Era una acampada fría, desanimada. Cansados por el duro paso que habían estado manteniendo, los montaraces tomaron una comida fría —pan, frutos secos y carne fría, otra vez—, regada con agua fresca de sus cantimploras. Will estaba empezando a odiar la visión de las duras raciones que llevaban, prácticamente insípidas. Halt inició después el primer turno de guardia mientras Gilan y Will se envolvían en sus capas y se dormían.
No era la primera acampada a la intemperie que Will aguantaba desde que había comenzado su período de entrenamiento. Pero ésta era la primera vez que no contaba con el leve consuelo de un fuego chisporroteante o, al menos, un lecho de carbón caliente junto al que dormir. Durmió de forma irregular, con sueños desagradables que le perseguían por su subconsciente, sueños de criaturas aterradoras, cosas extrañas y terroríficas que permanecían fuera de su conciencia, pero tan cerca de la superficie que sentía su presencia, y le alteraban.
Se sintió casi agradecido cuando Halt le sacudió el hombro con suavidad para despertarle y que hiciera su guardia.
El viento hacía cruzar raudas las nubes ante la luna. El quejumbroso canto de las Flautas de Piedra se oía más que nunca. Will se sintió cansado de espíritu y se preguntó si las piedras no habrían sido diseñadas para abatir de esa manera a la gente. La hierba alta a su alrededor siseaba en contrapunto del lejano lamento. Halt señaló hacia un punto en el cielo, indicando un ángulo de elevación que Will debía recordar.
—Cuando la luna alcance ese ángulo —dijo al aprendiz—, pásale la guardia a Gilan.
Will asintió y se puso en pie para estirar sus músculos agarrotados. Cogió el arco y el carcaj y caminó hacia los arbustos que Halt había elegido como mirador estratégico. Los montaraces en guardia nunca permanecían en el espacio abierto junto a la zona del campamento, sino que siempre se desplazaban diez o veinte metros y encontraban un sitio para ocultarse. De esa forma, los extraños que se acercaran al campamento tendrían menos posibilidades de verlos. Era una de las habilidades que Will había aprendido durante los meses de su entrenamiento.
Tomó dos flechas de su carcaj y las sostuvo entre los dedos de la mano del arco. Las sostendría así durante las cuatro horas de su guardia. Si las necesitaba, no tendría que moverse tanto como para cogerlas del carcaj —movimiento que podría alertar a un atacante—. Se puso entonces la capucha de su capa para confundirse con la forma irregular del arbusto. Su cabeza y sus ojos escrutaban constantemente de un lado a otro como le había enseñado Halt, cambiando el enfoque de modo permanente, desde la zona cercana al campamento hasta el tenue horizonte que los rodeaba. De esa manera, su vista no se fijaría en una distancia y un área y tendría más posibilidades de ver movimiento. De vez en cuando se volvía despacio describiendo un círculo completo, escrutando todo el terreno a su alrededor, y lo hacía lentamente para mantener su propio movimiento tan imperceptible como fuera posible.
El lamento de las Flautas de Piedra y el siseo de la hierba creaban un sonido de fondo constante. Pero comenzó a oír también otros ruidos —el susurro de animales pequeños en la hierba y otros sonidos menos explicables—. Con cada uno su corazón se aceleraba un poco, al tiempo que se preguntaba si aquello podrían ser los kalkara, que se echaban sigilosamente sobre las siluetas durmientes de sus amigos. Una vez, estuvo convencido de poder oír la respiración de un animal grande. El temor creció en él, jarrándose a su garganta, hasta que se dio cuenta de que, con los sentidos aguzados en grado sumo, lo que en realidad podía oír era a sus compañeros respirando con suavidad en su sueño.
Sabía que, desde cualquier distancia superior a cinco metros, sería prácticamente invisible al ojo humano, gracias a la capa, las sombras y la forma del arbusto a su alrededor. Pero se preguntaba si los kalkara dependían sólo de su vista. Tal vez dispusieran de otros sentidos que les desvelaran que había un enemigo oculto en el arbusto. Quizás, incluso en ese momento, se estuvieran aproximando, ocultos por la hierba alta en movimiento, listos para atacar…
Sus nervios, activados más allá de su resistencia por la lúgubre canción de las Flautas de Piedra, le espoleaban para que se girara con el fin de identificar el origen de cada nuevo sonido según lo oía. Pero sabía que hacer eso significaría descubrirse. Se obligaba a moverse despacio, girándose con cuidado hasta que miraba en la dirección de la que pensaba que venía el sonido, mientras evaluaba cada nuevo riesgo antes de descartarlo.
