Turner despertó al silencio de la casa, al sonido de los pájaros en los manzanos del descuidado huerto. Había dormido en el sofá roto que Rudy tenía en la cocina. Sacó agua para el café; hubo un gorgoteo en la tubería de plástico procedente del depósito del tejado; llenó la cafetera, la puso sobre el quemador de propano, y salió al porche.
Los ocho vehículos de Rudy, dispuestos en ordenada fila en el patio de gravilla, estaban cubiertos por una película de rocío. Uno de los perros aumentados pasó trotando por el portón abierto cuando Turner bajó los peldaños; su capucha hacía un ruido metálico, tenue en la quietud de la mañana. Se detuvo, babeando, sacudió su distorsionada cabeza, atravesó corriendo la gravilla y se perdió de vista al doblar por la esquina del porche.
Turner se detuvo frente al capó de un jeep Suzuki marrón opaco, modificado para funcionar con células de hidrógeno. Rudy habría hecho el trabajo él solo. Doble tracción, gruesos neumáticos todo terreno cubiertos por una costra de barro seco. Una máquina pequeña, lenta, confiable, no muy útil en carretera...
Pasó junto a dos sedanes Honda manchados de herrumbre, idénticos, del mismo año y modelo. Rudy debería estar desmontando uno a fin de recuperar sus piezas para el otro; ninguno de los dos funcionaría. Sonrió con aire ausente a la inmaculada pintura marrón y arena de la camioneta Chevrolet 1949, recordando la oxidada carrocería que Rudy había traído a casa desde Arkansas sobre un remolque de plataforma. El chisme aún marchaba a gasolina; la superficie interna del motor estaría sin duda tan inmaculada como el laqueado color chocolate de los guardabarros pulidos a mano.
Había medio avión Dornier de camuflaje debajo de una cubierta de plástico gris, y luego una moto Suzuki de carrera color negra, en forma de avispa, colocada sobre un improvisado remolque. Se preguntó cuánto tiempo haría desde que Rudy no se dedicaba en serio a las carreras. Había un vehículo para la nieve cubierto por una lona encerada; era viejo, y estaba junto al remolque de la moto. Y luego el aerodeslizador gris, desecho de la guerra, un caparazón de acero blindado que olía al queroseno que quemaba su turbina, con su bolsa neumática desinflada sobre la gravilla. Sus ventanas eran franjas estrechas de grueso plástico antibalas. Turner vio la matrícula de Ohio atornillada en los parachoques tipo ariete. Aún estaba vigente.
—Sé en qué estás pensando —dijo Sally, y él se volvió para verla junto a la barandilla del porche, con la humeante cafetera en la mano—. Rudy dice que si no puede pasar por encima de algo, de todos modos puede pasar a través.
—¿Es veloz? —La mano contra el flanco blindado del deslizador.
—Claro, pero al cabo de una hora te hace falta una nueva espalda.
—¿Y en lo legal?
—No creo que les guste su aspecto, pero tiene permiso de circulación certificado. Que yo sepa, no hay ley contra el blindaje.
— Angie se está sintiendo mejor —dijo Sally, mientras él la seguía por la puerta de la cocina—, ¿verdad que sí, cariño?
La hija de Mitchell levantó la vista desde la mesa de la cocina. Sus moraduras, como las de Turner, se habían atenuado hasta parecer un par de gruesas comas, similares a lágrimas pintadas de negro azulado.
—Mi amigo es doctor —dijo Turner—. Te examinó mientras dormías. Dice que te estás recuperando bien.
—Tu hermano. Él no es médico.
—Lo siento, Turner —dijo Sally desde la cocina—. Soy demasiado franca.
—Bueno, no es médico —dijo él—, pero es listo. Temíamos que la Maas te hubiera hecho algo, que lo hubiese preparado para que te enfermaras si salías de Atizona...
—¿Algo como una bomba de córtex? —Recogió una cucharada de cereal frío de un agrietado bol con flores de manzano en el borde; parte de un juego que Turner recordaba.
—Dios mío —dijo Sally—, ¿en qué te has metido, Turner?
—Buena pregunta. —Se sentó a la mesa.
Angie lo miró fijamente mientras masticaba su cereal.
—Angie —dijo Turner—, cuando Rudy te examinó, encontró algo en tu cabeza.
