Ella se había puesto lo mejor que tenía para la entrevista, pero estaba lloviendo en Bruselas y no tenía dinero para un taxi. Caminó desde la estación de la Eurotrans.
Su mano, en el bolsillo de su única chaqueta de buena calidad —una Sally Stanley, pero comprada hacía casi un año—, era un nudo blanco alrededor del estrujado telefax. Una vez memorizada la dirección ya no lo necesitaba, pero parecía tan imposible soltarlo como salir del trance en el que estaba ahora, mirando fijamente el escaparate de una tienda cara que vendía ropa de hombre, alternando el foco de su atención entre las formales camisas de vestir de franela y el reflejo de sus propios ojos oscuros.
Sin duda alguna sus ojos bastarían para costarle el trabajo. No había necesidad del pelo mojado que ahora lamentaba no haber dejado que Andrea le cortara. Los ojos reflejaban un dolor y una inercia que cualquiera sería capaz de leer, y seguramente Herr Josef Virek, el menos probable de los empleadores potenciales, no tardaría en darse cuenta de estos detalles.
Cuando se le entregó el telefax no lo consideró más que una broma cruel, otra llamada molesta. Ya había tenido suficientes, gracias a los medios de comunicación; tantas, que Andrea había solicitado un programa
especial para el teléfono del apartamento, uno que filtraba las llamadas externas desde cualquier número que no figurase en su listado permanente. Pero eso, había insistido Andrea, tenía que haber sido el porqué del telefax. ¿De qué otra forma podía alguien contactarla?
Pero Marly había sacudido la cabeza y se había acurrucado dentro del viejo albornoz de Andrea. ¿Por qué querría Virek, coleccionista y mecenas, con su inmensa fortuna, contratar a la antigua encargada, ahora caída en desgracia, de una insignificante galería de arte parisiense?
Después le había tocado a Andrea sacudir la cabeza, en su impaciencia con la nueva Marly, la Marly Krushkhova caída en desgracia, que ahora paseaba días enteros en el apartamento, y que a veces ni siquiera se tomaba la molestia de vestirse. En París, el intento de venta de una sola falsificación no podía considerarse la novedad que Marly imaginaba, dijo. Si la prensa no hubiese estado tan ansiosa de demostrar que el asqueroso Gnass era realmente un tonto, prosiguió, el negocio apenas habría constituido noticia. Gnass era lo bastante rico, y lo bastante ordinario, como para convertirse en el centro del escándalo durante un fin de semana. Andrea sonrió. —Si hubieses sido menos atractiva, habrías recibido mucha menos atención.
Marly negó con la cabeza.
—Y la falsificación era de Alain. Tú eres inocente. ¿Has olvidado eso?
Marly fue al baño, todavía acurrucada en el deshilachado albornoz, sin contestar.
Bajo el deseo de su amiga de reconfortarla, Marly ya no podía sentir la impaciencia de alguien forzado a compartir un espacio muy pequeño con un invitado infeliz que además no pagaba los gastos.
Y Andrea había tenido que prestarle el importe del billete del Eurotrans.
Con un esfuerzo de voluntad consciente y doloroso, escapó al círculo de sus pensamientos y se entremezcló con el denso pero tranquilo flujo de serios compradores belgas.
Una chica de leotardos brillantes y chaqueta de lana excesivamente amplia que debía pertenecer a su novio, la rozó al pasar, despreocupada y sonriente.
En la esquina, Marly advirtió una tienda donde vendían ropa de una marca que había sido una de sus preferidas durante sus días de estudiante. Las prendas parecían imposiblemente jóvenes.
En su puño blanco y secreto, el telefax.
Galerie Duperey, 14 Rué au Beurre, Bruxelles.
Josef Virek.
En la fresca y gris sala de entrada de la Galerie Duperey, la recepcionista parecía haber echado raíces, como una planta adorable y sin duda venenosa, detrás de una reluciente placa de mármol sobre la que había un tablero esmaltado. Al aproximarse Marly, alzó unos ojos lustrosos. Marly imaginó el clic y el movimiento de obturadores, su maltrecha imagen enviada hacia algún lejano rincón del imperio de Josef Virek.
