Capítulo 14 Vuelo nocturno

Al llegar la noche Turner recuperó el estado.

Le pareció que hacía mucho tiempo que no estaba así, pero cuando empezó fue como si nunca hubiera dejado de estarlo. Era aquel flujo sincrorreticular sobrehumano del cual los estimulantes no suministraban más que una aproximación. Sólo podría aprovecharlo en el lugar en que se produjera una defección de importancia, una en la que él estuviese al mando, y sólo en las últimas horas previas a que sucediera.

Pero hacía ya mucho tiempo; en Nueva Delhi había estado considerando posibles rutas de escape para un ejecutivo que no estaba para nada seguro de que lo que quería fuese la reubicación. De haberse encontrado en el estado, aquella noche en Chandni Chauk tal vez habría podido esquivar el objeto. O tal vez no, pero el estado le habría dicho que lo intentara.

Ahora el estado le permitía ponderar el conjunto de factores a los que habría de enfrentarse en el lugar de la operación, sopesando problemas pequeños enfrentados a otros individuales y mayores. Hasta el momento abundaban los pequeños, y ninguno de ellos era realmente engorroso. Lynch y Webber comenzaban a exasperarse el uno al otro, por lo que decidió mantenerlos separados. Su convicción de que Lynch era el topo de Conroy, instintiva desde el comienzo, era ahora más fuerte. En el estado los instintos se agudizaban; las cosas tomaban un cariz supersticioso. Nathan tenía problemas con los calentadores de mano suecos; eran mecánicos y cualquier cosa que no fuese un circuito electrónico lo dejaba perplejo. Turner puso a Lynch a trabajar en los calentadores, cargándolos y probándolos, y dejó que Nathan los llevase afuera, de dos en dos, para enterrarlos a intervalos de un metro a lo largo de las dos líneas de cinta anaranjada.

El microsoft que Conroy había enviado llenó su cabeza con un universo de factores que cambiaban constantemente: velocidad del viento, altitud, posición, ángulo de ataque, orientaciones, fuerzas gravitatorias. La información relativa a la entrega de armas del avión era una letanía subliminal continua de designadores de objetivos, líneas de caída de bombas, círculos de rastreo, claves de alcance y disparo, cálculo de municiones. Conroy había marcado el microsoft con un sencillo mensaje que reseñaba la hora de llegada del avión y confirmaba las disposiciones de espacio para un solo pasajero.

Se preguntaba qué estaría haciendo Mitchell, qué sentiría. Las instalaciones de los Biolaboratorios Maas en Norteamérica estaban excavadas en el seno de una abrupta meseta. El archivo del biosoft había mostrado a Turner la imagen de la meseta interrumpida por luminosas ventanas nocturnas; cabalgaba sobre los brazos levantados de un mar de saguaros como la sala de máquinas de una nave gigantesca. Para Mitchell había sido prisión y fortaleza, su hogar durante nueve años. En algún punto cercano al núcleo había perfeccionado las técnicas de hibridoma que habían escapado a otros investigadores durante casi un siglo; trabajando con células cancerosas humanas y un modelo prácticamente olvidado de síntesis de ADN, había producido las inmortales células híbridas que constituían las herramientas básicas para la producción de la nueva tecnología, diminutas fábricas bioquímicas que reproducían hasta el infinito las moléculas artificiales cuyo enlace e incorporación formaría los biochips. En algún lugar de la arcología, Mitchell estaría pasando sus últimas horas como investigador estrella de la Maas.

Turner trató de imaginar a Mitchell llevando un tipo de vida muy diferente tras su defección a la Hosaka, pero le resultó difícil. ¿Sería acaso una arcología de investigación en Arizona distinta a otra en Honshu?

En ocasiones, durante ese largo día, los recuerdos codificados de Mitchell asaltaban a Turner llenándolo de un extraño pavor que no parecía estar relacionado con la operación que tenía entre manos.

