Capítulo 1 Un arma de funcionamiento fácil

Pusieron un sabueso explosivo para que lo siguiera en Nueva Delhi, programado con los feromonas y el color del pelo de Turner. Lo alcanzó en una calle llamada Chandni Chauk y se arrastró hasta el BMW alquilado a través de una selva de piernas desnudas y bronceadas y ruedas de taxis de tracción humana. El núcleo del sabueso era un kilogramo de hexógeno recristalizado y TNT en escamas.

No lo vio venir. Lo último que vio de la India fue la fachada de yeso rosado de un lugar llamado Hotel Khush-Oil.

Como tenía un buen agente, tenía un buen contrato. Como tenía un buen contrato, ya estaba en Singapur una hora después de la explosión. La mayor parte de él, en todo caso. El cirujano holandés hizo algunas bromas: cómo un porcentaje indeterminado de Turner no había logrado salir de Palam International en aquel primer vuelo y hubo de pasar la noche allí en un cobertizo, en una cubeta de cultivo.

El holandés y su equipo necesitaron tres meses para volver a armar a Turner. Clonaron un metro cuadrado de piel, cultivada en planchas de colágeno y polisacáridos de cartílago de tiburón. Compraron ojos y genitales en el mercado libre. Los ojos eran verdes.

Turner pasó la mayor parte de aquellos tres meses en una estructura de simestim de generación ROM: una infancia idealizada en la Nueva Inglaterra del siglo pasado. Las visitas del holandés eran sueños grises a la hora del alba, pesadillas que se desvanecían rápidamente cuando el cielo se aclaraba en la ventana del dormitorio del segundo piso. Podía oler las lilas, tarde en la noche. Leyó a Conan Doyle a la luz de una bombilla de sesenta vatios cubierta por una pantalla de pergamino estampado con veleros. Se masturbó envuelto en un olor a sábanas limpias de algodón, pensando en las chicas que animaban los encuentros deportivos. El holandés le abría una puerta en el fondo del cerebro y entraba a hacerle preguntas, pero en la mañana su madre lo llamaba a comer su cereal, huevos con tocino, café con leche y azúcar.

Y una mañana despertó en una cama desconocida, el holandés de pie junto a una ventana que rebosaba verde tropical y una luz que le hería los ojos. —Ya puedes irte a casa, Turner. Hemos terminado contigo. Estás como nuevo.

Estaba como nuevo. ¿Qué tan nuevo? No lo sabía. Tomó las cosas que el holandés le dio y se fue de Singapur. Su hogar era el siguiente aeropuerto, Hyatt.

Y el próximo. Y así siempre.

Siguió volando. Su ficha de crédito era un rectángulo negro espejado, bordeado de oro. La gente de los mostradores sonreía al verla, inclinaba la cabeza. Las puertas se abrían, se cerraban a sus espaldas. Las ruedas se separaban del hormigón armado, los tragos llegaban, la cena estaba servida.

En Heathrow una vasta masa de recuerdos se desprendió de un cuenco vacío de cielo de aeropuerto y cayó sobre él. Vomitó en un recipiente de plástico azul sin dejar de caminar. Cuando llegó al mostrador al final del pasillo, cambió su billete.

Voló a México.

Y despertó al ruido de cubos de acero rodando sobre baldosas, escobas barriendo agua, el cálido cuerpo de una mujer contra el suyo.

La habitación era una alta caverna. Yeso blanco y desnudo que reflejaba el sonido con demasiada claridad; en algún lugar más allá del bullicio de las mucamas en el patio matinal, el golpear de las olas. Las sábanas estrujadas entre sus dedos eran de cambray áspero, suavizado por incontables lavados.

Recordó luz de sol a través de una amplia superficie de ventana ahumada. Un bar de aeropuerto, Puerto Vallaría. Había tenido que caminar veinte metros desde el avión, los ojos entrecerrados para protegerse del sol. Recordó el cadáver de un murciélago aplastado como una hoja seca sobre el hormigón de la pista.

