El avión había tocado tierra cerca de un curso de agua. Turner podía oírla, moviéndose en la red de gravedad, febril o dormido: agua sobre piedra; uno de los cantos más antiguos. El avión era listo, listo como cualquier perro, con el mismo sentido de ocultación. Sintió cómo se balanceaba sobre su tren de aterrizaje, en alguna parte de aquella noche enferma, y reptaba hacia adelante, con ramas que rozaban y arañaban la oscura cubierta corrediza de la cabina. El avión se deslizó hasta la verde profundidad de las sombras; y se posó sobre sus rodillas mientras la estructura gemía y crujía al aplastarse contra el suelo de arcilla y granito, como una raya en la arena. El policarbono mimético que cubría las alas y el fuselaje se fue llenando de vetas oscuras, adoptando los colores y dibujos de las piedras manchadas de luna y de la tierra del bosque. Finalmente, quedó en silencio, y el único sonido era el del agua en el lecho de un arroyo...
Despertó como una máquina, abriendo los ojos, visión activada, vacío, recordando el destello rojo de la muerte de Lynch al otro lado de la mirilla fija de «a Smith & Wesson. El arco de la carlinga sobre su cabeza estaba veteado de aproximaciones miméticas de hojas y ramas. Amanecer claro y ruido de agua que corría. Todavía llevaba puesta la camisa azul de trabajo de Oakey. Ahora olía a sudor rancio, y le había arrancado las mangas el día anterior. El arma yacía entre sus piernas, apuntando hacia la palanca negra del jet. La red de gravedad era una rígida maraña que le rodeaba la cintura y los hombros. Se volvió hacia atrás y vio a la chica, rostro ovalado y un hilo de sangre coagulada descendiendo de su nariz. Seguía inconsciente; sudaba, los labios entreabiertos, como los de una muñeca.
—¿Dónde estamos?
—Estamos a quince metros al sur-sureste de las coordenadas que usted indicó —dijo el avión—. Usted había vuelto a perder el conocimiento. Opté por el camuflaje.
Extendió el brazo hacia atrás y sacó el enchufe de interfase del conector de su cabeza, cortando su enlace con el avión. Miró aturdido a su alrededor, hasta que encontró los controles manuales de la cubierta corrediza, que suspiró sobre sus servos; el encaje de hojas de policarbono se movió al abrirse la cubierta. Sacó una pierna por la abertura, se miró la mano, apoyada sobre el fuselaje en el borde de la cabina. El policarbono reproducía los tonos grises de una roca próxima; mientras miraba, el revestimiento comenzó a pintar una mancha del tamaño de una mano y del color de su palma. Sacó la otra pierna, dejando la pistola sobre el asiento, y se dejó caer sobre la tierra, entre hierba alta y suave. Entonces volvió a dormirse, la frente contra la hierba, y soñó con agua que corría.
Cuando despertó, estaba avanzando a gatas, entre ramas bajas cargadas de rocío. Por fin llegó a un claro y cayó hacia adelante, rodando, los brazos extendidos como si estuviera rindiéndose. En lo alto, algo pequeño y gris se lanzó desde una rama, se posó en otra, osciló allí un instante, y se alejó escurridizamente hasta perderse de vista.
Quédate quieto, oyó que una voz le decía, a años de distancia. Sigue acostado y muy pronto te olvidarán, te olvidarán en el gris, en el amanecer y el rocío. Han salido a buscar alimento, a comer y a jugar, y en sus cerebros no caben dos mensajes, no por mucho tiempo. Estaba acostado boca arriba, junto a su hermano, con el Winchester de caja de nailon sobre el pecho, respirando el perfume a metal nuevo y aceite de armería, el olor de la fogata aún en el pelo. Y su hermano siempre tenía razón acerca de las ardillas. Venían. Olvidaban el claro signo de muerte escrito bajo las ramas en dril remendado y acero azul; venían, corriendo por las ramas, deteniéndose para olisquear la mañana, y el 22 de Turner ladraba y un cuerpo gris caía a tierra, inerte. Las otras se desperdigaban, desaparecían, y Turner le pasaba el arma a su hermano. Una vez más, esperaban, esperaban que las ardillas se olvidaran de ellos.
