Capítulo 10 Alain

Quedaron de acuerdo en encontrarse en la brasserie del quinto subnivel del complejo del Napoleón Court, bajo la pirámide de vidrio del Louvre. Era un lugar que ambos conocían, aunque no tuviera un significado especial para ninguno de ellos. Alain lo había sugerido, pero ella sospechaba que la elección había sido deliberada. Era terreno afectivo neutral; un emplazamiento familiar, y sin embargo libre de recuerdos. Estaba decorado en un estilo principio de siglo: mostradores de granito, columnas negras de piso a techo, espejos de pared a pared y ese tipo de mobiliario propio de un restaurante italiano, en acero oscuro soldado, que podía haber pertenecido a cualquier década de los últimos cien años. Las mesas estaban cubiertas de lino gris con una fina raya negra, un diseño copiado y repetido en las tapas de los menús, las cajas de cerillas y los delantales de los camareros.

Ella llevaba el abrigo de cuero que había comprado en Bruselas, una blusa roja de lino y unos pantalones nuevos de algodón negro. Andrea había fingido no advertir el extremo cuidado con que Marly se había vestido para aquel encuentro, y después le había prestado un sencillo collar de perlas de una vuelta que destacaba a la perfección sobre la blusa roja.

Él había llegado temprano, advirtió ella al entrar, y ya sus cosas estaban desparramadas sobre la mesa. Llevaba su bufanda favorita, la que habían encontrado juntos en el Mercado de Pulgas el año anterior, y se veía, como de costumbre, desaliñado pero perfectamente cómodo. El deteriorado maletín de cuero había regurgitado su contenido sobre el pequeño cuadrado de granito pulido: cuadernos de espiral, un ejemplar aún no leído de la novela polémica del mes, Gauloise sin filtro, una caja de cerillas de madera, la agenda forrada en piel que ella le comprara en Browns.

—Pensé que tal vez no vendrías —dijo él sonriéndole.

—¿Qué te haría pensar eso? —preguntó, una contestación al azar, «patética», pensó, que enmascaraba el terror que ahora sentía, que por fin se permitía sentir, y que era miedo a una pérdida de personalidad, de voluntad y dirección, miedo a amarlo como aún lo amaba. Se sentó en la otra silla cuando llegaba el joven camarero, un muchacho español con delantal a rayas. Pidió agua de Vichy.

— ¿Nada más? — preguntó Alain. El camarero esperó.

—No, gracias.

—Hace semanas que estoy tratando de encontrarte —dijo él. Ella sabía que era mentira y sin embargo, como era su costumbre, se preguntó si él tenía conciencia de ello. Andrea sostenía que los hombres como Alain mentían con tal constancia y pasión que terminaban por perder un poco el sentido fundamental de la diferencia. Eran artistas por derecho propio, decía Andrea, abocados a reestructurar la realidad, y la Nueva Jerusalén era en efecto un buen lugar, libre de giros en descubierto y de indignados caseros y de la necesidad de encontrar a alguien que pagase la cuenta cada noche.

—No vi que estuvieras tratando de encontrarme cuando Gnass llegó con la policía —dijo Marly, esperando provocar al menos una mueca de vergüenza, pero el rostro juvenil permaneció tan sereno como siempre, bajo el limpio pelo castaño que solía peinarse hacia atrás con los dedos.

—Lo lamento —dijo él apagando su Gauloise. Porque había llegado a asociar con él el olor del tabaco negro francés, París le había parecido llena de olor a él, a su fantasma, su rastro—. Estaba seguro de que él nunca detectaría la... naturaleza de la obra. Debes entenderlo: una vez que reconocí lo mucho que necesitábamos el dinero, supe que debía actuar. Tú, yo lo sabía, eras demasiado idealista. De todos modos la galería habría cerrado. Si las cosas con Gnass hubiesen ido tal como esperábamos, ahora estaríamos del otro lado, y tú serías feliz. Feliz —repitió, sacando otro cigarrillo del paquete.

Ella sólo pudo mirarlo, sintiendo una especie de asombro y una nauseabunda repulsión por su deseo de creerle.

—Tú sabes —dijo él sacando una cerilla de la caja amarilla y roja—, ya he tenido problemas con la policía. Cuando era estudiante. Política, por supuesto. —Encendió la cerilla, dejó caer la caja y prendió el cigarrillo.

—Política —repitió ella, y de golpe sintió ganas de reír—. No sabía que hubiera un partido para gente como tú. No me puedo imaginar cómo podría llamarse.

