Capítulo 5

Era bien pasada la medianoche. Las parpadeantes antorchas del patio del castillo, ya reemplazadas una vez, comenzaban a apagarse de nuevo. Will había vigilado pacientemente durante horas, en espera de este momento, cuando la luz era baja y los guardias bostezaban en la última hora de su turno.

Había sido uno de los peores días que era capaz de recordar. Mientras que sus compañeros lo celebraban, disfrutando de su festín y empleando el tiempo en juguetees desenfadados por el castillo y el pueblo, Will se escabulló al silencio del bosque, más o menos a un kilómetro de las murallas del castillo. Allí, en el frescor del verde oscuro entre los árboles, pasó la tarde reflexionando amargamente sobre los sucesos de la Elección, cuidándose el profundo dolor por la decepción y preguntándose por lo que decía el papel del montaraz.

Conforme transcurrió el día y las sombras comenzaron a alargarse en los campos abiertos junto al bosque, llegó a una conclusión.

Tenía que saber qué había en el papel. Y tenía que saberlo esa noche.

Regresó cuando empezaba a oscurecer, evitando tanto a los aldeanos como a la gente del castillo, y se ocultó otra vez en las ramas de la higuera. Antes, se había deslizado en las cocinas sin que le vieran y se había hecho con pan, queso y manzanas. Las había mordisqueado de forma malhumorada, sin apenas saborearlas, según pasaba la tarde y el castillo comenzaba a acomodarse para la noche.

Observó los movimientos de los guardias, mientras se hacía una idea de lo que tardaban al hacer sus rondas habituales. Además de la vigilancia de la tropa, había un sargento de guardia en el camino a la puerta de la torre que conducía a los aposentos del barón Arald. Pero estaba demasiado gordo y somnoliento y era poco probable que supusiera un riesgo para Will. Al fin y al cabo, no tenía intención de utilizar la puerta o la escalera.

A lo largo de los años, su curiosidad insaciable y su afición por ir a sitios donde no se le suponía habían desarrollado en él la habilidad de moverse por espacios aparentemente abiertos sin ser visto.

Cuando el viento agitaba las ramas superiores de los árboles, éstas creaban formas en movimiento a la luz de la luna, formas que Will utilizaba ahora con un gran resultado. De manera instintiva ajustó sus movimientos al ritmo de los árboles, fundiéndose con facilidad con las sombras del patio, convirtiéndose en parte de él, y quedó así encubierto por éste. En cierto modo, la ausencia de una protección evidente facilitó su tarea. El sargento gordo no esperaba que nadie cruzase el espacio abierto del patio. Así que, como no esperaba ver a nadie, no consiguió hacerlo.

Sin aliento, Will se pegó a la áspera piedra de la pared de la torre. El sargento estaba apenas a cinco metros de distancia y Will podía oír su profunda respiración, pero un pequeño contrafuerte del muro le ocultaba de su vista. Estudió la pared que tenía delante, echando la cabeza hacia atrás para mirar arriba. La ventana del despacho del barón se hallaba a bastante altura, y más lejos, dando la vuelta a la torre. Para alcanzarla tendría que escalar, desplazarse después por la cara del muro hasta un punto más allá de la vertical de donde hacía guardia el sargento y ascender otra vez hasta la ventana. Nervioso, se humedeció los labios. Al contrario que las lisas paredes interiores de la torre, los enormes bloques de piedra que componían el muro exterior tenían grandes huecos entre sí. Escalar no sería ningún problema. Contaría con todo tipo de apoyos para manos y pies hasta arriba. Era consciente de que en algunos lugares la piedra se habría ido alisando por el clima al pasar los años y debería ir con cuidado. Pero ya había escalado las otras tres torres en alguna ocasión anterior y no esperaba encontrar ninguna verdadera dificultad con ésta.

No obstante, esta vez, si le veían no podría hacerlo pasar por una travesura. Estaría trepando en medio de la noche a una parte del castillo en la que no tenía ningún derecho a estar. Después de todo, el barón no había apostado guardias en la torre por diversión. Se suponía que la gente no debía acercarse a menos que tuviera algo que hacer allí.

Se frotó nervioso las manos. ¿Qué podrían hacerle? Ya le habían pasado por alto en la Elección. Nadie le había querido. Estaba condenado a una vida en el campo. ¿Qué podía haber peor que eso?