Era lo íntimo del asunto lo que aún lo perturbaba, y tal vez la sensación de temor radicara en eso. Ciertos fragmentos parecían poseer un poder emocional completamente desproporcionado con respecto a su contenido. ¿A qué se debía que el recuerdo de un anónimo vestíbulo de una descuidada residencia de estudiantes de posgrado en Cambridge lo llenara de un sentimiento de culpa y autoaborrecimiento? Otras imágenes, que por lógica deberían haber conllevado una cierta carga emocional, estaban desprovistas de afectividad: Mitchell jugando sobre la alfombra con su hija recién nacida en una casa alquilada en Ginebra, la niña riendo, tirando de su mano. Nada. La vida del hombre, desde la perspectiva de Turner, parecía señalada por una especie de inevitabilidad; él era brillante, de una brillantez que había sido detectada muy pronto, altamente motivado, hábil para la blanda pero cruel manipulación requerida a cualquier individuo que aspirara convertirse en un científico investigador de primer grado. Si había alguien destinado a subir por las jerarquías empresariales de un laboratorio, concluyó Turner, ese alguien era Mitchell.

El mismo Turner era incapaz de integrarse al mundo intensamente tribal de los hombres de los zaibatsu, los condenados a perpetuidad. El era un espectador permanente, un factor a la deriva en los mares secretos de las políticas interempresariales. Ningún hombre de la compañía habría sido capaz de llevar a cabo las iniciativas que Turner se veía obligado a tomar en el transcurso de una extracción. Ningún hombre de la compañía era capaz de desplegar la habilidad profesionalmente espontánea de Turner de realinear sus lealtades para adecuarse a un cambio de empleador. Ni, quizás, de su inflexible compromiso una vez acordado un con trato. Había empezado a trabajar en el ramo de la seguridad de manera casi casual en los últimos años de su adolescencia, cuando el sombrío estancamiento de la posguerra comenzaba a ceder ante el ímpetu de las nuevas tecnologías. Le había ido bien en su profesión, aun tomando en cuenta su falta general de ambiciones. Tenía una pose tensa y musculosa que impresionaba a los clientes de su jefe; y era listo, muy listo. La ropa le sentaba bien. Se daba maña con la tecnología.

Conroy lo había encontrado en México, donde el jefe de Turner había sido contratado para proporcionar la infraestructura de seguridad a un equipo de la Senso/Red que estaba grabando una serie de episodios de treinta minutos para un folletín de aventuras en la selva. Cuando llegó Conroy, Turner estaba terminando los arreglos. Había establecido un vínculo entre la Senso/Red y el gobierno local, sobornado al jefe de policía de la ciudad, analizado el sistema de seguridad del hotel, conocido a los guías y chóferes locales y verificado exhaustivamente sus pasados, dispuesto un sistema digital de protección por voz en los transmisores del equipo de simestim, establecido un equipo de gestión de crisis, e instalado sensores sísmicos alrededor del conjunto de suites de la Senso/Red.

Entró en el bar del hotel, una extensión del vestíbulo que parecía un jardín selvático, y se sentó, solo, a una de las mesas de vidrio. Un hombre pálido de rasgos angulosos, con un mechón de pelo blanco desteñido sobre su frente alta, atravesó el bar, un vaso en cada mano. Vestía una camisa militar cuidadosamente planchada, pantalones téjanos y sandalias de cuero.

—Tú eres el que se encarga de la seguridad de los muchachos del simestim —dijo el hombre pálido apoyando uno de los vasos sobre la mesa de Turner—. Me k> ha dicho Alfredo. —Alfredo era uno de los camareros que atendía el bar del hotel. Turner alzó la vista y miró al hombre, que parecía estar sobrio y disponer de toda la seguridad del mundo.

—No creo que nos hayan presentado —replicó Turner sin hacer el menor gesto de aceptar la bebida que el otro le ofrecía.

—No importa —dijo Conroy tomando asiento—; jugamos al mismo juego. —Se acomodó en la silla.

Turner fijó sus ojos en él. Tenía la presencia física de un guardaespaldas, algo inquieto y alerta que podía leerse en las líneas de su cuerpo, y pocos extraños violarían su espacio privado de una manera tan informal.

—¿Sabes? —dijo el hombre, con el mismo tono que utilizaría para comentar la mala campaña de un equipo en un campeonato cualquiera—, esos sísmicos que utilizas no son precisamente lo mejor. He conocido gente que podría entrar allá, comerse a tus chicos como desayuno, apilar los huesos en la bañera y salir caminando tan tranquila. Los sísmicos indicarían que nada había pasado. —Bebió un sorbo de su trago.— Pero te mereces una A por el esfuerzo. Sabes cumplir con una tarea.

La frase «apilar los huesos en la bañera» fue suficiente. Turner decidió enfrentar al hombre.