—Sois como yo —dijo Turner a las ardillas, emergiendo de su sueño. Una de ellas se irguió de pronto sobre una gruesa rama y lo miró directamente—. Yo siempre regreso. —La ardilla se alejó de un salto.— Regresaba cuando escapé del holandés. Regresaba cuando volé a México. Regresaba cuando maté a Lynch.
Permaneció allí durante mucho tiempo, mirando las ardillas mientras el bosque despertaba y la mañana calentaba a su alrededor. Un cuervo se acercó de pronto, ladeándose, frenando, con las plumas extendidas como si fueran dedos mecánicos. Verificando si estaba vivo o muerto.
Turner sonrió al cuervo mientras éste se alejaba.
Todavía no.
Volvió a arrastrarse bajo el techo de ramas, y la encontró sentada en el interior de la cabina. Llevaba una holgada camiseta blanca cruzada en diagonal con el logo de la maas-neotek. Tenía rombos de sangre fresca en la parte delantera de la camiseta. La nariz le sangraba de nuevo. Ojos azul brillante, aturdidos y desorientados en cuencas con hematomas negros y amarillos, como un exótico maquillaje. Joven, vio Turner, muy joven.
—Tú eres la hija de Mitchell —dijo él, recordando el nombre en el dossier biosoft—. Ángela.
—Angie —rectificó ella de inmediato—. ¿Quién eres tú? Estoy sangrando. —Le mostró el rojo clavel de un pañuelo ensangrentado.
—Turner. Esperaba a tu padre. —Entonces pensó en la pistola, y en la otra mano de ella, invisible bajo el borde de la cabina. — ¿Sabes dónde está?
—En la meseta. Pensaba que podía hablar con ellos, explicarlo. Porque ellos lo necesitan.
—¿Con quién? —Turner dio un paso adelante.
—Con los de la Maas. La directiva. No pueden permitirse hacerle daño, ¿verdad que no?
—¿Por qué lo harían? —Otro paso.
Ella se llevó el pañuelo rojo a la nariz. —Porque me sacó de allí. Porque él sabía que ellos me iban a matar. Por los sueños.
—¿Los sueños?
—¿Crees que le harán daño?
—No, no; ellos no harían eso. Voy a subir, ¿está bien?
Ella asintió. Turner tuvo que deslizar las manos sobre el costado del fuselaje para encontrar las pequeñas cavidades de los asideros; el revestimiento mimé tico le mostró hojas y líquenes, ramas pequeñas... Y subió junto a ella y vio la pistola junto a las zapatillas deportivas que calzaban sus pies. —Pero, ¿no iba a venir él en persona? Lo esperaba a él, a tu padre.
—No. Nunca planeamos eso. Sólo teníamos un avión. ¿No te lo dijo? —Se puso a temblar. — ¿No te dijo nada?
—Lo suficiente —dijo poniéndole la mano en el hombro—, nos dijo lo suficiente. Todo irá bien... —Pasó las piernas por encima del reborde, se inclinó, alejó la Smith & Wesson de los pies de la muchacha, y encontró el cable de interfase. Sin quitarle la mano del hombro, levantó el cable y se lo enchufó detrás de la oreja.
—Dame los pasos para borrar todo lo que hayas almacenado en las últimas cuarenta y ocho horas —dijo—. Quiero desechar el rumbo a México, el vuelo desde la costa, lo que sea...
—No había registro que indicara Ciudad de México— dijo la voz, contacto neural directo en audio.
Turner miró a la muchacha, se frotó la mandíbula.
—¿Hacia dónde estamos yendo?
—Bogotá. —Y el jet recitó las coordenadas del aterrizaje que no habían hecho.
Ella lo miró, parpadeando; sus párpados estaban ennegrecidos como la piel que los rodeaba. —¿Con quién estabas hablando?
—Con el avión. ¿Te dijo Mitchell adonde pensaba que irías?
—A Japón...
—¿Conoces a alguien en Bogotá? ¿Dónde está tu madre?
—No. En Berlín, creo. No la conozco muy bien.
