Capítulo 15 Caja

Marly soñó con Alain, crepúsculo en un campo de flores silvestres. Él le sujetaba delicadamente la cabeza, luego la acariciaba e inclinaba su cuello. Permanecía inmóvil, pero sabía lo que él estaba haciendo. La cubrió de besos. Le quitó el dinero y las llaves de la habitación. Ahora veía estrellas enormes, fijas sobre los campos iluminados, y aún podía sentir sus manos en el cuello.

Despertó a la mañana perfumada de café y vio los cuadrados de luz de sol extendidos sobre los libros de la mesa de Andrea, escuchó el sonido tranquilizador de la tos matinal de Andrea cuando ésta encendía el primer cigarrillo en la hornilla frontal de la cocina. Se deshizo de los oscuros colores de su sueño y se incorporó en el sofá de Andrea, abrigándose las piernas con el edredón rojo. Después de lo de Gnass, la policía y los periodistas, nunca había vuelto a soñar con él. Y si lo había hecho, pensaba, de alguna manera había censurado esos sueños, los había borrado antes de despertar. Tembló, aunque aquélla era una mañana bastante calurosa, y fue al baño. No quería más sueños de Alain.

—Paco me dijo que Alain estaba armado cuando nos vimos —dijo cuando Andrea le alcanzó la taza de café de metal azul.

—¿Alain armado? —Andrea dividió la omelette y puso la mitad en el plato de Marly. — Qué idea más extravagante. Sería como..., como armar a un pingüino. —Ambas rieron.— Alain no sería capaz —dijo Andrea—. Se volaría el pie en medio de una apasionada declaración sobre el estado del arte y el monto de la factura de la cena. Alain es una mierda, pero eso no es noticia. Si yo estuviera en tu lugar, me preocuparía más por ese Paco. ¿Qué razones tienes para creer que trabaja para Virek? —Se llevó un trozo de omelette a la boca y tomó el salero.

—Lo vi. Estaba allí, en la reconstrucción de Virek.

—Viste algo, y no era más que la imagen de un niño que se parecía a este hombre.

Marly observó a Andrea comer su mitad de la omelette, dejando que la suya se enfriara en el plato. ¿Cómo podría explicar lo que había sentido al salir del Louvre? Esa certeza de que ahora algo la rodeaba, la vigilaba con serena precisión convirtiéndola en el foco de al menos una parte del imperio de Virek. —Es un hombre muy rico —comenzó.

—¿Virek? —Andrea apoyó el cuchillo y el tenedor en el plato y tomó un sorbo de café. — Ya lo creo. Si has de creer a los periodistas, es el individuo más rico, y punto. Tan rico como un zaibatsu. Pero el problema es ése, en realidad: ¿es él un individuo en el sentido en que tú o yo lo somos? No. ¿No vas a comer eso?

Marly empezó a cortar y llevarse a la boca mecánica mente trozos de la omelette ya fría, mientras Andrea continuaba: —Deberías echarle un vistazo al manuscrito que tenemos entre manos este mes.

Masticando, Marly alzó las cejas en gesto interrogativo.

—Es una historia de los clanes industriales de alta órbita. Lo hizo un tipo de la universidad de Niza. Hasta tu Virek figura, ahora que lo pienso; está citado como ejemplo opuesto, o más bien como una clase de evolución paralela. Este tipo de Niza está interesado en la paradoja de la riqueza individual en una era de corporaciones, en el porqué de su mera existencia. La de la gran riqueza, quiero decir. Ve a los clanes de alta órbita, gente como los Tessier-Ashpool, como una variante muy tardía de los esquemas tradicionales de la aristocracia, tardía porque el modelo empresarial no deja sitio para la aristocracia. —Dejó la taza en su platillo y lo llevó al fregadero. — En realidad, ahora que he empezado a describirlo, no es tan interesante. Hay una enorme cantidad de prosa acerca del Hombre Masificado. Con mayúsculas: Hombre Masificado. Le encantan las mayúsculas. No es un gran estilista. —Abrió los grifos y el agua salió silbando por la unidad de filtrado.

—¿Pero qué es lo que dice acerca de Virek?

