—Eh, mocoso —Rhea le dio un golpe no demasiado suave en las costillas. — Saca tu culo de la cama.
Se levantó forcejeando con el cobertor, con figuras a medio formar de enemigos desconocidos. Con los asesinos de su madre. Estaba en una habitación que no conocía, una habitación que podría haber estado no importa dónde, muchos espejos con marcos de plástico dorados. Papel escarlata en las paredes. Había visto a los Gothicks decorar así sus habitaciones, cuando podían pagárselo, pero también había visto a sus padres arreglar apartamentos enteros en el mismo estilo. Rhea arrojó un atado de ropa sobre el colchón de es puma y hundió las manos en los bolsillos de una chaqueta de cuero negro.
Los cuadros rosas y negros del cobertor estaban arrebujados en torno a su cintura. Miró hacia abajo y vio el fragmentado ciempiés sumergido en un surco del ancho de un dedo en la rosada piel de la cicatriz. Beauvoir había dicho que eso aceleraba la cura. Tocó el tejido nuevo y brilloso con un dedo vacilante: lo encontró blando pero soportable. Miró a Rhea. —Pon tu culo aquí, si quieres —dijo haciendo un gesto con los dedos.
Se miraron a los ojos durante algunos segundos por encima del dedo alzado de Bobby. Luego ella rió.
—Muy bien —dijo—. Tú ganas. Te dejaré tranquilo. Pero recoge esa ropa y póntela. Debe de haber algo que te vaya bien. Está por venir Lucas para llevarte con él, y a Lucas no le gusta que lo hagan esperar.
—¿No? A mí me parece un tipo bastante tranquilo. —Empezó a rebuscar entre la pila de ropa, descartando una camisa negra y dorada con un llamativo estampado desteñido por el uso, una pieza de satén rojo con un ribete en imitación cuero blanco a lo largo de las mangas, una especie de leotardo negro con placas de un material traslúcido... —Eh —dijo—, ¿de dónde sacaste esto? No puedo ponerme una mierda así...
—Son de mi hermanito —dijo Rhea—. Del año pasado, y más vale que te vistas antes de que llegue Lucas. ¡Eso es mío! —exclamó arrebatándole el leotardo, como si estuviese a punto de robárselo.
Se puso la camisa negra y dorada y cerró torpemente los convexos broches en imitación perla negra. Encontró un par de téjanos negros, pero resultaron ser abolsados, con demasiadas pinzas y sin bolsillo alguno. —¿No tienes más pantalones que éstos?
—Jesús —dijo ella—. Yo vi la ropa que Pye te quitó a tijeretazos, chico. A nadie se le ocurriría pensar que eres modelo de pasarela. Sólo vístete, ¿eh? No quiero tener problemas con Lucas. Puede que contigo sea muy suave, pero eso sólo quiere decir que tú tienes algo que él quiere lo bastante como para tomarse la molestia. Yo no tengo nada así, puedes estar seguro, así que en mi caso Lucas no tiene por qué cuidarse.
Bobby se puso de pie, inseguro, buscó la cremallera de los téjanos negros. —No hay cremallera —dijo mirando a Rhea.
—Botones. Están ahí, en algún lado. Es parte del estilo, ¿sabes?
Bobby encontró los botones. Era un asunto complicado y se preguntó qué pasaría si de pronto le entraran ganas de mear. Vio las sandalias de nailon negro junto al lecho y se las calzó. —¿Y Jackie ? —preguntó yendo hasta un sitio donde pudiera contemplarse en los espejos de marcos dorados—. ¿Lucas se toma molestias con ella? —Miró en el espejo, y vio que algo cruzó la mirada de Rhea.
—¿Qué significa eso?
—Beauvoir... Él me dijo que ella era un caballo...
—Cierra el pico —dijo ella, con voz baja y urgente—. Si Beauvoir quiere mencionarte una cosa así, es su problema. Pero en cualquier caso, es algo de lo que no se habla, ¿entiendes? Hay cosas tan malas que podrías preferir estar otra vez allá afuera, y que estuvieran abriéndote el culo a cuchilladas.
Él miró los ojos de Rhea reflejados en el espejo, ojos oscuros ensombrecidos por el ala de su sombrero de fieltro. Parecían tener un poco más de blanco que antes.
—Bueno —dijo después de una pausa, luego añadió—: Gracias. —Jugueteó con el cuello de la camisa, subiéndolo en la parte de atrás, volviéndolo a bajar, probándoselo de distintas formas.
—¿Sabes? —observó Rhea inclinando la cabeza—, vestido no te ves tan mal. Excepto que tus ojos son como dos agujeros hechos al mear en la nieve...
—Lucas —dijo Bobby cuando estaban en el ascensor—, ¿sabes quién liquidó a mi madre? —No era una pregunta que tuviera la intención de hacer, pero de alguna forma había brotado, como una burbuja de gas en una ciénaga.
Lucas lo miró con una expresión benigna, en el rostro largo, liso y negro. Llevaba un traje oscuro, de corte impecable, que parecía recién planchado. Empuñaba un sólido bastón de madera lustrada, con vetas negras y rojas, rematado en una bola de bronce pulido. Estrías de bronce del largo de un dedo corrían desde la bola engastadas en el mango del bastón. —No, no lo sabemos. —Sus labios formaban una línea derecha y muy seria.— Eso es algo que nos gustaría mucho saber...
