Capítulo 18 Los nombres de los muertos

Alain llamó a las cinco y ella, luchando por controlar el asco que le provocaba aquella muestra de avaricia, verificó que disponía de la suma requerida por él. Copió la dirección cuidadosamente en el reverso de una tarjeta que había tomado del escritorio de Picard en la Galería Roberts. Andrea regresó del trabajo diez minutos después, y Marly se alegró de que su amiga no hubiese estado allí durante la llamada de Alain.

Miró a Andrea que trababa la ventana abierta de la cocina con un raído ejemplar de lomo azul del segundo tomo del Shorter Oxford English Dictionary, sexta edición. Andrea había instalado allí una especie de anaquel de madera contrachapada, sobre el saliente de piedra, lo bastante amplia para soportar el pequeño hibachi que tenía debajo del fregadero. Ahora estaba disponiendo con mucho esmero los negros cubos de carbón sobre la parrilla. —Hoy estuve hablando de tu jefe —dijo, colocando el hibachi en el anaquel y prendiendo fuego a la verdosa pasta inflamable con el encendedor a chispas de la cocina—. Nuestro académico ha vuelto de Niza. Está extrañadísimo de que haya escogido a Josef Virek como mi foco de interés, pero como es un viejo lascivo estaba más que contento de poder charlar.

De pie junto a ella, Marly contemplaba las llamas casi invisibles que lamían los contornos del carbón.

—No dejó de referirse a los Tessier-Ashpool —prosiguió Andrea—, y a Hughes. Hughes vivió desde mediados hasta finales del siglo veinte; era americano. También está en el libro, como una especie de proto-Virek. No sabía que la Tessier-Ashpool había comenzado a desintegrarse... —Regresó al fregadero y desenvolvió seis grandes langostinos.

—¿Ellos son francoaustralianos? Recuerdo haber visto un documental, creo. ¿No son dueños de uno de los grandes centros de entretenimiento?

—Zonalibre. Ahora está vendido, me dice mi profesor. Parece que una de las hijas del viejo Ashpool consiguió alcanzar el control de toda la entidad empresarial; se hizo cada vez más excéntrica, y los intereses del clan se fueron al diablo. Todo en los últimos siete años.

—No veo qué tiene que ver eso con Virek —dijo Marly, mirando a Andrea que ensartaba los langostinos en una larga aguja de bambú.

—Estamos en las mismas. Mi profesor sostiene que tanto Virek como Tessier-Ashpool son unos anacronismos fascinantes, y pueden aprenderse cosas acerca de la evolución del empresariado observándolos a ellos. Ha convencido a muchos de nuestros directores literarios, en cualquier caso...

—Pero, ¿qué dijo sobre Virek?

—Que la demencia de Virek tomaría otra forma.

—¿Demencia?

—En realidad, evitó llamarlo así. Pero parece ser que Hughes estaba loco de remate, y el viejo Ashpool también, y su hija, totalmente extravagante. Dijo que Virek se vería forzado, por presiones evolutivas, a dar una especie de «salto». «Salto», eso fue lo que dijo.

—¿Presiones evolutivas?

—Sí —dijo Andrea, llevando los langostinos ensartados al hibachi—. Habla de las empresas como si fueran algún tipo de animal.

Después de la cena salieron a caminar. Marly se encontró, por momentos, esforzándose para percibir el me carlismo imaginado de la vigilancia de Virek, pero Andrea llenó la noche con su calidez habitual y su sentido común, y Marly agradecía el caminar por una ciudad donde las cosas eran simplemente lo que eran. En el mundo de Virek, ¿qué podía ser simple? Recordó el pomo de bronce, la forma tan indescriptible en que se había movido cuando la hizo entrar en el Parque Güell recreado por Virek. ¿Estaría siempre allí?, se preguntó, ¿en el parque de Gaudí, en una tarde que nunca terminaba? Señor es rico. Señor dispone de innumerables formas de manifestación. Se estremeció en el cálido aire de la noche, se acercó más a Andrea.

Lo siniestro de una construcción de simestim, en realidad, era que conllevaba la sugestión de que cualquier entorno podía ser irreal, que las vitrinas de las tiendas frente a las que pasaba ahora junto a Andrea podían ser ficciones. Los espejos, dijo alguien una vez, de alguna manera eran esencialmente inmorales; las estructuras lo eran aún más, resolvió.

