Capítulo 8 París

Andrea vivía en el Quartier des Ternes, donde su viejo edificio, como los otros de la calle, esperaba ser limpiado por los infatigables restauradores de la ciudad. Más allá de la oscura entrada, la débil luz de una cinta fluorescente de la Fuji Electric brillaba sobre una deteriorada pared de pequeñas casillas de madera, algunas de las cuales aún conservaban intactas sus puertas con ranura. Marly sabía que en otro tiempo los carteros introducían a diario la correspondencia por esas ranuras; había algo de romántico en la idea, aunque las casillas, con sus amarillentas tarjetas que antaño anunciaran el oficio de moradores ahora desaparecidos, siempre la habían deprimido. Las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de abultados lazos de cables y fibra óptica; cada hebra era una pesadilla potencial para algún infeliz electricista. Al fondo, pasando una puerta de polvoriento cristal granulado, había un patio ruinoso, los adoquines brillantes de humedad.

Cuando Marly entró en el edificio, el conserje estaba sentado en el patio sobre una caja blanca de plástico que una vez había contenido botellas de agua de Evian. Aceitaba con infinita paciencia cada uno de los eslabones de la cadena de una vieja bicicleta. Levantó la vista al oír que ella subía las escaleras, pero no demostró ningún interés especial.

Las escaleras eran de mármol, opaco y gastado tras generaciones de inquilinos. El apartamento de Andrea estaba en el cuarto piso. Dos habitaciones, cocina y baño. Marly había venido aquí después de cerrar la galería por última vez, cuando ya resultaba imposible dormir en el improvisado dormitorio que compartía con Alain: una pequeña habitación detrás del depósito. Ahora el edificio hacía que el abatimiento volviera a cernirse sobre ella, pero la ropa nueva que llevaba y el nítido repiqueteo de los tacos de sus botas sobre el mármol mantenía alejado el edificio. Llevaba puesto un amplio abrigo de cuero de un tono algo más claro que el de su bolso, una falda de lana, y una camisa de seda de París Isetan. Esa mañana se había hecho cortar el pelo en el Faubourg St. Honoré, por una birmana que utilizaba un lápiz de láser de Alemania Occidental; un corte costoso, sutil sin llegar a ser conservador.

Rozó la placa redonda atornillada al centro de la puerta de Andrea, y oyó que emitía un pitido suave mientras leía las circunvoluciones de las yemas de sus dedos. —Soy yo, Andrea —dijo al pequeño micrófono. Una serie de ruidos metálicos y golpecitos cuando su amiga quitó los cerrojos de la puerta.

Andrea estaba de pie, empapada, en su viejo y esponjoso albornoz. Estudió el nuevo aspecto de Marly y sonrió. —¿Conseguiste el trabajo, o has robado un banco? —Marly entró en el apartamento, besando la mejilla mojada de su amiga.— Ambas cosas, en cierto modo —respondió, y se echó a reír.

—Café —dijo Andrea—, prepara café. Grandes crémes. Debo enjuagarme el pelo. Y el tuyo está hermoso. —Entró en el cuarto de baño y Marly oyó el chorro de agua salpicando la porcelana.

—Te he traído un regalo —dijo Marly, pero Andrea no podía oírla. Fue a la cocina, encendió la hornalla con una anticuada pistola de chispas, y empezó a buscar el café en las abarrotadas repisas.

—Sí —estaba diciendo Andrea mientras miraba el holograma de la caja que Marly viera por primera vez en la reconstrucción de Virek del parque de Gaudí—. Lo entiendo. Es el tipo de cosa para ti. —Tocó una perilla y la ilusión del Braun desapareció de golpe. Más allá de la ventana de la habitación, unos flecos de cirrus arañaban el cielo. — Demasiado sombrío para mí, demasiado serio. Como las cosas que exponías en tu galería. Pero eso sólo puede querer decir que Herr Virek ha elegido bien; tú resolverás el enigma. Si yo fuera tú, considerando el salario, me tomaría un buen tiempo. —Andrea llevaba puesto el regalo de Marly, una lujosa camisa de vestir de hombre, de franela de Flandes gris. Era el tipo de cosa que más le gustaba, y su deleite era manifiesto. Resaltaba su pelo claro, y era casi del color de sus ojos.

—Es bastante horrible, ese Virek, creo... —Marly vaciló.

—Tal vez —dijo Andrea, bebiendo otro sorbo de café—. ¿Esperabas que alguien tan rico fuese un tipo simpático y normal?

—En un momento sentí que no era del todo humano. Lo sentí con mucha fuerza.

—Pero no lo es, Marly. Estabas hablando con una proyección, un efecto especial...

—De todos modos... —Hizo un gesto de impotencia, que de inmediato hizo que se sintiera disgustada consigo misma.

—De todos modos, es muy, muy rico, y te está pagando una gran cantidad de dinero para hacer algo que quizá sólo tú seas capaz de hacer. —Andrea sonrió y volvió a ajustar un puño color carbón elegantemente doblado.— Y no tienes muchas opciones, ¿verdad?

—Lo sé. Supongo que es por eso que me siento in cómoda.

—Bueno —dijo Andrea—, pensé que podría esperar un poco más para decírtelo, pero hay otra cosa que puede hacerte sentir un poco más incómoda. Si es que «incómoda» es la palabra.

—¿Qué?

—Consideré la posibilidad de no decírtelo, pero estoy segura de que él te alcanzará tarde o temprano. Supongo que puede oler el dinero.

Marly apoyó con cuidado su taza vacía entre el desorden de la mesita de caña.

—En ese sentido, él es muy agudo —dijo Andrea.

—¿Cuándo?

—Ayer. Comenzó, creo, más o menos una hora después de que te entrevistaras con Virek. Me llamó al trabajo. Le dejó un mensaje al conserje. Si desconectara el programa de filtrado —hizo un gesto señalando el teléfono—, pienso que llamaría en menos de media hora.

El recuerdo de los ojos del conserje, el ruidito metálico de la cadena de bicicleta.

—Según él, sólo quiere hablar —dijo Andrea—. Y tú, ¿quieres hablar con él, Marly?

—No —respondió, y su voz era la voz de una niña pequeña, alta y ridícula. Luego—: ¿Dejó un número?

Andrea suspiró mientras negaba lentamente con la cabeza, y entonces dijo: —Sí, claro que lo hizo.

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