Capítulo 9

Horace dejó su petate en el suelo del dormitorio y cayó en la cama con un gruñido de alivio. Le dolía cada músculo de su cuerpo. No tenía ni idea de que fuera capaz de sentirse tan dolorido, tan agotado. No tenía ni idea de que hubiera tantos músculos en el cuerpo humano que pudiera sentir de ese modo. Se preguntó, no por primera vez, si saldría airoso de los tres años de entrenamiento en la Escuela de Combate. Llevaba menos de una semana como cadete y ya era una ruina física.

Cuando solicitó la Escuela de Combate, Horace tenía una vaga idea de brillantes caballeros ataviados con armaduras, guerreando mientras el pueblo llano asistía y miraba con sobrecogida admiración. Una buena cantidad de miembros de ese pueblo llano, en su imagen mental, eran chicas atractivas; Jenny, su compañera en la Sala, sobresalía entre todas. Para él, la Escuela de Combate era un lugar de glamour y aventura y los cadetes eran gente a quienes los demás respetaban y envidiaban.

La realidad era otra. Hasta el momento, los cadetes de la Escuela de Combate eran personas que se levantaban antes del amanecer y dedicaban la hora previa al desayuno a un severo recorrido de entrenamiento físico: correr, levantar pesos, formar en filas de diez o más para alzar y sostener pesados troncos sobre sus cabezas. Agotados por todo esto, se les devolvía a sus estancias para que tuvieran la oportunidad de darse una ducha —con agua fría— antes de asegurarse de que el dormitorio y el pabellón de aseo se encontraban absolutamente inmaculados. Tras esto venía la inspección de cuartos, que era meticulosa. Sir Karel, el viejo y astuto caballero que llevaba a cabo la inspección, se las sabía todas cuando se trataba de tomar atajos en la limpieza del dormitorio, al hacer la cama y recoger tus cosas. La más ligera infracción por parte de alguno de los veinte muchachos implicaba que les esparcieran sus petates por el suelo, voltearan sus camas y les vaciaran los cubos de basura en el suelo; tendrían que hacerlo de nuevo, desde cero, en el rato en que deberían estar desayunando.

Como consecuencia, los nuevos cadetes sólo intentaban engañar a sir Karel una vez. El desayuno no tenía nada de especial. De hecho, en opinión de Horace, era de lo más básico. Pero si te lo perdías, quedaba una larga y dura mañana hasta la hora del almuerzo, que, en consonancia con la vida espartana en la Escuela de Combate, sólo duraba veinte minutos.

Tras el desayuno, dos horas de clases de Historia Militar, Teoría de Tácticas y demás, y después solían llevar a los cadetes a hacer el recorrido de obstáculos: una serie de obstáculos diseñados para poner a prueba la velocidad, la agilidad, el equilibrio y la fuerza. Contaban con un tiempo máximo establecido para el recorrido. Había que terminar en menos de cinco minutos, y todo cadete que no lo lograba era enviado inmediatamente de vuelta al principio para intentarlo otra vez. Resultaba extraño que alguien completara el recorrido sin caerse al menos una vez, pues estaba plagado de charcas de barro, obstáculos con agua y fosas llenas de una desconocida aunque desagradable materia sobre cuyo origen Horace ni siquiera quería pensar.

El almuerzo seguía al recorrido de obstáculos, pero, si uno se caía durante la carrera, tenía que asearse antes de entrar en el comedor —otra de las famosas duchas frías— y con frecuencia aquello se llevaba la mitad del tiempo destinado al descanso de la comida. En consecuencia, las abrumadoras impresiones de Horace sobre la primera semana en la Escuela de Combate eran una combinación de músculos doloridos y hambre persistente.

Había más clases tras el almuerzo, después, ejercicios físicos en el patio del castillo ante la vigilancia de uno de los cadetes mayores. Tras esto, la clase se alineaba y realizaba la instrucción en formación cerrada hasta el final de la jornada escolar, momento en el cual tendrían dos horas para sí, para limpiar, reparar el equipo y preparar las lecciones de las clases del día siguiente.

