Capítulo 7

Fue raro abandonar el castillo tras todos esos años. Will se giró al llegar al final de la colina, con el hatillo de sus pertenencias al hombro, y contempló los muros macizos.

El castillo de Redmont dominaba el paisaje. Levantado en lo alto de una pequeña colina, se trataba de una estructura maciza de tres lados, más o menos orientada al oeste, y con una torre en cada uno de sus tres vértices. En el centro, protegidos por el telón de los tres muros, se encontraban el patio y la torre del homenaje, la cuarta torre, que se elevaba por encima de las otras y que acogía las dependencias oficiales del barón y sus aposentos privados, junto con los de sus oficiales de alto rango. El castillo estaba construido con pedernal rico en hierro; una roca casi indestructible que en los momentos de sol bajo como el amanecer o el atardecer parecía brillar con una luz roja interior. Fue esta característica la que le dio al castillo su nombre: Redmont, o Montaña Roja.

Al pie de la colina y al otro lado del río Tarbus se extendía la villa de Wensley, un alegre conjunto irregular de casas, con una posada y los comercios de los artesanos necesarios para satisfacer la demanda del día a día de la vida campestre: un tonelero, un carretero, un herrero y un fabricante de arneses. Las tierras de alrededor se habían despejado hasta una cierta distancia, tanto para proporcionar campos de labranza y pastos a los aldeanos como para evitar que los enemigos se pudieran ocultar al aproximarse. En las épocas de peligro, los habitantes de la villa conducían sus rebaños por el puente que cruzaba el Tarbus, retiraban la parte central de éste tras de sí y buscaban refugio dentro de los muros macizos de pedernal del castillo, protegidos por los soldados del barón y los caballeros entrenados en la Escuela de Combate de Redmont.

La cabaña de Halt se hallaba a una cierta distancia, lejos del castillo y el pueblo, situada al refugio de los árboles en el límite del bosque. El sol salía justo por encima de los árboles cuando Will llegó a la choza de troncos. Un hilo de humo en espiral se elevaba desde la chimenea, por lo que pensó que Halt ya estaba en pie. Subió a la veranda que corría a lo largo de uno de los lados de la casa, dudó un instante y luego, tras una respiración profunda, llamó con firmeza a la puerta.

—Pasa —dijo una voz desde dentro. Will abrió la puerta y entró en la cabaña.

Era pequeña pero sorprendentemente bien organizada y cómoda en su interior. Se encontró en la estancia principal, un área a medias salón y comedor, con una cocina pequeña en un extremo, separada de la zona central por un banco de pino. Había confortables sillas distribuidas alrededor de un fuego, una mesa de madera bien fregada y cazuelas y sartenes que relucían de tan frotadas como estaban. Había incluso un jarrón con flores silvestres de brillantes colores sobre la repisa de la chimenea y el primer sol de la mañana penetraba con alegría por una ventana grande. Desde la estancia principal se accedía a otras dos habitaciones.

Halt se sentó en una de las sillas, a la vez que apoyaba en la mesa los pies calzados con botas.

—Al menos llegas a tiempo —dijo bruscamente—. ¿Has desayunado ya?

—Sí, señor —dijo Will, contemplando fascinado al montaraz.

Aquella era la primera vez que veía a Halt sin su capa verde y gris y la capucha. El montaraz llevaba puesta una sencilla ropa de lana gris y marrón y botas que parecían de cuero blando. Era más mayor de lo que Will había pensado. Su barba y su pelo eran cortos y oscuros, pero salpicados con mechones grises como el acero. Los llevaba recortados de forma irregular y Will pensó que daba la impresión de habérselos cortado él mismo con su cuchillo de caza.

El montaraz se puso en pie. Era de complexión sorprendentemente pequeña. Otra cosa más de la que Will nunca se había percatado. La capa gris había ocultado mucho de Halt. Era delgado y en absoluto alto. De hecho, era más bajo que la media. Pero daba tal sensación de fuerza y carácter fustigador que su falta de altura y corpulencia no hacían de él un personaje menos intimidador.

—¿Has acabado de mirar? —preguntó de repente el montaraz.

Will dio un respingo nervioso.

—¡Sí, señor! ¡Perdón, señor! —dijo.

Halt gruñó. Señaló hacia una de las pequeñas habitaciones que Will había visto al entrar.

—Ésa será tu habitación. Puedes dejar tus cosas ahí dentro.

Se desplazó hacia el hornillo de leña que había en la zona de la cocina y Will entró vacilante en el cuarto que le había indicado. Era pequeño pero, como el resto de la cabaña, también estaba limpio y parecía cómodo. Una cama pequeña se extendía a lo largo de una de las paredes. Había un armario para la ropa y una mesa tosca con una palangana y una jarra encima. Will se fijó en que asimismo había otro jarrón de flores silvestres recién cogidas que daba una viva nota de color a la habitación. Dejó su hatillo y sus cosas sobre la cama y regresó a la sala principal.

