Capítulo 29 Hacedor de cajas

La cuerda de nudos parecía no tener fin. A veces llegaban a ángulos, bifurcaciones del túnel. Allí la cuerda estaba enrollada alrededor de un puntal o sujeta por un grueso y transparente mazacote de resina epoxi. El aire era tan enrarecido como antes, pero más frío. Cuando se detuvieron para descansar en una habitación cilíndrica, donde el conducto se ensanchaba ante una ramificación triple, Marly pidió a Jones la pequeña linterna plana que llevaba sujeta en la frente con una cinta elástica gris. Sosteniéndola con uno de los guantes del traje rojo, iluminó la pared de la habitación. La superficie estaba esculpida con diseños, líneas microscópicamente finas...

—Ponte el casco —le aconsejó Jones—, tu luz es mejor que la mía...

Marly se estremeció. —No. —Le pasó la linterna.—¿Me puedes ayudar a quitarme esto, por favor? —Tocó con un guantelete el duro peto del traje. El casco de bóveda espejada estaba amarrado a la cintura con un cierre de pinza cromado.

—Más vale que no te lo quites —dijo Jones—. Es el único que hay en el Lugar. Yo tengo uno, pero no se puede respirar con él, porque los tanques del Wig no se adaptan a mi transrespirador, y su traje está lleno de agujeros... —Se encogió de hombros.

—No, por favor —dijo ella forcejeando con el cierre en la cintura del traje, donde había visto a Rez doblar alguna cosa—. No lo puedo soportar...

Jones se acercó, tirando de la cuerda, e hizo algo que ella no pudo ver. Se oyó un clic. —Estira los brazos por encima de la cabeza —dijo. Fue engorroso, pero por fin ella quedó flotando libre, aún vestida con los téjanos negros y la camisa de seda blanca que usara para el encuentro final con Alain. Jones sujetó a la cuerda el traje rojo vacío con otro de los cierres de anillo que tenía en la cintura, y después abrió la repleta bolsa de Marly—. ¿Quieres llevar esto? Quiero decir, ¿llevarla contigo? Podríamos dejarla aquí, y recuperarla al volver.

—No —dijo ella—, la llevaré. Dámela. —Enganchó un codo alrededor de la cuerda y abrió la bolsa. La chaqueta salió, pero también una de las botas. Logró volver a meter la bota en la bolsa y se puso la chaqueta.

—Es un cuero muy bonito —observó Jones.

—Por favor —dijo Marly—, démonos prisa...

—Ya falta poco. —Jones giró la linterna para mostrarle dónde desaparecía la cuerda, por una de las tres aberturas dispuestas en triángulo equilátero.

—Llegamos al final —anunció el muchacho—. Al final de la cuerda. —Tocó el gancho cromado donde la cuerda estaba atada con un nudo marinero. El eco de su voz retumbó en algún lado, más adelante, hasta que Marly imaginó oír otras voces detrás de él. — Necesitamos algo de luz —dijo Jones impulsándose de una patada y asiéndose a una cosa gris en forma de ataúd que sobresalía al otro lado. La abrió. Ella observó cómo las manos de Jones se movían en el brillante círculo luminoso de la linterna; sus dedos eran finos y delicados, pero tenía unas uñas pequeñas y romas, con líneas de suciedad negra y compacta. Las letras «CJ» estaban tatuadas en azul sobre el dorso de la mano derecha. La clase de tatuaje que uno podía hacerse solo, en la cárcel... Ahora, él había sacado un grueso trozo de cable aislante. Escudriñó el interior de la caja y metió el cable detrás de un conector D de cobre.

La oscuridad delante de ellos se desvaneció en un chorro de luz.

—En realidad, es más potencia de la que necesitamos — dijo él, con cierto orgullo de ama de casa—. Todos los bancos solares funcionan aún, y fueron instalados para alimentar los ordenadores principales... Vamos, señora, conoceremos al artista por el que has viajado desde tan lejos. —Con otra patada se dio impulso y salió flotando por la abertura, como un nadador, hacia la luz. Hacia las mil cosas que flotaban a la deriva. Ella observó que las gastadas suelas de plástico de los zapatos de Jones habían sido emparchadas con silicón blanco.

Después lo siguió, olvidando sus temores, olvidando la náusea y el vértigo permanente, y llegó. Y comprendió.

—Dios mío —dijo.

—Poco probable... —gritó Jones—. Pero quizá Dios sea viejo Wig. Es una lástima que ahora no esté haciéndolo. Ahí sí que vale la pena verlo.

Algo pasó flotando a diez centímetros de su rostro. Una cuchara de plata cortada exactamente a la mitad, de punta a punta.

No tenía idea de cuánto tiempo había pasado allí cuando la pantalla se encendió y se puso a titilar. Horas, minutos... Ya había aprendido a manejarse en la habitación, más o menos, impulsándose como Jones desde la concavidad de la cúpula; como Jones, se agarraba de los articulados brazos del objeto, pivotaba y permanecía asida, mirando el remolino de desechos.

Había docenas de brazos, manipuladores, rematados con alicates, llaves hexagonales, cuchillos, una sierra circular subminiaturizada, una fresa de dentista... Se erizaban sobre el tórax de aleación de lo que alguna vez debía haber sido un mando a distancia para trabajos de construcción, el tipo de dispositivo automático, semiautónomo que recordaba de los vídeos de la Frontera Alta de su niñez, pero éste estaba soldado al punto más alto de la cúpula; sus flancos eran uno solo con la trama del Lugar, y cientos de cables y líneas de fibra óptica serpenteaban a través del espacio geodésico para penetrarlo. Dos de los brazos, rematados con delicados dispositivos de fuerza retroalimentada, estaban extendidos: las suaves almohadillas acunaban una caja inconclusa.