—Marly Krushkhoya —dijo, resistiéndose al impulso de sacar el rollo compacto de telefax y alisarlo patéticamente sobre la fría e inmaculada superficie de mármol—. Vengo a ver al señor Virek.
—Fräulein Krushkhova —le dijo la recepcionista—, hoy Herr Virek no puede venir a Bruselas.
Marly miró los labios perfectos, consciente al mismo tiempo del dolor que aquellas palabras le causaban y del agudo placer que estaba aprendiendo a obtener de la desilusión. —Entiendo.
—Sin embargo, ha optado por llevar a cabo la entrevista a través de un enlace sensorial. Si quiere pasar por la tercera puerta a su izquierda...
La habitación era blanca y estaba vacía. De dos paredes colgaban hojas sin marco de lo que parecía cartulina manchada por la lluvia, perforadas por una variedad de instrumentos. Katatonenkunst. Conservador. El tipo de obra que una vendía a comités enviados por los consejos de administración de bancos comerciales holandeses.
Se sentó en una banqueta forrada en cuero y se permitió por fin soltar el telefax. Estaba sola, pero supuso que de una forma u otra la observaban.
—Fräulein Krushkhova. —Un joven vestido con delantal verde oscuro de técnico, estaba de pie en la puerta opuesta a la que ella había entrado. — Dentro de un momento, por favor, cruzará usted la habitación y pasará por esta puerta. Por favor, tome la perilla lentamente, con firmeza, y de forma tal que permita un máximo' contacto con la palma de su mano. Entre con cuidado. La desorientación espacial debería ser mínima.
Ella lo miró, parpadeando.
—Cómo...
—El enlace sensorial —dijo antes de retirarse, y la puerta se cerró tras él.
Ella se puso de pie, intentó dar forma a las húmedas solapas de su chaqueta, se tocó el pelo, lo pensó dos veces, respiró hondo, y cruzó el umbral. La frase de la recepcionista la había preparado para la única clase de enlace que conocía: una señal de simestim transmitida vía Bell Europa. Supuso que se pondría un casco tachonado de dermotrodos; que Virek se valdría de un observador pasivo a modo de cámara humana.
Pero la fortuna de Virek pertenecía a otra escala de magnitud totalmente distinta.
Al cerrar los dedos sobre la fría perilla de bronce, ésta pareció estremecerse, recorriendo un espectro táctil de textura y temperatura en el primer segundo de contacto.
Luego volvió a hacerse de metal, hierro pintado de verde, extendiéndose hacia adelante y hacia abajo, a lo largo de una línea de perspectiva, una vieja barandilla a la que ahora se aferraba perpleja.
Unas gotas de lluvia le golpearon el rostro.
Olor a lluvia y a tierra mojada.
Una confusión de pequeños detalles, su propio recuerdo de un bien regado picnic de la escuela de arte, luchando con la perfecta ilusión de Virek.
A sus pies se extendía el inconfundible panorama de Barcelona; el humo velaba las extrañas agujas de la iglesia de la Sagrada Familia. Se asió a la barandilla con la otra mano también, combatiendo el vértigo. Conocía este lugar. Estaba en el Parque Güell, la tierra encantada de Antonio Gaudí, que se erguía desolada tras el centro de la ciudad. A su izquierda, un gigantesco lagarto hecho de trozos de cerámica parecía congelado en medio de una rampa de áspera piedra. Su sonrisa-fuente regaba un cantero de flores cansadas.
—Está usted algo confundida. Le ruego que me disculpe.
Josef Virek estaba debajo de ella, sentado en el borde de uno de los serpenteantes bancos del parque, los anchos hombros encorvados dentro de un suave abrigo. Toda la vida ella había encontrado aquellos rasgos vagamente familiares. Por alguna razón recordó entonces una fotografía de Virek y el rey de Inglaterra. Él le sonrió. Tenía un cráneo grande y hermoso bajo un rígido cepillo de pelo gris oscuro. Sus fosas nasales estaban permanentemente dilatadas, como si inhalase vientos invisibles de arte y de comercio. Sus ojos, muy grandes tras las gafas redondas y sin montura, que constituían una imagen de marca, eran azul claro y, de un modo extraño, dulces.
