que no le dé el alta a ese hombre. Una ingestión masiva de agua pesada puede ser fatal. Según el protocolo de Seguridad, trastorna la presión osmótica de las paredes celulares. Ese hombre no puede haber tragado lo suficiente para sufrir verdaderos daños, pero estamos utilizando eso como pretexto para impedir que le den el alta. De lo contrario, estaría en la trena ahora mismo.

—«La trena» —repitió el presidente, divertido.

Reuben se sintió aún más cohibido.

—De todas formas, como decía, creo que no debería estar en la cárcel.

—Dígame por qué —dijo la voz.

Y Reuben lo hizo.

El presidente de Inco era un hombre decidido.

—Haré esa llamada —dijo.


Ponter estaba tendido en una… bueno, era una cama, suponía, pero no era un hueco para estar a ras de suelo, sino que estaba elevada y sostenida por un armazón de metal de feo aspecto. Y la almohada era una bolsa amorfa rellena de… no estaba seguro de qué, pero desde luego no eran piñones secos, como su almohada de casa.

El hombre calvo (Ponter había visto pelusa en su oscuro cuero cabelludo, así que la calvicie debía de ser una afección, no un estado congénito) había salido de la habitación. Ponter entrelazó los dedos tras la cabeza, dando un apoyo más firme a su cráneo. No era molesto para Hak. Los escáneres de su Acompañante lo percibían todo dentro de un radio de un par de pasos: sólo tenía que descubrir su lente direccional cuando miraba un objeto que quedaba fuera de su alcance.

—Es claramente de noche —dijo Ponter, al aire.

—Sí —contestó Hak. Ponter sintió los implantes en el caracol de su oído vibrar levemente mientras su cabeza se apoyaba contra sus brazos.

—Pero fuera no está oscuro. Hay una ventana en esta habitación, pero parece que han inundado el exterior con luz artificial. —Me pregunto por qué —dijo Hak.

Ponter se levantó (qué extraño tener que pasar los pies por encima de la cama para levantarse) y se asomó a la ventana. Había demasiada claridad para ver las estrellas, pero…

—Está allí—dijo Ponter, colocando la muñeca contra el cristal para que Hak pudiera ver.

—Es la Luna de la Tierra, sí—dijo Hak—. Y su fase, un ligero menguante, es exactamente la adecuada para la fecha de hoy, 148/103/24.

Ponter sacudió la cabeza y regresó a la extraña cama elevada. Se sentó en el borde; era incómodo hacerlo, pues no tenía respaldo trasero. Se tocó entonces la sien que el hombre de la cabeza envuelta le había vendado. Ponter se preguntó si los vendajes de aquel hombre se debían a que tenía una herida en la cabeza.

—Me lastimé la cabeza —dijo Ponter, al aire.

—Sí —respondió Hak—, pero ya viste las profundo vistas que te sacaron. No había ningún daño serio.

—Pero estuve a punto de ahogarme, también.

—Eso es verdad.

—Así que… así que tal vez mi cerebro resultó herido. Anoxia y todo eso…

—¿Crees que estás alucinando? —preguntó Hak.

—Bueno —dijo Ponter, alzando el brazo derecho, e indicando con un gesto la extraña habitación que lo rodeaba—, ¿cómo si no explicar todo esto?

Hak guardó silencio un momento.

—Si estás alucinando —dijo la Acompañante, entonces si yo te digo que no lo estás podría ser parte de esa alucinación. Así que en realidad no tiene sentido que intente convencerte de lo contrario, ¿no?

Ponter se tumbó en la cama y contempló el techo, que carecía de relojes y obras de arte.

—Deberías intentar dormir un poco —dijo Hak—. Tal vez las cosas tengan más sentido por la mañana.

Ponter asintió levemente.

—Ruido blanco —dijo.

Hak obedeció, reproduciendo un suave siseo tranquilizador a través de los implantes del caracol, pero a Ponter le pareció que pasaba mucho tiempo antes de quedarse dormido.

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