—Mira, Turner, aquí está tu protagonista femenina. —El hombre sonrió mirando a Jane Hamilton, quien devolvió la sonrisa, sus grandes ojos azules límpidos y perfectos, cada iris bordeado por los diminutos caracteres del logotipo de la Zeiss Ikon. Turner quedó congelado, presa de una indecisión que duró menos de un segundo. La estrella estaba cerca, demasiado cerca, y el hombre pálido se estaba poniendo de pie...

—Ha sido un placer conocerte, Turner —dijo éste—. En algún momento volveremos a vemos. Sigue mi consejo con respecto al equipo sísmico: respáldalos con un perímetro de alarmas. —Luego se volvió y se marchó, los músculos moviéndose con soltura bajo la almidonada tela de su camisa marrón.

—Eso es muy bonito, Turner —dijo Hamilton, ocupando la silla del extraño.

— ¿Sí? —Turner observó cómo el hombre se perdía en la confusión del abarrotado vestíbulo, entre turistas de rosadas carnes.

—Parece que nunca hablaras con la gente. Es como si siempre estuvieses controlándolos, preparando un informe. Me gusta observarte cuando haces amistades, para variar un poco.

Turner la miró. Con sus veinte años, cuatro menos que él, ganaba en una semana nueve veces el sueldo anual de Turner. Era rubia, llevaba el pelo muy corto por exigencias de la serie y parecía que lámparas de sol la iluminasen desde dentro. Sus ojos azules eran instrumentos ópticos de una perfección inhumana creados en un laboratorio japonés. Ella era a la vez actriz y cámara; los ojos valían varios millones de Nuevos Yens, y en la jerarquía de estrellas de la Senso/Red apenas si le correspondía un lugar.

Esperó a que ella bebiera un par de tragos y luego la acompañó hasta el conjunto de suites donde se alojaba.

—¿No te gustaría entrar a beber otra copa, Turner?

—No —dijo él. Era la segunda noche que ella se lo ofrecía, y presintió que sería la última—. Tengo que verificar el equipo sísmico.

Más tarde, esa misma noche, llamó por teléfono al número de Nueva York de una empresa de Ciudad de México que podría proporcionarle alarmas para el perímetro del conjunto de suites.

Pero una semana después, Jane y otros tres, la mitad del equipo de actores de la serie, habían muerto.

—Estamos listos para mover a los médicos —dijo Webber. Turner vio que llevaba puestos guantes de cuero sin dedos. Había cambiado sus gafas de sol por lentes de tiro de cristal transparentes, y tenía una pistola colgada al cinto. — Sutcliffe está monitoreando el perímetro con los controles remotos. Necesitaremos a todos los demás para poder arrastrar la mierda ésa por la vegetación.

—¿Me necesitáis?

—Ramírez dice que no puede hacer nada que lo canse demasiado, justo antes de conectar. Yo creo que no es más que un perezoso mariquita de Los Ángeles.

—No —dijo Turner abandonando su asiento sobre el borde de roca—, tiene razón. Si su muñeca se torciese, estaríamos jodidos. Incluso algo tan íntimo que ni él lo sintiera podría afectar su velocidad... Webber se encogió de hombros. —Sí... Bueno, regresó al bunker, se lavó las manos en la poca agua que nos queda y se puso a tararear algo, así que no deberíamos tener problemas.

Cuando llegaron a la unidad de cirugía, Turner contó automáticamente el número de personas que había allí. Siete. Ramírez estaba en el bunker; Sutcliffe estaba en alguna parte del laberinto de ladrillos de ceniza, monitoreando los instrumentos de vigilancia de mando a distancia. Lynch tenía un láser Steiner-Optic colgado del hombro derecho, un modelo compacto con una caja plegable de esqueleto de aleación y baterías integradas que conformaban una gruesa empuña dura bajo la armadura de titanio que hacía las veces de cañón. Nathan llevaba puesto un mono negro y unas botas negras de paracaidista cubiertas de polvo; bajo su mentón pendían los bulbosos lentes de piloto de un equipo de amplificación de imagen. Turner se quitó las gafas mexicanas, las guardó en el bolsillo del pecho de su camisa de trabajo azul, y cerró la solapa.

— ¿Cómo va todo, Teddy? —preguntó a un robusto hombre de un metro ochenta de altura y pelo marrón cortado al ras.

—Muy bien —respondió Teddy con una sonrisa llena de dientes.