—Dice, si mal no lo recuerdo, y no estoy del todo segura de que así sea, que Virek es una rareza aún mayor que los clanes industriales en órbita. Los clanes son transgeneracionales, y en general hay bastante tecnología médica involucrada: criogénesis, manipulación genética, distintas formas de combatir el envejecimiento. La muerte de determinado miembro de un clan, incluso la de un miembro fundador, en general no tendría por qué llevar al clan, en tanto que entidad de negocios, a una situación de crisis. Siempre hay alguien que ocupe el sitio, alguien a la espera. Sin embargo, la diferencia entre un clan y una empresa es que uno no tiene por qué casarse literalmente con ella.

—Pero firman contratos de obligación...

Andrea se encogió de hombros. —Eso es como un alquiler. No es lo mismo. Es seguridad laboral, en realidad. Pero cuando tu Herr Virek muera, cuando ya no quede lugar para agrandar su tanque de cultivo, o lo que sea, sus intereses empresariales quedarán sin punto focal lógico. En ese momento, así lo ve nuestro hombre en Niza, veremos a Virek y Compañía ya sea fragmentarse o mutar; esto último nos llevaría a una Compañía Algo y a una verdadera multinacional, un hogar más para el Hombre Masificado con mayúsculas. —Fregó el plato, lo enjuagó, lo secó y lo puso a escurrir junto al fregadero. — Dice que en algún sentido es una lástima, porque son muy pocos los que llegan a ver tan siquiera el extremo.

—¿Qué extremo?

—El extremo de la multitud. Estamos perdidas en el medio, tú y yo. O yo todavía lo estoy, en cualquier caso. —Cruzó la cocina y puso las manos sobre los hombros de Marly. — Debes cuidarte. Una parte de ti ya es mucho más feliz, pero ahora me doy cuenta de que yo podría haberme encargado de eso, sencillamente organizándote un almuerzo con el cerdo de tu ex amante. Del resto no estoy segura... Creo que la teoría de nuestro amigo académico queda invalidada por el hecho obvio de que Virek y su especie ya están muy lejos de ser humanos... —Entonces besó a Marly en la mejilla y se marchó a su trabajo como editora asistente en el arcaico, pero de moda, negocio de la edición de libros.

Pasó la mañana en lo de Andrea, mirando en el Braun los hologramas de las siete cajas. Cada pieza era extraordinaria, pero no podía dejar de volver una y otra vez a la caja que Virek le mostrara al principio. Si tuviese el original conmigo, pensó, quitase el vidrio y, una a una, todas las piezas de adentro, ¿qué quedaría? Cosas inútiles, un espacio enmarcado, quizás un olor a polvo.

Se estiró en el sofá, con el Braun apoyado en el estómago, y miró fijamente al interior de la caja. Dolía. Le parecía que la construcción evocaba algo con toda exactitud, pero era un sentimiento que carecía de nombre. Deslizó las manos sobre la brillante ilusión, recorriendo la superficie del estriado hueso de ave. Estaba segura de que ya Virek habría encomendado a un ornitólogo la tarea de identificar el pájaro de cuya ala procedía aquel hueso. Y sería posible fechar cada objeto con toda precisión, supuso. Cada etiqueta de holoficha albergaba también un detallado informe sobre el origen conocido de cada una de las piezas; pero algo en ella le había hecho evitar estos últimos. A veces era mejor acercarse al misterio del arte del mismo modo en que se acerca un niño. El niño ve cosas que son demasiado evidentes, demasiado obvias para el ojo entrenado.

Dejó el Braun sobre la mesa baja junto al sofá y fue al teléfono con la intención de verificar la hora. Debía encontrarse con Paco a la una para hablar de la mecánica del pago a Alain. Alain le había dicho que la llamaría al teléfono de Andrea a las tres. Cuando tecleaba el número del servicio horario una recopilación automática de noticias vía satélite apareció en la pantalla: un módulo de la JAL se había desintegrado sobre el océano Indico durante su reingreso en la atmósfera; investigadores del Eje Metropolitano Boston-Atlanta habían sido convocados para examinar el lugar donde se produjera una brutal y aparentemente absurda explosión en un anónimo suburbio residencial de Nueva Jersey; milicianos supervisaban la evacuación del cuadrante sur de Nueva Bonn tras el descubrimiento, por unos obreros de la construcción, de dos cohetes del tiempo de la guerra que no habían detonado y que se suponía estaban equipados con armas biológicas; fuentes oficiales en Arizona rechazaban la acusación cursada por México ante la detonación de un dispositivo atómico o nuclear de pequeña escala cerca de la frontera de Sonora... Entonces, el resumen noticioso inició una repetición, y el simulacro del módulo reprodujo otra vez su fuego de muerte. Marly sacudió la cabeza, al tiempo que pulsaba el botón. Era mediodía.