A menos, claro, que alguien hubiera desobedecido a lo largo del día, o hubiera molestado de alguna forma a alguno de sus instructores u observadores, en cuyo caso se invitaba a todos a cargar sus petates con piedras y salir a dar una carrera de doce kilómetros a lo largo de un recorrido planeado a través de los campos de alrededor. Cómo no, el recorrido no pasaba por ningún camino o pista llana de la zona. Implicaba correr por suelos desnivelados, cortados, subir colinas y cruzar riachuelos, por matorrales muy crecidos, donde las lianas y la gruesa maleza los arañaban y los intentaban tumbar.

Horace acababa de terminar una de esas carreras en ese momento. Antes, durante el día, habían pillado a uno de sus compañeros de clase pasándole una nota a un amigo en Tácticas I. Desafortunadamente, no se trataba de una nota escrita, sino de una caricatura poco favorecedora del narigudo instructor que impartía la clase. Con igual infortunio, el muchacho poseía una considerable habilidad como caricaturista y el dibujo era reconocible de inmediato.

En consecuencia, a Horace y a su clase los invitaron a llenar los petates y empezar a correr.

Poco a poco vio cómo el resto de los chicos iban quedando atrás, según subían penosamente la primera colina. Aunque sólo habían transcurrido unos pocos días, el estricto régimen de la Escuela de Combate estaba empezado a dar sus frutos con Horace. Se sentía más en forma de lo que jamás había estado en su vida, a lo que se añadía el hecho de que tenía una habilidad natural como atleta. Aunque no era consciente de ello, corría con estilo y equilibrio allí donde los demás mostraban el esfuerzo. Conforme avanzaba la carrera, se encontró muy por delante del resto. Siguió su ritmo, con la cabeza alta y respirando regularmente por la nariz. Hasta entonces no había tenido muchas oportunidades de llegar a conocer a sus compañeros de clase. Había visto a la mayoría de ellos por el castillo o el pueblo a lo largo de los años, por supuesto, pero crecer en la Sala había tendido a aislarle de la vida normal, del día a día del castillo y el pueblo. Los pupilos no podían evitar sentirse diferentes del resto. Y era una sensación correspondida por los chicos y chicas cuyos padres aún vivían.

La ceremonia de la Elección era propia sólo de los miembros de la Sala. Horace era uno de los veinte nuevos reclutas de aquel año y los otros diecinueve llegaban a través del proceso que se consideraba normal: influencia familiar, mecenazgo o recomendación de sus profesores. Por ese motivo se le consideraba algo así como una curiosidad, y los demás muchachos no habían llevado a cabo ningún acercamiento amistoso o siquiera un verdadero intento de conocerle. De todas formas, pensó él mientras sonreía con macabra satisfacción, les había ganado a todos en la carrera. Ninguno de los demás había regresado aún. Les había dado una lección a todos, muy bien.

La puerta del final del dormitorio chirrió con estruendo sobre sus goznes y unas pesadas botas sonaron contra las tablas del suelo. Horace se incorporó sobre un hombro y gruñó para sí.

Bryn, Alda y Jerome marchaban hacia él entre las ordenadas hileras de camas hechas a la perfección. Eran cadetes de segundo año y parecían haber decidido que su tarea en la vida consistiría en hacerle a Horace la suya imposible. Balanceó con rapidez las piernas por un lado de la cama y se puso en pie, pero no lo suficientemente rápido.

—¿Qué haces tumbado en la cama? —le gritó Alda—. ¿Quién te ha dicho que es la hora de dormir?

Bryn y Jerome sonreían. Disfrutaban con las agudezas verbales de Alda, que estaban muy lejos de ser originales, pero compensaban su carencia de inventiva verbal con una fuerte confianza en el lado físico de las cosas.

—¡Veinte flexiones! —ordenó Bryn—. ¡Ya!