Bobby se estremeció. El ascensor lo hacía sentir incómodo. Era del tamaño de un autobús pequeño, y, aunque no estaba lleno de gente, él era el único blanco. Bajo la luz fluorescente, notó, mientras sus ojos recorrían el interior del aparato, los negros no parecían medio muertos, como los blancos.
Tres veces, en el transcurso de su trayecto, el ascensor se detuvo en algún piso y permaneció allí cerca de quince minutos. La primera vez Bobby dirigió a Lucas un gesto interrogativo. «Algo en el hueco», había dicho Lucas. «¿Qué?» «Otro ascensor.» Los ascensores estaban ubicados en el corazón de la arcología, los huecos cubiertos de cañerías de suministro de agua, líneas de desagüe, enormes redes de cables eléctricos y tuberías aisladas que Bobby supuso formarían parte del sistema geotérmico que describiera Beauvoir. Se podía ver todo cada vez que las puertas se abrían; todo quedaba expuesto, crudo, como si la gente que había construido aquello hubiese querido poder ver exactamente cómo funcionaba todo y el lugar en que iba cada cosa. Todas las superficies visibles estaban recubiertas por una enmarañada red de graffiti, tan densa y abigarrada que era prácticamente imposible descifrar mensajes o símbolos de ninguna especie.
—Nunca has estado aquí antes, ¿verdad, Bobby?— preguntó Lucas cuando las puertas volvieron a cerrarse bruscamente y empezaron a descender otra vez—. Qué lástima —continuó—. Comprensible, por Arto, aunque no deja de ser un poco lamentable. Dos-por-Día me ha dicho que no tienes demasiadas ganas de permanecer en Barrytown. ¿Es cierto eso?
—Ya lo creo —asintió Bobby.
—Supongo que eso también es comprensible. Tengo la impresión de que eres un joven con bastante imaginación e iniciativa. ¿Estarías de acuerdo? —Lucas hizo rodar la brillante cabeza de bronce del bastón sobre la rosada palma de su mano y mantuvo la mirada fija en Bobby.
—Supongo que sí. No soporto este lugar. Últimamente es como si me estuviese dando cuenta de que, bueno, nunca pasa nada, ¿sabes? Quiero decir, sí pasan cosas, pero siempre es lo mismo, una y otra maldita vez, como si fuera una reposición, todos los veranos son iguales al anterior... —Su voz se fue perdiendo; no estaba seguro de lo que Lucas pensaría de él.
—Sí —dijo Lucas—. Conozco esa sensación. Puede ser un poco más acertada en Barrytown que en algunos otros sitios, pero puedes sentir lo mismo, con la misma facilidad, en Nueva York o en Tokyo.
No puede ser cierto, pensó Bobby, pero de todos modos asintió con la cabeza, con la advertencia de Rhea en la mente. Lucas parecía igual de inofensivo que Beauvoir, pero su solo tamaño bastaba para prevenir a cualquiera. Y Bobby estaba desarrollando una nueva teoría de comportamiento: aún no había pensado en todos los detalles, pero una parte de su teoría estaba vinculada con la idea de que las personas que eran genuinamente peligrosas podían no necesitar en absoluto demostrarlo, y que la capacidad de disimular una amenaza las hacía aún más peligrosas. Esta idea se oponía frontalmente a la regla vigente en el Gran Campo de Juego, donde los chicos que en realidad no tenían poder alguno hacían todo lo posible por anunciar al mundo su ferocidad de tachas de cromo. Lo que tal vez les hacía algún bien, por lo menos en términos de lo que pasara en el barrio. Pero era muy claro que Lucas no tenía nada que ver con ningún barrio.
—Veo que dudas de ello —dijo Lucas—. Bueno, con toda seguridad te darás cuenta en su momento, pero aún falta un poco. En la forma en que tu vida está desarrollándose ahora las cosas deberían seguir resultándote nuevas y emocionantes por un buen tiempo.
Las puertas del ascensor se abrieron temblando, y Lucas avanzó, empujando a Bobby delante de él como si se tratara de un niño. Salieron a un vestíbulo embaldosado que parecía extenderse hacia el infinito, pasando junto a quioscos y puestos cubiertos por telas y gente acuclillada junto a mantas sobre las que había diversos objetos expuestos. —Pero no debemos perder tiempo —advirtió Lucas, dando a Bobby un empujoncito muy suave con una de sus grandes manos cuando éste se detuvo frente a una desordenada pila de software—. Está usted en camino del Sprawl, señor mío, y viajará usted de una manera que corresponde a un conde.
—¿Cómo?
—En una limusina.
El automóvil de Lucas era una increíble extensión de carrocería negra con destellos dorados y bronce reluciente, salpicado con una colección de barrocos accesorios cuyo propósito Bobby sólo pudo imaginar. Uno de ellos era una antena de plato, concluyó, pero parecía más una de esas ruedas calendario azteca. Una vez adentro Lucas dejó que la amplia puerta se cerrara tras él con un ruido suave y compacto. Los vidrios eran tan oscuros que afuera parecía de noche, una noche bulliciosa en la que la muchedumbre de los Proyectos se ocupaba de sus asuntos de mediodía. El interior del vehículo era un único y espacioso compartimiento tapizado con una moqueta de colores vivos y cubiertos de cojines de piel clara, aunque no parecía haber nada diseñado específicamente para sentarse. Tampoco había volante; el tablero era una acolchada superficie de cuero a la que no interrumpía control alguno. Bobby miró a Lucas, que se aflojaba el nudo de su corbata negra. —¿Cómo se conduce?
—Siéntate en algún sitio. Esto se conduce así: Ahmed, llévanos a Nueva York, al centro este.
