Era algo tan sencillo, la muerte. Lo descubría ahora: sólo sucedía. Te descuidabas un segundo y ahí estaba, algo gélido e inodoro, abalanzándose desde las cuatro esquinas de la habitación, la sala de estar de tu madre en Barrytown.
Mierda, pensó. Dos-por-Día se va a morir de rúa, primera vez que salgo y hago un wilson.
El único sonido en la habitación era el tenue y sostenido entrechocar de sus dientes, espasmos supersónicos de la retroacción que alimentaba su sistema nervioso. Observó el delicado temblor de su mano helada a centímetros del interruptor de plástico rojo que podía romper la conexión que lo estaba matando.
Mierda.
Había llegado a casa para en seguida concentrarse en aquello; introdujo el rompehielos que había alquilado a Dos-por-Día y conectó, buscando la base que eligiera como primer objetivo real. Supuso que aquélla era la manera de proceder: si quieres hacerlo, entonces hazlo. Hacía apenas un mes que tenía la pequeña consola Ono-Sendai, pero ya sabía que quería ser algo más que un simple salchichero de Barrytown. Bobby Newmark, alias Conde Cero; pero ya había terminado. Los espectáculos nunca terminaban así, nada más comenzar. En un show, la chica del héroe, o tal vez su socio, entraría corriendo, quitaría los trodos de un tirón y daría un manotazo al pequeño interruptor rojo de OFF. Para que te salvaras, para salvarte.
Pero ahora Bobby estaba solo, con su sistema nervioso autónomo dominado por las defensas de una base de datos ubicada a tres mil kilómetros de Barrytown, y él lo sabía. Había algo de alquimia en esa oscuridad inminente, algo que le permitió ver de soslayo la infinita deseabilidad de aquella habitación, con su alfombra color alfombra y sus cortinas color cortina, su sofá venido a menos, el anguloso marco cromado que soportaba los componentes de un módulo de entretenimiento Hitachi de seis años de antigüedad.
Había cerrado cuidadosamente esas cortinas preparándose para el viaje, pero ahora, de algún modo, parecía que podía ver hacia afuera, donde los edificios de Barrytown dibujaban la cresta de una ola de hormigón que rompería contra las oscuras torres de los Proyectos. Aquella ola de edificios estaba erizada de un delgado manto insectiforme de antenas y platos parabólicos, entrelazados con cuerdas de ropa colgada. A su madre le gustaba quejarse de eso; ella tenía una secadora. Él recordó sus nudillos blancos sobre la barandilla del balcón en imitación bronce, secas arrugas en el pliegue de su muñeca. Recordó a un niño al que sacaban del Gran Campo de Juego en una camilla de metal, muerto, envuelto en plástico del mismo color de un coche patrulla. Cayó y se golpeó la cabeza. Cayó. Cabeza. Wilson.
Su corazón se detuvo. Le pareció que caía hacia un costado, pateado como un animal en un dibujo animado.
Decimosexto segundo de la muerte de Bobby Newmark. Su muerte de salchichero.
Y algo se inclinó sobre él, una vastedad inconmensurable, venida de más allá de la frontera más lejana que hubiese conocido o imaginado, y lo tocó.
::: ¿qué haces? ¿por qué te están haciendo eso?
Vozdeniña, pelomarrón, ojososcuros...
::: matándome matándome sácalo sácalo
Ojososcuros, estrelladeldesierto, camisetaarena, pelodechica...
::: PERO ES UN TRUCO, ¿ENTIENDES? SÓLO TE PARECE QUE TE ATRAPO. MIRA. AHORA ENTRO AOJJÍ Y YA NO ESTÁS LLEVANDO EL LAZO.
Y su corazón le dio un vuelco, quedó de espaldas, y pateó su almuerzo con sus rojas piernas de personaje de historieta, espasmo galvánico de pata de rana arrojándolo de la silla y arrancándole los trodos de la frente. Su vejiga cedió cuando golpeó la esquina del Hitachi con la cabeza, y alguien estaba diciendo mierda mierda mierda en el olor a polvo de la alfombra. No más vozdechica, no más estrelladeldesierto, fugaz impresión de viento frío y piedra erosionada por el agua...
Entonces su cabeza estalló. Lo vio con toda claridad, desde algún sitio muy lejano. Como una granada de fósforo.
Blanco.
Luz.