Capítulo 27 Las estaciones del aliento

Los condujo por avenidas transversales bordeadas de herrumbrosas laderas de vehículos muertos, grúas y negras torres de desguace y fundición. Continuó por las calles secundarias mientras se abrían camino hacia el flanco oeste del Sprawl, y luego dirigió el deslizador a lo largo de un cañón de ladrillo, haciendo saltar chispas de los laterales blindados cuando éstos rozaban la pared, y arremetió contra un muro de basura compactada cubierta de hollín. Una avalancha de desechos cayó sobre el vehículo, y él soltó los controles, viendo cómo los dados de plástico se balanceaban de atrás hacia adelante, de derecha a izquierda. El medidor de combustible indicaba cero desde hacía doce calles.

—¿Qué pasó allá? —dijo Angie, los pómulos verdes en el resplandor de los instrumentos.

—Derribé un helicóptero, no fue más que un accidente. Tuvimos suerte.

—No, quiero decir después de eso. Yo estaba... Tuve un sueño.

—¿Qué soñaste?

—Las cosas grandes, moviéndose...

—¿Tuviste una especie de rapto?

—¿Estoy enferma? ¿Crees que estoy enferma? ¿Por qué me quiso matar la compañía?

—No creo que estés enferma.

Angie se desató el arnés y trepó por el respaldo del asiento, para acurrucarse donde habían dormido. —Fue un pesadilla... —Se puso a temblar. Él salió del arnés y se acercó a ella, la abrazó, acariciándole el pelo, alisándolo sobre las delicadas sienes, echándoselo detrás de las orejas. El rostro de la muchacha, en el resplandor verde, como algo arrancado de los sueños y luego abandonado, la piel lisa y fina sobre los huesos. La camisa negra a medio abrir; él recorrió la línea frágil de su clavícula con un dedo. Tenía la piel fría, húmeda, con una película de sudor. Ella se aferró a él.

Él cerró los ojos y vio su propio cuerpo en una cama listada de sol, bajo un lento ventilador con aspas de dura y negra madera. El cuerpo bombeaba aire, contrayéndose como una extremidad amputada; la cabeza de Allison estaba echada hacia atrás y tenía, la boca abierta, los labios tensos contra los dientes.

Angie le hundió la cara en la cavidad del cuello.

Gruñó, se echó hacia atrás, rígida. —Hombre alquilado —dijo la voz. Y él volvió al asiento del conductor; el cañón de la Smith & Wesson reflejaba una línea del fulgor verde de los instrumentos, la cabeza luminosa del visor frontal eclipsaba la pupila izquierda de la muchacha.

—No —dijo la voz.

Él bajó el arma. —Has vuelto.

—No. Te ha hablado Legba. Yo soy Samedi.

—¿Sábado?

—El barón Sábado, hombre alquilado. Me conociste una vez en una colina. La sangre te cubría como el rocío. Aquel día bebí de tu corazón. —Su cuerpo se estremeció con violencia.— Tú conoces bien esta ciudad...

—Sí. —Contempló cómo los músculos de su cara se tensaban para luego relajarse, moldeando sus rasgos en una nueva máscara...

—Muy bien. Deja el vehículo aquí, como tenías pensado. Pero sigue las estaciones hacia el norte. A Nueva York. Esta noche. Yo te guiaré con el caballo de Legba, y tú matarás por mí...

—¿Matar a quién?

—Al que más quieres matar, hombre alquilado.

Angie dejó escapar un gemido, se estremeció, y comenzó a sollozar.

—Está bien —dijo Turner—. Estamos a mitad de camino, casi en casa. —Lo que acababa de decir era absurdo, pensó, mientras la ayudaba a levantarse del asiento; ninguno de los dos tenía casa. Encontró la caja de cartuchos en el anorak y sustituyó el que había usado contra el Honda. Encontró una navaja salpicada de pintura en la canastilla de herramientas del tablero, y desgarró el forro aislante del anorak; un millón de microtubos de poliaislamiento iban surgiendo a medida que cortaba. Cuando lo hubo sacado, metió la Smith & Wesson en la funda y se puso el anorak. Colgaba sobre él en grandes pliegues, como un impermeable demasiado grande, y no dejaba ver el bulto de la voluminosa pistola.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó ella pasándose el dorso de la mano por la boca.