—Por favor. —Con una mano estrecha dio unos golpecitos en el aleatorio mosaico de trozos de cerámica que cubrían el banco.— Debe usted perdonarme que dependa tanto de la tecnología. Hace más de una década que me encuentro confinado en la tina de un laboratorio. En algún repugnante suburbio industrial de Estocolmo. O quizás del infierno. No soy un hombre sano, Marly. Siéntese junto a mí.
Respirando hondo, bajó los peldaños de piedra y atravesó el pavimento.
—Herr Virek —dijo—, yo lo vi a usted dar una conferencia en Munich, hace dos años. Una crítica sobre Faessler y su autistiches Theater. Entonces parecía usted estar bien...
—¿Faessler? —La bronceada frente de Virek se arrugó.— Usted vio un doble. Un holograma, tal vez. En mi nombre, Marly, se perpetran muchas cosas. Algunos aspectos de mi fortuna se han ido haciendo autónomos; a veces llegan a luchar entre sí. Rebelión en las extremidades fiscales. Sin embargo, por razones tan complejas como para ser totalmente ocultadas, el hecho de mi enfermedad nunca ha sido revelado al público.
Se sentó junto a él y bajó la mirada hacia el sucio pavimento entre las gastadas puntas de sus botas negras de París. Vio un fragmento de gravilla clara, un oxidado sujetador de papel, el pequeño y polvoriento cadáver de una abeja o avispón. —Es asombrosamente nítido y detallado...
—Sí —dijo él—, los nuevos biochips Maas. Debería usted saber —prosiguió— que lo que yo sé de su vida privada es casi tan detallado como eso. Y en algunos aspectos la conozco mejor que usted misma.
—¿De verdad? —Era lo más fácil, descubrió, concentrarse en la ciudad, escogiendo puntos de referencia que recordaba de una media docena de vacaciones estudiantiles. Allí, exactamente allí, estarían las Ramblas, loros y flores, las tabernas en las que se servía cerveza negra y calamares.
—Sí. Yo sé que fue su amante quien la convenció de que usted había encontrado un original perdido de Cornell...
Marly cerró los ojos.
—Él encargó la falsificación a dos talentosos estudiantes artesanos y a un prestigioso historiador que se encontraba en ciertos aprietos personales... Les pagó con dinero que ya había sustraído de su galería, de lo que usted sin duda se había percatado. Está usted llorando...
Marly asintió. Un frío dedo índice le golpeó la muñeca.
—Yo compré a Gnass. Soborné a la policía para que abandonara el caso. No valía la pena comprar a la prensa; rara vez lo vale. Y ahora, quizás, su ligera notoriedad podría representar una ventaja.
—Herr Virek, yo...
—Un momento, por favor. ¡Paco! Ven aquí, muchacho.
Marly abrió los ojos y vio a un niño de unos seis años, herméticamente enfundado en una oscura americana y pantalones cortos, calcetines claros, y abotonadas botas de charol negro. Una lisa franja de pelo castaño caía sobre su frente dibujando una nítida curva. Sostenía algo en sus manos, una caja.
—Gaudí comenzó el parque en 1900 —dijo Virek—.
Paco lleva el traje de la época. Ven aquí, muchacho. Enséñanos tu prodigio.
—Señor —balbuceó Paco, inclinándose, y dio un paso hacia adelante para exhibir lo que sostenía.
Marly fijó la mirada. Caja de madera lisa, tapa de cristal. Objetos...
—Cornell —dijo olvidándose de las lágrimas—. ¿Cornell? — Se volvió hacia Virek.
—Claro que no. El objeto insertado en ese fragmento de hueso es un biomonitor Braun. Esto es obra de un artista contemporáneo.
—¿Hay más? ¿Más cajas?