En las largas horas de tensa guardia no vio nada salvo las veloces nubes, la luna efímera y el ondulante mar de hierba que los rodeaba. Para el momento en que la luna hubo alcanzado la elevación preestablecida, se encontraba física y mentalmente agotado. Despertó a Gilan para que tomase la guardia, después se envolvió de nuevo en su capa.
Esta vez no hubo sueños. Exhausto, durmió profundamente hasta la grisácea luz del amanecer.
Contemplaron las Flautas de Piedra a media mañana: un círculo gris y sorprendentemente pequeño de monolitos graníticos que se erguían en lo alto de una elevación de la llanura. El recorrido que eligieron llevó a los jinetes a un kilómetro, más o menos, de uno de los lados de las Flautas de Piedra y Will se alegró de no acercarse más. La deprimente canción se oía más fuerte que nunca, con el flujo y el reflujo de la marea del viento.
—Al próximo flautista que me encuentre —dijo Gilan con un humor negro— le voy a partir la boca.
Continuaron su camino, dejando atrás los kilómetros, hora tras hora, la una igual que la otra, sin nada nuevo a la vista y siempre con el débil aullido de aquellas piedras a su espalda, crispándoles los nervios.
El llanero se levantó súbitamente de la hierba a unos cincuenta metros de distancia de ellos. Pequeño, ataviado con harapos grises y con el pelo descuidado que le caía suelto sobre los hombros, los observó durante varios segundos con una mirada demente. El corazón de Will apenas se había recuperado del susto de su aparición, cuando ya se había marchado, se retorcía y corría a través de la hierba, parecía que se hundiera en ella. En segundos había desaparecido, tragado por la hierba. Halt estaba a punto de espolear a Abelard en su persecución pero se detuvo. La flecha que al instante había seleccionado y colocado en la cuerda del arco permaneció engarzada. Gilan estaba asimismo preparado para tirar, sus reacciones tan veloces como las de Halt. También él contuvo el tiro, mirando con curiosidad a su superior.
Halt se encogió de hombros.
—Puede no significar nada —dijo—. O puede que se haya ido a contárselo a los kalkara. Pero no podemos matarlo por una sospecha.
Gilan soltó una breve risotada, más para liberar la tensión que sentía como consecuencia de la inesperada aparición del hombre.
—Supongo que no hay diferencia —dijo— si encontramos nosotros a los kalkara o si ellos nos encuentran a nosotros —los ojos de Halt se fijaron en él por un instante, sin el menor signo de corresponder a su humor.
—Créeme, Gilan —dijo—, hay una gran diferencia.
Habían abandonado el paso de marcha forzada y ahora cabalgaban lentamente a través de la hierba. Tras ellos, el sonido de las Flautas de Piedra comenzó a debilitarse un poco, para gran alivio de Will. Ahora, pensó, el viento lo estaba alejando de ellos.
Pasó algún tiempo sin más señal de vida después de la repentina aparición del habitante de la llanura. A Will le había estado acuciando una pregunta durante toda la tarde.
—¿Halt? —dijo a modo de prueba, sin estar seguro de que Halt no le fuera a ordenar silencio. El montaraz le miró, con las cejas levantadas en señal de que estaba listo para responder preguntas, así que Will prosiguió—. ¿Por qué piensas que Morgarath ha reclutado a los kalkara? ¿Qué puede conseguir?
Halt se percató de que Gilan también estaba aguardando su respuesta. Puso en orden sus pensamientos antes de contestar. Era un poco reacio a contarlos, ya que gran parte de su respuesta dependía de la intuición y las conjeturas.
—¿Quién sabe por qué hace Morgarath las cosas? —contestó despacio—. No puedo darte una respuesta certera. Todo cuanto puedo decirte es lo que yo supongo, y también lo que Crowley piensa.
Miró rápidamente a sus dos compañeros. Era obvio por sus expresiones de expectación que estaban preparados para aceptar sus suposiciones como hechos consumados. A veces, pensó con ironía, la reputación de tener siempre la razón puede ser una carga muy pesada.
—Se avecina una guerra —continuó—. Eso es bastante obvio. Los wargals se están desplazando y hemos oído que Morgarath ha estado en contacto con Ragnak —vio la expresión confusa que cruzó el rostro de Will. Gilan, sabía él, conocía quién era Ragnak—. Es el oberjarl, o señor supremo, si lo prefieres, de los skandians, los lobos del mar —vio el fugaz destello de comprensión y prosiguió—. Ésta va a ser, obviamente, una guerra mayor que las que hemos padecido antes y vamos a necesitar todos nuestros recursos y nuestros mejores comandantes para guiarnos. Creo que eso es lo que Morgarath está pensando. Busca debilitarnos haciendo que los kalkara asesinen a nuestros líderes. Northolt, el comandante supremo del ejército, y Lorriac, nuestro mejor comandante de caballería, ya nos han dejado. Con certeza habrá otros hombres que ocupen esos puestos, pero será inevitable que haya cierta confusión en el período de relevo, alguna pérdida de cohesión. Creo que eso es lo que hay detrás del plan de Morgarath.