—Porque ahí fuera hace calor y necesito cubrir el arma. —Metió el estuche lleno de Nuevos Yens usados en el bolsillo.— Vamos —dijo—, tenemos que tomar muchos trenes...

La condensación goteaba con insistencia desde la vieja cúpula de Georgetown, construida cuarenta años después de que los debilitados Federales se retiraran hacia los más bajos confines de McLean. Washington era una ciudad del sur, siempre lo había sido, y aquí podías sentir que el tono del Sprawl cambiaba si ibas en tren desde Boston. Los árboles del distrito de Columbia eran exuberantes y verdes, y sus hojas atenuaban las luces de arco a medida que Turner y Ángela Mitchell caminaban por las rotas aceras hacia Dupont Circle y la estación. Había bidones en la plaza, y alguien había encendido una fogata de basura en el gigantesco cuenco de mármol del centro. Pasaron junto a unas figuras silenciosas que estaban sentadas al lado de unas mantas extendidas sobre las que había depositado una surrealista variedad de trastos: estuches de cartón, hinchados por la humedad, de discos de audio de vinilo negro, maltrechas prótesis que arrastraban sus rudimentarias conexiones nerviosas, una polvorienta pecera de vidrio llena de chapas de identificación cuadradas, fajos de descoloridas postales sujetas con cinta elástica, baratos trodos Indo aún envueltos en el plástico del mayorista, juegos incompletos de saleros de cerámica, un palo de golf con un raído mango de cuero, navajas suizas a las que les faltaban hojas, una abollada papelera de lata con la cara de un presidente cuyo nombre Turner casi pudo recordar (¿Cárter? ¿Grosvenor?), impresa en ella, borrosos hologramas del Monumento...

Entre las sombras próximas a la entrada de la estación, Turner regateó en voz baja con un muchacho chino de téjanos blancos, cambiando el billete más pequeño de Rudy por nueve fichas de aleación estampadas con el barroco logotipo de la Autoridad de Tránsito del EMBA.

Dos fichas les dieron acceso a la estación. Tres de ellas se gastaron en máquinas expendedoras de café malo y pastas rancias. Las otras cuatro los llevaron hacia el norte, en el tren que corría silenciosamente sobre un cojín magnético. Turner se reclinó, rodeando a Angie con el brazo, y fingió cerrar los ojos; observó su reflejo en la ventana opuesta. Un hombre alto, ahora demacrado y sin afeitar, encorvado por la derrota, con una niña de ojos hundidos acurrucada junto a él. Ella no había hablado desde que salieran del callejón donde él había abandonado el deslizador.

Por segunda vez en una hora consideró la posibilidad de llamar a su agente. Si tienes que confiar en alguien, decía la regla, entonces confía en tu agente. Pero Conroy había dicho que había contratado a Oakey y a los demás a través del agente de Turner, y esa conexión lo hacía dudar. ¿Dónde estaba Conroy esa noche? Turner estaba relativamente seguro de que era Conroy quien había enviado a Oakey a darles caza con el láser. ¿Acaso la Hosaka habría dispuesto la explosión de Arizona para eliminar la evidencia de un abortado intento de defección? Pero de ser así, ¿por qué ordenarle a Webber que destruyese a los médicos, su unidad de neurocirugía, y la consola Maas-Neotek? Y otra vez la Maas... ¿Habría la Maas matado a Mitchell? ¿Cabía pensar que Mitchell estuviese realmente muerto? Sí, pensó, mientras la niña se movía a su lado en incómodo sueño; había una razón: Angie. Mitchell había temido que la mataran; había concertado la defección para sacarla, llevarla a la Hosaka, sin intención alguna de escapar él mismo. O, al menos, ésa era la versión de Angie.