El coche se deslizó suavemente, alejándose del bordillo al tiempo que Bobby se arrodillaba de golpe sobre una blanda pila de alfombras.
—La comida estará servida en treinta minutos, señor, a menos que desee comer algo antes —dijo una voz. Era cálida, melodiosa, y no parecía provenir de ningún sitio en particular.
Lucas soltó una carcajada. —Sí que los sabían hacer bien en Damasco.
— ¿Dónde?
—En Damasco —dijo Lucas mientras se desabotonaba el abrigo y se acomodaba en un nicho de pálidos cojines—. Éste es un Rolls. De los antiguos. Los árabes construyeron buenos coches, mientras les duró el dinero.
—Lucas —dijo Bobby con la boca llena de pollo frito frío—, ¿por qué estamos tardando hora y media en llegar a Nueva York? No vamos precisamente arrastrándonos...
—Porque —dijo Lucas, haciendo una pausa para otro sorbo de vino blanco— ése es el tiempo que estamos empleando en llegar. Ahmed viene con todas las opciones de fábrica, incluyendo un sistema de contravigilancia de primera clase. En carretera, rodando, Ahmed proporciona un considerable grado de privacidad; mayor que el que yo estaría dispuesto a pagar en Nueva York. Ahmed, ¿tienes la impresión de que alguien está tratando de meterse con nosotros, escuchar o algo?
—No, señor —dijo la voz—. Hace ocho minutos nuestro panel de identificación fue examinado con infrarrojos por un helicóptero de la unidad de tácticas. El número del helicóptero era MH-guión-3-guión-848, pilotado por el cabo Roberto...
—Ya está bien —dijo Lucas — . No te preocupes. ¿Lo ves? Ahmed obtuvo más de esos tácticos de lo que ellos obtuvieron de nosotros. —Se secó las manos con una gruesa servilleta de tela y extrajo un mondadientes de oro del bolsillo de su chaqueta.
—Lucas —dijo Bobby, mientras Lucas se hurgaba delicadamente los intersticios de sus dientes grandes y cuadrados—, ¿qué pasaría si, supongamos, yo te pidiera que me llevases a Times Square y me dejaras salir?
—Ah —dijo Lucas, bajando el mondadientes—, la hectárea más sonada de la ciudad. ¿Cuál es el problema, Bobby? ¿Drogas?
—Bueno, no, pero me preguntaba...
— ¿Te preguntabas? ¿Quieres ir a Times Square?
—No, fue el primer sitio que me vino a la cabeza. Lo que quiero decir es, supongo, ¿me dejarías salir?
—No —dijo Lucas sin vueltas—. Pero no debes considerarte un prisionero, sino más bien un huésped. Un huésped muy valioso.
Bobby esbozó una lánguida sonrisa. —Ah, ya. Lo que le dicen custodia de protección, supongo.
—Correcto —dijo Lucas, volviendo a sacar el mondadientes a escena—. Y ya que estamos aquí, protegidos por el buen Ahmed, es hora de que hablemos. El hermano Beauvoir ya te ha dicho algo acerca de nosotros, creo. ¿Qué opinas tú, Bobby, de lo que te ha dicho?
—Bueno —respondió Bobby—, es muy interesante, pero no estoy seguro de entenderlo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Pues, no sé, eso del vudú...
Lucas alzó las cejas.
—Eso es asunto tuyo, lo que quieras comprar, es decir, creer, ¿de acuerdo? Pero Beauvoir empieza ha blando de negocios en una jerga técnica que nunca antes he oído, y en seguida está hablando de mambos y fantasmas y serpientes y, y...
—¿Y qué?
—Y caballos —dijo Bobby, con un nudo en la garganta.
—Bobby, ¿sabes lo que es una metáfora?
—¿Un componente? ¿Como un condensador?
—No. Olvida lo de la metáfora. Cuando Beauvoir o yo te hablamos sobre los loa y sus caballos, como llamamos a esos pocos que los loa escogen como montura, debes pensar que estamos hablando dos idiomas a la vez. Uno de ellos ya lo entiendes. Es el lenguaje de la jerga técnica, como tú la llamas. Puede que usemos palabras distintas, pero estamos hablando técnico. Es posible que llamemos Ougou Feray a algo que tu llamas rompehielos, ¿entiendes? Pero al mismo tiempo, con las mismas palabras, estamos hablando de otras cosas, y eso sí que no lo entiendes. No necesitas entenderlo. —Guardó el mondadientes.
Bobby respiró hondo. —Beauvoir dijo que Jackie es el caballo de una víbora, una víbora que se llama Dambala. ¿Me lo puedes traducir en jerga técnica?
—Por supuesto. Imagina que Jackie es una consola, Bobby, una consola de ciberespacio, una consola muy atractiva de bonitas piernas. —Lucas sonrió y Bobby se sonrojó. — Imagina que Dambala, a quien algunos llaman la víbora, es un programa. Digamos, un rompehielos. Dambala es conectada a la consola Jackie , y Jackie corta el hielo. Eso es todo.
—Bueno —dijo Bobby, entendiendo—, entonces, ¿qué es la matriz? Si Jackie es una consola, y Dambala es un programa, ¿qué es el ciberespacio?
—El mundo —dijo Lucas.
—Será mejor que a partir de aquí continuemos a pie —dijo Lucas.
El Rolls se detuvo silenciosamente; Lucas se puso de pie abotonándose la chaqueta. —Ahmed llama demasiado la atención. —Tomó su bastón y la puerta se abrió con un sonido seco.