Halt aún estaba ocupado junto al hornillo, de espaldas a Will, que carraspeó para llamar su atención. Continuó removiendo el café en una cacerola sobre el hornillo.

Will carraspeó de nuevo.

—¿Estás constipado, chico? —preguntó el montaraz sin darse la vuelta.

—Eh… no, señor.

—¿Por qué toses, entonces? —dijo Halt girándose para quedar frente a él.

Will vaciló.

—Bueno, señor —comenzó inseguro—, sólo quería preguntarle… ¿En realidad a qué se dedica un montaraz?

—¡No hace preguntas sin sentido, chico! —dijo Halt—. ¡Mantiene los ojos y los oídos abiertos y observa y escucha, y, al final, si no tiene demasiado serrín entre las orejas, aprende algo!

—Ah —dijo Will—, ya veo —no quiso y no pudo controlarse y, aunque se dio cuenta de que no era momento de hacer más preguntas, repitió en tono un poco rebelde—: Yo sólo me preguntaba qué hacen los montaraces, nada más.

Halt captó el tono de su voz y le miró con un brillo extraño en los ojos.

—Vale, entonces supongo que será mejor que lo sepas —dijo—. Lo que hacen los montaraces, o mejor dicho, lo que hacen los aprendices de montaraz, son las tareas de la casa.

Will se sintió hundido mientras le golpeaba la sospecha de que había cometido un error táctico.

—¿Las tareas de la casa? —repitió.

Halt asintió mostrándose abiertamente complacido consigo mismo.

—Eso es. Mira a tu alrededor —realizó una pausa al tiempo que señalaba el interior de la cabaña para que Will hiciera lo que le había sugerido, y después prosiguió—: ¿Ves algún criado?

—No, señor —dijo Will lentamente.

—¡Desde luego que no, señor! —dijo Halt—. Porque esto no es un gran castillo con personal de servicio. Esto es una cabaña humilde. Y hay agua que traer y leña que cortar y suelos que barrer y alfombras que sacudir. ¿Y quién crees que se supone que debería hacer todas esas cosas, chico?

Will intentó pensar en alguna respuesta diferente de la que parecía ahora inevitable. No le vino nada a la cabeza, así que dijo por fin, en tono de derrota:

—¿Debería ser yo, señor?

—Creo que sí —le dijo el montaraz, y de un tirón le soltó una lista de instrucciones—: El cubo, allí. El tonel, al otro lado de la puerta. El agua, en el río. El hacha, en el cobertizo, y la leña, detrás de la cabaña. La escoba, junto a la puerta, y creo que probablemente ves dónde podría estar el suelo, ¿no?

—Sí, señor —dijo Will mientras comenzaba a remangarse.

Al llegar ya había visto el tonel que, obviamente, guardaba el suministro diario de agua de la cabaña. Había estimado que le cabrían veinte o treinta cubos llenos. Con un suspiro, se percató de que iba a tener una mañana muy atareada.

Conforme salía al exterior con el cubo vacío en una mano, oyó al montaraz decir con satisfacción mientras se servía una taza de café:

—Había olvidado lo divertido que puede ser tener un aprendiz.


Will no podía creer que una cabaña tan pequeña y en apariencia cuidada fuera capaz de precisar tanta limpieza y mantenimiento general. Después de haber llenado el tonel con agua fresca del río (treinta y un cubos repletos), cortó leña del montón de troncos tras la choza, colocándola en una pila ordenada, barrió la cabaña y, cuando Halt decidió que hacía falta sacudir la alfombra del salón, la enrolló, la sacó fuera y la tendió sobre una cuerda colgada entre dos árboles, golpeándola con tanta fuerza que salían nubes de polvo. De vez en cuando, Halt se asomaba a la ventana para darle ánimos, que solían consistir en comentarios cortantes como «Te has dejado un poco en la parte de la izquierda» o «Pon un poco de energía, chico».

Una vez la alfombra recuperó su lugar en el suelo, Halt decidió que varias de sus cacerolas no brillaban con la suficiente intensidad.

—Vamos a tener que frotar un poco —dijo, más o menos para sí.

Will ya sabía que aquello quería decir «Tú vas a tener que frotar un poco». Así que, sin decir una palabra, se llevó las cacerolas a la orilla del río y las llenó por la mitad de agua y arena fina, las frotó y pulió el metal hasta que brilló.

Halt, mientras tanto, se había trasladado a una silla de lona en la veranda, donde se sentó a leer una buena pila de lo que parecían ser comunicados oficiales. Will pasó por delante una o dos veces y pudo ver que varios de los papeles llevaban blasones y escudos de armas, mientras que la gran mayoría estaba encabezada por el dibujo de una hoja de roble.