Ella dejó de masticar.
—No supo lo que era. Alguien te lo puso ahí, tal vez cuando eras mucho más joven. ¿Sabes a qué me refiero?
Ella asintió con un gesto.
—¿Sabes lo que es?
Angie tragó. —No.
—Pero, ¿sabes quién te lo puso?
—Sí.
—¿Tu padre?
—Sí.
—¿Sabes por qué?
—Porque estaba enferma.
—¿De qué estabas enferma?
—No era lo bastante lista.
A mediodía Turner ya estaba preparado, el aerodeslizador tenía combustible y esperaba junto al portón de alambre. Rudy le había dado una cartera negra de cremallera llena de Nuevos Yens; de tan gastados, algunos billetes estaban casi transparentes.
—Traté de pasar la cinta a través de un lexicón francés —dijo Rudy, al tiempo que uno de los galgos frotaba su polvoriento costillar contra sus piernas—. No funciona. Creo que es una especie de creóle. Tal vez africano. ¿Quieres una copia?
—No —dijo Turner—, quédatelo.
—Gracias, pero no, gracias. No pienso admitir que has estado aquí si alguien me lo pregunta. Sally y yo nos vamos a Memphis esta tarde, a quedarnos con una pareja de amigos. Los perros cuidarán la casa. —Rascó la cabeza del animal detrás de la capucha. — ¿Verdad que sí, muchacho? —El perro gimió y se crispó.— Tuve que entrenarlos para que no cacen mapaches cuando les pongo los infrarrojos. No habría quedado ni un mapache en todo el país...
Sally y la muchacha bajaron los peldaños del porche, Sally con un maltrecho bolso de lona que había llenado con bocadillos y un termo de café. Turner la recordó en la cama, arriba, y sonrió. Ella respondió con otra sonrisa. Hoy se veía más vieja, cansada. Angie había desechado su camiseta de la maas-neotek, manchada de sangre, para ponerse un jersey negro y amorfo que Sally había encontrado para ella. Hacía que pareciese aún más joven de lo que era. Sally también se las había arreglado para disimular los restos de hematoma bajo un barroco trabajo de maquillaje de ojos que hacía un extraño contraste con su cara de niña y su holgado jersey.
Rudy le dio a Turner la llave del aerodeslizador. —Esta mañana hice que mi viejo Cray me preparase un resumen de últimas noticias empresariales. Una cosa que tal vez deberías saber es que Biolaboratorios Maas ha anunciado la muerte accidental del doctor Christopher Mitchell.
—Es increíble lo imprecisa que puede ser esa gente.
—Y mantente el cinturón bien apretado —decía Sally—, o el culo te quedará azul y negro antes de que lleguéis al paso a nivel de Statesboro.
Rudy miró a la muchacha y luego dirigió la vista a Turner. Turner vio los capilares rotos en la base de la nariz de su hermano. Tenía los ojos inyectados en sangre, y un marcado tic en el párpado izquierdo. —Bueno, supongo que se acabó. Se me ocurre que no te volveré a ver. Ha sido curioso volver a verte aquí...
—Bueno —dijo Turner—, los dos habéis hecho más de lo que yo tenía derecho a esperar.
Sally desvió la mirada.
—Bueno, gracias. Creo que mejor nos vamos. —Subió a la cabina del deslizador, queriendo irse. Sally apretó la muñeca de la muchacha, le dio el bolso, y permaneció junto a ella mientras Angie subía por los estribos articulados. Turner se instaló en el asiento del conductor.
—No dejaba de preguntar por ti —dijo Rudy—. Al tiempo se puso tan mal que ni los análogos de endorfina podían aliviarle el dolor, y cada dos horas, más o menos, preguntaba dónde estabas, cuándo vendrías.
—Te envié dinero —dijo Turner—. Suficiente para llevarla a Chiba. Las clínicas de allá podrían haber intentado algo nuevo.
Rudy resopló. — ¿Chiba? Por Dios. Ella era una anciana. ¿De qué le habría servido mantenerla viva unos cuantos meses más en Chiba? Lo que ella quería, más que nada, era verte.
—No pudo ser —dijo Turner cuando la muchacha se sentaba junto a él y ponía el bolso en el suelo, entre los pies—. Ya nos veremos, Rudy. —Hizo un gesto con la cabeza.— Sally.
