Will contempló las palabras del papel totalmente confuso. Su primera reacción fue de alivio. No iba a recibir la condena de una vida de trabajo en el campo. Y no iba a ser castigado por sus actos en el despacho del barón. Luego, aquella inicial sensación de alivio dio paso a una súbita y persistente duda. No sabía nada de los montaraces más allá del mito y la superstición. No sabía nada de Halt, aparte de que el adusto personaje de la capa gris le ponía nervioso cada vez que se acercaba.
Ahora, al parecer, le estaban enviando a pasar todo su tiempo con él. Y no tenía nada claro que le gustara la idea en absoluto.
Observó a los dos hombres. Pudo ver que el barón sonreía expectante. En apariencia, sentía que Will debía recibir su decisión como si fueran buenas noticias. No lograba ver la cara de Halt con claridad. La profunda capucha de su capa proyectaba una sombra sobre su rostro.
La sonrisa del barón se borró ligeramente. Parecía algo perplejo por la reacción de Will —o mejor dicho, la ausencia de reacción visible alguna— ante las noticias.
—Bueno, ¿qué dices, Will? —preguntó con un tono de ánimo.
Will respiró profundamente.
—Gracias, señor… mi señor —dijo con inseguridad.
¿Y si la broma anterior del barón acerca de que la nota contenía su castigo iba más en serio de lo que él pensaba? Quizás su asignación como aprendiz de Halt fuera el peor castigo que podía haber elegido. Pero no parecía que el barón pensase así. Daba la impresión de estar muy complacido con la idea. Dejó escapar un suspiro de gusto al sentarse en una butaca. Miró al montaraz e hizo un gesto hacia la puerta.
—Quizás podrías dejarnos unos momentos a solas, Halt. Me gustaría tener unas palabras con Will en privado —dijo.
El montaraz hizo una reverencia solemne.
—Por supuesto, mi señor —dijo con esa voz que salía de las profundidades de la capucha.
Se desplazó con su habitual silencio, pasó por delante de Will y salió por la puerta que conducía al pasillo. Ésta se cerró tras él sin apenas ruido. ¡Aquel hombre era increíble!
—Siéntate, Will —el barón señaló una de las butacas bajas frente a la suya. Will, nervioso, se sentó en el borde, como en disposición de echar a volar. El barón percibió su lenguaje corporal y suspiró—. No pareces muy complacido con mi decisión —dijo, decepcionado.
La reacción confundió a Will. Jamás se habría imaginado que un personaje tan poderoso como el barón se hubiera preocupado de una u otra forma por lo que un insignificante pupilo pudiera pensar de sus decisiones. No sabía cómo responder, así que permaneció sentado en silencio hasta que el barón, por fin, continuó.
—¿Preferirías trabajar de mozo en el campo? —preguntó.
Le costaba creer que un muchacho tan animado y activo como éste prefiriese una vida tan aburrida y apacible, pero quizás se equivocaba. Will se apresuró a tranquilizarle en ese sentido.
—¡No, señor! —dijo precipitadamente.
El barón hizo un leve ademán interrogativo con ambas manos.
—Bien, entonces, ¿preferirías que te castigase de algún modo por lo que has hecho?
Will comenzó a hablar pero entonces se percató de que su respuesta podría ser insultante y se detuvo. El barón gesticuló para que prosiguiese.
—Es sólo que… no estoy seguro de que no lo haya hecho, señor —al ver la arruga que había crispado la frente del barón mientras él hablaba, continuó con rapidez—: Yo… yo no sé mucho sobre los montaraces, señor. Y la gente dice…
Dejó que sus palabras se apagaran. Era evidente que el barón tenía a Halt en cierta estima y no creyó que fuera diplomático por su parte exponer que la gente común y corriente temía a los montaraces y pensaba que eran brujos. Vio que el barón asentía y que una mirada de comprensión reemplazaba la expresión de perplejidad que había mantenido.
—Por supuesto. La gente dice que hacen magia negra, ¿no? —reconoció, y Will asintió, sin darse cuenta incluso de que lo estaba haciendo—. Dime, Will, ¿encuentras que Halt es una persona que dé miedo?