—Marly —dijo él bajando la voz, como hacía siempre que quería indicar la intensidad de sus sentimientos—, tú sabes, tú tienes que saber, que yo lo hice por ti. Por nosotros, si quieres. Pero seguro que sabes, lo puedes sentir, Marly, que nunca te habría hecho daño de un modo deliberado ni te habría puesto en situaciones comprometidas. —No había en la pequeña mesa espacio para su bolso, así que lo sostuvo en su regazo; ahora era consciente de que sus uñas se enterraban en el cuero suave y grueso.

—Nunca hacerme daño... —Era su propia voz, perdida y atónita, la voz de una niña, y de pronto quedó libre, libre de la necesidad, del deseo, libre del miedo, y todo cuanto sentía por el hermoso rostro del otro lado de la mesa era simple asco, y sólo pudo mirarlo fija mente; aquel extraño junto al que había dormido durante un año, en una diminuta habitación detrás de una muy pequeña galería en la Rué Mauconseil. El camarero colocó frente a ella el vaso de Vichy.

Él debió de tomar su silencio por un comienzo de aceptación, y la absoluta inexpresividad de su rostro por franqueza. —Lo que tú no entiendes —ésta, recordó ella, era una de sus líneas de entrada favoritas— es que los hombres como Gnass existen, en cierto sentido, para apoyar las artes. Para apoyarnos a nosotros, Marly. —Entonces sonrió, como si se estuviera burlando de sí mismo, una ufana y conspiradora sonrisa que ahora la aterraba. — Pienso, sin embargo, que debí haber supuesto que el hombre tendría el sentido común suficiente como para contratar a su propio experto en Cornell, aunque mi experto en Cornell, te lo aseguro, era de lejos el más erudito...

¿Cómo podía ella escapar? Ponte de pie, se dijo. Da media vuelta. Camina con calma hasta la entrada. Sal por la puerta. Afuera, al discreto brillo de la Napoleón Court, donde el mármol lustrado pavimentaba la Rué du Champ Fleuri, una calle del siglo catorce supuesta mente reservada a la prostitución. Cualquier cosa, cualquier cosa, sólo vete, sólo márchate, ahora, y apártate, lejos de él, caminando a ciegas, para perderse en el París de guía turística que había conocido en sus primeras visitas.

—Pero ahora —continuó él— puedes darte cuenta de que las cosas han salido bien. Eso pasa a menudo, ¿verdad? —De nuevo la sonrisa, pero esta vez de muchacho, algo anhelante, y de algún modo espantoso, más íntima.— Perdimos la galería, pero tú has encontrado un empleo, Marly. Tienes un trabajo que cumplir, interesante, y yo tengo los contactos que vas a necesitar, Marly. Conozco a la gente que te hará falta conocer para dar con tu artista.

—¿Mi artista? —preguntó mientras trataba de ocultar su repentina ofuscación con un sorbo de Vichy.

Él abrió su maltrecho maletín y sacó algo plano, un sencillo holograma de reflexión. Ella lo tomó, agradecida de tener algo que hacer con las manos, y vio que era una toma informal de la caja que había visto en la reconstrucción que hiciera Virek de Barcelona. Alguien la sostenía, mostrándola. Las manos de un hombre que no era Alain, y en una de ellas un pesado anillo de metal oscuro. No se distinguía el fondo. Sólo la caja, y las manos.

—Alain —dijo ella—, ¿de dónde sacaste esto? —Levantando la vista se encontró con unos brillantes ojos castaños, una expresión de triunfo infantil y terrible.

—Alguien va a tener que pagar muchísimo por averiguarlo. —Apagó su cigarrillo y se puso de pie.— Con permiso. —Se alejó en dirección a los lavabos. Cuando desapareció, tras espejos y pilares de acero negro, ella dejó caer el holograma, se inclinó sobre la mesa y abrió el maletín. No había nada, sólo una cinta elástica azul y unas hebras de tabaco.

—¿Puedo traerle otra cosa? ¿Más Vichy, tal vez? —El camarero estaba junto a ella.

Lo miró experimentando una súbita sensación de familiaridad. El rostro estilizado y moreno...

—Lleva una unidad de transmisión —dijo el camarero—. También está armado. Yo soy el botones de Bruselas. Déle lo que pida. Recuerde que el dinero no significa nada para usted. —Recogió el vaso y lo puso sobre la bandeja. — Y lo más probable es que a él lo destruya.

Alain sonreía cuando regresó. —Bien, querida —dijo tomando sus cigarrillos—, ahora sí podemos negociar.

Marly le devolvió la sonrisa y asintió con la cabeza.

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