Cerró los ojos, escapó al reflejo. Algo se movió en lo más profundo del aluvión de memorias grabadas de Mitchell. La vergüenza. Pero no pudo alcanzarlo del todo... Abrió los ojos repentinamente. ¿Qué había dicho ella en casa de Rudy? ¿Que su padre le había puesto eso en la cabeza porque no era lo bastante lista? Cuidando de no molestarla, retiró el brazo de su espalda y, metiendo dos dedos en el bolsillo de la cintura de sus pantalones, sacó el pequeño sobre de nailon negro de Conroy tirando de la cinta que tenía para llevarlo al cuello. Abrió el velero y dejó caer el hinchado y asimétrico biosoft gris sobre la palma de su mano abierta. Sueños mecánicos. Montaña rusa. Demasiado rápidos, demasiado ajenos para dejarse aprehender. Pero si querías algo, algo específico, tendrías que ser capaz de encontrarlo...

Hundió la uña del pulgar bajo la tapa del conector, la sacó y la depositó a su lado sobre el asiento de plástico. El tren estaba casi vacío, y ninguno de los otros pasajeros parecía prestarle atención. Respiró hondo, apretó los dientes, e insertó el biosoft...

Veinte segundos después tenía lo que había salido a buscar. Esta vez no fue afectado por la sensación de extrañeza, y concluyó que fue porque había salido a buscar esa cosa específica, ese hecho, exactamente el tipo de información que uno esperaría encontrar en el dossier de un investigador de primera: el cociente intelectual de su hija, reflejado por series enteras de exámenes anuales.

Ángela Mitchell tenía un cociente muy superior al promedio. Y lo había tenido siempre.

Sacó el biosoft del conector y distraídamente lo hizo girar entre el pulgar y el índice. La vergüenza. Mitchell y la vergüenza y el curso de posgrado... Las calificaciones, pensó. Quiero las notas del hijo de puta. Quiero los informes.

Conectó el dossier otra vez.

Nada. Lo tenía, pero no había nada.

No. Otra vez.

Otra vez...

—Maldita sea —dijo, viéndolo.

Un adolescente de cabeza rapada lo miró desde su asiento al otro lado del pasillo, y luego volvió a prestar atención al monólogo de su amigo: —Van a hacer los juegos otra vez, en la colina, a medianoche. Nosotros vamos a ir, pero sólo a mirar, no vamos a participar, sólo recostarnos y dejarlos que se rompan el culo entre ellos, y nos vamos a reír, a ver a quién le pegan más, porque la semana pasada le rompieron el brazo a Susan, ¿tú estabas allí cuando sucedió? Y fue divertido, porque Cal estaba tratando de llevarlos al hospital, pero estaba volado y se estrelló con esa Yamaha de mierda...

Turner volvió a conectar el biosoft.

Esta vez, cuando terminó, no dijo nada. Volvió a rodear a Angie con el brazo y sonrió, viendo su sonrisa en la ventana. Era una sonrisa feérica, propia del estado en que se encontraba.

Los antecedentes académicos de Mitchell eran buenos, extremadamente buenos. Excelentes. Pero el arco no estaba allí. El arco era algo que Turner había aprendido a buscar en los dossiers de los investigadores, esa inequívoca curva indicadora de brillantez. Podía detectar el arco del mismo modo en que un metalúrgico experto es capaz de identificar un metal observando la chispa que despide a alta fricción. Y Mitchell no lo había tenido.

La vergüenza. La residencia estudiantil. Mitchell había sabido, había sabido que no lo lograría. Y luego, de algún modo, lo hizo. ¿Cómo? No estaba en el dossier. Pero Mitchell, de una manera o de otra, se las ingenió para editar lo que proporcionó a la máquina de seguridad de la Maas. De otra forma se habrían dado cuenta... Alguien, algo, había encontrado a Mitchell en el bajón posterior a que se graduara y había comenzado a darle información. Datos, direcciones. Y Mitchell empezó a escalar con su arco duro y brillante y perfecto, que lo había llevado a la cima...