Borró la memoria del avión, eliminando lo que Conroyhabía programado o lo que quedaba de ello: el acercamiento desde California, los datos identificativosdel lugar de operaciones, un plan de vuelo que los habría llevado a una pista a menos de trescientos kilo metros del núcleo urbano de Bogotá...
Alguien encontraría el jet tarde o temprano. Pensó en el sistema orbital de reconocimiento de la Maas y se preguntó si los programas de camuflaje y evasión que había ordenado ejecutar al avión habrían servido de algo. Podía ofrecer el jet como material de desguace, pero dudaba de que Rudy quisiera verse involucrado. En cualquier caso, sólo con aparecer en la granja acompañado por la hija de Mitchell, Rudy ya quedaría metido hasta las orejas en el asunto. Pero no había otro lugar a donde ir, no para lo que ahora necesitaba.
Fueron cuatro horas de marcha por sendas semiolvidadas y por un tortuoso camino asfaltado de dos carriles, invadido de maleza. Le pareció que los árboles eran diferentes, y recordó entonces cuánto habrían crecido en todos esos años. A intervalos regulares pasaron junto a pilas de postes de madera que una vez habían sostenido cables de teléfono, ahora cubiertos de zarza y madreselva; los cables habían sido arrancados para ser utilizados como combustible. Las abejas libaban la hierba en flor de la cuneta...
—¿A donde vamos hay comida? —preguntó la muchacha, cepillando el gastado asfalto con las suelas de sus zapatillas blancas.
—Seguro —dijo Turner—, toda la que quieras.
—Lo que quiero en este momento es agua. —Se quitó un mechón de pelo castaño de una mejilla bronceada. Él había notado que ella empezaba a cojear, gimiendo cada vez que apoyaba el pie derecho.
— ¿Qué te has hecho en la pierna?
—El tobillo. Algo, cuando aterricé con el microligero. —Hizo un gesto de dolor y siguió caminando.
—Descansaremos.
—No. Quiero llegar, llegar a donde sea.
—Descansa —dijo él, llevándola de la mano hasta el borde de la carretera. Ella hizo una mueca, pero se sentó a su lado, con la pierna derecha extendida con precaución.
—Qué arma más grande —dijo. Hacía calor ahora, demasiado calor para llevar el anorak. Se había puesto el ames sobre el torso desnudo, bajo la camisa sin mangas que llevaba suelta—. ¿Por qué el cañón tiene esa forma, como una cabeza de cobra, en la parte de abajo?
—Es una mirilla, para encuentros nocturnos. —Se inclinó hacia adelante para examinarle el tobillo. Se estaba hinchando con rapidez.— No sé cuánto tiempo aguantarás caminando así —dijo.
—¿Peleas mucho de noche? ¿Con pistola?
—No.
—Creo que no entiendo a qué te dedicas.
Él la miró. —Yo mismo no lo entiendo siempre, al menos últimamente. Esperaba a tu padre. Él quería cambiar de compañía, trabajar para otros. La gente para la que él quería trabajar me contrató a mí y a otros para asegurarse de que él pudiera dejar el antiguo contrato.
—Pero no había forma de salir de ese contrato —observó ella—. No legalmente.
—Así es —dijo él deshaciendo el nudo, quitando la zapatilla—. No legalmente.
—Ah. Entonces es así como te ganas la vida.
—Sí. —Dejó la zapatilla; ella no llevaba medias. El tobillo se hinchaba cada vez más. — Esto es un esguince.
—¿Y qué pasó con los demás? Había más gente, allá, en las ruinas. Alguien estaba gritando, y esos fogonazos...
—Difícil decir quién estaba gritando —dijo él—, pero los fogonazos no eran nuestros. Quizás el equipo de seguridad de la Maas, siguiéndote. ¿Piensas que pudiste despistarlos?
—Hice lo que Chris me dijo —explicó ella—. Chris es mi padre.
—Ya sé. Creo que voy a tener que cargarte el resto del camino.
—¿Pero qué pasó con tus amigos?
—¿Qué amigos?
—Allá, en Arizona.
—Ya. Bueno —y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano—, no sabría decirte. En realidad no lo sé.
Imagen de cielo blanco, destello de energía, más brillante que el sol. Pero sin señal de pulsaciones electromagnéticas, había dicho el avión...
