Capítulo 7 La explanada

Conroy dirigió el Fokker azul fuera de la erosionada cinta de la carretera de preguerra y redujo la velocidad. La larga cola de gallo de polvo pálido que los siguiera desde Needles comenzó a asentarse; el aliscafo se hundió en su inflada bolsa neumática a medida que se detenían.

—Ésta es la ubicación, Turner. — ¿Qué pasó aquí? — Una superficie rectangular de hormigón se extendía hasta irregulares paredes de desgastados ladrillos de ceniza.

—La crisis económica —dijo Conroy—. Antes de la guerra. Nunca la terminaron. Diez kilómetros hacia el oeste hay subdivisiones enteras; no son más que retículas pavimentadas, ni una sola casa, nada. —¿Por cuántos está compuesto el equipo? —Nueve, sin contarte a ti. Y los médicos. —¿Qué médicos?

—Los de la Hosaka. Maas se ocupa de biotecnologías, ¿verdad? No hay forma de saber qué le pueden haber hecho a nuestro muchacho. Así que la Hosaka ha armado una pequeña unidad de neurocirugía completa a cargo de tres especialistas. Dos de ellos pertenecen a la compañía, y el tercero es un coreano que conoce la medicina negra de atrás para adelante. La cápsula médica es aquella larga —señaló—, techada a medias.

—¿Cómo hicisteis para instalarla?

—La trajimos de Tucson dentro de un buque cisterna. Fingimos un desperfecto. La sacamos y la desplegamos. Nos dio mucho trabajo. Alrededor de tres minutos.

—¿Maas? —preguntó Turner.

—Claro. —Conroy apagó los motores.— Son riesgos del oficio —dijo en el abrupto silencio—. Tal vez se les escapó. Nuestro hombre en el buque cisterna se sentó allí y comenzó a echarle la bronca al despachante de Tucson por la radio CB, preguntándole cuánto tardarían en arreglar el maldito conmutador calórico. Supongo que fue eso lo que interceptaron. ¿Se te ocurre una mejor manera de hacerlo?

—No. Si es que el cliente quiere el aparato in situ. Pero ahora estamos sentados en pleno centro de su área de rastreo...

—Corazón —Conroy dio un bufido—, quizá sólo paramos para echar un polvo. Interrumpimos nuestro viaje a Tucson, ¿no es así? Es el lugar perfecto. La gente se detiene aquí para mear, ¿sabes? —Consultó su negro reloj Porsche. —Tengo que estar allí en una hora, regresaré a la costa en helicóptero.

—¿La plataforma?

—No. Tu maldito jet. Pensé que me encargaría de eso yo mismo.

—Bien.

—Yo optaría por un avión Dornier System de efecto terrestre. Lo haría esperar en la carretera hasta que viésemos a Mitchell acercarse. Podría estar aquí para cuando los médicos hubieran terminado con él; lo metemos a bordo y despegamos hacia la frontera de Sonora...

—A velocidad subsónica —dijo Turner—. Ni hablar. Ya mismo estás saliendo para California a comprarme ese jet acrobático. Nuestro muchacho va a salir de aquí en un caza polivalente apenas obsoleto.

— ¿Has pensado en algún piloto?

—En mí —dijo Turner, y se tocó el conector detrás de la oreja—. Es un sistema interactivo totalmente integrado. Ellos te venderán el software para hacer la interfase y yo no tendré más que conectarme.

—No sabía que supieras volar.

—Y no sé; pero no es necesaria demasiada práctica para ir hasta Ciudad de México.

—Sigues siendo el muchacho rebelde, ¿verdad, Turner? ¿Sabes que se rumorea que alguien te hizo volar el miembro, allá en Nueva Delhi? —Conroy giró bruscamente para encararlo, sonrisa limpia y fría.

Turner tomó el anorak de detrás del asiento y sacó el revólver y la caja de municiones. Estaba poniendo el anorak otra vez en su lugar cuando Conroy dijo: —Quédatelo. De noche hace un frío del diablo.

Turner se inclinó hacia el pestillo, y Conroy puso en marcha las turbinas. El aliscafo se elevó algunos centímetros, balanceándose ligeramente cuando Turner empujó la portezuela y salió. El disco blanco del sol y el aire como terciopelo caliente. Sacó sus gafas oscuras mexicanas del bolsillo de la camisa azul de trabajo y se las puso. Llevaba zapatillas marineras blancas y unos pantalones de combate tropicales. La caja de balas explosivas iba en uno de los bolsillos del pantalón. Mantuvo el revólver en la mano derecha y el anorak enrollado bajo el brazo izquierdo. —Dirígete hacia el edificio largo —dijo Conroy sobre el ruido de las turbinas—. Te están esperando.

