Capítulo 20

Los demás cazadores se arremolinaron alrededor del joven caballero que le había dado muerte, al tiempo que le felicitaban y le daban palmadas en la espalda. El barón Arald comenzó a cruzar en su dirección, pero se detuvo junto Tirón, levantando la vista mientras le hablaba.

—No verás otro de ese tamaño en mucho tiempo, Will —le dijo con aspereza—. Una lástima que no viniera hacia nosotros. Me hubiera gustado un trofeo como ése para mí —continuó su camino hacia sir Rodney, quien ya se encontraba con el grupo de guerreros alrededor del jabalí muerto.

Como resulta, Will se encontró, por primera vez en algunas semanas, cara a cara con Horace. Se produjo una pausa incómoda, ninguno de los dos muchachos quería dar el primer paso. Horace, emocionado por los sucesos de la mañana, su corazón latiendo aún con la excitación del temor que había sentido al ver aparecer el jabalí por vez primera, ansiaba compartir el momento con Will. A la luz de lo que acababan de ver, su riña de críos parecía insignificante, y ahora se sentía mal por su comportamiento en aquel día seis semanas atrás. Pero no podía encontrar las palabras para expresar sus sentimientos y no vio ningún aliento para hacerlo en los rasgos de Will, así que, con un leve movimiento de hombros, pasó junto a Tirón y se encaminó a felicitar al joven cazador. Cuando lo hizo, Tirón bufó y levantó las orejas con un relincho de aviso.

Will miró hacia atrás, al matorral, y le pareció que la sangre se le helaba en las venas.

Allí, en pie y fuera del refugio de los arbustos, se encontraba otro jabalí, más grande incluso que el que ahora yacía muerto en la nieve.

—¡Cuidado! —gritó mientras el enorme jabalí escarbaba la tierra con los colmillos.

Era una situación desfavorable. Se había deshecho la formación de los cazadores, la mayoría había ido a maravillarse del tamaño del jabalí muerto y a elogiar al que lo había matado. Sólo Will y Horace permanecían en el camino del segundo, principalmente, se percató Will, porque Horace había vacilado durante esos pocos instantes vitales.

Horace se giró con el grito de Will. Le miró y se balanceó para ver el nuevo peligro. El jabalí bajó la cabeza, arañó otra vez el suelo y cargó. Todo ocurrió a una velocidad terrible. Si el enorme animal estaba rascando en el suelo con los colmillos, al momento siguiente iba hacia ellos a toda velocidad. Horace se giró sin dudar para hacerle frente al jabalí, colocándose entre éste y Will, al tiempo que preparaba su pica como el barón y sir Rodney le habían mostrado.

Pero, según lo hacía, el pie se le resbaló sobre una placa de hielo en la nieve y se quedó tendido de costado sin poder hacer nada, perdido el agarre de la pica.

No había un segundo que perder, Horace yacía indefenso ante aquellos colmillos asesinos. Will sacudió los pies de los estribos para liberarlos y desmontó al tiempo que apuntaba y tensaba la cuerda de su arco. Era consciente de que su pequeño arco no tenía ninguna posibilidad de detener la enloquecida carrera del jabalí. Todo cuanto podía tener la esperanza de conseguir era distraer al animal fuera de sí, para alejarlo del indefenso muchacho en el suelo.

Disparó y al instante corrió hacia un lado, lejos del aprendiz caído. Gritó con todas sus fuerzas y tiró de nuevo.

Las flechas sobresalían del grueso costado del jabalí como agujas en un alfiletero. No le produjeron ningún daño serio, pero el dolor que le causaban le quemaba por todo el cuerpo como un cuchillo al rojo vivo. Sus ojos enojados y enrojecidos se centraron en la figura pequeña, encapada, que se hacía a un lado y, furioso, se lanzó tras Will.

No había tiempo para disparar de nuevo. Horace estaba seguro por el momento. Ahora era el propio Will quien se hallaba en peligro. Aceleró hasta el refugio de un árbol y se escondió tras él, ¡justo a tiempo!