El primero de los perros aumentados de Rudy dio con ellos quince minutos después de haberse vuelto a poner en marcha, Angie a horcajadas en la espalda de Turner, rodeándole los hombros con los brazos, los delgados muslos bajo sus axilas, los dedos de él entrelazados formando un puño doble a la altura del esternón. Olía a muchacha de barrio bien, una insinuación vagamente herbal de champú. Al pensar en eso, se preguntó a qué olería él. Rudy tenía una ducha...
—Ay, mierda, pero ¿qué es eso? —Enderezó la espalda, señalando.
Un estilizado galgo gris los contemplaba desde lo alto de un talud de arcilla en una curva de la carretera, con su estrecha cabeza enfundada en una capucha negra con anteojeras, llena de sensores. Jadeaba, la lengua afuera, y lentamente meneó la cabeza.
—Está bien —dijo Turner—. Un perro guardián. Pertenece a mi amigo.
Lacasa había crecido, brotándole alas y talleres, pero Rudy nunca había pintado la madera descascarillada de la construcción original. Para cercar su colección de vehículos había instalado un tenso recuadro de malla de acero, que Turner no recordaba. Cuando llegaron el portón estaba abierto, sus goznes perdidos entre óxido y maleza. Las verdaderas defensas, sabía Turner, estaban en otra parte. Cuatro de los perros aumentados trotaron tras él mientras caminaba pesadamente por la entrada de gravilla; la cabeza de Angie caída sobre sus hombros, sus brazos aún rodeándolo.
Rudy los esperaba en el porche; llevaba unos viejos pantalones cortos blancos y una camiseta azul oscura de cuyo único bolsillo asomaban al menos nueve bolígrafos diferentes. Los miró y alzó una lata verde de cerveza holandesa a modo de saludo. Detrás de él, una mujer rubia vestida con una desteñida camisa color caqui salió de la cocina llevando una espátula cromada en la mano; Turner vio que tenía el pelo muy corto, peinado hacia atrás como la médica coreana de la cápsula de la Hosaka, la cápsula ardiendo, Webber, el cielo blanco... Se balanceó de un lado a otro, en la entrada de gravilla de Rudy, las piernas abiertas para soportar el peso de la muchacha, el pecho desnudo cubierto de sudor, de polvo de la pista de Arizona, y miró a Rudy y a la rubia.
—Os hemos preparado el desayuno —dijo Rudy—. Cuando aparecisteis en los monitores de los perros, Supusimos que tendríais hambre. —El tono de su voz era estudiadamente inexpresivo.
La muchacha gimió.
—Qué bien —dijo Turner—. Tiene un tobillo hinchado, Rudy. Será mejor que le echemos un vistazo. Y hay otras cosas de las que tengo que hablar contigo.
—Un poco joven para ti... —dijo Rudy, y bebió otro trago de cerveza.
—No jodas, Rudy —lo interrumpió la mujer a su la do—, ¿no ves que está herida? Tráela por aquí —dijo a Turner, y volvió a entrar por la puerta de la cocina.
—Te ves diferente —observó Rudy, estudiándolo, y Turner se dio cuenta de que estaba borracho—. Igual, pero diferente.
—Ha pasado tiempo —dijo Turner, comenzando a subir los escalones de madera.
—¿Te hiciste cirugía plástica o algo?
—Reconstrucción. Tuvieron que rehacérmela a partir de fotos de archivo. —Subió los escalones; la espalda le dolía con cada movimiento.
—No está nada mal —dijo Rudy—. Casi no se ve. —Eructó. Era más bajo que Turner, y algo gordo, pero tenían el mismo pelo castaño, y rasgos similares.
Turner se detuvo en un escalón cuando sus ojos quedaron a la misma altura. —¿Todavía haces un poco de todo, Rudy? Necesito un chequeo de esta chica. Necesito también unas cuantas cosas más.
—Bueno —dijo su hermano—, ya veremos qué se puede hacer. Anoche oímos algo. Tal vez una explosión sónica. ¿Algo que ver contigo?
—Sí. Hay un jet en el bosque de ardillas, pero está muy bien escondido.
Rudy suspiró.
—Jesús... Bueno, tráela adentro...
