Capítulo 12 Café Blanc

Cuando se iba del Louvre tuvo la impresión de que una estructura articulada se movía para adaptarse a su itinerario a través de la ciudad. El camarero no seria si no una parte del objeto, un miembro, una sonda delicada, una cilia. El conjunto debería de ser más grande, mucho más grande. ¿Cómo pudo haber imaginado que sería posible vivir, moverse, en el terreno artificial de la riqueza de Virek sin sufrir una distorsión? Virek la había recogido, en medio de su infortunio, y la había hecho girar a través de las monstruosas e invisibles tensiones de su dinero, y ella había cambiado. Por supuesto, pensó, por supuesto: está constantemente a mi alrededor, atento e invisible, el vasto y sutil mecanismo de la vigilancia de Herr Virek. Se encontró de pronto frente a la terraza del Blanc. Parecía un sitio tan bueno como cualquier otro. Un mes antes lo habría evitado: en aquel lugar había pasado demasiadas tardes con Alain. Ahora, sintiéndose por fin liberada, decidió comenzar el proceso de redescubrir su propio París eligiendo una mesa en el Blanc. Eligió una cercana a un tabique lateral. Pidió un coñac al camarero y se estremeció mirando el fluir del tráfico de París, un río perpetuo de vidrio y acero, mientras que a su alrededor, en otras mesas, desconocidos comían y sonreían, bebían y discutían, se decían amargos adioses o juraban íntimas fidelidades a los sentimientos de una tarde.

Pero —y sonrió— ella era parte de todo aquello. Algo en ella despertaba de un largo y apagado sueño, volvía a la luz en el instante en que abrió del todo los ojos a la maldad de Alain y a su propia necesidad desesperada de seguir amándolo. De algún modo la mezquindad de sus mentiras había roto las cadenas de su depresión. No veía en ello nada lógico, porque era consciente, en alguna parte de su ser y mucho antes del asunto con Gnass, de lo que Alain hacía en la vida, y aquello no había significado ningún cambio en su amor. Sin embargo, frente a este nuevo sentimiento, buscaba un sentido lógico. Era suficiente estar allí, viva, frente a una mesa en la terraza del Blanc, imaginando a su alrededor la intrincada maquinaria que ahora sabía que Virek había desplegado.

Ironías, pensó al ver que el joven camarero de la Napoleón Court se acercaba a la terraza. Llevaba puestos los pantalones negros de trabajo, pero el delantal blanco había sido reemplazado por una chaquetilla deportiva azul. Una franja de pelo lacio y negro le cruzaba la frente. Se aproximó sonriendo, confiado, seguro de que ella no intentaría escapar. En ese instante una parte de ella deseó ansiosamente echar a correr, pero supo que no lo haría. Qué burla, se dijo, ahora que me deleito en el descubrimiento de que no soy una esponja de penas sino otro animal falible en el laberinto de piedra de esta ciudad, vengo a saber que estoy en el punto de mira de un vasto dispositivo potenciado por un oscuro deseo.

—Me llamo Paco —dijo él, apartando de la mesa la silla blanca de hierro frente a la suya.

—Tú eras el chico, el muchacho, en el parque...

—Hace mucho tiempo, sí. —Se sentó.— Señor ha preservado la imagen de mi infancia.

—He estado pensando en tu... Señor. —No lo miraba a él, sino a los coches que pasaban, refrescándose los ojos en el flujo de tráfico, en los colores de fibra de carbono y acero pintado. — Un hombre como Virek es incapaz de despojarse de su riqueza. Su dinero tiene una vida propia. Quién sabe si una voluntad propia. Fue lo que dio a entender cuando nos encontramos.

—Es usted una filósofa.

—Soy una herramienta, Paco. Soy la pieza más reciente de una máquina muy vieja que está en manos de un hombre muy viejo que desea penetrar en algo y hasta el momento ha fracasado. Tu jefe escarba entre mil herramientas y por alguna razón me escoge a mí...

—¡También es poeta!

Marly se echó a reír apartando los ojos del tráfico; él sonreía, la boca enmarcada entre profundos surcos verticales. —Mientras caminaba hacia aquí imaginé una estructura, una máquina tan grande que no alcanzo a abarcarla con la vista. Una máquina que me rodea, anticipándose a cada uno de mis pasos.

—¿Y acaso es también una egotista?

—¿Lo soy?

—Tal vez no. En efecto, usted es observada. Efectuamos una vigilancia, y es bueno que actuemos de ese modo. A su amigo, el de la brasserie, también a él lo vigilamos. Lamentablemente, no hemos podido determinar dónde obtuvo el holograma que le enseñó. Es probable que ya lo tuviera cuando comenzó a telefonear a su amiga. Alguien se puso en contacto con él, ¿me comprende? Alguien lo ha puesto en su camino. ¿No le parece que esto es de lo más curioso? ¿No despierta a la filósofa que hay en usted?

—Sí, supongo que sí. Seguí el consejo que me diste en la brasserie, y acepté el precio que él dio.

—Entonces él lo duplicará —dijo Paco sonriendo.

—Cosa que para mí no significa nada, como tú has señalado. Quedó en ponerse en contacto conmigo mañana. Supongo que podrás encargarte de la entrega del dinero. Lo pidió en efectivo.

—Efectivo —entornó los ojos—. ¡Qué arriesgado! Pero sí, puedo hacerlo. Y también conozco los detalles. Estuvimos monitoreando la conversación. No fue difícil, ya que tuvo la amabilidad de transmitirla él mismo con un micrófono miniatura. Estábamos ansiosos por saber a quién estaba destinada esa transmisión, pero dudamos de que él mismo lo sepa.

—La verdad es que no es su estilo —dijo ella frunciendo el ceño— el haberse levantado interrumpiendo la conversación de esa forma, antes de plantear su de manda. Hace alarde de tener olfato para los momentos dramáticos.

—No había opción —dijo Paco—. Nos encargamos de que creyese que fallaba la fuente de energía del micrófono. Entonces tuvo que ir al hommes. Dijo cosas muy feas acerca de usted cuando estaba solo en el cubículo.

Ella señaló su vaso vacío cuando pasó un camarero. —Todavía me resulta difícil ver cuál es mi función en todo esto, mi valor. Para Virek, quiero decir.

—A mí no me lo pregunte. Aquí la filósofa es usted. Yo no hago más que ejecutar las órdenes de Señor de la mejor manera posible.

—¿Quieres un coñac, Paco? ¿O quizás un café?

—Los franceses —dijo él muy convencido— no saben nada de café.

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