Con los ojos muy abiertos, Marly contempló la danza del sinfín de objetos.

Un amarillento guante de cabritilla, el facetado tapón de cristal de un frasco de algún perfume ya desaparecido, una muñeca sin brazos con cabeza de porcelana de Limoges, una gruesa estilográfica con incrustaciones de oro, segmentos rectangulares de chapa perforada, la serpiente roja y verde de una corbata de seda... Incesante, el lento pulular, las cosas que giraban...

Jones irrumpió a través de la silenciosa tempestad, riendo, y agarró un brazo rematado con una pistola de cola. —Siempre me da risa verlo. Pero las cajas me ponen triste...

—Sí —dijo ella—, también a mí me entristecen. Pero hay tristezas y tristezas...

—Tienes razón. —Sonrió.— Pero es imposible ponerlo en marcha. Supongo que el espíritu tiene que hacerlo; en todo caso, eso dice el viejo Wig. Él solía venir mucho por aquí. Creo que en este lugar las voces tienen más fuerza para él. Pero últimamente han estado hablando con él en cualquier parte, parece ser...

Marly lo miró a través de la espesura de manipuladores. Estaba muy sucio, era muy joven, con sus grandes ojos azules bajo una maraña de rizos castaños. Llevaba un manchado traje gris de cremallera, con el cuello brillante de mugre. —Debes de estar loco —le dijo con algo parecido a la admiración en la voz—, debes de estar totalmente loco para quedarte aquí...

Él se echó a reír. —Wigan está más loco que diez cabras. Yo no.

Ella sonrió. —No, tú estás loco. Yo estoy loca, también...

—Salud, entonces —dijo él mirando detrás de ella—. ¿Qué es esto? Parece uno de los sermones de Wig, y no hay forma de apagarlo, sin quitar la corriente...

Marly se volvió y vio líneas diagonales de color que destellaban en una gran pantalla rectangular colocada del través en la curva de la cúpula. La pantalla quedó oculta un instante por el paso de un maniquí de sastre, y luego la cara de Josef Virek la llenó, sus suaves ojos azules brillando detrás de unas gafas redondas.

—Hola, Marly —dijo—. No puedo verla, pero estoy seguro de que sé dónde está...

—Eso es una de las pantallas pulpito del Wig —explicó Jones frotándose la cara—. Las ha instalado en todo el Lugar, porque pensaba que algún día vendría gente aquí a la que podría predicar. Están todas conectadas al equipo de comunicación del Wig, me parece. ¿Quién es?

—Virek —respondió ella.

—Pensé que era más viejo...

—Es una imagen generada —dijo Marly—. Trazado por rayos, diagramación de texturas... —Miró fijamente cuando la cara le sonrió desde la curva de la cúpula, detrás del lento huracán de cosas perdidas, pequeñas cosas de vidas innumerables, herramientas y juguetes y botones dorados.

—Quiero que sepa —continuó la imagen— que usted ha cumplido con su contrato. Mi psicoperfil de Marly Krushkhova predijo su reacción a mi gestalt. Perfiles más amplios indicaron que su presencia en París obligaría a la Maas a intervenir. Pronto, Marly, sabré con exactitud qué es lo que usted ha encontrado. Durante cuatro años he sabido algo que la Maas no sabía. He sabido que Mitchell, el hombre que la Maas y el mundo consideraban como el inventor de los nuevos procesos de biochips, estaba recibiendo de terceros los conceptos que lo llevaron a sus descubrimientos. Yo la agregué a usted a un intrincado conjunto de factores, Marly, y el resultado ha sido sumamente satisfactorio. La Maas, sin entender lo que estaba haciendo, proporcionó la ubicación de la fuente conceptual. Y usted ha dado con ella. Paco no tardará en llegar...

—Usted dijo que no me seguirían —dijo Marly—. Sabía que estaba mintiendo...

—Y ahora, Marly, creo que por fin seré libre. Libre de los cuatrocientos kilos de células enloquecidas que mantienen encerradas tras muros de acero quirúrgico en un parque industrial de Estocolmo. Libre, al fin, para habitar cualquier cantidad de cuerpos verdaderos. Marly. Para siempre.

—Mierda —dijo Jones—, éste está tan loco como Wig. ¿De qué crees que está hablando?

—De su salto —respondió ella recordando su conversación con Andrea, el olor de los langostinos en la abarrotada cocina—. El próximo estadio de su evolución...

—¿Tú lo entiendes?

—No —dijo ella—, pero sé que será malo, muy malo... —Sacudió la cabeza.

—Convenza a los habitantes de los núcleos para que dejen entrar a Paco y su equipo, Marly —dijo Virek—. Compré los núcleos, una hora antes de que usted saliera de Orly, a un contratista de Paquistán. Una ganga, Marly, una verdadera ganga. Paco cuidará de mis intereses, como siempre.

Y la pantalla quedó a oscuras.

—Bueno —dijo Jones, dando la vuelta a un manipulador plegado y tomándola de la mano—, ¿por qué es tan grave todo eso? Ahora esto es de él, y dice que usted ha hecho lo suyo... No sé para qué sirve el viejo Wig, excepto para escuchar las voces, pero ya le queda poco tiempo de vida. A mí me da igual quedarme o no...

—Tú no entiendes —dijo ella—. No puedes. Él ha llegado a algo, algo que ha buscado durante años. Pero nada que él quiera puede ser bueno. Para nadie... Yo lo he visto, he sentido eso...

Y entonces el brazo de acero del que ella se sostenía vibró y comenzó a moverse, y la tórrela entera rotó con un sordo zumbido de servos.

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