La carga enfurecida del jabalí le condujo directo al tronco del árbol. Su enorme cuerpo chocó contra él, sacudiéndolo hasta las raíces, mientras lanzaba cortinas de nieve en cascada hacia abajo desde las ramas más altas.

Increíblemente, al jabalí no parecía haberle afectado el choque. Retrocedió unos pocos pasos y cargó de nuevo contra Will. El muchacho rodeó veloz el tronco del árbol y consiguió evitar por los pelos los cortantes colmillos cuando el jabalí pasó bramando.

Con un chillido de furia, el enorme animal se giró sobre sus huellas, patinando en la nieve, y otra vez fue hacia él. En esta ocasión vino más despacio, sin dejarle a Will la oportunidad de echarse a un lado en el último momento. El jabalí se acercaba al trote, los ojos rojos de furia, los colmillos tajando de lado a lado, su aliento cálido humeando en el frío aire invernal.

Tras él, Will podía oír los gritos de los cazadores, pero sabía que llegarían demasiado tarde para ayudarle. Engarzó otra flecha, conocedor de que no tenía posibilidad de acertar en un punto vital según venía el jabalí de frente hacia él.

Se produjo un ruido sordo de cascos amortiguados sobre la nieve y una pequeña y lanuda silueta se dirigió hacia el monstruo furioso.

—¡No, Tirón! —chilló Will, con un miedo desesperado por su caballo.

Pero el poni cargó contra el enorme jabalí, girándose sobre sus huellas y atacándolo con las patas traseras cuando estuvo a su alcance. Los cascos traseros de Tirón alcanzaron al jabalí en las costillas y, con toda la fuerza de las patas traseras levantadas del poni, lo enviaron rodando de costado por la nieve.

El jabalí se levantó en un instante, todavía más furioso que antes. El poni le había cogido desprevenido, pero la coz no le había causado ningún daño importante. Ahora se sacudía e intentaba alcanzar a Tirón mientras el pequeño poni relinchaba temeroso y saltaba de un lado a otro fuera del alcance de esos colmillos afilados.

¡Tirón!¡Apártate! —chilló Will otra vez.

Tenía el corazón en un puño. Si aquellos colmillos alcanzaban los vulnerables tendones de la parte baja de las patas del caballo, Tirón se quedaría lisiado de por vida. No podía permanecer inmóvil mientras su caballo se ponía en tal peligro por su amo. Tensó y disparó de nuevo y, extrayendo el cuchillo largo de montaraz de su cinto, cargó cruzando la nieve contra el enorme y furioso animal.

La tercera flecha alcanzó al cerdo en el costado. Otra vez, había errado el tiro sobre alguna parte vulnerable y sólo había herido al monstruo. Le gritó al tiempo que corría, chillándole a Tirón que se hiciese a un lado. El jabalí le vio venir y reconoció la pequeña figura que tan furioso le había puesto en primer lugar. Sus ojos rojos y llenos de odio se centraron en él y bajó la cabeza para la última y mortal carga.

Will vio la contracción de los músculos de sus macizos cuartos traseros. Se encontraba demasiado lejos de un refugio para correr. Tendría que afrontar la carga ahí, al descubierto. Echó una rodilla a tierra y, sin esperanzas, sostuvo el cuchillo afilado de montaraz frente a sí mientras el jabalí cargaba. Oyó débilmente el grito ronco de Horace según el aprendiz de guerrero cargaba al frente para ayudarle pica en ristre.

Entonces sobre el sonido de las pezuñas del jabalí se oyó un profundo y silbante zumbido seguido de un sólido y carnoso ¡chas! El jabalí se puso a dos patas a media zancada, retorciéndose en una agonía súbita, y cayó en la nieve, muerto como una piedra.

La flecha larga de astil grueso de Halt estaba casi hundida en su costado, dirigida hasta allí con toda la fuerza del poderoso arco recto del montaraz. Había alcanzado al monstruo justo detrás del hombro izquierdo, haciendo penetrar la cabeza de la flecha y atravesando el gigantesco corazón del cerdo.

Un tiro perfecto.