¿Quién? ¿Qué?

Miró el rostro dormido de Angie en el temblor de la luz del tren subterráneo.

Fausto.

Mitchell había hecho un trato. Tal vez Turner nunca llegara a conocer los detalles del acuerdo, o el precio de Mitchell, pero sabía que entendía la otra cara del asunto. Lo que a Mitchell se le había exigido a cambio.

Legba, Samedi, saliva surgiendo de los retorcidos labios de la niña.

Y el tren entró en la vieja Union en una negra bocanada de aire de medianoche.

—¿Taxi, señor? —Los ojos del hombre se agitaban detrás de unas gafas de tinte policromático que se movían como manchas de aceite en el agua. En el dorso de sus manos había cicatrices plateadas. Turner se acercó y lo tomó del brazo, sin dejar de andar, forzándolo contra una pared de rayadas baldosas blancas entre las columnas grises de la consigna.

—Efectivo —dijo Turner—. Pago en Nuevos Yens. Quiero mi taxi. Y ningún problema con el conductor. ¿Entendido? No soy tonto. —Apretó con más fuerza. —Si me creas problemas, volveré para matarte, o para hacerte desear que te hubiera matado.

—Entendido. Sí, señor. Entendido. Podemos hacer eso, señor, sí, señor. ¿Adonde quiere ir, señor? —Las demacradas facciones retorcidas de dolor.

—Hombre alquilado —la voz provenía de Angie, un ronco susurro. Y luego una dirección.

Turner vio los ojos aprehensivos del hombre temblar con nerviosidad tras los remolinos de colores. —¿Eso está en Madison? —alcanzó a decir—. Sí, señor. Yo le conseguiré un buen taxi, un taxi bueno de verdad...


* * *

—¿Qué sitio es éste? —preguntó Turner al taxista, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para pulsar el botón del intercomunicador junto a la rejilla de acero—. ¿La dirección que le dimos?

Se oyó un ruido de estática. —El Hipermart. No hay muchas cosas abiertas a esta hora de la noche. ¿Busca algo determinado?

—No —dijo Turner. No conocía el lugar. Intentó recordar aquel tramo de Madison. Residencial, en su mayor parte. Incontables espacios de viviendas esculpidos en las cáscaras de edificios comerciales que databan de un tiempo en que el comercio necesitaba trabajadores administrativos que estuviesen físicamente presentes en un punto central. Algunos de los edificios eran lo bastante altos para penetrar una cúpula...

—¿Adonde vamos? —preguntó Angie con una mano apoyada en el brazo de él.

—Está todo bien —la tranquilizó—. No te preocupes.

— Dios — dijo ella, apoyándose en el hombro de Turner y alzando la vista hacia el logo de neón rosado del Hipermart, que desgarraba la fachada de granito del viejo edificio —. Allá en la meseta solía soñar con Nueva York. Tenía un programa de gráficos que me llevaba por todas las calles, a museos y otras cosas. Quería venir aquí más que nada en el mundo...

—Bueno, lo lograste. Estás aquí.

Ella se echó a llorar, abrazándolo, la cara contra su pecho desnudo. —Estoy asustada, estoy tan asustada...

—Todo irá bien —dijo Turner mientras le acariciaba el pelo, con los ojos fijos en la entrada principal. No tenía por qué creer que nada llegase a estar bien para ninguno de los dos. Ella parecía no tener idea de que las palabras que los habían llevado hasta allí habían salido de su boca. Pero, pensó, no las había dicho ella...

Había mendigos acurrucados a ambos lados de la entrada del Hipermart, bultos horizontales de harapos que habían tomado el mismo color de la acera; miraron a Turner como si estuviesen siendo lentamente moldeados a partir del oscuro hormigón, para convertirse en extensiones móviles de la ciudad.