Turner observó a los otros tres miembros del equipo, luego dirigió un saludo a cada uno de ellos: Compton, Costa, Davis.

—Se acerca el momento, ¿eh? —preguntó Costa. Tenía un rostro redondo y húmedo y una barba fina y cuidadosamente recortada. Al igual que Nathan y los demás, vestía de negro.

—Está muy cerca —dijo Turner—. Por ahora, todo va bien.

Costa asintió.

—Estamos aproximadamente a treinta minutos de la llegada —anunció Turner.

—Nathan, Davis —dijo Webber—, desconectad la tubería de desagüe. —Dio a Turner uno de los auriculares receptores-transmisores Telefunken. Ya lo había sacado de su envase sellado. Ella retiró la protección del micrófono autoadhesivo y lo colocó sobre su cuello bronceado.

Nathan y Davis se movían en las sombras detrás del módulo. Turner oyó a Davis maldecir en voz baja.

—¡Mierda! —exclamó Nathan—. No hay tapa para el extremo de la tubería. —Los demás rieron.

—Déjalo —indicó Webber—. A trabajar con las ruedas. Lynch y Compton, desplegad los criques.

Lynch sacó de su cinturón un engranaje dinamométrico con forma de pistola y se metió bajo la unidad de cirugía. Ahora ésta se balanceaba y podía oírse el suave crujido de la suspensión: los médicos se movían dentro del módulo. Turner oyó un gemido breve y agudo producido por alguna pieza de la maquinaria interna, y luego el parloteo del engranaje de Lynch a medida que éste disponía los criques.

Turner se puso el auricular y colocó el micrófono junto a su laringe. —¿Sutcliffe? Verificación.

—Todo bien —dijo el australiano con una voz diminuta que parecía venirle de la base del cráneo.

—¿Ramírez?

—Perfecto...

Ocho minutos. Estaban empujando el módulo sobre sus seis gordos neumáticos. Turner y Nathan empujaban el par delantero, dirigiendo; Nathan tenía puestas la gafas de piloto. Mitchell salía de una noche de luna nueva. El módulo era pesado, absurdamente pesado, y prácticamente imposible de dirigir. —Como balancear un camión sobre un par de carritos de supermercado —dijo Nathan para sí. La espalda de Turner estaba dándole problemas. Después de Nueva Delhi nunca había quedado del todo bien.

—Esperad —dijo Webber desde su posición en la tercera rueda de la izquierda—. Estoy atascada con una maldita piedra...

Turner soltó su rueda y se enderezó. Aquella noche los murciélagos habían salido en masa, y titilaban contra el cuenco de luz estelar del desierto. Había murcié lagos en México, en la selva, murciélagos de la fruta que pendían sobre el conjunto de suites donde dormía el equipo de la Senso/Red. Turner había subido a esos árboles y había enlazado tensos segmentos de monofilamento molecular entre las ramas, metros de diminutas hojas casi invisibles que esperaban a un intruso desprevenido. Pero Jane y los otros habían muerto de todos modos, habían volado en una explosión en las montañas cercanas a Acapulco. Problemas con el sindicato, dijo alguien más tarde, pero en realidad nada pudo comprobarse, más que el hecho de la rudimentaria carga claymore, su ubicación y el lugar desde donde había sido detonada. Turner había subido la colina. Tenía la ropa cubierta de sangre, y había visto el nido de vegetación aplastada donde los asesinos habían esperado, el interruptor de cuchilla y la corroída batería de automóvil. Encontró colillas de cigarrillos liados a mano y la tapa de una botella de cerveza de Bohemia, brillante y nueva.

La serie tuvo que ser suspendida, y el equipo de gestión de crisis hizo la labor de rescate, ocupándose de re tirar los cuerpos y de la repatriación de los supervivientes del elenco y del equipo técnico. Turner salió en el último avión, y, después de ocho whiskys en la sala del aeropuerto de Acapulco, había errado a ciegas hasta llegar al área central de reservas, donde encontró a un hombre llamado Buschel, un técnico ejecutivo del complejo de la Senso/Red en Los Angeles. Buschel estaba pálido bajo su bronceado californiano, su traje ilusionista rígido por el sudor. Llevaba un maletín de aluminio liso, como los que se usan para equipos de fotografía, con los flancos opacos por la condensación. Turner miró al hombre, miró el transpirado maletín, con sus calcomanías de advertencia blancas y rojas, y largas etiquetas explicando las precauciones requeridas para el transporte de materiales en almacenamiento criogénico.