Andrea se detuvo en un quiosco para comprar sus cigarrillos ingleses y el último Elle. Marly la esperó en la calzada, donde el tráfico peatonal se apartaba automáticamente al llegar a ella; rostros que desfilaban, estudiantes, hombres de negocios y turistas. Algunos de ellos, supuso, formaban parte de la máquina de Virek, estaban conectados a Paco. Paco con sus ojos marrones, su desenvoltura, su seriedad, los músculos moviéndose bajo la camisa de suave algodón. Paco, que había trabajado para Señor toda la vida...

—¿Qué te pasa? Parece que te hubieras atragantado con algo —dijo Andrea, quitando el celofán de su paquete de Silk Cut.

—No —dijo Marly, y tembló—, pero tengo la impresión de que estuve a punto...

Y de regreso a casa, pese a la conversación de Andrea, los escaparates de las tiendas se habían convertido en cajas, cada una de ellas, construcciones, como las obras de Joseph Cornell o del misterioso hacedor de cajas que Virek buscaba, los libros y las pieles y los algodones italianos dispuestos de modo tal que sugerían formas geométricas de deseos sin nombre.

Y al despertar, una vez más, con la cara ahogada en el sofá de Andrea, el edredón rojo alrededor de los hombros, oliendo café, mientras Andrea tarareaba una canción pop de Tokio en la habitación de al lado, vistiéndose, en una lluviosa mañana de París.

—No —dijo a Paco—. Prefiero ir sola.

—Es mucho dinero. —Bajó la mirada hacia el bolso italiano que estaba sobre la mesa del bar.— Es peligroso, ¿entiende?

—Nadie sabe que yo lo tengo, ¿no es así? Sólo Alain. Alain y tus amigos. Y no he dicho que vaya a ir sola, sólo que no tengo ganas de que me acompañen.

—¿Pasa algo malo? —Arrugas de seriedad en las comisuras de sus labios. — ¿Está usted enojada?

—Sólo quiero decir que prefiero estar sola. Tú y los otros, quienquiera que sean, estáis invitados a seguirme, a seguirme y a observar. Si me perdierais, cosa que dudo, estoy segura de que tienes la dirección.

—Eso es cierto —dijo él—. Pero que usted lleve consigo varios millones de Nuevos Yens, sola, por París... Se encogió de hombros.

— ¿Y si los perdiese? ¿Señor lo registraría? ¿O habría otro bolso, otros cuatro millones? —Tomó el asa del bolso y se puso de pie.

—En efecto, habría otro bolso, aunque requiere un cierto esfuerzo de nuestra parte reunir esa cantidad en efectivo. Y, no, Señor no «registraría» su pérdida, en el sentido que usted le da, pero yo sería amonestado hasta por la pérdida sin objeto de una suma inferior. Los que son muy ricos tienen la característica común de cuidar su dinero, ya lo verá.

—Así y todo iré por mis propios medios. No sola, pero déjame con mis pensamientos.

— Su intuición.

—Sí.

Si la seguían, y de eso estaba segura, estaban más invisibles que nunca. Además, lo más probable era que no vigilasen a Alain. Sin duda alguna, la dirección que él le diera aquella mañana ya estaría siendo observada, estuviese él allí o no.

Ella sentía hoy una fuerza nueva. Le había hecho frente a Paco. Era algo que tenía que ver con su repentina sospecha, la noche anterior, de que Paco pudiera estar allí en parte para ella, con su humor, su virilidad y su deliciosa ignorancia del arte. Recordó a Virek diciendo que ellos sabían más acerca de su vida que ella misma. ¿Qué forma más sencilla tenían ellos, entonces, de rellenar esos últimos vacíos del tablero que era Marly Krushkhova? Paco Estévez. Un perfecto desconocido. Demasiado perfecto. Se sonrió a sí misma en una pared de espejo azul cuando la escalera la hacía descender hacia el metro, complacida por el corte de su pelo negro y el austero pero elegante marco de titanio de las gafas oscuras Porsche que se había comprado esa mañana, los labios nada mal, en verdad; y un chico delgado, de camisa blanca y chaqueta negra de cuero le sonrió desde la escalera de subida; llevaba una enorme carpeta portafolio negra bajo el brazo.