Pero una duda persistía en el fondo de su cabeza: no tenía la absoluta seguridad de estar condenado a esa vida. Aún le quedaba una débil llama de esperanza. Quizás el barón transigiera. Quizás, si Will se lo suplicara por la mañana y le hablara de su padre y de lo importante que era para él que le aceptasen en la Escuela de Combate, habría una muy ligera posibilidad de que se le concediera su deseo. Y entonces, una vez fuese aceptado, podría mostrar cómo su entusiasmo y dedicación le convertirían en un estudiante de mérito, hasta que diera el estirón.

Por otro lado, si le pillaran en los minutos siguientes, ni siquiera le quedaría esa pequeña oportunidad. No tenía ni idea de lo que le harían si le atrapaban, pero podía estar razonablemente seguro de que no incluiría el ser aceptado en la Escuela de Combate.

Vaciló, necesitado de un empujoncito extra que le pusiera en marcha. Fue el sargento gordo quien se lo dio. Oyó la profunda inspiración de aire, el arrastre de las botas tachonadas contra las losas mientras reunía el equipo, y se percató de que el sargento estaba a punto de comenzar uno de los recorridos irregulares de su ronda. Por lo general esto suponía desplazarse unos pocos metros alrededor de la torre, a ambos lados de la puerta, para volver después a su posición original.

Tenía más el propósito de mantenerse despierto que cualquier otra cosa, pero Will se dio cuenta de que aquello les llevaría a encontrarse cara a cara en los próximos segundos si no hacía algo.

Rápido, con facilidad, comenzó a trepar el muro. Recorrió los primeros cinco metros en cuestión de segundos, desplegándose por la piedra rugosa como una araña gigante de cuatro patas. Oyó entonces las fuertes pisadas a sus pies y se quedó quieto, pegándose al muro por si algún leve ruido alertaba al centinela.

De hecho, le dio la impresión de que el sargento había oído algo. Se detuvo justo bajo el punto del que Will colgaba, al tiempo que escudriñaba en la noche, intentando ver más allá de las sombras veteadas proyectadas por la luna y los árboles en su balanceo. Pero, tal y como Will pensó la noche anterior, la gente rara vez mira hacia arriba. Satisfecho con que no había oído nada significativo, continuó su marcha alrededor de la torre.

Aquélla era la oportunidad que Will necesitaba. También le dio la posibilidad de moverse por la cara de la torre. Así que se encontraba justo bajo la ventana que quería. Encontrando con facilidad donde agarrarse con las manos y los pies, se movió casi tan rápido como un hombre al andar, siempre más y más arriba en el muro de la torre.

En cierto punto miró hacia abajo y aquello fue un error. A pesar de su buena cabeza para las alturas, se le fue ligeramente la vista y vio lo lejos que había llegado y lo lejos que estaban las duras losas del patio del castillo bajo él. El sargento apareció de nuevo: una pequeña silueta vista desde esa distancia. Will se sacudió de los ojos el momento de vértigo y continuó escalando, algo más despacio, quizás, y con algo más de cuidado que antes.

Se produjo un momento de infarto cuando, a la vez que estiraba su pie derecho hasta otro apoyo, el izquierdo resbaló sobre el borde redondeado por la erosión de los bloques macizos y se quedó colgando sólo por las manos, mientras escarbaba otro apoyo desesperadamente. Se recuperó y continuó moviéndose.

Sintió una oleada de alivio cuando sus manos se aferraron por fin al antepecho de piedra de la ventana y con esfuerzo se elevó y se introdujo en la estancia, balanceando las piernas por encima del alféizar y cayendo dentro con ligereza.

Por supuesto, el despacho del barón estaba desierto. La luz de la luna en cuarto creciente penetraba a raudales por la gran ventana.

Y allí, sobre la mesa, donde el barón la había dejado, descansaba la hoja de papel que contenía la respuesta sobre el futuro de Will. Nervioso, echó un vistazo a la habitación. La enorme silla del barón, de respaldo alto, permanecía como un centinela tras la mesa. Los demás muebles se erguían oscuros e inmóviles. En una pared, un retrato de uno de los antecesores del barón le miraba acusador.

Se sacudió estas imaginaciones y avanzó rápidamente hacia el escritorio, sin hacer ruido con las suaves botas sobre los tablones desnudos del suelo. La hoja de papel, que brillaba blanca con el reflejo de la luz de la luna, estaba a su alcance. Sólo mirarla, leerla y salir, se dijo. Eso era todo cuanto tenía que hacer. Alargó una mano para cogerla.