A través de los años, Rudy había quitado de la casa de casi todo lo que Turner podía haber recordado, y algo en él se sentía agradecido por eso. Miró a la rubia que rompía huevos en un cuenco de acero; las yemas sueltas eran de color amarillo oscuro; Rudy criaba sus propias gallinas.
—Me llamo Sally —dijo ella, batiendo los huevos con un tenedor.
—Turner.
—Él tampoco te llama de otra forma. Nunca ha hablado mucho de ti.
—Nos hemos perdido un poco de vista. Quizá deba subir a ayudarlo.
—Tú quédate sentado. Tu muchachita está bien con Rudy; él tiene buena mano.
—¿Aun cuando está borracho?
—Medio borracho. Bueno, no la va a operar, sólo le va a poner unos dermos y a vendarle el tobillo. —Puso unos copos de patatas deshidratadas en una sartén, sobre mantequilla caliente, y vertió los huevos encima. —¿Qué te pasó en los ojos, Turner? Tú y ella... —Revolvió la mezcla con la espátula cromada mientras agregaba salsa de un pote de plástico.
—La fuerza de aceleración. Tuvimos que despegar rápido.
—¿Fue así como se lastimó el tobillo?
—Tal vez. No lo sé.
—¿Te persiguen? ¿La persiguen a ella? —Puso los platos del armario sobre el fregadero; el barato laminado marrón de las puertas disparó una súbita ola de nostalgia en Turner, que vio en las bronceadas muñecas de la rubia las muñecas de su madre...
—Es posible —dijo—. Todavía no sé de qué se trata.
—Come un poco de esto —dijo pasando la mezcla a un plato blanco, buscando un tenedor—. Rudy teme a la clase de gente que pueda venir detrás de ti.
Turner tomó el plato, el tenedor. Los huevos humeaban. —Yo también.
—Hay algo de ropa —dijo Sally por encima del ruido de la ducha—. Un amigo de Rudy la dejó aquí; debería quedarte bien... —La ducha funcionaba por gravedad, agua de lluvia de un tanque en el techo, una unidad de filtrado, gruesa y blanca, sujeta al tubo sobre la roseta.
Turner asomó la cabeza por entre brumosas cortinas de plástico, y la miró, parpadeando. —Gracias.
—La chica está inconsciente —dijo ella—. Rudy piensa que es conmoción, agotamiento. Dice que sus signos vitales son altos, así que tal vez pueda examinarla ahora. —Salió de la habitación llevándose los pantalones militares de Turner y la camisa de Oakey.
—¿Qué es ella? —Rudy desplegó una arrugada tira de papel de impresión plateado.
—No sé cómo leer eso —dijo Turner, mirando a su alrededor en la habitación blanca, buscando a Angie—. ¿Dónde está?
—Duerme. Sally la está cuidando. —Rudy se volvió y atravesó la habitación que, recordó Turner, en otro tiempo habría sido la sala. Rudy empezó a desconectar sus consolas; las diminutas luces testigo se apagaron una a una.— No sé, hermano. Sencillamente no sé. ¿Qué es? ¿Algún tipo de cáncer?
Turner fue hasta donde estaba Rudy, pasando junto a una mesa de trabajo donde un micromanipulador esperaba bajo su funda, y luego frente a los polvorientos ojos rectangulares de una hilera de vetustos monitores, uno de ellos con la pantalla hecha añicos.
—Tiene la cabeza llena de eso —dijo Rudy—. Son como cadenas largas. No se parece a nada que haya visto nunca, nunca. Nada.
—¿Qué sabes de biochips, Rudy?
Rudy soltó un gruñido. Ahora parecía muy sobrio, pero tenso, agitado. No dejaba de pasarse la mano por el pelo. —Es lo que pensé. Es algún tipo de... No un implante. Un injerto.
—¿Para qué sirve?
—¿Para qué? ¿Quién mierda puede saberlo? ¿Quién se lo hizo? ¿Alguien para quien tú trabajas? —Su padre, creo.
—¡Cristo! —Rudy se secó la boca con la mano.— En los monitores se ve como un tumor, pero sus signos son lo bastante altos, normales. ¿Cómo es ella, de ordinario?
—No lo sé. Una niña. —Se encogió de hombros.