Bobby salió detrás de él, al inconfundible y característico olor del Sprawl, una rica amalgama de rancias exhalaciones de tren subterráneo, antiguo hollín, y fragancia carcinógena de plástico nuevo, todo ello aderezado con una pizca de carbono de combustibles fósiles ilícitos. En lo alto, en la brillantez reflejada de luces de arco, una de las inconclusas cúpulas de Fuller ocultaba dos tercios del crepuscular cielo color salmón con su serrado borde como un panal gris y roto. La irregular trama de cúpulas del Sprawl tendía a generar microclimas inintencionados; había áreas de algunas manzanas urbanas donde una fina y constante llovizna de condensación caía de las formas geodésicas manchadas de hollín, y secciones en lo alto de las cúpulas que eran famosas por sus despliegues de descarga estática, un modo de iluminación particularmente urbano. Soplaba un fuerte viento mientras Bobby seguía a Lucas por la calle, ráfagas cálidas y sucias que probablemente tuvieran algo que ver con cambios de presión en el sistema de trenes subterráneos, que abarcaba el Sprawl en su totalidad.
—Recuerda lo que te he dicho —dijo Lucas con los ojos entrecerrados por el polvo—. Este hombre es mucho más de lo que parece ser. Aun si no fuera nada más que lo que parece, le deberías un grado de respeto. Si quieres llegar a ser vaquero, estás por conocer a una luminaria del ramo.
—Bueno. —De un saltito envió una grisácea tira de papel de impresión que intentó enroscarse en su tobillo. — Así que él es el que os vendió a ti y a Beauvoir el...
— ¡Aja! ¡No! Recuerda lo que te he dicho. Hablar en medio de la calle es como anunciar lo que digas en una cartelera pública...
Bobby hizo una mueca, pero luego asintió con la cabeza. Mierda. No paraba de meter la pata. Aquí estaba, con un operador de los grandes, metido hasta el cuello en un increíble asunto, y no dejaba de actuar como un wilson. Operador. Ésa era la etiqueta para Lucas, y también para Beauvoir y eso del vudú era sólo una especie de juego que seguían con la gente, concluyó. En el Rolls, Lucas se había explayado en una larga y extraña historia sobre Legba, que, según él, era el loa de la comunicación, «el amo de calles y caminos», diciendo que el hombre a quien iba a conocer era un favorito de Legba. Cuando Bobby preguntó si el hombre era otro oungan, Lucas dijo que no; dijo que el hombre había caminado toda su vida junto a Legba, tan cerca que nunca se había percatado de la presencia del loa, como si éste fuese una parte de él, su sombra. Y éste era el hombre, había dicho Lucas, que les había vendido el software que Dos-por-Día alquilara a Bobby...
Lucas dobló en una esquina y se detuvo, con Bobby a sus espaldas. Estaban frente a la ennegrecida fachada de una casa cuyas ventanas habían sido selladas hacía décadas con láminas de acero acanalado. Parte de la planta baja había sido en alguna época una especie de tienda, los rajados escaparates opacos por la suciedad. La puerta, entre las ventanas ciegas, había sido reforzada con el mismo acero que sellaba las ventanas de las plantas superiores, y Bobby creyó poder distinguir algún tipo de cartel tras la ventana a su izquierda, letras de neón desechadas, inclinadas diagonalmente en la oscuridad. Lucas permaneció de pie allí, frente a la puerta, sin expresión en el rostro, con la punta de su bastón apoyada estudiadamente en la acera, las grandes manos una sobre la otra sobre la bola de bronce. —Lo primero que se aprende —dijo como quien recita un proverbio—, es que siempre hay que esperar...
Bobby creyó oír algo que rascaba detrás de la puerta, y luego se oyó un ruido como de cadenas. —Increíble —dijo Lucas—, casi como si nos estuviese esperando.
La puerta giró diez centímetros sobre sus bien aceitados goznes y pareció quedar frenada por algo. Un ojo los estudió, sin parpadear, suspendido en aquella grieta de polvo y penumbras; al principio Bobby pensó que debía ser el ojo de un animal grande: el iris de un extraño tono entre amarillo y marrón, la córnea salpicada de rojo y el párpado inferior abriéndose más rojo aún. —El hombre del hudú —dijo el rostro invisible al que pertenecía el ojo—, el hombre del hudú y un montoncito de mierda. Cristo... —Se oyó un ruido espantoso y borboteante, como si una añosa flema estuviese siendo traída desde profundidades insondables, y a continuación el hombre escupió.— Bueno, muévete, Lucas. —Se produjo otro ruido chirriante y la puerta se abrió en la oscuridad. — Soy un hombre ocupado... —Esto último lo dijo ya a un metro de distancia, mientras se alejaba, como si el dueño del ojo estuviese escapando de la luz que se introducía por la puerta abierta.
Lucas entró, y Bobby detrás de él mientras sentía cómo la puerta se cerraba a sus espaldas. La repentina oscuridad hizo que se le erizaran los pelos de los antebrazos. Vasta, densa y de algún modo inteligente, la oscuridad parecía tener vida.
Entonces llameó una cerilla y algo parecido a una lámpara de acetileno silbó hasta que se encendió el gas. Bobby no pudo más que entrever el rostro más allá de la lámpara, donde el ojo inyectado en sangre esperaba con su compañero en lo que Bobby hubiese preferido creer que era alguna especie de máscara.