El verano había llegado, el cielo caliente y azul sobre París, y ella sonrió al sentir el olor a buen pan y tabaco negro. Ahora, mientras caminaba desde el metro hasta la dirección que Paco le había dado, la sensación de ser observada había disminuido. Faubourg Saint Honoré. La dirección le parecía vagamente conocida. Una galería de arte, pensó.

Sí. La Roberts. El propietario era un americano que dirigía también tres galerías en Nueva York. Cara, pero ya no del todo chic. Paco esperaba bajo un enorme panel sobre el que había, cubiertas por una gruesa e irregular capa de barniz, cientos de fotografías cuadradas y pequeñas del tipo que se obtenían con unas máquinas muy antiguas que se encontraban en las estaciones de tren y en las terminales de autobús. Todas parecían corresponder a mujeres jóvenes. De inmediato Marly apuntó el nombre del artista y el título de la obra: Leednos el Libro de los Nombres de los Muertos.

—Supongo que usted entiende este tipo de cosa —dijo el español, taciturno. Vestía un traje azul, aparentemente muy caro, estilo hombre de negocios parisiense, una camisa blanca de seda y una corbata muy inglesa que tal vez fuese de Charvet. Ahora no tenía en absoluto el aspecto de un camarero. Llevaba colgado al hombro un bolso italiano de caucho ribeteado en negro.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

—Los nombres de los muertos —y movió la cabeza en dirección al panel—. Usted vendía este tipo de cosas.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—A veces tengo la sensación de que esto, esta cultura, es una farsa completa. Un engaño. Toda mi vida he servido a Señor, de una forma u otra, ¿entiende? Y mi trabajo no ha estado exento de satisfacciones, momentos de triunfo. Pero nunca, desde que me metió en estos asuntos de arte, he sentido satisfacción alguna. Él es la riqueza en persona. El mundo está lleno de objetos de gran belleza. Y sin embargo Señor persigue... —Se encogió de hombros.

—Entonces sabes lo que te gusta. —Le sonrió. — ¿Por qué escogiste esta galería para nuestro encuentro?

—El agente de Señor compró una de las cajas aquí. ¿No ha leído los informes que le proporcionamos en Bruselas?

—No —dijo ella—. Podría interferir con mi intuición. Herr Virek paga mi intuición.

Paco alzó las cejas. —Le presentaré a Picard, el gerente. Tal vez él pueda hacer algo por esa intuición suya.

La condujo por la sala, cruzaron un portal. Un canoso y fornido francés con un arrugado traje de pana hablaba por teléfono. En la pantalla del aparato Marly vio columnas de letras y cifras. Las cotizaciones del día en el mercado de Nueva York.

—Ah —dijo el hombre—, Estévez. Discúlpeme. Es sólo un momento. —Sonrió como pidiendo disculpas y regresó a su conversación. Marly estudió las cotizaciones. Pollock había vuelto a bajar. Aquél, suponía ella, era el aspecto del arte que más le costaba entender. Picard, si es que así se llamaba, hablaba con un corredor de Nueva York, estaba concertando la compra de una determinada cantidad de «puntos» de la obra de un determinado artista. Un «punto» podía definirse de cualquier cantidad de maneras, según el medio involucrado, pero lo que era casi seguro era que Picard no vería nunca las obras que estaba comprando. Si el artista gozaba de la suficiente reputación, los origina les serían con toda probabilidad guardados en alguna bóveda donde nadie los llegase a ver. Días o años después, Picard podría tomar aquel mismo teléfono y ordenarle al corredor que vendiera.