—¡No, señor! —dijo Will con precipitación, pero, como el barón seguía mirándole, añadió de mala gana—: Bueno… puede que un poco.
El barón se echó hacia atrás, cruzando los dedos. Ahora que entendía las razones de la renuencia del chico, se reprochó mentalmente el no haberlas previsto. Al fin y al cabo, tenía un mejor conocimiento del Cuerpo de Montaraces de lo que cabía esperar de un joven muchacho que acababa de cumplir los quince, susceptible a los cuchicheos supersticiosos del personal del castillo.
—Los montaraces son un grupo misterioso —dijo—, pero no hay nada que temer de ellos, a menos que seas un enemigo del reino.
Pudo apreciar que el chico se estaba quedando con todas y cada una de sus palabras, y añadió, en tono de broma:
—Tú no eres un enemigo del reino, ¿verdad, Will?
—¡No, señor! —dijo éste con un temor súbito, y el barón suspiró de nuevo.
Odiaba que la gente no se diera cuenta de que bromeaba. Por desgracia, como cacique del castillo, la mayoría se tomaba sus palabras muy en serio.
—Está bien, está bien —dijo para tranquilizarle—, sé que no lo eres. Pero, créeme, pensé que te agradaría esta asignación: un chaval aventurero como tú debería hacerse a la vida de montaraz como un pato al agua. Es una gran oportunidad para ti, Will —hizo una pausa, estudiando minuciosamente al muchacho al ver que no terminaba de sentirse seguro con todo el asunto—. Muy pocos chicos son elegidos para ser aprendices de montaraz, ya lo sabes. La oportunidad sólo se presenta en ocasiones extraordinarias.
Will asintió, pero aún no estaba totalmente convencido. Pensó que debía darlo todo por su sueño y hacer un último intento por entrar en la Escuela de Combate. Al fin y al cabo, el barón parecía estar de un buen humor poco común esta noche, a pesar del hecho de que Will irrumpiese en su despacho.
—Quería ser guerrero, señor —dijo con cautela, pero el barón meneó la cabeza de forma inmediata.
—Me temo que tus cualidades van en otra dirección. Halt lo supo la primera vez que te vio. Por eso te reclamó.
—Ah —dijo Will. No había mucho más que pudiera decir. Sintió que debería estar tranquilo con todo lo que el barón había dicho y, hasta cierto punto, con lo que él era. Pero pensó que aún había mucha incertidumbre en todo aquello—. Es sólo que Halt parece tan huraño siempre… —dijo.
—Cierto es que no tiene mi brillante sentido del humor —reconoció el barón, y después, mientras Will le miraba sin comprender, murmuró algo entre dientes.
Will no estaba seguro de qué había hecho para contrariarle, así que pensó que sería mejor cambiar de tema.
—Pero… ¿en realidad qué hace un montaraz, mi señor? —preguntó.
De nuevo, el barón meneó la cabeza.
—Eso te lo contará el propio Halt. Son un grupo extraño y no les gusta demasiado que los demás hablen de ellos. Bueno, quizás deberías regresar a tu cuarto e intentar dormir un poco. Tendrás que presentarte en la cabaña de Halt a las seis en punto de la mañana.
—Sí, mi señor —dijo Will levantándose de su incómoda posición elevada en el borde de la silla.
No tenía claro que fuera a disfrutar la vida de un aprendiz de montaraz, pero no tenía otra elección. Hizo una reverencia al barón y éste le asintió ligeramente en respuesta, después se volvió en dirección a la puerta. La voz del barón le detuvo.
—¿Will? Esta vez, usa las escaleras.
—Sí, mi señor —contestó con seriedad, y se sintió un poco confuso por la forma en que el barón levantó los ojos al cielo y de nuevo masculló algo para sí. Esta vez Will pudo entender algunas palabras. Era algo sobre «bromas», pensó.
Atravesó la puerta. Los centinelas aún estaban de servicio en el descansillo de la escalera, pero Halt se había marchado.
O, por lo menos, eso parecía. Con el montaraz, nunca se podía estar seguro.