—No creo que nos estuvieras esperando, ¿verdad, Finlandés? —preguntó Lucas.
—Ya que lo quieres saber —dijo la cara, revelando dientes planos, grandes y amarillentos—, iba a buscar algo de comer. —A Bobby le parecía que el hombre debía de ser capaz de sobrevivir comiendo únicamente alfombras podridas, o excavando pacientemente la pulpa de madera marrón de los libros que, hinchados por la humedad, se alineaban a la altura del hombro a cada lado del túnel en que se hallaban. — ¿Quién es este mierdín, Lucas?
—Verás, Finlandés, Beauvoir y yo estamos experimentando dificultades con algo que de buena fe adquirimos a través de ti. —Lucas alzó el bastón y empujó delicadamente una amenazadora cornisa de desmigajados libros de bolsillo.
— ¿De veras? —El Finlandés torció los labios con burlona consternación. — No jodas con esas primeras ediciones, Lucas. Si las haces caer las pagas.
Lucas alejó el bastón. El lustroso casquillo destelló al fulgor de la lámpara.
—Así que —dijo el Finlandés— tienes problemas. Es curioso, Lucas. Es algo jodidamente curioso. —Tenía las mejillas grisáceas, surcadas por tres arrugas diagonales. — También yo tengo problemas; tres. No los tenía esta mañana. Supongo que así es la vida, a veces. —Dejó la lámpara sobre un arruinado archivador de acero y sacó un torcido cigarrillo sin filtro de un bolsillo lateral de lo que otrora podía haber sido una chaqueta de paño.— Mis tres problemas están arriba. Tal vez quieras darles un vistazo... —Encendió una cerilla de madera en la base de la lámpara y la acercó a su cigarrillo. El humo punzante del tabaco negro cubano se concentró en el aire que los separaba.
—Tú sabes —dijo el Finlandés, pasando por encima del primero de los cadáveres—, que ya llevo mucho tiempo en este local. Todo el mundo me conoce. Saben que estoy aquí. El que compra al Finlandés sabe a quién está comprando. Y yo respondo por mi producto, siempre...
Bobby contemplaba el rostro boca arriba del hombre muerto, miraba sus ojos ya opacos. Había algo extraño en la forma del torso, extraño por el modo en que yacía con su ropa negra. Rostro japonés, sin expresión, ojos muertos...
—Y en todo este tiempo —prosiguió el Finlandés—, ¿sabes cuántos han sido lo bastante tontos como para intentar meterse aquí y matarme? ¡Ni uno! Ni Uno, hasta esta mañana, y ya llevo tres. Bueno —y dirigió a Bobby una mirada hostil—, eso sin contar al extraño montoncito de mierda, supongo, pero... —Se encogió de hombros.
—Se ve como desproporcionado —comentó Bobby mirando todavía el primer cadáver.
—Es porque tiene comida de perro dentro —respon dio el Finlandés con malicia—. Toda revuelta.
—El Finlandés colecciona armas exóticas —dijo Lucas mientras tocaba con la punta del bastón la muñeca de un segundo cuerpo—. ¿Los has explorado para implantes, Finlandés?
—Sí. Un fastidio. Tuve que bajarlos al cuarto trasero. No tenían nada que no se esperase. Son sólo un equipo de matones. —Chasqueó la lengua.— ¿Por qué querrá alguien matarme a mí?
—Tal vez les hayas vendido un producto muy costoso que no funcionó —sugirió Lucas.
—Espero que no estés diciendo que tú los mandaste, Lucas —dijo el Finlandés con voz queda—, a menos que quieras verme hacer el truco de la comida de perro.
—¿Acaso he dicho que nos hayas vendido algo que no funciona?
—«Experimentando dificultades», dijiste. ¿Qué más me habéis comprado últimamente?
—Lo siento, Finlandés, pero éstos no son nuestros. Además, tú lo sabes.
—Sí, supongo que sí. ¿Entonces qué mierda habéis venido a hacer aquí, Lucas? Ya sabes que eso que compraste no estaba cubierto por las garantías de costumbre.
—¿Sabéis? —dijo el Finlandés después de haber escuchado el relato de la abortada ascensión de Bobby al ciberespacio—, allí pasan cosas jodidas. —Sacudió con lentitud su cabeza estrecha y extrañamente alarga da. — No solía ser así. —Miró a Lucas. — Vosotros lo sabéis, ¿verdad?
Estaban sentados alrededor de una mesa cuadrada y blanca en una habitación blanca de la planta baja, de tras del antiguo local de la tienda, que estaba atiborrada de basura. El suelo era de gastadas baldosas de hospital, con un diseño antideslizante en relieve, y las paredes eran amplias superficies de plástico blanco que ocultaban densas capas de circuitos antiespionaje. Comparado con el local de la tienda, la habitación blanca parecía quirúrgicamente limpia. Varios trípodes de metal de aleación, erizados de sensores y equipos de chequeo, estaban dispuestos en torno a la mesa como si fueran esculturas abstractas.
—¿Si sabemos qué? —preguntó Bobby. Cada vez que repetía su historia se sentía menos wilson. Importante. Lo hacía sentirse importante.