Estoy en París, pensó. Por primera vez desde hace mucho tiempo; sólo eso parecía motivo suficiente para sonreír. Y hoy voy a darle a mi asqueroso y necio ex amante cuatro millones de Nuevos Yens, y él me dará algo a cambio. Un nombre, o una dirección, tal vez un número de teléfono. Compró billete de primera clase, el coche estaría menos lleno, y podría pasar el tiempo adivinando cuál de sus colegas pasajeros pertenecía a Virek.

La dirección que Alain le diera, en un tétrico suburbio del norte, estaba en una de las cerca de veinte torres de hormigón que se alzaban sobre una planicie del mismo material: especulación inmobiliaria de mediados del siglo anterior. Ahora la lluvia caía con fuerza, pero era como si, de algún modo, estuviese en connivencia con ella; le daba al día un aire de confabulación, y goteaba sobre el elegante bolso de caucho repleto con la fortuna de Alain. Qué raro pasear por aquel desagradable paisaje con millones bajo el brazo, a punto de recompensar a su absolutamente pérfido ex amante con aquellos fardos de Nuevos Yens.

No hubo respuesta cuando pulsó el botón intercomunicador correspondiente al número de apartamento. Detrás de un vidrio blindado, un vestíbulo sombrío, completamente desnudo. La clase de lugar donde enciendes las luces al entrar; se apagan de nuevo, invariablemente antes de que el ascensor haya llegado, y te dejan esperando en medio de olor a desinfectante y aire cansado. Tocó otra vez. —¿Alain? —Nada.

Intentó abrir la puerta. No estaba bloqueada. No había nadie en el vestíbulo. El ojo muerto de una abandonada cámara de vídeo la miraba a través de una película de polvo. La acuosa luz de la tarde se filtraba desde la planicie de hormigón que había dejado a sus espaldas. Con los tacones de las botas resonando sobre las baldosas, se dirigió hasta la columna de ascensores y pulsó el botón 22. Se oyó un golpe sordo y hueco, un quejido metálico y uno de los ascensores comenzó a bajar. Los indicadores de plástico encima de la puerta permanecían apagados. La cabina llegó con un gemido chillón y agonizante. —Cher Alain, has caído en lo más bajo. Este lugar es la mierda, de verdad. —Cuando las puertas se abrieron a la oscuridad de la cabina, Marly buscó a tientas la tapa de su monedero de Bruselas, de bajo del bolso italiano. Encontró la achatada linternita verde de metal que llevaba consigo desde su primer paseo por París, con la cabeza del león del emblema de Pile Wonder grabado en relieve en la parte frontal, y la sacó. Uno puede encontrarse con muchas cosas en los ascensores de París: los brazos de un atracador, una humeante cagada de perro fresca...

Y el débil haz iluminando los cables color plata, aceitados y lustrosos, balanceándose suavemente en la columna vacía, la punta de su bota derecha ya a centímetros del otro lado del desgastado borde de metal de la plancha sobre la que estaba parada; su mano llevando automáticamente hacia abajo el haz de luz, aterrorizada, bajándolo hacia el techo de la cabina, lleno de polvo y basura, dos niveles más abajo. Percibió una extraordinaria cantidad de detalles durante los segundos en que la luz osciló sobre el ascensor. Pensó en un minúsculo submarino recorriendo los acantilados de un abisal monte suboceánico; luz quebradiza titubeando sobre una mancha de cieno desde hacía siglos intacta: un suave lecho de antiguo hollín, una cosa seca y gris que alguna vez había sido un condón, el brillante reflejo de arrugados trozos de papel de aluminio, el frágil cilindro y el émbolo blanco de una jeringa para diabéticos... Sujetó el borde de la puerta con tal fuerza que le dolieron los nudillos. Muy despacio, retrocedió alejándose del pozo. Un paso más y apagó la linterna.

—Maldito seas —dijo—. Oh, Jesús.

Encontró la puerta que daba a la escalera. Volvió a encender la linterna y comenzó a subir. A los ocho pisos el aturdimiento comenzó a desvanecerse; ahora temblaba; las lágrimas le arruinaban el maquillaje.

Otra vez golpeando la puerta. Era de madera prensada recubierta por una lámina en espantosa imitación de palo de rosa; el grano litográfico apenas visible a la luz de la única cinta biofluorescente del largo corredor. —Maldito seas. ¿Alain? ¡Alain! —El miope ojo de pez de la mirilla de la puerta la miraba, ciego y vacío. El pasillo apestaba: olores de cocción embalsamados en el alfombrado sintético.