—Hasta la vista —dijo Sally, abrazando a Rudy.
—¿De quién hablabais? —preguntó Angie, cuando la escotilla bajaba. Turner metió la llave en el contacto y encendió la turbina, inflando al mismo tiempo la bolsa neumática. Por la estrecha ventana lateral vio a Rudy y a Sally alejarse rápidamente del deslizador, y al perro encogerse y ladrarle a la turbina. Los papeles y los controles eran demasiado grandes, diseñados para facilitar el manejo a un piloto equipado con traje antirradiactivo. Turner dirigió el aparato hacia el portón y dio una vuelta en una pista de gravilla. Angie se estaba ajustando el arnés.
—De mi madre —respondió.
Aceleró la turbina y salieron hacia el frente con una sacudida.
—Yo nunca conocí a mi madre —dijo ella, y Turner recordó que su padre estaba muerto, y que ella aún no lo sabía. Empujó el acelerador y arrancaron por la pista de gravilla; poco faltó para que atropellasen a uno de los galgos de Rudy.
Sally tenía razón acerca de cómo andaba el aparato: la turbina producía una vibración constante. A noventa kilómetros por hora, sobre el resquebrajado asfalto de la vieja autopista, les hacía entrechocar los dientes. La bolsa neumática recorría con esfuerzo las superficies rotas; el efecto rasante de un modelo deportivo civil sólo sería posible en una superficie perfectamente lisa.
Sin embargo, Turner descubrió que le gustaba. Apuntabas, tirabas del acelerador y allí ibas. Alguien había colgado un par de dados de gomaespuma rosada desteñida por el sol sobre la ranura de visión delantera, y el quejido de la turbina era una cosa sólida a sus espaldas. La chica parecía relajarse, contemplando el paisaje con expresión ausente, casi satisfecha; y Turner agradecía no tener que dar conversación. Eres una bomba, pensó mirándola de soslayo, tal vez hoy seas la bomba de tiempo más buscada en toda la faz del planeta, y aquí estoy yo, remolcándote al Sprawl en el juguete de guerra de Rudy; ni puta idea de lo que voy a hacer contigo ahora... Ni de quién fue el que arrasó la pista...
Repásalo, se dijo cuando entraban en el valle, repásalo otra vez desde el principio; tarde o temprano algo encajará. Mitchell se había puesto en contacto con la Hosaka, dijo que se iba con ellos. La Hosaka contrató a Conroy y reunió un equipo médico que chequeara a Mitchell para detectar posibles trampas. Conroy había organizado a los equipos, trabajando con el agente de Turner. El agente de Turner era una voz en Ginebra, un número de teléfono. La Hosaka había enviado a Allison a México para examinarlo, y luego Conroy lo sacó de allí. Webber, justo antes de que todo se fuese a la mierda, había dicho que era el espía de Conroy en el campo de operaciones... Entonces alguien entró de golpe, cuando la chica estaba llegando; fogonazos y armas automáticas. Aquello le olía a la Maas: era el tipo de reacción que imaginaba, el tipo de cosa a la que su fuerza alquilada tenía que enfrentarse. Y luego el cielo blanco... Pensó en lo que Rudy dijera acerca de un railgun... ¿Quién? Y el caos en la cabeza de la chica, las cosas que Rudy había descubierto con la tomografía y el visualizador NMR. Ella dijo que su padre nunca había pensado en salir él mismo.
—Sin compañía —dijo la chica a la ventana.
—¿Cómo?
—Tú no tienes una compañía, ¿no? Quiero decir, trabajas para quien te contrate.
—Así es.
—¿No te da miedo?
—Claro que sí, pero no por eso...
—Nosotros siempre hemos tenido la compañía. Mi padre dijo que yo estaría bien, que sólo iba a ir a otra compañía...
—Estarás bien. Él tiene razón. Sólo tengo que averiguar qué es lo que está pasando. Entonces te llevaré a donde tengas que ir.
—¿A Japón?
—A donde sea.
—¿Has estado allí?
—Sí, claro.
— ¿Crees que me gustaría?
—¿Por qué no?
Entonces ella volvió a callar, y Turner a concentrarse en la carretera.