—Tú no, mierdín —dijo el Finlandés con voz fatigada—. Él. El gran hombre del hudú. Él sabe. Sabe que no es lo mismo... No lo ha sido, desde hace mucho tiempo. Llevo toda mi vida en el negocio. Hace años. Desde antes de la guerra, antes de que existiese ninguna matriz, o en todo caso antes de que la gente supiera que había una. —Ahora miraba a Bobby. — Tengo un par de zapatos que tienen más años que tú; entonces, ¿qué mierda debo suponer que tú sabes? Hay vaqueros desde que hay computadoras. Construyeron las primeras computadoras para romper hielo alemán, ¿correcto? Decodificadores. Así que había hielo antes de que hubiese computadoras, si así lo prefieres. —Encendió su decimoquinto cigarrillo de la noche, y el humo comenzó a llenar la habitación blanca.
—Lucas sabe, sí, Lucas sabe. En los últimos siete, ocho años, han pasado cosas raras allá, en el circuito de los vaqueros de consola. Los nuevos jockeys hacen pactos con las cosas, ¿no es así, Lucas? Sí. Si lo sabré yo; siguen necesitando el hardware y el software, y todavía necesitan ser más rápidos que culebras sobre el hielo; pero todos ellos, todos los que de verdad saben cortarlo, tienen aliados, ¿no es así, Lucas?
Lucas sacó del bolsillo el mondadientes de oro y atacó una muela posterior, con expresión sería.
—Tronos y dominios —dijo el Finlandés crípticamente—. Sí, allá hay cosas. Fantasmas, voces. ¿Por qué no? En el mar había sirenas, toda esa historia, y nosotros teníamos un mar de silicón, ¿entiendes? Claro, no era más que una alucinación hecha a la medida que todos estuvimos de acuerdo en tener: el ciberespacio; pero cualquiera que conecte ahora, tiene que saber que es un universo entero. Y cada año hay más cosas ahí dentro, es como si...
—Para nosotros —lo interrumpió Lucas — , el mundo siempre ha funcionado así.
—En efecto —dijo el Finlandés—, por eso vosotros pudisteis conectar directamente, decirle a la gente que las cosas con las que hacíais pactos eran vuestros propios dioses de la selva...
—Jinetes Divinos...
—Seguro. Tal vez vosotros lo creáis. Pero yo soy lo bastante viejo como para recordar los tiempos en que no era así. Hace diez años, si entrabas en el Gentleman Loser y tratabas de decirle a cualquiera de los grandes que habías hablado con fantasmas en la matriz, habrían pensado que eras un loco.
—Un wilson —apuntó Bobby, sintiéndose excluido y ya no tan importante.
El Finlandés lo miró, sin expresión. —¿Un qué?
—Un wilson. Uno que quedó jodido. Es jerga de sal chichero, supongo... —Volví a meter la pata. Mierda.
El Finlandés le dirigió una mirada muy extraña. —Vaya, así que ése es el término que utilizáis, ¿eh? Cristo. Yo conozco al tipo ése...
—¿A quién?
—Bodine Wilson —contestó—. El primer tipo que yo haya conocido que terminó siendo una expresión.
—¿Era estúpido? —preguntó Bobby, arrepintiéndose de inmediato.
—¿Estúpido? Mierda, no, listo como el demonio. —El Finlandés apagó su cigarrillo en un rajado cenicero de cerámica que decía Campari. — Sólo que quedó jodido del todo, nada más que eso. Una vez trabajó con el Dixie Flatline... —Los ojos amarillos e inyectados en sangre se hicieron lejanos.
—Finlandés —dijo Lucas—, ¿dónde conseguiste ese rompehielos que nos vendiste?
El Finlandés lo observó con frialdad. —Cuarenta años en el negocio, Lucas. ¿Sabes cuántas veces me han hecho esa pregunta? ¿Sabes cuántas veces habría muerto si la hubiera contestado?
Lucas asintió con la cabeza. —Entiendo lo que quieres decir. Pero, a la vez, quiero decirte algo a ti. S —Apuntó al Finlandés con el mondadientes, como si se tratase de una daga de juguete. — La verdadera razón por la que estás dispuesto a quedarte sentado aquí a perder el tiempo es que crees que esos tres fiambres en la planta alta tienen algo que ver con el rompehielos que nos vendiste. Y te pusiste en guardia y prestaste especial atención cuando Bobby te contó que el edificio de apartamentos de su madre había sido volado, ¿verdad?
El Finlandés mostró los dientes. —Tal vez.
—Alguien te tiene en su lista, Finlandés. Esos tres ninjas muertos de arriba le costaron mucho dinero a alguien. Al ver que no regresan, alguien se sentirá más determinado aún, Finlandés.
Los enrojecidos ojos amarillos parpadearon. — Todos ellos estaban equipados —dijo—, listos para un golpe, pero uno de ellos tenía algunas otras cosas. Cosas para hacer preguntas. —Sus dedos manchados de nicotina, del color de alas de cucaracha, se alzaron para dar un lento masaje a su labio superior. — Me lo dio Wigan Ludgate —dijo—. El Wig.
—Nunca oí hablar de él —dijo Lucas.
— Un loco de remate —dijo el Finlandés—. Antes era vaquero.
Lo que pasó, según el relato del Finlandés, —que para Bobby rué infinitamente fascinante, mejor aún que es cuchar a Beauvoir y a Lucas—, fue que Wigan Ludgate había pasado cinco años como jockey de primera, una trayectoria respetable para un vaquero de ciberespacio. Después de cinco años, suele pasar que un vaquero o bien se haga rico o se encuentre con el cerebro anulado, o si no financiando una cuadrilla de vaqueros más jóvenes, dedicado exclusivamente al aspecto gerencial. El Wig, en su primera etapa de juventud y gloria, había arremetido una y otra vez contra los sectores poco ocupados de la matriz que representaban las áreas geográficas conocidas anteriormente con el nombre de Tercer Mundo.