Saltó al resplandor calcinante del mediodía del desierto al tiempo que Conroy volvía a poner el Fokker en marcha y lo llevaba hasta la autopista. Miró como se alejaba hacia el este: una imagen distorsionada por la reverberación del calor.

Por fin desapareció, no se oía ruido alguno, ningún movimiento. Se volvió, de frente a las ruinas. Algo pequeño y de color gris piedra saltó entre dos rocas.

A unos ochenta metros de la autopista se elevaban las irregulares paredes. La explanada intermedia había sido una vez un estacionamiento.

Cinco pasos hacia adelante y se detuvo. Oyó el mar, las suaves explosiones de la rompiente. El arma estaba en su mano, demasiado grande, demasiado real; el metal se calentaba al sol.

No hay mar, no hay mar, se dijo, no lo puedo oír. Siguió caminando..., las zapatillas le resbalaban sobre trozos de antiguos ventanales, salpicados de botellas marrones y verdes hechas añicos. Había discos oxidados que habían sido tapas de botella, rectángulos aplanados que habían sido latas de aluminio. Los insectos zumbaban entre matas de arbustos resecos.

Terminado. Acabado. Este sitio. No había tiempo.

Se detuvo otra vez, estirándose hacia adelante, como si buscara algo que lo ayudase a dar nombre a la cosa que en él se elevaba. Algo hueco...

La explanada estaba dos veces muerta. El hotel de playa en México había vivido una vez, al menos por una temporada...

Más allá del estacionamiento, a la luz del sol, los ladrillos de ceniza, baratos y sin alma, esperando.

Los encontró agazapados en la estrecha franja de sombra que ofrecía un tramo de muro gris. Tres de ellos; olió el café antes de verlos; el pote de latón esmaltado se balanceaba en precario equilibrio sobre la pequeña hornilla. La intención era que lo oliese, por supuesto; lo estaban esperando. En caso contrario, habría encontrado las ruinas vacías, y entonces, de algún modo, muy silenciosa y casi naturalmente, habría muerto.

Dos hombres, una mujer; resquebrajadas, polvorientas botas lejanas, dril tan brillante de grasa que sin duda ya era impermeable. Los hombres tenían barba, su pelo desaliñado atado en moños descoloridos por el sol con cintas de cuero sin curtir; la mujer tenía la cabellera partida al medio y estirada hacia atrás despejando un rostro arrugado y quemado por el viento. Una antigua motocicleta BMW estaba apoyada en la pared, cromo picado y pintura deteriorada y manchada con aerosol de camuflaje gris y arena.

Soltó la empuñadura de la Smith & Wesson, dejándola oscilar alrededor de su dedo índice, de modo que el cañón apuntara hacia arriba.

—Turner —dijo uno de los hombres, poniéndose de pie, con un destello de metal barato en los dientes—. Sutcliffe. —El deje de un acento probablemente australiano.

—¿Equipo de punta? —Miró a los otros dos. —De punta —dijo Sutcliffe, y hurgó en su boca con pulgar e índice, hasta sacar una amarillenta prótesis revestida de metal. Sus dientes verdaderos eran blancos y parejos—. Sacaste a Chauvet de la IBM para llevárselo a la Mitsu —dijo—, y dicen que sacaste a Semenov de Tomsk.

— ¿Es una pregunta?

—Yo trabajaba en seguridad para la IBM de Marrakesh cuando volaste el hotel.

Los ojos de Turner encontraron los del hombre. Eran azules, serenos, muy brillantes. —¿Eso es un problema para ti?

—Para nada —respondió Sutcliffe—. Sólo quise decir que te he visto trabajar. —Volvió a colocarse la prótesis.— Lynch —dijo, apuntando con la cabeza al otro hombre— y Webber —señalando a la mujer.

—Hacedme un resumen —dijo Turner, y entró en el retazo de sombra. Se puso en cuclillas, con el arma todavía en la mano.

—Llegamos hace tres días —dijo Webber—, en dos motos. Hicimos que se rompiera el eje de una de ellas, en caso de que necesitáramos un pretexto para acampar aquí. Hay una pequeña población flotante, motociclistas gitanos y miembros de sectas. Lynch caminó seis kilómetros al este con un carrete de fibra óptica y pinchó un teléfono...