— ¡Dios mío! —dijo Buschel, al verlo—. Turner. Lo siento, hombre. Llegué esta mañana. Un asunto asqueroso. —Sacó un pañuelo empapado del bolsillo de su chaqueta y se limpió la cara.— Un asunto feo. Nunca había tenido que encargarme de algo así, antes...

—¿Qué hay en el maletín, Buschel? —Ahora estaba mucho más cerca, aunque no recordaba haberse acercado. Podía ver los poros en el bronceado rostro de Buschel.

—¿Te sientes bien? —Buschel dio un paso atrás.— Tienes muy mal aspecto.

—¿Qué hay en el maletín, Buschel? —Traje ilusionista, estrujado entre sus dedos, nudillos blancos y temblorosos.

—Maldita sea, Turner. —El hombre se zafó, empuñando con ambas manos el asa del maletín. — No sufrieron ningún daño. Sólo una quemadura menor en una de las córneas. Pertenecen a la Red. Estaba en el contrato de ella, Turner.

Y Turner se volvió, las entrañas contraídas alrededor de ocho vasos de escocés puro, y contuvo la náusea como lo había estado haciendo durante nueve años, hasta que al escapar del holandés todo el recuerdo cayó sobre él, lo aplastó, en Londres, en Heathrow; entonces se inclinó hacia adelante y vomitó en una papelera de plástico azul.

—Vamos, Turner —dijo Webber—, empuja tú también. Enséñanos cómo se hace. —El módulo comenzó a avanzar entre el olor a alquitrán de las plantas del desierto.

— ¡Listos por aquí! — anunció Ramírez con voz remota y serena.

Turner tocó el micrófono que llevaba en la garganta. —Te estoy enviando visitas. —Quitó el dedo del micrófono. — Nathan, ya es hora. Tú y Davis, regresad al bunker.

Davis estaba a cargo del equipo de chorros, su único enlace fuera de la matriz con la Hosaka. Nathan era el rey del bricolage. Lynch hacía rodar la última de las ruedas de bicicleta hacia los matorrales detrás del estacionamiento. Webber y Compton estaban arrodillados junto al módulo, sujetando la línea que enlazaba a los médicos de la Hosaka con el biomonitor Sony del puesto de comando. Sin las ruedas y nivelada como estaba sobre cuatro criques, la unidad portátil de neurocirugía le recordó a Turner el módulo de vacaciones francés. Aquél había sido un viaje muy posterior, cuatro años después de que Conroy lo reclutase en Los Ángeles.

—¿Cómo va eso? —preguntó Sutcliffe, por el enlace.

—Bien —respondió Turner, tocando el micrófono.

—Se está solo, aquí —comentó Sutcliffe.

—Compton —dijo Turner—, Sutcliffe necesita que lo ayudes a cubrir el perímetro. Tú también, Lynch.

—Qué lástima —observó Lynch desde la oscuridad—. Esperaba un poco de acción.

Turner tenía la mano apoyada sobre el mango de la Smith & Wesson enfundada, bajo la solapa abierta del anorak. —Bueno, Lynch. —Si Lynch había sido plantado por Connie, querría estar ahí. O en el bunker.

—Mierda —dijo Lynch—. Allá fuera no hay nadie, y tú lo sabes. Si no quieres que esté aquí, entraré a mirar a Ramírez...

—De acuerdo —dijo Turner, y sacó el arma, apretando el interruptor que activaba el proyector de xenón. El destello de la primera salva, brillante como el mediodía, encontró un retorcido saguaro, las agujas eran como flecos de piel gris bajo la despiadada luz. La segunda salva iluminó la calavera erizada de puntas del cinturón de Lynch enmarcándola en un círculo de borde perfecto. Fue imposible distinguir el sonido del disparo del de la bala detonando con el impacto: olas de choque abriéndose en invisibles anillos cada vez más amplios que se perdían como truenos en la tierra oscura y llana.

En los primeros segundos posteriores no se oyó sonido alguno; hasta los murciélagos y los insectos enmudecieron, esperando. Webber se había arrojado de bruces al suelo y, de algún modo, él percibió su presencia, supo que habría sacado su arma, sosteniéndola con absoluta firmeza entre aquellas manos hábiles y bronceadas. No tenía idea de dónde estaba Compton. Entonces le llegó la voz de Sutcliffe, rechinando desde el fondo del cerebro: —Turner. ¿Qué fue eso?