El silicón no se gasta; los microchips son de verdad inmortales. El Wig tomó nota del hecho. Sin embargo, como cualquier otro chico de su edad, sabía que el silicón se hacía obsoleto, lo cual era peor que gastarse; este hecho fue una constante triste y aceptada por el Wig, como la muerte o los impuestos, y de hecho solía preocuparse más porque su equipo quedase rezagado que por la muerte (tenía veintidós años) o los impuestos (no registraba sus ingresos, aunque le pagaba a una lavandería de dinero de Singapur un porcentaje anual que era globalmente equivalente al impuesto sobre la renta que habría tenido que pagar de haber declarado sus ingresos brutos). El Wig había concluido que todo aquel silicón obsoleto tenía que ir a parar a algún lado. El lugar al que llegaba, se enteró, era a cualquier cantidad de lugares muy pobres que hacían lo que podían con bases industriales incipientes. Naciones tan atrasadas que el concepto de nación seguía tomándose en serio. El Wig tecleó su entrada a través de un par de olvidados rincones de África y se sintió como un tiburón cruzando una piscina repleta de caviar. No era que ninguna de aquellas huevas deliciosas y diminutas valiera demasiado, sino que podías abrir la boca y engullir, y era fácil, y llenaba, y todo iba sumando. El Wig se trabajó a los africanos durante una semana, provocando incidentalmente el colapso de por lo menos tres gobiernos y un inconmensurable sufrimiento humano. Hacia el final de la semana, hinchado por la crema de varios millones de cuentas bancarias ridículamente pequeñas, se retiró. Cuando salía, la langosta empezaba a entrar; otras gentes habían tenido la iniciativa africana.
El Wig se instaló en Cannes durante dos años, consumiendo sólo lo más caro en drogas exclusivas y echando periódicos vistazos al minúsculo televisor Hosaka para estudiar los hinchados cuerpos de los africanos muertos, con una extraña y a la vez inocente intensidad. En un momento dado nadie supo de un modo exacto dónde o cuándo o por qué, comenzó a advertirse que el Wig había enloquecido. En concreto, dijo el Finlandés, el Wig se había convencido de que Dios vivía en el ciberespacio, o tal vez que el ciberespacio era Dios, o una nueva manifestación del mismo. Las incursiones del Wig en la teología tendían a estar signadas por importantes cambios de paradigma, auténticos saltos de fe. El Finlandés tenía alguna idea del asunto que por entonces el Wig tenía entre manos; poco después de su conversión a su nueva y singular fe, Wigan Ludgate regresaba al Sprawl y se embarcaba en una épica y de algún modo aleatoria travesía de descubrimiento cibernético. Como había sido jockey de con sola, sabía adonde ir a buscar lo mejor de lo que el Finlandés llamaba «el hard y el soft». El Finlandés proporcionó al Wig toda suerte de provisiones de uno y otro, pues el Wig seguía siendo un hombre rico. El Wig explicó al Finlandés que su técnica de exploración mis tica implicaba proyectar su conciencia hacia sectores de la matriz vacíos y carentes de estructura, y esperar. Correspondía aclarar, dijo el Finlandés, que nunca llegó a decir que hubiera visto a Dios, aunque sostenía que, en varias ocasiones, había sentido Su presencia moviéndose sobre la faz de la retícula. En su momento, el Wig se quedó sin dinero. Su búsqueda espiritual lo había alienado de las conexiones de negocios que le quedaban de sus días pre-africanos; se hundió sin dejar rastro.
—Pero entonces volvió a aparecer un día —dijo el Finlandés—, loco como una rata de alcantarilla. Siempre había sido un tipo menudo y pálido, pero ahora llevaba puesta una cantidad de mierda africana, cuentas y huesos y todo eso. —Bobby dejó de atender a la historia del Finlandés el tiempo suficiente para preguntarse cómo alguien con el aspecto del Finlandés podía decir que otra persona era un tipo menudo y pálido; después miró a Lucas, cuyo rostro estaba absolutamente serio. Entonces se le ocurrió a Bobby que Lucas podría sentirse ofendido por el asunto de África, tal vez. Pero el Finlandés continuaba con su historia.
—Tenía una cantidad de cosas que quería vender. Consolas, elementos periféricos, software. Todo tenía ya un par de años, pero era equipo de primera, así que le di un precio por el lote. Noté que se había implantado un conector detrás de la oreja. ¿De qué es el soft? Está vacío, me dice. Estaba sentado justo donde estás tú, muchacho, y me dice está vacío y es la voz de Dios, y vivo por siempre en Su sonido blanco, o algo por el estilo. Y yo pienso, joder, el Wig pasó al otro lado, de veras, y ahí está, contando como por quinta vez el dinero que le he dado. Wig, digo yo, el tiempo es dinero, pero dime qué te propones hacer ahora. Porque tenía curiosidad. Hacía años que conocía al tipo, por los negocios. Finlandés, dice él, tengo que subir por el pozo de la gravedad, Dios está allá arriba. Quiero decir, dice, Él está en todas partes, pero aquí abajo hay demasiada estática, oscurece Su rostro. Está bien, le digo, tienes razón. Lo acompañé a la puerta, y eso fue todo. Nunca más lo volví a ver.
Bobby parpadeó, esperó, se movió un poco, inquieto, sobre el duro asiento plegable.