Recordó un trayecto en autobús, una carretera de montaña, y el olor a combustión interna, los bordes del parabrisas forrados de postales holográficas de santos en azul y rosa. Había ignorado el abrupto paisaje para contemplar una esfera de plexiglás rosado y la nerviosa danza del mercurio en su centro. La perilla coronaba el curvo tallo de acero de la palanca de cambios, algo más grande que una pelota de béisbol. Había sido moldeada alrededor de una araña agazapada de cristal transparente, hueca, llena a medias de azogue. El mercurio saltaba y se deslizaba cuando el conductor sacudía el autobús por curvas cerradas, para luego estremecerse en los tramos rectos. La perilla era ridícula, artesanal, funesta; estaba allí para darle la bienvenida a su regreso a México.

Entre la docena de microsofts que le diera el holandés, había uno que le permitiría un dominio relativo del castellano, pero en Vallarla había tanteado detrás de su oreja izquierda e insertado una espita contra el polvo en su lugar, ocultando conector y espita con un cuadrado microporoso del tono de su piel. Un pasajero cerca del fondo del autobús tenía una radio. Una voz interrumpía periódicamente el metálico sonido de la música pop para recitar una especie de letanía, hileras de cifras de diez dígitos, los números ganadores en la lotería nacional.

La mujer junto a él se movió en sueños.

Se irguió sobre un codo para mirarla. El rostro de una extraña, pero no el que su vida en hoteles le había enseñado a esperar. Hubiera esperado una belleza rutinaria producto de cirugías electivas y el inexorable darwinismo de la moda, un arquetipo cocinado a partir de los principales rostros de los medios masivos de comunicación de los últimos cinco años.

Algo del Medio Oeste en el hueso de la mandíbula, arcaico y norteamericano. Las sábanas azules estaban plegadas en torno a sus caderas, la luz del sol entraba inclinada a través de la persiana de madera marcándole los largos muslos con líneas diagonales de oro. Los rostros con los que despertaba en los hoteles del mundo eran como los ornamentos de las capotas de Dios. Rostros dormidos de mujer, idénticos y solos, desnudos, apuntando en línea recta hacia el vacío. Pero éste era distinto. De algún modo, ocultaba un sentido. Un sentido y un nombre.

Se incorporó, balanceando las piernas fuera de la cama. Las plantas de sus pies registraron la aspereza de arena de playa sobre baldosa fría. Había un tenue y penetrante olor a insecticida. Desnudo, la cabeza palpitándole, se levantó. Hizo que sus piernas se movieran. Caminó; probó la primera de las dos puertas: encontró baldosas blancas, más yeso blanco, un bulboso duchador cromado que pendía de un tubo manchado de óxido. Los grifos del lavamanos ofrecían idénticas gotas de agua tibia como sangre. Un arcaico reloj de pulsera descansaba junto a un vaso de plástico, un Rolex mecánico sujeto a una correa de cuero claro.

Las ventanas de postigo del baño no tenían vidrios, pero estaban cubiertas por una delgada malla de plástico verde. Miró hacia afuera por entre un entablillado de madera, frunciendo el ceño ante el límpido y ardiente sol, y vio una fuente seca de azulejos floreados y la oxidada carrocería de un VW Rabbit.

Allison. Así se llamaba.

Ella llevaba unos raídos shorts color caqui y una de sus camisetas blancas. Tenía las piernas muy bronceadas. El Rolex a cuerda, con su caja opaca e inoxidable, rodeaba su muñeca izquierda, montado en una correa de cuero de cerdo. Fueron caminando, descendiendo por la curva de la playa hacia Barra de Navidad. Se ciñeron a la estrecha franja de arena firme y mojada, fuera del alcance de la rompiente.

Ya compartían una historia: él la recordaba en un quiosco del mercado de techos de lata del pueblecito, esa mañana; la forma en que sostenía con las dos manos el enorme jarro de barro lleno de café hervido. Rebañando huevos y salsa en el resquebrajado plato blanco de la tortilla, había visto las moscas rodeando los rayos de sol que se abrían camino a través de una maraña de palmas y paneles de material corrugado. Hablaron algo acerca del empleo de ella en cierto bufete de Los Angeles; de cómo vivía sola en una de las destartaladas aldeas flotantes de las afueras de Redondo. Él le contó que se dedicaba a la gestión de personal. O lo había hecho, en todo caso. —Es posible que esté buscando una nueva línea de trabajo...