Gilan dijo pensativo:
—También hay otro aspecto. Aquellos dos hombres fueron fundamentales en su derrota la última vez. Está destruyendo nuestra estructura de mando y vengándose al mismo tiempo.
Halt asintió.
—Eso es cierto, por supuesto. Y para una mente retorcida como la de Morgarath la venganza es un motivo poderoso.
—Entonces, ¿piensas que habrá más asesinatos? —preguntó Will, y Halt le miró a los ojos con firmeza.
—Creo que habrá más intentos. Morgarath los ha enviado dos veces con objetivos y han tenido éxito. No veo la razón por la cual no fueran a ir a por otros. Morgarath tiene motivos para odiar a mucha gente en el reino. El propio rey, quizás. O puede ser el barón Arald, él le infligió a Morgarath mucho daño en la última guerra.
«Igual que tú», pensó Will, con un súbito destello de temor por su profesor. Estaba a punto de dar voz al pensamiento de que Halt podía ser un objetivo cuando advirtió que probablemente el mismo Halt se encontraba de por sí al tanto. Gilan le estaba haciendo otra pregunta al montaraz mayor.
—Hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué siguen regresando los kalkara a su escondite? ¿Por qué no van después de una víctima a por la siguiente?
—Supongo que ésa es una de las pocas ventajas que tenemos —les contó Halt—. Son salvajes e inmisericordes y más inteligentes que los wargals. Pero no son humanos. Tienen una mente absolutamente simple. Muéstrales una víctima y la perseguirán y la matarán o morirán ellos en el intento. Sin embargo, sólo son capaces de seguirle la pista a una víctima cada vez. Entre los asesinatos, vuelven a su guarida. Luego Morgarath, o uno de sus subordinados, les revelará su siguiente víctima y ellos partirán de nuevo. Nuestra mayor esperanza consiste en interceptarlos en su marcha si es que les han dado un nuevo objetivo, o, si no, matarlos en su guarida.
Will miró por milésima vez a la monótona llanura de hierba que se extendía ante ellos. En algún sitio ahí fuera, las dos criaturas aterradoras esperaban, quizás con alguna víctima nueva en mente. La voz de Halt interrumpió el hilo de sus pensamientos.
—El sol se está poniendo —dijo—. También podemos acampar aquí.
Desmontaron con rigidez de las sillas y aflojaron las cinchas para que sus caballos estuvieran más cómodos.
—Eso es algo que tiene este maldito sitio —dijo Gilan mirando a su alrededor—. Cualquier sitio es tan bueno como otro. O tan malo.
Will se despertó de una cabezada sin sueños al toque de la mano de Halt en su hombro. Se sacudió la capa, miró a la luna entrecubierta por las nubes que el viento empujaba encima de su cabeza y torció el gesto. No había sido capaz de dormir durante más de una hora. Comenzó a decírselo a Halt pero éste le detuvo indicándole con un dedo en los labios que guardara silencio. Will miró en derredor y se percató de que Gilan ya estaba despierto, en pie, con la cabeza vuelta hacia el noreste, hacia el camino de donde venían, escuchando.
Will se puso de pie, moviéndose con cuidado para evitar hacer cualquier ruido indebido. Sus manos se habían dirigido automáticamente hacia sus armas pero se relajó en cuanto se dio cuenta de que no había una amenaza inmediata. Los otros dos escuchaban atentamente. Acto seguido, Halt levantó una mano y señaló hacia el norte.
—Ahí está otra vez —dijo en voz baja.
Entonces Will lo oyó, por encima del quejido de las Flautas de Piedra y el murmullo del viento entre la hierba, y se le heló la sangre en las venas. Era un brutal aullido agudo que ululaba y elevaba su tono. Un sonido inhumano que el viento les traía desde la garganta de un monstruo.
Segundos más tarde, otro aullido respondió al primero. De tono ligeramente más grave, parecía venir de una situación un poco a la izquierda del primero. Sin necesidad de que se lo contaran, Will supo lo que significaban aquellos sonidos.
—Son los kalkara —dijo Halt con seriedad—. Tienen un nuevo objetivo y van de caza.