Halt detuvo a Abelard en un aluvión de nieve y se tiró al suelo, lanzando los brazos alrededor del tembloroso muchacho. Will, vencido por el alivio, enterró la cara en la áspera tela de la capa del montaraz. No quería que nadie viera las lágrimas que ahora rodaban por su rostro.

Halt tomó con suavidad el cuchillo de la mano de Will.

—¿Qué diantre esperabas hacer con esto? —preguntó.

Will simplemente sacudió la cabeza. No podía hablar. Sintió que el suave hocico de Tirón le daba golpecitos cariñosos y le miró a los ojos grandes e inteligentes.

Todo era entonces ruido y confusión cuando los cazadores se reunieron a su alrededor, maravillándose del tamaño del segundo jabalí y dando palmadas en la espalda a Will por su coraje. Permaneció en pie entre ellos: una pequeña figura, avergonzado aún por las lágrimas que habían surcado su rostro, por mucho que había intentado detenerlas.

—Son bestias astutas —dijo sir Rodney según empujaba el jabalí muerto con la bota—. Todos dimos por sentado que sólo había uno porque nunca salieron juntos de la madriguera.

Will sintió una mano en el hombro y se volvió para encontrarse con los ojos de Horace: el aprendiz de guerrero estaba moviendo la cabeza despacio, en un gesto de admiración e incredulidad.

—Me has salvado la vida —dijo—. Ha sido el acto más valeroso que jamás he visto.

Will intentó no darle importancia al agradecimiento del otro muchacho pero Horace insistió. Recordó todas las veces que se había burlado de Will en el pasado, que se había comportado con él como un matón. Ahora, actuando de forma instintiva, el pequeño le había salvado de aquellos cortantes colmillos asesinos. El hecho de que hubiera olvidado su propia acción instintiva cuando se interpuso entre el jabalí a la carrera y el aprendiz de montaraz decía mucho de la creciente madurez de Horace.

—Pero ¿por qué, Will? Al fin y al cabo, nosotros… —no pudo llegar a terminar su frase, aunque Will, en cierto modo, sabía lo que estaba pensando.

—Horace, puede que nos hayamos peleado en el pasado —dijo—. Pero no te odio. Jamás te he odiado.

Horace asintió una vez, con una mirada de entendimiento que le invadía la cara. Pareció entonces haber tomado una decisión.

—Te debo mi vida, Will —dijo con voz firme—. Nunca olvidaré esta deuda. Si alguna vez necesitas un amigo, si alguna vez necesitas ayuda, puedes venir a verme.

Los dos muchachos permanecieron frente a frente por un momento, luego Horace ofreció su mano y Will la tomó. El círculo de caballeros a su alrededor estaba en silencio, presenciando, pero sin querer interrumpir, ese momento tan importante para los dos chicos. Entonces el barón Arald avanzó y les rodeó a los dos con sus brazos, uno a cada lado.

—¡Bien dicho los dos! —dijo efusivamente, y los caballeros corearon su asentimiento.

El barón sonrió complacido. Había sido una mañana perfecta, en total. Un poco de emoción. Dos jabalíes enormes muertos. Y ahora dos de sus pupilos forjando ese tipo de lazo especial que sólo surge del peligro compartido.

—¡Tenemos aquí dos buenos jóvenes! —dijo al grupo en general, y de nuevo se produjo ese coro efusivo de asentimiento—. ¡Halt, Rodney, ambos podéis estar orgullosos de vuestros aprendices!

—¡Ya lo creo que lo estamos, mi señor! —respondió sir Rodney.

Hizo un gesto de aprobación a Horace con la cabeza. Había visto la forma en que el muchacho se había vuelto sin vacilar para enfrentarse a la carga. Y daba su aprobación al abierto ofrecimiento de amistad a Will. Recordaba demasiado bien la pelea del Día de la Cosecha. Daba la impresión de que aquellas riñas de chiquillos quedaban ahora atrás y sentía una profunda satisfacción por haber elegido a Horace para la Escuela de Combate.

Halt, por su parte, no dijo nada. Pero cuando Will volvió la vista hacia su mentor, el montaraz entrecano le mantuvo la mirada y sencillamente asintió.

Y aquello, sabía Will, era el equivalente de tres calurosos huras de Halt.

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