Capítulo 3

—¿Quién es el siguiente? —llamó Martin mientras Horace volvía a la fila con una gran sonrisa.

Alyss se adelantó con elegancia, fastidiando a Martin, a quien le hubiera gustado designarla como el siguiente candidato.

—Alyss Mainwaring, mi señor —dijo con su tono suave y equilibrado. Acto seguido, antes de que pudieran preguntarle, continuó—: Solicito, por favor, el ingreso en el Servicio Diplomático, mi señor.

Arald sonrió a la muchacha de solemne apariencia. Tenía un aire de confianza en sí misma y desenvoltura que le vendría muy bien en el Servicio. El barón miró a lady Pauline.

—¿Mi señora? —dijo.

Ella asintió varias veces con la cabeza.

—Ya he hablado con Alyss, mi señor. Creo que será una candidata excelente. Aprobada y aceptada.

Alyss inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la dama que iba a ser su mentora. Will pensó en cuánto se parecían: ambas altas y de movimientos elegantes, ambas de actitud seria. Sintió una pequeña oleada de alegría por su más antigua compañera, consciente de lo mucho que había deseado ella esta selección. Alyss regresó a la fila y Martin, para que no se le anticiparan esta vez, ya estaba señalando a George.

—¡Sí! ¡Eres el siguiente! ¡Eres el siguiente! Dirígete al barón.

George se adelantó un paso. Su boca se abrió y se cerró varias veces pero de ella no salió nada. Los otros pupilos miraron sorprendidos. A George, considerado de largo por todos ellos como el abogado oficial de prácticamente todo, le estaba superando el miedo escénico. Al final consiguió decir en voz baja algo que nadie en la estancia pudo oír. El barón Arald se inclinó hacia delante llevándose una mano detrás de la oreja.

—Perdona, no he entendido nada —dijo.

George levantó la mirada hacia el barón y, con un esfuerzo tremendo, habló en un tono apenas audible.

—G-George Carter, señor. Escuela de Escribanos, señor.

Martin, siempre un purista de las normas de conducta, tomó aire para reprenderle por lo truncado de su discurso. Antes de que pudiera hacerlo, y para el evidente alivio de todos, el barón intervino.

—Muy bien, Martin. Déjalo —Martin se mostró un poco ofendido aunque se sosegó. El barón miró a Nigel, su primer escribano y oficial en temas legales, con una ceja levantada a modo de interrogante.

—Aceptable, mi señor —dijo Nigel, y añadió—: He visto alguno de los trabajos de George y lo cierto es que tiene un don para la caligrafía.

El barón pareció dudar.

—Si bien no es el más contundente de los oradores, ¿no, maestro escribano? Eso podría ser un problema si alguna vez tiene que ofrecer consejo legal en el futuro.

Nigel minimizó la objeción.

—Le prometo, mi señor, que con el entrenamiento apropiado ese tipo de cosas no representa ningún problema. Ningún problema en absoluto, mi señor.

El maestro escribano juntó las manos en el interior de las anchas mangas de la túnica que vestía, similar al hábito de un monje, mientras se metía entusiasmado en su terreno.

—Recuerdo a un chico que se unió a nosotros hará unos siete años, bastante parecido al muchacho que tenemos aquí, de hecho. Tenía esa misma costumbre de hablarle al cuello de su camisa, pero enseguida le enseñamos a superarlo. Algunos de nuestros más renuentes oradores han llegado a desarrollar una elocuencia absoluta, mi señor, elocuencia absoluta.

El barón inspiró para hacer un comentario, pero Nigel continuó con su discurso.

—Le puede llegar a sorprender incluso oír que, cuando era un muchacho, yo mismo sufrí el tartamudeo nervioso más terrible. Absolutamente terrible, mi señor. Apenas si podía decir dos palabras seguidas.

—Lo cual veo que ya no es un problema —consiguió terciar con sequedad el barón, y Nigel sonrió aceptándolo.

Le hizo una reverencia.

—Exactamente, mi señor. Pronto ayudaremos al joven George a superar su timidez. Nada como la agitación y el jaleo de la Escuela de Escribanos para eso. Absolutamente.

El barón sonrió a su pesar. La Escuela de Escribanos era un lugar de estudio donde rara vez, si acaso, se levantaba la voz y donde imperaba el debate lógico y razonado. Personalmente, en sus visitas a aquel sitio, lo había encontrado aburrido en extremo. No era capaz de imaginarse nada con una atmósfera de menos agitación y jaleo.

—Le tomaré la palabra al respecto —replicó, y después le dijo a George—: Muy bien, George, petición concedida. Preséntate mañana en la Escuela de Escribanos.

George arrastró los pies con torpeza.

—Sshhs-guissh-shsuis —dijo, y el barón se volvió a inclinar hacia delante, frunciendo el ceño mientras intentaba descifrar las palabras en tono grave.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó

George por fin miró hacia arriba y consiguió susurrar:

—Gracias, mi señor.

Arrastró apresuradamente los pies de vuelta al relativo anonimato de la fila.