—¿Particular?

—Una cabina —dijo Lynch.

—Enviamos una señal de sondeo —dijo la mujer—. Si no hubiera funcionado, lo habrías sabido.

Turner asintió. —¿Tránsito de entrada?

—Nada. Es estrictamente para el gran momento, sea lo que fuere. —Alzó las cejas.

—Es una defección.

—Así parece —dijo Sutcliffe, acomodándose junto a Webber, de espaldas a la pared—. Aunque el tono general de la operación, hasta ahora, sugiere que no es muy probable que nosotros los contratados lleguemos a saber a quién vamos a extraer. ¿Cierto, señor Turner? ¿O lo podremos leer en los fax?

Turner lo ignoró. —Sigue, Webber.

—Cuando nuestro asentamiento inicial quedó instalado, el resto del equipo se fue filtrando poco a poco. El último nos avisó de la llegada de los japoneses.

—Eso fue una torpeza —dijo Sutcliffe—, demasiado obvio.

—¿Crees que podría habernos dejado al descubierto? —preguntó Turner.

Sutcliffe se encogió de hombros. —Tal vez sí, tal vez no. Nos movimos bien rápido. Fue una suerte tener el techo para esconderlo.

—¿Y los pasajeros?

—Sólo aparecen de noche —dijo Webber—. Y saben que los mataremos si tratan de alejarse más de cinco metros del aparato.

Turner miró a Sutcliffe. —Órdenes de Conroy.

—Las órdenes de Conroy ya no cuentan —dijo Turner—. Pero ésa sí. ¿Cómo es esta gente? —Médicos —dijo Lynch—, médicos piratas. —¿Y el resto del equipo?

—Levantamos un cobertizo con lona mimética. Duermen por turnos. No hay agua suficiente, y no podemos arriesgarnos mucho al cocinar. — Sutcliffe tomó la cafetera. — Tenemos centinelas apostados y periódicamente verificamos la integridad del enlace terrestre. —Vertió café negro en un jarro de plástico que parecía masticado por un perro.— Así que ¿cuándo empezamos la función, señor Turner?

—Quiero ver vuestras reservas de médicos amaestrados. Quiero ver un puesto de comando. No habéis dicho nada acerca de un puesto comando. —Todo listo.

—Muy bien. Toma. —Turner le dio el revólver a Webber. — A ver si puedes encontrarme alguna funda para esto. Ahora quiero que Lynch me muestre a esos médicos.

—Creyó que serías tú —dijo Lynch, escalando una baja pendiente de cascotes. Turner lo seguía—. Tienes una gran reputación. —Lynch, más joven, lo observó detrás de un flequillo de pelo sucio y manchado de sol.

—Demasiado grande —le dijo Turner—. Cualquier reputación lo es. ¿Has trabajado con él antes? ¿En Marrakesh? —Lynch se metió de costado por una brecha abierta en el muro de ladrillos de ceniza; Turner lo siguió de cerca. Las plantas del desierto olían a alquitrán; picaban y se prendían si las rozabas. Por un vacío, un boquete rectangular concebido como ventana, Turner atisbo rosadas cimas de montañas; luego Lynch comenzó a correr bajando una cuesta de gravilla.

—Seguro que trabajé para él antes —dijo Lynch, deteniéndose al pie de la cuesta. Un cinturón de cuero de aspecto antiguo colgaba por debajo de sus caderas, su pesada hebilla era una calavera de plata bruñida con una cresta de romas puntas piramidales—. Marrakesh... Eso fue antes de mi época.

—¿Connie también, Lynch?

—¿De qué me hablas?

—Conroy. ¿Trabajaste antes para él? Al grano: ¿estás trabajando para él ahora? —Turner bajó deliberadamente despacio, sin dejar de hablar; el suelo de gravilla crujía y se deslizaba bajo sus pies impidiéndole andar de prisa. Pudo ver el pequeño y delicado flechero enfundado bajo la chaqueta de dril de Lynch.

Lynch se mordió los labios, inmóvil. —Ese es un contacto de Sut. Yo no lo conozco.

—Ése es el problema de Conroy, Lynch. No sabe delegar responsabilidades. Le gusta tener a uno de los suyos allí desde el principio, alguien que observe a los observadores. Siempre. ¿Eres tú, Lynch?

Lynch sacudió la cabeza, el menor movimiento posible requerido para comunicar la negación. Turner estaba lo bastante cerca como para oler su sudor por encima del perfume a alquitrán de las plantas del desierto.