—He encontrado siete. En un lapso de tres años. La Colección Virek, verá, es una especie de agujero negro. La extraña densidad de mi fortuna arrastra a las obras más singulares del espíritu humano de un modo irresistible. Es un proceso autónomo, y en el que por lo general me intereso poco...
Pero Marly estaba ensimismada en la caja, en su evocación de distancias imposibles, de pérdidas y añoranzas. Era melancólica, dulce, y algo infantil. Contenía siete objetos.
El delgado hueso con estrías, sin duda conformado para el vuelo, debía provenir del ala de algún pájaro. Tres arcaicos circuitos impresos revestidos con laberintos de oro. Una pulida esfera blanca de arcilla cocida. Un pedazo de encaje ennegrecido por el tiempo. Un segmento del largo de un dedo de lo que supuso sería el hueso de una muñeca humana, blanco grisáceo, hábilmente incrustado en el eje de silicón de un pequeño instrumento que originalmente quedaría al ras de la superficie de la piel; pero la esfera del objeto estaba gastada y ennegrecida.
La caja era un universo, un poema, congelado en las fronteras de la experiencia humana.
—Gracias, Paco.
Caja y niño desaparecieron.
Marly quedó estupefacta.
— Ah, perdón, he olvidado que estas transiciones son demasiado abruptas para usted. Ahora, sin embargo, debemos discutir su tarea...
—Herr Virek —dijo ella—, ¿qué es «Paco»?
—Un subprograma.
—Entiendo.
—La he contratado para que encuentre al creador de la caja.
—Pero, Herr Virek, con sus recursos...
—Entre los que ahora se encuentra usted, querida. ¿No quería un empleo? Cuando me enteré de que a Gnass lo habían engañado con un Cornell falso, vi que usted podría serme útil para esto. —Se encogió de hombros. — Le ruego que confíe en mi habilidad para obtener los resultados deseados.
—¡Por supuesto, Herr Virek! Y, sí, sí deseo trabajar.
—Muy bien. Recibirá un salario. Se le dará acceso a ciertas líneas de crédito, aunque si usted se viera en la necesidad de comprar, digamos, cantidades sustanciales de propiedad inmobiliaria...
—¿Propiedad inmobiliaria?
—O una corporación, o una nave espacial. En ese caso, usted solicitará mi autorización indirecta, que casi con seguridad le será otorgada. Aparte de eso, tendrá usted carta blanca. Le sugiero, sin embargo, que trabaje a una escala con la que se sienta cómoda. En caso contrario correría usted el riesgo de perder contacto con su intuición, y la intuición, en un caso como éste, es de una importancia crucial. —La famosa sonrisa rutiló para ella una vez más.
Marly tomó aire. —Herr Virek, ¿y si fracaso? ¿Cuánto tiempo tengo para ubicar a este artista?
—El resto de su vida —dijo él.
—Perdóneme —se encontró diciendo horrorizada—, ha dicho usted que vive en una... ¿tina?
—Sí, Marly. Y desde esa perspectiva un tanto terminal, le aconsejo que viva intensamente cada hora de su vida. No en el pasado, si me entiende. Se lo dice alguien que ya no puede tolerar ese estado elemental, ahora que las células de mi cuerpo han optado por la quijotesca búsqueda de caminos individuales. Supongo que a un hombre más afortunado, o más pobre, finalmente se le habría permitido morir, o ser codificado en el núcleo de alguna pieza de hardware. Pero me veo confinado por una bizantina red de circunstancias que requiere, tengo entendido, cerca de un décimo de mis ingresos anuales. Lo cual hace de mí, supongo, el enfermo más caro del mundo. Sus problemas sentimentales me emocionaron, Marly. Le envidio el buen estado de la carne de la cual provienen.
Y, por un instante, ella miró aquellos dulces ojos azules, y supo, con una instintiva certeza animal, que los desmesuradamente ricos ya no tenían nada de humanos.
Un manto de noche barrió el cielo de Barcelona, como la inesperada contracción de un vasto y lento obturador; Virek y Güell desaparecieron, y ella se encontró sentada de nuevo en la banqueta de cuero, mirando rasgadas láminas de cartulina manchada.