La galería de Marly había vendido originales. Se ganaba relativamente poco, pero el negocio tenía una cierta atracción visceral. Y, por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que uno resultase afortunado. Estaba convencida de que había tenido mucha suerte cuando Alain se las arregló para que el Cornell falsificado surgiese como un maravilloso y accidental descubrimiento. Cornell tenía su sitio en la cartera del corredor, y sus «puntos» se cotizaban muy alto.

—Picard —dijo Paco, como si se dirigiese a un sirviente —, ella es Marly Krushkhova. Señor la ha involucrado en el asunto de las cajas anónimas. Tal vez quiera hacerle algunas preguntas.

—Encantado —dijo Picard dirigiéndole una cálida sonrisa, pero a ella le pareció detectar una cierta vacilación en sus ojos castaños. Era muy posible que él estuviese tratando de relacionar su nombre con algún escándalo relativamente reciente.

—Tengo entendido que fue su galería la que gestionó la transacción, ¿verdad?

—Sí —dijo Picard—. Habíamos expuesto la obra en nuestras salas de Nueva York y atrajo una cantidad de ofertas. Sin embargo, decidimos ponerla a subasta en París —se mostraba radiante—, y su jefe ha hecho que nuestra decisión valiese la pena. ¿Cómo está Herr Virek, Estévez? Hace varias semanas que no lo vemos...

Marly dirigió una rápida mirada a Paco, pero su rostro oscuro permaneció totalmente impasible.

—Yo diría que Señor está muy bien.

—Excelente —dijo Picard, tal vez con demasiado entusiasmo. Se volvió hacia Marly—. Un hombre maravilloso. Una leyenda. Un gran mecenas. Y un gran erudito también.

A Marly le pareció que Paco suspiraba.

— ¿Podría decirme, por favor, dónde consiguió la obra su sucursal de Nueva York?

Picard pareció asombrado. Miró a Paco, luego a Marly otra vez. — ¿No lo sabe usted? ¿Ellos no se lo han dicho?

—¿Podría decírmelo usted, por favor?

—No —dijo Picard—. Lo siento, pero no puedo. Verá, es que nosotros no lo sabemos.

Marly lo miró fijamente. —Le ruego que me disculpe, pero me cuesta entender cómo puede ser posible...

—Ella no ha leído el informe. Dígaselo, Picard. A su intuición le conviene oírlo por boca de usted.

Picard dirigió a Paco una extraña mirada, y luego recuperó la compostura. —Desde luego —dijo—. Será un placer...

—¿Crees que sea verdad? —preguntó a Paco cuando salían al Faubourg Saint Honoré y al sol del verano. La multitud estaba invadida de turistas japoneses.

—Yo mismo fui al Sprawl —dijo Paco— y entrevisté a todos los implicados. Roberts no dejó constancia de la compra, aunque de ordinario no era más discreto que sus colegas.

—¿Y su muerte fue accidental?

Paco se puso unas gafas Porsche espejadas. —Tan accidental como ese tipo de muerte puede serlo —dijo—. No tenemos forma de saber cuándo ni cómo consiguió esa pieza. Nosotros la ubicamos aquí hace ocho meses, y todos nuestros intentos por seguir su trayectoria terminan en Roberts, y hace un año que Roberts está muerto. Picard pasó por alto decirle que casi pierden la pieza. Roberts la tenía en su casa de campo, junto a muchas otras cosas que sus supervivientes consideraron como meras curiosidades. Todo el lote estuvo a punto de ser subastado. A veces lamento que no haya sido así.

—Esas otras cosas —dijo Marly—, ¿qué son?

Paco sonrió. —¿Acaso cree que no las hemos estudiado, una por una? Lo hicimos. Eran —y frunció el ceño— una serie de ejemplos anodinos de arte popular contemporáneo...

—¿Se le conocía a Roberts algún interés por ese tipo de cosas?

—No —dijo él—, pero sabemos que casi un año antes de su muerte había hecho una solicitud de ingreso como miembro del Instituto de Arte Bruto, aquí en París, y se las arregló para convertirse en patrocinador de la Colección Aeschmann, de Hamburgo.

Marly asintió. La Colección Aeschmann estaba restringida a obras de psicóticos.