—He visto a Conroy arruinar dos extracciones de ese modo —dijo Turner—. Lagartijas y vidrio roto, Lynch. ¿Tienes ganas de morir aquí? —Turner alzó el puño a la altura del rostro de Lynch y lentamente extendió el dedo índice, apuntando hacia arriba. — Estamos en su área de reconocimiento. Si un topo de Conroy transmite la más mínima señal, sabrán que estamos aquí.

—Si es que no lo saben ya.

—Correcto.

—El hombre que buscas es Sut —dijo Lynch—, no yo, y no me parece que sea Webber. —Negras y partidas uñas se alzaron para rascar distraídamente su barba. — Ahora bien, ¿me has traído aquí sólo para esta pequeña charla, o aún quieres ver a nuestro lote de japoneses?

—Vamos a verlos.

Lynch. El topo era Lynch.

Una vez, en México, años atrás, Turner había alquilado un módulo de vacaciones portátil, de energía solar y construcción francesa; su estructura, de siete metros, era como una mosca sin alas esculpida en metal pulido, y sus ojos como dos semiesferas de plástico fotosensible. Se sentó tras ellos al tiempo que un vetusto bimotor de carga ruso recorría la costa con el módulo entre sus mandíbulas, casi rozando las copas de las palmeras más altas. Depositado en una remota playa de arena negra, Turner pasó tres días de confortable soledad en la estrecha cabina forrada de madera de teca, alimentándose de comidas congeladas recalentadas en el horno de microondas, y duchándose, frugal pero regularmente, con agua fría. Los paneles de células rectangulares pivotaban siguiendo el sol, y había aprendido a saber la hora según su posición.

La unidad de neurocirugía portátil de la Hosaka parecía una ciega versión de aquel módulo francés, tal vez dos metros más larga, y pintada de marrón mate. Secciones de perforados ángulos de acero que habían sido recientemente soldados a lo largo de la mitad inferior del casco, sustentaban primitivos amortiguadores para diez ruedas de bicicleta calzadas con gruesos neumáticos rojos.

—Están durmiendo —dijo Lynch—. Si alguno de ellos se mueve, esto comienza a temblar. Quitaremos las ruedas cuando llegue el momento; por ahora preferimos mantenerlos bajo control.

Turner caminó despacio rodeando la cápsula marrón, advirtiendo el negro y lustroso tubo de desagüe que iba hasta un pequeño depósito rectangular instalado cerca de allí.

—Anoche tuvimos que vaciarlo, Dios mío. —Lynch sacudió la cabeza. — Tienen comida y un poco de agua.

Turner acercó el oído al casco.

—Es insonorizado —dijo Lynch.

Turner alzó los ojos hacia el techo de metal. La unidad de cirugía estaba escondida por más de diez metros de herrumbrosa techumbre. Láminas de metal, a esa hora lo bastante calientes como para freír un huevo. Hizo un gesto de aprobación. Aquel rectángulo caliente constituiría un factor continuo en el rastreador infrarrojo de la Maas.

—Murciélagos —dijo Webber, al darle la Smith & Wesson enfundada en una bolsa hombrera de plástico negro. El crepúsculo estaba lleno de ruidos que parecían venir del interior, chillidos metálicos y crepitar de insectos, gritos de pájaros invisibles. Turner metió la bolsa con el arma en un bolsillo de su anorak—. Si quieres mear, sube por ahí, junto a ese mezquite. Pero ten cuidado con las espinas.

—¿De dónde eres?

—Nuevo México —respondió la mujer, el rostro como madera tallada en la luz del ocaso. Se volvió y comenzó a alejarse en dirección al ángulo de paredes que cobijaban las lonas. Turner pudo distinguir allí a Sutcliffe y a un joven negro. Comían en recipientes de aluminio. Ramírez, el jockey de consola, el socio de Jaylene Slide. Un muchacho de Los Ángeles.

Turner contempló la curva del cielo, infinita, el mapa de estrellas. Es extraño cómo desde aquí puede verse más grande, pensó, y en órbita es sólo un vacío amorfo, donde la noción de escala pierde todo significado. Y estaba seguro de que esa noche no podría dormir, y vería la Osa Mayor girar para él y sumergirse en el horizonte, arrastrando su cola consigo.

Una ola de náusea y dislocación lo golpeó cuando las imágenes del archivo de biosoft irrumpieron en su mente sin aviso previo.

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