La luz de las estrellas alcanzaba para distinguir a Webber. Estaba sentada en posición erguida, el arma en las manos, lista, los codos apoyados sobre las rodillas.

—Era el contacto de Conroy —dijo Turner bajando la Smith & Wesson.

—Por Dios —dijo ella—. Yo soy el contacto de Conroy.

—Tenía línea hacia el exterior. Lo he visto antes.

Ella tuvo que repetirlo.

La voz de Sutcliffe en su cabeza, y luego Ramírez: —Tenemos tu transporte. A ochenta pasos y acercándose... Todo lo demás se ve bien. Jaylene dice que hay un dirigible a veinte pasos hacia el sud-sudoeste, un carguero sin tripulación, y en horario. Nada más. ¿Qué mierda está gritando Sut? Nathan dice que ha oído un disparo. —Ramírez estaba en conexión, la mayor parte de su sensorio acaparado por la entrada de la consola del Maas-Neotek. — Nathan está listo para el primer chorro...

Ahora Turner podía escuchar el jet bajando, frenando para el aterrizaje en la autopista. Webber se había levantado y caminaba hacia él, pistola en mano. Sutcliffe hacía la misma pregunta, una y otra vez.

Alzó la mano y tocó el micrófono. —Lynch. Está muerto. El jet está aquí. Ahora sí.

Y entonces el jet apareció sobre ellos, una sombra negra, increíblemente baja, entrando sin luces. Se vio un destello de retropropulsores cuando el artefacto ejecutó un aterrizaje que habría matado a un piloto humano, y luego, un extraño crujido al tiempo que reajustó su estructura articulada de fibra de carbono. Turner pudo distinguir el resplandor verde del instrumental reflejado en la curva del toldo de plástico.

—La jodiste —dijo Webber.

Detrás de ella, la escotilla en el costado del módulo de cirugía se abrió de golpe, enmarcando una figura con mascarilla de cirujano y un traje anticontaminación de papel verde. La luz que provenía del interior era blanco azulada, brillante; proyectaba la sombra distorsionada de un médico de uniforme a través de la fina nube de polvo que flotaba sobre el estacionamiento tras el aterrizaje del jet. —¡Ciérrala! —gritó Webber—. ¡Todavía no!

Cuando la puerta giró sobre sí misma, ahogando la luz, ambos oyeron el motor del ultraligero. Después del rugir del jet no parecía más que el zumbido de una libélula, un ruido constante que tartamudeó desvaneciéndose mientras escuchaban. —No tiene combustible —dijo Webber—. Pero está cerca.

—Está aquí —dijo Turner apretando su micrófono—. Primer chorro.

El pequeño planeador pasó junto a ellos, una oscura delta contra las estrellas. Podían oír algo que batía al viento en la estela de su silencioso pasaje; tal vez los pantalones de Mitchell. Estás allí, pensó Turner, solo, con la ropa más abrigada que tienes, con un par de gafas infrarrojas que diseñaste tú mismo, y estás buscando un par de líneas punteadas que han marcado para ti con calentadores de mano. —Estás loco —dijo mientras su corazón se llenaba de una extraña admiración—; de veras querías salir.

Entonces, con una festiva detonación, se produjo el primer destello y el fulgor del magnesio inició su suave y blanco descenso en paracaídas hasta el suelo del desierto. Casi de inmediato se produjeron dos más, y luego el largo repiqueteo de armas automáticas desde el extremo oeste de la explanada. Con el rabillo del ojo notó que Webber se dirigía dando tumbos en dirección al bunker, pero su mirada estaba fija en el ultraligero que giraba sin control, en sus alegres alas de tela anaranjada y azul, y en la figura de gafas encorvada en la estructura abierta de metal sobre el frágil trípode del tren de aterrizaje.

Mitchell.

El estacionamiento estaba iluminado como un campo de fútbol, bajo el resplandor de las bengalas. El ultraligero se inclinó para virar con una gracia tan indolente que Turner estuvo a punto de lanzar un grito. Una blanca línea de proyectiles rastreadores salió disparada desde más allá del perímetro del campamento. Erraron.

Traerlo a tierra. Traerlo a tierra. Corría saltando sobre arbustos que le arañaban los tobillos, el borde del anorak.