—Ah —dijo el barón recuperando un poco su posición—, no es nada. Y el siguiente ahora es…

Jenny ya estaba dando un paso al frente. Rubia y guapa, era también, había que admitirlo, un poco gordita. Pero ese aspecto le iba bien, y en cualquiera de los actos sociales del castillo era una de las parejas de baile más solicitadas por los muchachos, tanto los compañeros de su edad como los hijos del personal del castillo.

—¡Maestro Chubb, señor! —dijo ella al tiempo que avanzaba hasta el borde del escritorio del barón. Éste observó la cara redonda, vio la emoción brillar en los ojos azules y no pudo evitar sonreírle.

—¿Qué pasa con él? —preguntó con amabilidad, y ella dudó al percatarse de que, en su entusiasmo, había violado el protocolo de la Elección.

—¡Oh! Disculpe, señor… mi… barón… su señoría —improvisó precipitadamente, dejándose llevar por su lengua, mientras destrozaba la forma correcta del discurso.

—¡Mi señor! —le apuntó Martin.

El barón le miró con las cejas arqueadas.

—¿Sí, Martin? —dijo—. ¿Qué pasa?

Martin tuvo la gentileza de parecer avergonzado. Sabía que su señor estaba malinterpretando intencionadamente su interrupción. Respiró hondo y dijo en tono de disculpa:

—Yo… tan sólo deseaba informarle de que el nombre de la candidata es Jennifer Dalby, señor.

El barón asintió y Martin, leal sirviente del fornido barbudo, vio una mirada de aprobación en los ojos de su señor.

—Gracias, Martin. Bien, Jennifer Dalby…

—Jenny, señor —dijo la irrefrenable muchacha, y él se encogió de hombros con resignación.

—Jenny, pues. Supongo que estás solicitando ser aprendiza del maestro Chubb, ¿no?

—¡Oh, sí, señor, por favor! —replicó Jenny sin aliento, a la vez que dedicaba una mirada de adoración al corpulento cocinero pelirrojo.

Chubb frunció el ceño pensativo y la contempló.

—Mmm… Podría ser, podría ser —masculló mientras caminaba hacia delante y hacia atrás frente a ella, que le sonrió de manera encantadora. Pero Chubb se encontraba fuera del alcance de tales tretas femeninas.

—Trabajaré duro, señor —le dijo de todo corazón.

—¡Sé que lo harás! —le contestó con cierto temple—. Me aseguraré de ello. Déjame decirte que en mi cocina no se holgazanea ni se hace el vago.

Con el temor de que su oportunidad pudiera estar escapándose, Jenny jugó su baza.

—Tengo el tipo adecuado para ello —dijo.

Chubb debió admitir que estaba bien rellenita. Arald tuvo que ocultar una sonrisa, no por primera vez esa mañana.

—En eso tiene razón, Chubb —indicó, y el cocinero se giró en su dirección aceptándolo.

—El tipo es importante, señor. Todos los grandes cocineros tienden a estar… rellenitos —se volvió hacia la chica, aún considerándolo. A todos los demás les había ido muy bien aceptando a sus aprendices en un abrir y cerrar de ojos, pensaba. Pero cocinar era algo especial—. Cuéntame —dijo a la ansiosa muchacha—, ¿qué harías con un pastel de pavo?

Jenny le dedicó una sonrisa deslumbrante.

—Comérmelo —respondió de inmediato.

Chubb la golpeó en la cabeza con el cucharón que llevaba.

—Quiero decir que cómo lo cocinarías —preguntó.

Jenny dudó, ordenó sus pensamientos y a continuación se zambulló en una extensa descripción técnica sobre cómo elaboraría ella tal obra maestra. Los otros cuatro pupilos, el barón, sus maestros y Martin escuchaban algo intimidados, sin la menor comprensión de lo que ella decía. Chubb, sin embargo, asintió varias veces conforme ella hablaba, e interrumpió en el instante en que detallaba cómo estirar la masa.

—¿Nueve veces, dices? —preguntó con curiosidad, y Jenny asintió, segura de dónde pisaba.

—Mi madre siempre decía: «Ocho veces para conseguir el hojaldre y una más por amor» —le respondió. Chubb asintió pensativo.

—Interesante, interesante —dijo él, y después, levantando la vista hacia el barón, asintió—. La tomaré, mi señor.

—Qué sorpresa —dijo gentilmente el barón, y después añadió—: Muy bien, preséntate en las cocinas por la mañana, Jennifer.

—Jenny, señor —le corrigió de nuevo la muchacha con una sonrisa que iluminaba la estancia.

El barón Arald sonrió. Miró al pequeño grupo ante sí.

—Y esto nos deja con un candidato más.

Echó un vistazo a su lista y levantó la mirada en busca de los angustiados ojos de Will, con un gesto de ánimo.

Will dio un paso al frente, tan nervioso que la garganta se le secó de repente de forma que su voz surgió casi en un susurro.

—Will, señor. Me llamo Will.

Загрузка...