Cuando volvió de la orilla del río, Will sostuvo en alto las cacerolas para la inspección de Halt. El montaraz hizo una mueca a su reflejo distorsionado en la brillante superficie de cobre.

—Mmm. No está mal. Puedo ver mi propia cara —dijo, y añadió sin rastro de una sonrisa—: Puede que eso no sea tan bueno.

Will no dijo nada. Si se tratase de otra persona, podía haber sospechado que era una broma, pero con Halt, simplemente, no se sabía. Éste le estudió durante un segundo o dos, se encogió ligeramente de hombros y le hizo un gesto para que devolviera las cacerolas a la cocina. El muchacho se encontraba a medio camino de la puerta cuando escuchó a Halt decir, a su espalda:

—Mmm. Qué extraño.

Pensando que el montaraz se dirigía a él, Will se detuvo en la puerta.

—¿Disculpe? —le dijo con suspicacia.

Cada vez que Halt encontraba una tarea nueva a la que dedicarle, parecía iniciar la orden con un enunciado como «Qué raro. La alfombra del salón está llena de polvo», o «Creo que el hornillo tiene la extrema necesidad de una provisión de leña».

Era una afectación que Will había encontrado algo más que un poco molesta a lo largo del día, aunque a Halt parecía encantarle. Esta vez, sin embargo, parecía que estaba en realidad reflexionando para sí mientras leía otro informe, uno con el emblema de la hoja de roble, notó Will. El montaraz levantó la vista, un poco sorprendido de que Will se hubiera dirigido a él.

—¿Qué pasa? —dijo.

Will se encogió de hombros.

—Perdone. Cuando dijo «qué extraño», pensé que me estaba hablando a mí.

Halt movió la cabeza varias veces, con el ceño aún fruncido y observando el informe en sus manos.

—No, no —dijo un pelín distraído—. Sólo estaba leyendo esto… —su voz se fue apagando y, pensativo, frunció de nuevo el ceño. Había despertado la curiosidad de Will, que aguardaba expectante.

—¿Qué es? —se aventuró finalmente a preguntar.

Cuando el montaraz volvió sus ojos oscuros hacia él, deseó al instante no haberlo hecho. Halt le contempló por un segundo o dos.

—Eres curioso, ¿verdad? —dijo por fin, y cuando Will asintió incómodo, prosiguió en un tono inesperadamente más suave—. Bien, supongo que es una cualidad en un aprendiz de montaraz. Al fin y al cabo, por eso te pusimos a prueba con ese papel en el despacho del barón.

—¿Me pusieron a prueba? —Will dejó la cacerola de cobre junto a la puerta—. ¿Esperaban que intentara ver lo que decía?

Halt asintió.

—Me habría decepcionado que no lo hubieras hecho. También quise ver cómo te apañarías para conseguirlo —levantó una mano para detener el torrente de preguntas que estaba a punto de salir en avalancha de la boca de Will—. Discutiremos eso más tarde —dijo, mirando de forma significativa la tetera y el resto de cacerolas.

Will se agachó para recogerlas y se volvió hacia a la casa una vez más. Pero la curiosidad aún le quemaba y se giró de nuevo hacia el montaraz.

—Entonces, ¿qué dice? —preguntó inclinándose hacia el informe.

Se produjo otro silencio mientras Halt le contemplaba, quizás evaluándolo. Después dijo:

—Lord Northolt ha muerto. Al parecer le mató un oso la semana pasada mientras se encontraba de caza.

—¿Lord Northolt? —preguntó Will. El nombre le resultaba vagamente familiar pero no era capaz de situarlo.

—Antiguo comandante supremo de los ejércitos del rey —le informó Halt, y Will asintió, como si ya lo supiera. Y, como parecía que Halt respondía a sus preguntas, se animó a continuar.

—¿Qué hay de raro en ello? Al fin y al cabo, los osos matan gente de vez en cuando.

Halt asintió.

—Cierto. No obstante, habría dicho que el feudo de Cordom estaba demasiado al oeste para los osos. Y también que Northolt era un cazador con demasiada experiencia como para ir detrás de uno él solo —se encogió de hombros, como desechando el pensamiento—. Pero la vida también está llena de sorpresas y la gente comete errores —hizo otro gesto hacia la cocina, indicando que la conversación se había terminado—. Cuando hayas recogido eso, a lo mejor te apetece limpiar la chimenea —dijo.

Will se dirigió a hacerlo al instante. Y unos minutos más tarde, según pasaba por una de las ventanas hacia la gran chimenea que ocupaba la mayor parte de una de las paredes del salón, miró al exterior para ver cómo el montaraz golpeaba pensativo su barbilla con el informe, con sus pensamientos claramente muy lejos.

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