—Excepto que, cerca de un año después, aparece un tipo, un trabajador de alta órbita que había bajado por el pozo durante su asueto, con un poco de buen software para vender. Nada extraordinario, pero interesante. Dice que lo envía el Wig. Bueno, pienso yo, tal vez el Wig sea un loco, y hace tiempo que está fuera del negocio, pero todavía sabe reconocer lo bueno. Así que lo compro. Eso fue hace unos diez años, ¿correcto? Y cada año, más o menos, aparecía un tipo con algo. «El Wig me dijo que debía ofrecerle esto.» Y, por lo general, yo lo compraba. Nunca era nada muy especial, pero estaba bien. Y nunca venía el mismo tipo.
—¿Era eso, Finlandés, sólo software? —preguntó Lucas.
—Sí, sobre todo, salvo aquellas extrañas esculturas. Me había olvidado de eso. Imaginé que las había hecho d Wig. La primera vez que un tipo entró con una de ésas, compré el software que traía, y luego dije, ¿cómo Mierda lo llamas a eso? El Wig dijo que tal vez podrían interesarle, dijo el tipo. Dile que está loco, dije yo. El tipo se echó a reír. Bueno, quédeselo, dice. No me voy a llevar esta condenada cosa otra vez hasta allá arriba. Quiero decir, era como del tamaño de una consola, la cosa ésa, sólo un puñado de basura y mierda, metido todo junto en una caja... Así que lo puse detrás de un cajón de Coca Cola lleno de chatarra y lo olvidé, sólo que el viejo Smith, en aquel tiempo era un colega mío, negociaba sobre todo arte y coleccionables, lo ve y lo quiere. Así que lo arreglamos por poca cosa. Si te llegan más, Finlandés, cómpralos. En la parte alta de la ciudad hay imbéciles que aprecian esta mierda. Así que en la siguiente ocasión que apareció el tipo enviado por Wig también compré la escultura, y se la vendí a Smith. Pero nunca saqué mucho dinero de aquello... —El Finlandés se encogió de hombros. — Por lo menos, no hasta el mes pasado. Apareció un muchacho con lo que vosotros comprasteis. Venía de parte de Wig. Escuche, dice, esto es biosoft, y es un rompehielos. Wig dice que vale mucho. Yo le hice un rastreo y se veía bien. Me pareció interesante, ¿entiendes? También a tu socio Beauvoir le pareció interesante. Yo lo compré. Beauvoir me lo compró a mí. Fin de la historia. —El Finlandés sacó un cigarrillo roto por la mitad. — Mierda —dijo. Sacó un gastado paquete de papel de fumar del mismo bolsillo y extrajo una de las frágiles hojillas rosadas, enrollándola alrededor del cigarrillo partido, una especie de vendaje. Cuando lamió la goma, Bobby alcanzó a ver una lengua de un rosado grisáceo y muy puntiaguda.
—¿Y dónde, Finlandés, reside el señor Wig? —preguntó Lucas, con el mentón apoyado en los pulgares y los largos dedos cruzados en ángulo delante de la cara.
—Lucas, no tengo ni la más puta idea. En órbita, en algún lado. Y vive modestamente, si el nivel de dinero que obtuvo a través de mí significó algo para él. ¿Sabes?, me han contado que allá arriba hay sitios donde no necesitas dinero, si calzas en la economía, así que quizás un poco da para mucho. Pero no me lo preguntéis, yo no soy agorafóbico. —Dirigió una desagradable sonrisa a Bobby, quien procuraba olvidar la imagen de aquella lengua.— ¿Sabes? —dijo, escudriñando a Lucas por debajo de las cejas—, fue más o menos en ese entonces cuando empecé a oír que en la matriz pasaban cosas raras.
—¿Como qué? —preguntó Bobby.
—Tú no te metas —dijo el Finlandés, sin dejar de mirar a Lucas—. Eso fue antes de que vosotros aparecierais, el nuevo equipo de hudú. Conocí a una samurai callejera que había conseguido un empleo trabajando para algún tipo de las fuerzas especiales junto a quien el Wig parecía de lo más normal. Ella y un vaquero que habían sacado de Chiba estaban detrás de algo por el estilo. Quizás lo hayan encontrado. Una vez, hace años, oí decir que vivía en Londres. ¿Quién diablos lo sabe? Siete, ocho años. —De pronto el Finlandés parecía cansado, y viejo, muy viejo. Para Bobby era como una enorme rata momificada, animada por resortes y alambres ocultos. Sacó del bolsillo un reloj de pulsera con la esfera partida y una grasienta correa de cuero y miró la hora. — Cristo. Bueno, eso es todo lo que puedo darte, Lucas. En veinte minutos vienen unos amigos de un banco de órganos para hacer un pequeño negocio.
Bobby pensó en los cadáveres de la planta alta. Habían estado allí el día entero.
—Eh —dijo el Finlandés, leyendo la expresión de su rostro—, los bancos de órganos son estupendos para deshacerse de cosas. Yo les pago a ellos. Esos hijos de puta de ahí arriba..., ya no les quedan muchos órganos que digamos... —Y soltó una carcajada.
—Dijiste que él estaba muy cerca de... ¿Legba? ¿Y Legba es el que tú y Beauvoir dijeron que me trajo suerte cuando me metí con el hielo negro?
Más allá del borde del panel de las cúpulas geodésicas, el cielo se aclaraba.
—Sí —dijo Lucas, perdido en sus pensamientos.
—Pero parece que no confía nada en todo eso.
—No importa —dijo Lucas al tiempo que llegaba el Rolls—. Siempre he estado muy cerca del espíritu del asunto.