Pero hablar parecía secundario frente a lo que había entre ellos; y ahora un rabihorcado volaba sobre sus cabezas, viró contra la brisa, se inclinó; giró, y se fue. La inconsciente libertad con que se deslizaba en el aire los estremeció. Ella le apretó la mano.

Una figura azul se acercaba por la playa, un policía militar dirigiéndose al pueblo, las negras botas perfectamente lustradas, irreales contra la suave y brillante arena. Cuando el hombre pasó a su lado, rostro oscuro e inmóvil tras los cristales espejados de sus gafas, Turner notó la carabina láser Steiner-Optic con mira Fabrique Nationale. Los pantalones azules estaban impecables, los dobleces como cuchillas.

Turner había sido soldado de derecho propio durante la mayor parte de su vida adulta, aunque nunca había llevado uniforme. Un mercenario al servicio de vastas organizaciones luchando encubiertamente por el control de economías enteras. Era un especialista en la extracción de investigadores y cuadros ejecutivos del más alto nivel. Las multinacionales para las que trabajaba nunca admitirían que hombres como Turner pudieran existir...

—Anoche te bebiste casi una botella de Herradura —dijo ella.

Él asintió. La mano de ella, en la suya, estaba tibia y seca. Él miraba cómo los dedos de sus pies se extendían en cada paso, el resquebrajado esmalte rosa de sus uñas.

Las olas rompían, sus bordes transparentes como cristal verde.

Las gotas de espuma sobre el bronceado de Allison.

Después del primer día juntos, la vida se transformó en una rutina sencilla. Desayunaban en el mercado, en un quiosco con un mostrador de hormigón tan liso por el desgaste que parecía mármol lustrado. Nadaban toda la mañana, hasta que el sol los empujaba de regreso a la frescura de las celosías del hotel, donde hacían el amor bajo las lentas aspas de madera del ventilador del cielo raso, y luego dormían. Por las tardes exploraban el laberinto de estrechas calles detrás de la Avenida, o hacían expediciones a pie por las colinas. Cenaban en restaurantes frente a la playa y bebían en los patios de blancos hoteles. La luz de la luna se rizaba en el borde de las olas.

Y poco a poco, sin palabras, ella le enseñó un nuevo estilo de pasión. Él estaba acostumbrado a que lo sirvieran, a recibir los anónimos servicios de hábiles profesionales. Ahora, en la caverna blanca, se arrodillaba sobre las baldosas. Bajaba la cabeza, lamiendo la sal del Pacífico mezclada con su propia humedad, el fresco interior de sus muslos contra las mejillas de él. Con las manos acunando sus caderas, la sostenía, la alzaba como a un cáliz, sus labios apretando con fuerza, mientras que con la lengua buscaba el lugar, el punto, la frecuencia que la llevase a casa. Luego, sonriendo, la montaba, la penetraba, y la seguía hasta allá.

A veces, después, él hablaba; largas espirales de frases borrosas que se desmadejaban para unirse al ruido del mar. Ella apenas si decía algo, pero, por poco que fuere, él había aprendido a darle importancia, y ella siempre lo abrazaba. Y escuchaba.

Pasó una semana, y luego otra. El último día él despertó en la misma habitación fresca, encontrando a la muchacha a su lado. Mientras desayunaba imaginó que sentía un cambio en ella, una tensión.

Tomaron sol, nadaron, y en la familiaridad de la cama olvidó el vago sentimiento de ansiedad. Por la tarde, ella sugirió que caminaran por la playa, hacia Barre, tal como lo hicieran aquella primera mañana.

Turner extrajo la espita contra el polvo del conector ubicado detrás de su oreja e insertó un microsoft de plata. La estructura del castellano se acomodó en él como una torre de cristal, portones invisibles apoyados en goznes del presente y futuro, condicional, pretérito perfecto. Dejándola en la habitación, cruzó la Avenida y entró en el mercado. Compró un cesto de paja, latas de cerveza, bocadillos, fruta y, de regreso, un nuevo par de gafas de sol a un vendedor de la Avenida.