Horace dudó un instante. En realidad él era más grande que cualquiera de ellos. Si se llegaba a un enfrentamiento, estaba seguro de que podía vencer a cada uno. Pero eran tres. Y además, les respaldaba la autoridad de la tradición. Hasta donde él sabía, tratar así a los cadetes de primer año era una práctica normal de los cadetes de segundo año, y se podía imaginar el desprecio de sus compañeros de clase si fuera a quejarse de aquello a la autoridad. A nadie le gustan los lloricas, se dijo mientras comenzaba a agacharse en el suelo. Pero Bryn había visto la duda y quizás incluso la luz fugaz de la rebeldía en sus ojos.

—¡Treinta flexiones! —dijo bruscamente—. ¡Hazlas ya!

Mientras sus músculos protestaban, Horace se extendió por completo en el suelo y comenzó las flexiones. Inmediatamente sintió un pie en la parte baja de la espalda, haciendo presión sobre él cuando intentaba elevarse del suelo.

—¡Vamos, nene! —ahora era Jerome—. ¡Esfuérzate un poco!

Horace consiguió hacer una flexión con gran dificultad. Jerome había desarrollado la habilidad de mantener justo la presión exacta. Un poco más y Horace nunca hubiera sido capaz de completar la flexión. Pero el cadete de segundo año siguió presionando cuando Horace empezó a bajar. Aquello endureció el ejercicio al máximo. Debía mantener la misma presión hacia arriba mientras bajaba, de otro modo se vería lanzado con fuerza contra el suelo. Completó la primera entre gruñidos, acto seguido comenzó la segunda.

—¡Deja de llorar, nene! —le gritó Alda. Después se situó en la cama de Horace—. ¿No hiciste tu cama esta mañana? —gritó.

Horace, mientras hacía el esfuerzo hacia arriba contra la presión del pie de Jerome, sólo era capaz de devolver gruñidos.

—¿Qué? ¿Qué? —Alda se inclinó de forma que su cara quedó sólo a unos centímetros—. ¿Qué dices, nene? ¡Habla alto!

—Sí… señor —consiguió susurrar Horace.

Alda sacudió la cabeza en un movimiento exagerado.

—¡No señor, creo yo! —dijo poniéndose en pie de nuevo—. Mira esta cama, ¡es una pocilga!

Naturalmente, las mantas estaban un poco arrugadas donde Horace se había tumbado, pero le habría llevado sólo un segundo o dos estirarlas. Con una amplia sonrisa, Bryn se dio cuenta del plan de Alda. Se adelantó y le dio una patada a la cama por uno de los lados, esparciendo el colchón, las mantas y la almohada por el suelo. Alda se unió, dando patadas a las mantas por la estancia.

—¡Hazlas todas de nuevo! —gritó, complacido con su idea.

Bryn le acompañó con una gran sonrisa mientras revolvían las veinte camas, repartiendo las mantas, almohadas y colchones por la habitación. Horace, aún en el esfuerzo de las treinta flexiones, apretó los dientes. El sudor se le metió en los ojos, le produjo escozor y le nubló la vista.

—Estás llorando, ¿no, nene? —oyó gritar a Jerome—. ¡Vete a casa y llórale a mamaíta!

Empujó brutalmente el pie sobre la espalda de Horace y le mandó al suelo sin control.

—El nene no tiene mamaíta —dijo Alda—. El nene es un mocoso de la Sala. Mamaíta se marchó con un marinero de agua dulce.

Jerome se inclinó hacia él de nuevo.

—¿Es eso cierto, nene? —siseo—. ¿Se fue mamaíta y te dejó?

—Mi madre está muerta —rechinó Horace.

Enfadado, comenzó a levantarse, pero el pie de Jerome se mantenía en su nuca y le empujaba la cara contra los duros tablones. Horace abandonó el intento.

—Qué triste —dijo Alda, y los otros dos se rieron—. Ahora, limpia este desastre o te obligaremos a hacer el recorrido otra vez.

Horace permaneció tendido, exhausto, mientras los tres chicos mayores salían fanfarroneando de la estancia, volcando las taquillas al irse, esparciendo las pertenencias de sus compañeros de cuarto por el suelo. Cerró los ojos cuando el sudor salado se le volvió a meter en ellos.

—Odio este sitio —dijo con la voz amortiguada por los tablones irregulares del suelo.

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