—Me hace soñar —dijo, cuando él se inclinaba hacia adelante para encender las luces altas; su voz era apenas audible sobre el ruido de la turbina.
—¿Qué? —Fingió estar absorto en el manejo, cuidándose de no mirar en su dirección.
—Lo que tengo en la cabeza. Por lo general solamente cuando estoy dormida.
— ¿Sí? —Recordando el blanco de sus ojos en la habitación de Rudy, los temblores, el torrente de palabras en un idioma que él no conocía.
—A veces cuando estoy despierta. Es como si estuviese conectada en una consola, sólo que libre de la retícula, volando, y allí no estoy sola. La otra noche soñé con un chico que había salido a la matriz, y se había metido con algo que le estaba haciendo daño, y no podía ver que estaba libre, que no tenía más que soltar. Así que se lo dije. Y por un segundo pude ver dónde estaba, y aquello no era nada parecido a un sueño; era sólo un cuarto pequeño y feo con una alfombra manchada, y vi que a él le hacía falta una ducha, y sentí cómo estaba de pegajoso el interior de sus zapatos, porque no llevaba calcetines... Los sueños no son así...
—¿No?
—No. Los sueños son todos grandes, cosas grandes, y yo también soy grande, moviéndome, con los otros...
Turner dejó escapar el aliento cuando el deslizador subía con un quejido la rampa de acceso a la interestatal, repentinamente consciente de lo que había estado conteniendo. —¿Qué otros?
—Los brillantes. —Otro silencio.— No son personas...
—¿Pasas mucho tiempo en el ciberespacio, Angie? Quiero decir, ¿conectada a una consola?
—No. Sólo en cosas del colegio. Mi padre dijo que no me hacía bien.
—¿Dijo algo acerca de esos sueños?
— Sólo que se estaban haciendo más reales. Pero nunca le hablé de los otros...
—¿No lo quieres hablar conmigo? Tal vez me sirva para entender, para saber cómo deberíamos actuar...
—Algunos me dicen cosas. Cuentos. Antes no había nada, nada que se moviera por sí mismo, sólo información, y gente que la manipulaba. Entonces sucedió algo, y.—— se conoció a sí misma. Hay toda una historia sobre eso, otra historia, acerca de una chica con espejos sobre los ojos y un hombre que tenía miedo de interesarse por nada. Ese hombre hizo algo que contribuyó a que la cosa tomara conciencia de sí misma..., después de lo cual la cosa fue como si se fragmentara en diferentes partes, y yo creo que esas partes son los otros, los brillantes. Pero no estoy segura, porque ellos no lo dicen exactamente con palabras...
Turner sintió que se le erizaba la piel de la nuca. Algo regresaba a él, emergía de la ahogada corriente de fondo del dossier de Mitchell. Una vergüenza abrasadora en un pasillo, desprendimiento de sucias capas de pintura color crema, Cambridge, la residencia universitaria... — ¿Dónde naciste, Angie?
—En Inglaterra. Luego mi padre entró en la Maas, y nos mudamos. A Ginebra.
En alguna parte de Virginia hizo trepar el deslizador sobre el hombrillo de grava y salió de allí a un pastizal invadido por la maleza donde el polvo del árido verano volaba en remolinos detrás de ellos; Turner dobló a la izquierda para llegar hasta un seto de pinos. La turbina fue apagándose mientras se asentaban sobre la bolsa neumática.
—Nos hará bien comer algo —dijo él, buscando el bolso de lona de Sally.
Angie se desató el arnés y abrió la cremallera del jersey negro. Debajo llevaba algo ceñido y blanco; un espacio de piel de niña, lisa y bronceada, se asomaba al nacimiento de su cuello por encima de unos senos jóvenes. Tomó el bolso que él le daba y se puso a desenvolver los bocadillos que Sally había hecho para él. —¿Qué le pasa a tu hermano? —preguntó mientras le pasaba medio bocadillo.
— ¿Aqué te refieres?
—Bueno, tiene algo... Sally dijo que bebe todo el tiempo. ¿No es feliz?
—No lo sé —dijo Turner encorvándose para aliviar el dolor de su nuca y su espalda—. Quiero decir, no debe de serlo, pero no sé exactamente por qué. La gente se bloquea, a veces.