Los fogonazos. La luz. Ahora Mitchell no podía usar las gafas, no podía ver el brillo infrarrojo de los cálenla dores de mano. Estaba aterrizando lejos de la pista. La rueda de la nariz del avión se enganchó en algo y el ultraligero dio una vuelta entera, desplomándose, mariposa desgarrada, y quedó inmóvil en su propia nube de polvo blanco.

El destello de la explosión pareció alcanzarlo un instante antes que el sonido, arrojando su sombra hacia adelante sobre la pálida vegetación. La onda expansiva lo levantó y lo dejó caer, y, mientras caía, vio el módulo de cirugía destrozado en medio de una bola de llamas anaranjadas; comprendió entonces que Webber había utilizado su coche antitanque. Volvió a levantarse y comenzó a correr, pistola en mano.

Llegó a lo que quedaba del ultraligero de Mitchell al tiempo que el primer fogonazo se extinguía. Otra bengala surgió de la nada y floreció en la oscuridad. Ahora el sonido de los disparos era continuo. Se arrastró sobre una plancha de metal oxidada y encontró la inerme figura del piloto, cabeza y cara escondidas bajo un improvisado casco y unas gafas de aspecto rudimentario sujetas por tiras negras de cinta aislante. Las retorcidas extremidades estaban acolchadas con capas de ropa oscura. Turner observó sus propias manos que agarraban la cinta, tiraban de las gafas infrarrojas; sus manos eran dos criaturas distantes, pálidos seres submarinos que vivían una vida autónoma en las profundidades de alguna impensable fosa del Pacífico, y observó cómo desgarraban frenéticamente cinta, gafas, casco.

Hasta que salió todo, y los largos cabellos marrones, mojados por el sudor, cayeron sobre el pálido rostro de la muchacha, extendiendo el delgado hilo de sangre oscura que salía de una fosa nasal; sus ojos se abrieron, revelando órbitas en blanco, y él la extendió como pudo sobre una camilla de bomberos, haciéndola girar en lo que esperaba fuese la dirección del jet.

Sintió la segunda explosión a través de las suelas de sus zapatillas, y vio la sonrisa idiota en el mazacote de plástico posado sobre la consola de ciberespacio de Ramírez. No hubo destello; sólo sonido y el aguijonazo del choque a través del hormigón del estacionamiento.

Y entonces llegó a la cabina, sintiendo el olor a automóvil nuevo de los monómeros de cadena larga, el aroma familiar de la nueva tecnología, con la chica delante de él, una muñeca sin gracia desparramada en el abrazo de la red de gravedad por la que Conroy había pagado a un traficante de armas de San Diego para que la instalase detrás de la cabina del piloto. El avión se estremecía como una cosa viva, y, al mismo tiempo que se metía más profundamente en su red, Turner manoteó buscando el cable de interfase, lo encontró, arrancó el microsoft de su conector, e insertó la terminal del cable.

El conocimiento lo iluminó como un juego de videogalería, y fue impulsado hacia adelante por la aerodinámica del jet, sintiendo cómo la flexible estructura aérea se recomponía para el despegue al tiempo que la cubierta gemía sobre sus servos. La red de gravedad se infló alrededor de él, atrapando sus brazos y piernas; la pistola seguía en su mano. —Despega, hijo de puta. —Pero el jet ya lo sabía, y la fuerza de la aceleración lo aplastó en la oscuridad.


* * *

—Perdiste el conocimiento —dijo el avión. Su voz de chip se parecía a la de Conroy.

—¿Cuánto tiempo?

—Treinta y ocho segundos.

—¿Dónde estamos?

—Sobre Nagos. —El tablero superior se iluminó, una docena de figuras en constante alteración bajo un mapa simplificado de la frontera Arizona-Sonora.

El cielo se hizo blanco.

—¿Qué fue eso? —preguntó Turner.

Silencio.

—¿Qué fue eso?

—Los sensores indican una explosión. La magnitud sugiere una ojiva nuclear táctica, pero no hubo pulso electromagnético. El epicentro corresponde a nuestro punto de salida.

El resplandor blanco se desvaneció hasta desaparecer.

—Cancela el rumbo —ordenó Turner.

—Cancelado. Nuevo rumbo, por favor.

—Buena pregunta. —No podía volver la cabeza para mirar a la chica detrás de él. Se preguntó si ya estaría muerta.

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