—Estamos razonablemente seguros —prosiguió Paco, tomándola del brazo y llevándola por una calle lateral— de que no hizo intento alguno de utilizar los recursos de ninguna de las dos instituciones, a menos que se haya valido de un intermediario, y consideramos que eso es poco probable. Señor, por supuesto, contrató a varias docenas de eruditos que revisaron con suma minuciosidad los registros de los dos cuerpos. Pero fue en vano...

—Dime —dijo Marly—, por qué Picard supuso que recientemente había visto a Herr Virek. ¿Cómo es posible?

—Señor es rico. Señor disfruta de cualquier cantidad de medios para manifestarse.

Ahora la llevó a un lugar que parecía un vasto cobertizo cromado, refulgente de espejos, botellas y juegos de galería. Los espejos mentían acerca de la profundidad del lugar; al fondo ella podía ver la acera reflejada, las piernas de los peatones, el destello del sol en la capota de un coche. Paco saludó con la cabeza a un hombre de aspecto letárgico que estaba detrás de la barra y tomándola de la mano la llevó a través del atestado mar de mesas redondas de plástico.

—Puede recibir aquí la llamada de Alain —dijo Paco—. Hemos arreglado para que sea transmitida desde el apartamento de su amiga. —Sacó una silla para ella, una muestra automática de cortesía profesional que hizo que Marly se preguntara si de hecho él no había sido camarero en algún momento, y puso su bolso sobre la mesa.

—Pero él podrá ver que no estoy en casa —dijo ella—. Si dejo la imagen en blanco sospechará algo.

—Pero no se dará cuenta. Hemos generado una imagen digital de su rostro y del fondo necesario. La conectaremos a la imagen de este teléfono. —Sacó una elegante unidad modular del bolso y la colocó frente a ella. Una pantalla de policarbono, delgada como una hoja de papel, se desplegó silenciosamente de la parte superior de la unidad y de inmediato quedó rígida. Una vez ella había visto venir al mundo a una mariposa y había observado la transformación de las alas al secarse.

—¿Cómo se hace eso? —preguntó, tocando la pantalla. Parecía de acero delgado.

—Una de las nuevas variantes de la fibra de carbono —dijo Paco—, uno de los productos Maas...

El teléfono ronroneó discretamente. Él lo ubicó con más cuidado frente a ella, se puso de pie al otro lado de la mesa, y dijo: —Su llamada. ¡Recuerde, usted está en casa! —Se inclinó hacia adelante y tocó un interruptor revestido de titanio.

El rostro y los hombros de Alain llenaron la pequeña pantalla. La imagen tenía el aspecto borroso y mal iluminado de una cabina pública.

—Buenas tardes, querida —dijo.

—Hola, Alain.

—¿Cómo estás, Marly? Confío en que tendrás el dinero del que hablamos. —Ella vio que él llevaba una chaqueta oscura de la cual no llegaba a distinguir ningún detalle. — A tu compañera de apartamento no le vendría nada mal una lección de limpieza —dijo, mientras parecía estar mirando por encima del hombro de ella.

—Tú nunca has limpiado una habitación en tu vida —observó Marly.

Alain se encogió de hombros, sonriendo. —Cada uno tiene sus talentos —dijo—. ¿Tienes mi dinero, Marly?

Ella miró a Paco, quien asintió. —Sí, desde luego.

—Eso es maravilloso, Marly. Maravilloso. Sólo queda una pequeña dificultad. —Aún sonreía.

—¿Cuál es?

—Mis informadores han doblado su precio. En consecuencia, ahora yo debo doblar el mío.

Paco hizo un gesto afirmativo. También él estaba sonriendo.

—Muy bien. Tendré que consultarlo, por supuesto... —Ahora él la enfermaba. Quería cortar la comunicación.

—Y ellos, por supuesto, estarán de acuerdo.

— ¿Dónde nos encontraremos, entonces?

—Volveré a llamarte. A las cinco —dijo él. Su imagen se redujo a un punto verde azulado, y en seguida también éste desapareció.

—Se ve cansada —dijo Paco mientras desarmaba la pantalla y guardaba el teléfono en su bolso—. Cuando habla con él parece más vieja.

—¿De verdad? —Por alguna razón, en ese momento vio el panel de la Roberts, todas aquellas caras, Leednos el Libro de los Nombres de los Muertos. Todas las Marlys, pensó, todas las jóvenes que había sido a través de la larga temporada de su juventud.

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