—Qué mierda —dijo Rudy—. Me parece increíble que pueda caminar. —Abrió un pequeño refrigerador de laboratorio y sacó una empañada botella de Moskovskaya.— ¿Quieres del pico? —preguntó.
—Más tarde, quizás.
Rudy suspiró, miró la botella, y la guardó en el refrigerador. —¿Entonces qué quieres? Con algo tan raro como lo que tiene esa muchachita en la cabeza, es de esperar que alguien la esté buscando muy pronto. Si no lo están haciendo ya.
—Ya la están buscando —dijo Turner—. No sé si saben que ella está aquí.
—Todavía. —Rudy se limpió las manos en los blancos y sucios pantalones cortos.— Pero probablemente lo sabrán, ¿verdad?
Turner asintió.
—¿Adonde irás, entonces?
—Al Sprawl.
—¿Por qué?
—Porque allí tengo dinero. Tengo líneas de crédito bajo cuatro nombres diferentes, y no hay forma de que puedan ser relacionadas conmigo. Porque tengo muchos otros contactos que quizá pueda utilizar. Y porque en el Sprawl siempre hay donde esconderse. Es tan grande, ¿sabes?
—Muy bien —dijo Rudy—. ¿Cuándo?
—¿Tanto te preocupa? ¿Quieres que nos vayamos ahora mismo?
—No. Quiero decir, no lo sé. Todo esto es muy interesante, lo que hay dentro de la cabeza de tu amiga. Tengo un amigo en Atlanta que podría alquilarme un analizador de funciones para hacerle un diagrama del cerebro, plano a plano; con eso tal vez podría comenzar a hacerme una idea de qué es esa cosa... Podría valer la pena.
—Seguro. Si supieras dónde venderlo.
—¿No sientes curiosidad? Quiero decir, ¿qué demonios es ella? ¿La sacaste de algún laboratorio militar? —Rudy volvió a abrir la puerta del refrigerador blanco, sacó la botella de vodka, la abrió, y bebió un trago.
Turner tomó la botella y la empinó, dejando que el líquido helado le cayera en los dientes. Tragó; sintió un estremecimiento. —Es de una empresa. Grande. Se suponía que yo iba a sacar a su padre, pero él la envió en su lugar. Entonces alguien voló todo el lugar de operaciones, algo como una minibomba nuclear. A duras penas pudimos salir. Hasta aquí. —Pasó la botella a Rudy.— No te emborraches, Rudy. Cuando te asustas, bebes demasiado.
Rudy lo miró fijamente, ignorando la botella. — Arizona —dijo—. Salió en las noticias. México sigue quejándose. Pero no fue nuclear. Han ido equipos, han revisado todo. No fue nuclear. —¿Qué fue?
—Piensan que fue un misil. Piensan que alguien puso un arma de hipervelocidad en un dirigible de carga e hizo volar una pista en ruinas en medio del desierto. Saben que hubo un dirigible cerca de allí, y hasta ahora nadie lo ha encontrado. Se puede armar un misil capaz de desintegrarse por completo al detonar. A esa velocidad el proyectil puede haber sido cualquier cosa.
Unos ciento cincuenta kilos de hielo alcanzarían. —Tapó la botella y la dejó sobre el mostrador, a su lado. — Toda esa área pertenece a la Maas, a los Biolaboratorios Maas, ¿verdad? Han salido en las noticias, los de la Maas. Cooperando en todo con las distintas autoridades, por supuesto. Así que eso nos dice de dónde sacaste a tu nena, supongo.
—Seguro. Pero no me dice quién disparó el misil. O por qué.
Rudy se encogió de hombros.
—Será mejor que vengáis a ver esto —dijo Sally desde la puerta.
Mucho más tarde, Turner estaba sentado con Sally en el porche. Finalmente la chica había caído en algo que el EEG de Rudy llamaba sueño. Rudy había regresado a uno de sus talleres, tal vez con su botella de vodka. Había luciérnagas alrededor de las matas de madreselva junto al portón de malla de acero. Turner descubrió que si entrecerraba los ojos, desde su asiento en el sillón del porche casi podía ver un manzano que ya no estaba, un árbol del que una vez había colgado una cuerda con una viejísima rueda de automóvil. Entonces también había luciérnagas, y los talones de Rudy golpeaban sobre un palmo de tierra dura y seca cada vez que se impulsaba en el arco del columpio, echando las piernas hacia adelante, y Turner yacía boca arriba en la hierba, mirando las estrellas...