Su bronceado era oscuro y regular. Los remiendos rectangulares que le quedaran tras los injertos del holandés habían desaparecido, y ella le había enseñado la unicidad de su propio cuerpo. Por las mañanas, los ojos verdes que encontraba en el espejo del baño eran los suyos, y el holandés ya no perturbaba sus sueños con bromas sin gracia y una tos seca. Algunas veces, aún, soñaba con fragmentos de la India, un país que apenas conocía, astillas brillantes, Chandni Chauk, olor a polvo y pan frito...

Una cuarta parte de la longitud de la curva de la bahía los separaba de las paredes del hotel en ruinas. Aquí la corriente era más fuerte, cada ola que rompía, una detonación.

Ahora ella lo arrastraba hasta el agua, algo nuevo en las esquinas de sus ojos, una cierta tensión. Las gaviotas se dispersaron cuando llegaron de la mano por la playa para contemplar las sombras en los portales vacíos. La arena se había retirado, dejando al descubierto la estructura de la fachada, las paredes habían desaparecido y los pisos de los tres niveles colgaban como enormes tejas de torcidos y herrumbrosos tendones de acero del grosor de un dedo, cada uno de ellos recubierto con baldosas de color y diseño diferentes.

Sobre un arco de hormigón, escrito en infantiles mayúsculas formadas de conchas, se leía hotel playa del m. —Mar —dijo él, contemplando la inscripción, aunque había retirado el microsoft.

—Ha terminado —dijo ella, pasando debajo del arco y penetrando en las sombras.

—¿Qué ha terminado? —La siguió, con el cesto de paja rozándole la cadera. Aquí la arena era fría, seca, huidiza entre los dedos de sus pies.

—Terminado. Acabado. Este lugar. Aquí no hay tiempo, no hay futuro.

Él la miró, miró más allá de ella, hacia donde los oxidados muelles de una cama se entreveraban en la unión de dos paredes en ruinas.

—Huele a orina —dijo—. Nademos.

El mar se llevó el frío, pero ahora había entre ellos una distancia. Se sentaron sobre una manta de la habitación de Turner y comieron, en silencio. La sombra de la ruina se hizo más larga. El viento movía el pelo de la muchacha manchado de sol.

—Me haces pensar en los caballos —dijo él por fin.

—Bueno —dijo ella, como si hablase desde las profundidades del agotamiento—, sólo hace treinta años que se extinguieron.

—No —dijo Turner—, su pelo. El pelo del cuello, al correr.

—Crines —dijo ella, y había lágrimas en sus ojos—. Mierda. —Sus hombros empezaron a sacudirse. Respiró hondo. Arrojó a la playa su lata vacía de Carta Blanca.— Eso, yo, qué importa. —Sus brazos rodeándolo otra vez.— Oh, vamos, Turner. Vamos.

Y al tiempo que ella se recostó, arrastrándolo consigo, advirtió algo, un barco, reducido por la distancia a un guión blanco, donde el agua se encontraba con el cielo.

Al incorporarse, mientras se ponía los téjanos recortados, vio el yate. Ahora estaba mucho más cerca, una elegante curva blanca cabalgando en el agua. Agua profunda. Aquí la playa debe de caer casi en vertical, a juzgar por la fuerza de las olas. Debía de ser por eso que la línea de hoteles terminaba donde terminaba, playa adentro, y por eso las ruinas no habían sobrevivido. Las olas habían desgastado sus cimientos.

—Dame el cesto.

Ella estaba abotonándose la blusa que él le comprara en uno de los desvencijados tenderetes que bordeaban la Avenida. Algodón mexicano azul eléctrico, mal hecha. La ropa que compraban en las tiendas apenas si duraba un día o dos.

—Que me des el cesto, dije.

Ella lo hizo. Escarbó entre los restos de aquella tarde y encontró sus binoculares debajo de una bolsa plástica de rodajas de pina empapadas de lima y espolvoreadas con cayena. Los sacó, un par de lentes compactos de combate de 6 X 30. Abrió las cubiertas incorporadas de los objetivos, desplegó los protectores oculares acolchados, y observó los estilizados ideogramas del logo de Hosaka. Un bote inflable amarillo rodeó la popa y avanzó hacia la playa.