— ¿Quieres decir cuando no tienen compañías que se ocupen de ellos? —Dio un mordisco a su bocadillo.
Él la miró. —¿Es una broma?
Angie asintió con la boca llena. Tragó. —Un poco. Sé que hay mucha gente que no trabaja para la Maas. Que nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Pero fue una pregunta en serio. Rudy me cayó bien, ¿sabes? Pero parecía tan...
—Jodido —terminó él con el bocadillo todavía en la mano—. Bloqueado. El problema, creo, es que hay un salto que algunas personas tienen que dar, a veces, y que si no lo hacen, entonces quedan bloqueadas del todo... Y Rudy nunca dio ese salto.
—¿Como mi padre al querer sacarme de la Maas? ¿Eso es un salto?
—No. Hay saltos que uno tiene que decidir por sí mismo. Es como si uno tuviese algo mejor esperándolo en otro lugar... —Hizo una pausa, sintiéndose de pronto ridículo, y dio un bocado.
—¿Así te sentías tú?
Él asintió, preguntándose si sería verdad.
—Así que tú te fuiste, y Rudy se quedó.
—Él era listo. Aún lo es, y había acumulado un montón de títulos; lo hizo todo por cable. A los veinte años ya había obtenido un doctorado en biotecnología en Tulane, y un montón de cosas más. Nunca envió ningún currículo, ni nada. Aparecían cazatalentos de todas partes, y él los mandaba a la mierda, se peleaba con ellos... Tal vez pensó que podría hacer algo por cuenta propia. Como esas capuchas de perros. Creo que ahí tiene un par de patentes originales, pero... En cualquier caso, no fue más allá. Se metió a negociar y a fabricar hardware para otros, y era alguien muy importante en el condado. Y nuestra madre se enfermó, estuvo enferma mucho tiempo, y yo estaba fuera...
—¿Dónde estabas? —Abrió el termo y el olor a café llenó la cabina.
—Lo más lejos posible —dijo, sorprendido por la rabia de su voz.
Angie le pasó la taza de plástico llena hasta el borde de café negro caliente.
—¿Y tú? Dices que nunca conociste a tu madre.
—No. Se separaron cuando yo era pequeña. Ella no quería cumplir de nuevo con el contrato a menos que él aceptara que ella tuviese algún tipo de participación en las condiciones. En todo caso, eso fue lo que él dijo.
—¿Y cómo es él? —Bebió un sorbo de café y le devolvió la taza.
Ella lo miró por encima del borde del recipiente de plástico rojo; los ojos delineados con el maquillaje de Sally. —Qué sé yo —dijo—. Pregúntamelo dentro de veinte años. Tengo diecisiete, ¿cómo diablos quieres que lo sepa?
Turner rió. —¿Estás empezando a sentirte mejor ahora?
—Supongo. Dadas las circunstancias.
Y de pronto tomó conciencia de ella, de una forma en que no lo había hecho antes, y llevó sus manos ansiosamente a los controles. —Bien. Todavía nos queda mucho camino.
Esa noche durmieron en el aerodeslizador, estacionado detrás de la oxidada rejilla de acero que alguna vez había sostenido la pantalla de un cine al aire libre en el sur de Pensilvania, el anorak de Turner extendido sobre el suelo de chapa blindada, sobre la larga protuberancia de la turbina. Ella se había bebido lo que quedaba del café, ya frío, sentada en la abertura de la escotilla que había encima del asiento del copiloto, contemplando el titilar de las luciérnagas sobre un campo de hierba amarillenta.
En algún rincón de los sueños de Turner —aún coloreados por destellos al azar del dossier del padre de la chica— ella se apretó contra él, los senos suaves y tibios contra su espalda desnuda a través de la delgada tela de la camiseta, y luego lo rodeó con el brazo para acariciarle los lisos músculos del estómago, pero él permaneció inmóvil, fingiendo que dormía profundamente y pronto llegó a los más oscuros pasajes del biosoft de Mitchell, donde cosas extrañas venían a confundirse con sus más antiguos temores y heridas. Y despertó al amanecer y la oyó cantar en voz muy baja desde su posición en la escotilla del techo.
Mi papá es un verdadero seductor
tiene una cadena como de nueve millas
y de cada eslabón
un corazón cuelga
de otra mujer
a la que ha amado y engañado.