—El Jammer's —dijo la voz, ahogada en el pecho de Angie, y él sintió una fría repulsión—, un club. Busca el caballo de Dambala. —Y se echó a llorar otra vez. Él la tomó de la mano y, dejando atrás a los dormidos trashumantes, entraron por la puerta de cristal, bajo deslucidas volutas doradas. Vio una máquina de café exprés al final de un pasillo de toldos y puestos cerrados, una chica con una cresta de pelo negro limpiando un mostrador.

—Café —dijo—. Comida. Vamos. Necesitas comer.

Sonrió a la chica mientras Angie se acomodaba en un taburete. —¿Puedo pagar en efectivo? —preguntó—. ¿Aceptas efectivo?

Ella lo miró y alzó los hombros. Él sacó un billete de veinte del bolso de Rudy y se lo enseñó.

— ¿Qué queréis?

—Café. Y comida.

—¿Eso es todo lo que tiene? ¿Nada más pequeño?

Él sacudió la cabeza.

—Lo siento. No le puedo dar cambio.

—No tienes por qué.

—¿Está loco?

—No, pero quiero café.

—Vaya propina, jefe. No gano eso en una semana.

—Es tuyo.

El rostro se le contrajo de rabia. —Usted está con esos locos de arriba. Guárdese el dinero. Estoy cerrando.

—No estamos con nadie —dijo inclinándose ligeramente sobre el mostrador, de modo que el anorak se abriera y ella pudiese ver la Smith & Wesson—. Estamos buscando un club. Un sitio que se llama Jammer's.

La chica miró a Angie, y luego a Turner. —¿Está enferma? ¿Volada? ¿Qué es esto?

—Aquí está el dinero —dijo Turner—. Danos nuestro café. Si quieres ganarte el cambio, dime cómo encontrar el Jammer's. Tengo que saberlo. ¿Entiendes?

La chica escondió el gastado billete y fue hasta la máquina de café. —Creo que ya no entiendo nada. —Apartó ruidosamente unas tazas y vasos con restos de leche. — ¿Qué pasa con el Jammer's? ¿Eres amigo de Jammer? ¿Conoces a Jackie ?

—Claro —dijo Turner.

—Pasó por aquí esta mañana temprano con un taradito de las afueras. Supongo que subieron allá arriba...

—¿Adonde?

—Al Jammer's. Después empezaron a pasar cosas raras.

—¿Sí?

—Todos esos mal nacidos de Barrytown, engominados y de zapatos blancos, entrando como si fuera su casa. Y ahora, vaya si lo es, los dos últimos pisos. Empezaron a pagarle a la gente para que se fuera de los puestos. En los pisos de abajo muchos cerraron y se fueron. Demasiado raro...

— ¿Cuántos eran?

El vapor salió rugiendo de la máquina. —Unos cien. He pasado todo el día muerta de miedo, pero no puedo encontrar a mi jefe. De todos modos, cierro dentro de media hora. La que hace el turno del día no apareció, o quizá vino, olió problemas, y se fue... —Tomó la pequeña taza y la puso delante de Angie. —¿Te encuentras bien, cariño?

Angie asintió.

—¿Tienes alguna idea de lo que está haciendo esa gente? —preguntó Turner.

La chica había regresado a la máquina, que volvió a rugir. —Creo que esperan a alguien —dijo en voz baja, y sirvió el café de Turner—. O que alguien trate de salir del Jammer's, o que alguien trate de entrar...

Turner bajó la mirada y contempló los remolinos de espuma marrón de su café. —¿Y nadie ha llamado a la policía?

—¿La policía? Jefe, esto es el Hipermart. Aquí la gente no llama a la policía...

La taza de Angie se hizo añicos sobre el mostrador de mármol.

—Abrevia, hombre alquilado —susurró la voz—. Conoces el camino. Entra.

La chica quedó boquiabierta. —Dios mío —dijo—. Tiene que estar completamente volada... —Miró a Turner con frialdad. — ¿Es usted quien se la da?

—No —respondió Turner—, pero está enferma. Todo irá bien. —Terminó el amargo café negro. Por un instante le pareció que el Sprawl entero respiraba, y su aliento era viejo y enfermo y cansado, de estación a estación, desde Boston hasta Atlanta...

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