Intentando abrir la puerta, el pomo girando, el bronce barato frío y grasiento, y la bolsa de dinero de pronto pesada, la cinta cortándole el hombro. La puerta abriéndose con facilidad. Un corto trecho de alfombra anaranjada, con rectángulos irregulares de rosado salmón; decenios de polvo apelmazado definiendo un sendero regular por el paso de miles de inquilinos y sus visitantes...

—¿Alain? —Olor a tabaco negro francés, casi reconfortante...

Y lo encontró allí, en esa misma luz acuosa, luz de plata, el volumen sin rasgos de otras torres más allá del rectángulo de una ventana, un fondo de pálido cielo lluvioso, donde él yacía acurrucado como un niño sobre la asquerosa alfombra anaranjada; su columna, un signo de interrogación bajo la tirante espalda de su chaqueta de pana verde botella, la mano izquierda abierta sobre la oreja, dedos blancos, un tenue tinte azul en la base de las uñas.

Arrodillándose, le tocó el cuello. Supo. Tras la ventana, toda la lluvia deslizándose, para siempre. Acunándole la cabeza, las piernas abiertas, sujetándolo, meciéndolo, balanceándose, la sensación de animal triste llenando el desnudo rectángulo de la habitación... Y después de un rato, notando la cosa punzante bajo la palma de la mano, la punta limpia y perfecta de un alambre muy delgado, muy rígido, que le salía de la oreja y pasaba entre los dedos extendidos y fríos.

Horrible, horrible, ésa no era forma de morir; se puso de pie, ira, las manos como garras. Para explorar la silenciosa habitación donde había muerto. Nada que evocara su presencia, nada, sólo su raído maletín. Abriéndolo, encontró dos cuadernos de espiral, páginas nuevas y limpias, una novela no leída pero muy en boga, una caja de cerillas de madera, y un paquete medio vacío de Gauloise. La agenda de Browns forrada en piel no estaba. Palpó la chaqueta, deslizó los dedos en sus bolsillos, pero no estaba.

No, pensó, tú no lo habrías escrito ahí, ¿verdad que no? Pero nunca podías recordar un número o una dirección, ¿verdad que no? Volvió a buscar por la habitación, una extraña calma se apoderaba de ella. Tú tenías que anotar las cosas, pero eras reservado, y no confiaste en mi librito de Browns, no; conocías a una chica en un café y anotabas su número en una caja de cerillas o en el reverso de algún papel, y lo olvidabas, para que yo lo encontrara semanas después, al ordenar tus cosas.

Entró en el minúsculo dormitorio. Había una silla plegable roja, y una plancha de gomaespuma amarilla y barata que hacía las veces de cama. La espuma estaba marcada con una mariposa marrón de sangre menstrual. Levantó el colchón, pero no había nada.

—Habrás tenido miedo —dijo, la voz le temblaba con una furia que no trató de comprender, las manos frías, más frías que las de Alain, pasándolas por el empapelado rojo buscando alguna junta descolada, un escondite—. Pobre estúpido de mierda. Pobre estúpido muerto...

Nada. Otra vez a la sala, y sorprendida de algún modo de que él no se hubiese movido; esperando verlo saltar, «hola», haciendo ondear unos centímetros de alambre trucado. Le quitó los zapatos. Necesitaban suelas nuevas, nuevos tacones. Buscó dentro, tocó la tela. Nada. —No me hagas esto. —Y otra vez al dormitorio. El estrecho armario. Apartando a un lado un manojo de baratas perchas blancas de plástico, una fláccida funda de lavandería. Arrastrando la plancha de gomaespuma hacia el armario y subiéndose encima, los tacones hundiéndose en la espuma, para deslizar las manos por la tabla del anaquel, en el rincón del fondo, un pliegue de papel duro, rectangular y azul. Abriéndolo, viendo cómo las uñas que con tanto cuidado se había arreglado estaban agrietadas, y encontrando el número que él había escrito allí con rotulador verde. Era un paquete vacío de Gauloise.

Se oyó un golpe en la puerta.

Y luego la voz: — ¿Marly? ¿Hola? ¿Qué ha pasado?

Metió el número en la cintura de sus téjanos y se volvió para encontrar los ojos serios y tranquilos de Paco.

—Es Alain —le dijo—. Está muerto.

Загрузка...