—Turner, yo...

—Levántate. —Metió a toda prisa la manta y la toalla en el cesto. Sacó la última lata ya caliente de Carta Blanca y la colocó junto a los binoculares. Se puso de pie, levantó a la chica de un rápido tirón y le dio el cesto.— Tal vez me esté equivocando —dijo—. Si lo estoy, vete de aquí. Corta por ese segundo grupo de palmeras. —Apuntó.— No regreses al hotel. Toma un bus, a Manzanillo o a Vallarla. Vuelve a casa. —Ya podía oír el ronroneo del fuera de borda.

Vio aparecer las lágrimas, pero ella no emitió sonido alguno al volverse y correr, más allá de las ruinas, sujetando el cesto, tropezando con un montículo de arena. No miró hacia atrás.

Entonces él se volvió en dirección al yate. El bote inflable saltaba sobre las olas. El nombre de la embarcación era Tsushima, y la había visto por última vez en la bahía de Hiroshima. Desde su cubierta había contemplado la puerta roja de Shinto, en Itsu-kushima.

No necesitó los binoculares para saber que el pasajero del bote sería Conroy, el piloto uno de los ninjas de Hosaka. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena ya casi fría y abrió su última lata de cerveza mexicana.

Volvió la vista hacia la línea de hoteles blancos, las manos inertes sobre una de las barandillas de madera de teca del Tsushima . Detrás de los hoteles brillaban los tres hologramas del pequeño pueblo: Banamex, Aeronaves, y la Virgen de seis metros de la catedral.

Conroy estaba a su lado. —Trabajo rápido —dijo—. Tú sabes cómo es. —Conroy tenía una voz neutra desprovista de inflexiones, como si la hubiese copiado de un chip foniátrico barato. Su rostro era ancho y blanco, de un blanco cadavérico. Entrecerraba los ojos circundados por una línea oscura bajo unas greñas oxigenadas y echadas hacia atrás que dejaban al descubierto una ancha frente. Llevaba un polo negro y pantalones del mismo color.— Adentro —dijo, volviéndose. Turner lo siguió, bajando la cabeza para entrar por la puerta del camarote. Paredes blancas, pino claro y sin nudos: la elegante austeridad de las firmas de Tokio.

—No.

Conroy se instaló en un cojín bajo y rectangular de ultragamuza gris pizarra. Turner permaneció de pie, con los brazos colgando. Conroy tomó un inhalador de plata estriado de la mesa baja esmaltada que los separaba. — ¿Intensificador de Choline?

—No.

Conroy se llevó el inhalador a una de las fosas nasales y respiró hondo.

— ¿Quieres un poco de sushi? —Volvió a poner el inhalador sobre la mesa. — Pescamos un par de cuberas rojas, hace cosa de una hora.

Turner continuó de pie donde estaba, mirando a Conroy.

—Christopher Mitchell —dijo Conroy—. Biolaboratorios Maas. Su especialidad son las hibridomas. Está por pasarse a la Hosaka.

—Nunca he oído hablar de él.

—Tonterías. ¿Quieres un trago?

Turner sacudió la cabeza.

—El silicón está en retirada, Turner. Mitchell es el hombre que logró que los biochips funcionaran, y Maas tiene acaparadas las principales patentes. Eso lo sabes. Él es el hombre de los monoclónicos. Quiere salir. Tú y yo, Turner, lo vamos a mover.

—Creo que yo ya he dejado eso, Conroy. Lo estaba pasando bien, allá.

—Fue lo que dijo el equipo psiquiátrico en Tokio. O sea, no es precisamente la primera vez que sales del rollo, ¿verdad? Ella es una psicóloga de sondeos; trabaja para la Hosaka.

Un músculo comenzó a temblar en el muslo de Turner.

—Dicen que estás listo, Turner. Les preocupaba un poco lo de Nueva Delhi, y quisieron comprobarlo. Algo de terapia nunca hace daño, ¿no es así?

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