—Lenguas —dijo Sally, la mujer de Rudy, desde la quejumbrosa silla de paja. Su cigarrillo era un ojo encendido en la oscuridad—. Hablando en las lenguas.
—¿Qué?
—Lo que estaba haciendo tu muchachita, allá arriba. ¿Sabes algo de francés?
—No, no demasiado. No sin un lexicón.
—Parte de lo que dijo me sonó a francés. —Por un instante, cuando sacudió la cabeza, la brasa roja fue como una herida. — Cuando era pequeña mi viejo me llevó una vez a un estadio, y vi a la gente dando testimonio y hablando en lenguas. Me asustó. Creo que hoy, cuando ella empezó, me sentí más asustada que entonces.
—Rudy grabó el final, ¿verdad?
—Sí. ¿Sabes?, Rudy no está del todo bien. Es por eso que volví a instalarme aquí. Le dije que no me quedaría a menos que se compusiese, pero entonces se puso peor, así que hace poco más de dos semanas que volví. Estaba a punto de irme cuando tú apareciste. —La brasa del cigarrillo voló en arco sobre la baranda y cayó en la gravilla que cubría el patio.
—¿La bebida?
—Eso y los mejunjes que cocina en el laboratorio. ¿Sabes?, ese hombre sabe un poquito de casi todo. Todavía tiene muchos amigos, por todo el país; les he oído contar cosas de cuando tú y él erais críos, antes de que te marcharas.
—También él debería haberse ido.
—Odia la ciudad. Dice que si de cualquier forma todo llega por línea, ¿para qué tienes que irte allá?
—Yo me fui porque aquí no pasaba nada. Rudy siempre podía encontrar algo que hacer. Todavía puede, por lo visto.
—De todas maneras, deberías haberte mantenido en contacto. El .te quería aquí cuando vuestra madre estaba muriendo.
—Yo estaba en Berlín. No podía dejar lo que estaba haciendo.
—Supongo que no. Tampoco yo estaba aquí. Llegué más tarde. Aquél fue un buen verano. Rudy me acababa de sacar de un club de mala muerte en Memphis; llegó una noche con un grupo de amigos del campo, y al día siguiente yo estaba aquí, sin saber realmente por qué. Excepto porque él era bueno conmigo, en aquellos días, y gracioso, y le dio tiempo a mi cabeza para que yo me calmara un poco. Me enseñó a cocinar. —Rió.— Me gustaba hacerlo, sólo que tenía miedo de esos malditos pollos de ahí atrás. —Se puso de pie para estirarse; la vieja silla volvió a crujir, y él notó lo largas que eran sus bronceadas piernas, su olor y calor de verano, cerca de su cara.
Ella le puso las manos en los hombros. Los ojos de él quedaron a la altura de la franja de vientre moreno que sus pantalones cortos dejaban al descubierto; su ombligo era una sombra tenue, y, recordando a Allison en la habitación blanca y vacía, quiso aproximar la cara, saborearlo todo... Le pareció que ella se inclinaba un poco, pero no estaba seguro.
—Turner —dijo—, estar aquí con él a veces es como estar sola...
Y se levantó, con el ruido de la vieja cadena del columpio en la parte donde los pernos estaban atornillados a fondo en la canaleta del techo del porche, pernos que su padre podría haber puesto cuarenta años atrás; y besó su boca cuando ésta se abría, suspendido en el tiempo por la charla y las luciérnagas y los subliminales detonadores del recuerdo, de modo que tuvo la impresión, mientras subía sus manos por la calidez de la espalda desnuda, bajo la camiseta blanca, de que las personas en su vida no eran cuentas hilvanadas en un I hilo secuencial, sino apiñadas como quanta, de modo que la conocía tanto como conocía a Rudy, o a Allison, o a Conroy, tanto como conocía a la niña que era la | hija de Mitchell.
—Eh —susurró, librándose del beso—, sube conmigo.