Sus dedos la tocaron.

¡Y una mano salida de la nada le agarró por la muñeca!

Del susto, Will lanzó un fuerte alarido. Se le puso el corazón en la boca y se encontró mirando a los fríos ojos de Halt, el montaraz.

¿De dónde había salido? Will se había asegurado de que no había nadie más en la estancia. Y no había oído abrirse ninguna puerta. Recordó entonces cómo Halt era capaz de envolverse en esa extraña capa suya, moteada, gris y verde y desaparecer en el entorno, fundiéndose con las sombras hasta volverse invisible.

Daba igual cómo lo había hecho Halt. El verdadero problema es que le había cogido allí, en el despacho del barón, Y aquello significaba el final de todas las esperanzas de Will.

—Pensé que podrías intentar algo así —dijo el montaraz en tono grave.

Will, con el corazón bombeando por la impresión de los últimos instantes, no dijo nada. Bajó el rostro, avergonzado y desesperado.

—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Halt, y él negó con la cabeza, sin querer levantar la vista y toparse con esa mirada oscura, penetrante.

Las siguientes palabras de Halt confirmaron lo que Will más temía.

—Bien, veamos qué piensa el barón de esto.

—¡Halt, por favor! No… —Will se detuvo. No había excusa para lo que había llevado a cabo y lo menos que podía hacer era enfrentarse a su castigo como un hombre. Como un guerrero. Como su padre, pensó.

—¿Qué? —dijo Halt de manera cortante.

Will meneó la cabeza.

—Nada.

El montaraz agarraba a Will férreamente de su muñeca mientras le conducía por la puerta hasta la ancha escalera en curva que ascendía a los aposentos del barón. Los centinelas, en lo alto de la escalera, levantaron la mirada sorprendidos ante la visión del rostro adusto del montaraz y el chico a su lado. A un leve gesto de éste, se apartaron y le abrieron las puertas de la habitación del barón.

La estancia estaba muy iluminada y, por un instante, Will miró confuso a su alrededor. Estaba seguro de haber visto cómo se apagaban las luces en esta planta mientras esperaba y vigilaba desde el árbol. Observó entonces las pesadas cortinas echadas en la ventana y lo entendió. Al contrario que las dependencias de trabajo en la planta inferior, con escasos muebles, esta habitación era un confortable revoltillo de sofás, banquetas, alfombras, tapices y butacas. El barón se hallaba sentado en una de ellas, leyendo una pila de informes.

Levantó la mirada de la hoja que sostenía cuando Halt entró con su prisionero.

—Así que tenías razón —dijo el barón, y Halt asintió.

—Tal y como dije, mi señor. Atravesó el patio del castillo como una sombra. Esquivó a los centinelas pasando inadvertido y subió por la torre como una araña.

El barón dejó el informe en una mesilla auxiliar y se inclinó hacia delante.

—¿Escaló la torre, dices? —preguntó un pelín incrédulo.

—Sin cuerda. Sin escalera, mi señor. La escaló con la facilidad con la que usted se sube al caballo por la mañana. Más fácilmente, de hecho —dijo Halt con la leve sombra de una sonrisa.

El barón frunció el ceño. Tenía cierto sobrepeso y a veces necesitaba ayuda para subirse al caballo tras una noche larga. No pareció sorprendido en absoluto de que Halt se lo recordara.

—Bien —dijo mientras miraba a Will con dureza—, esto es algo muy serio.

Will no dijo nada. No tenía la seguridad de si debía estar de acuerdo o no. Cada camino tiene sus peligros. Pero hubiera preferido que Halt no pusiera al barón de mal humor recordándole su peso. Ciertamente con aquello no conseguiría que a él le fueran mejor las cosas.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer contigo, joven Will? —prosiguió el barón. Se levantó de su silla y comenzó a caminar. Will le observó al tiempo que trataba de calibrar su humor. El fuerte rostro barbudo no le dijo nada. El barón se detuvo y se mesó la barba, pensativo—. Cuéntame, joven Will —dijo, poniéndose de espaldas al pobre chico—, ¿qué harías tú en mi lugar? ¿Qué harías con un chico que irrumpe en mi despacho en mitad de la noche e intenta robar un importante documento?

—¡No estaba robando, mi señor! —Will explotó en el desmentido antes de ser capaz de contenerlo. El barón se giró hacia él con una ceja levantada en aparente descrédito. Will prosiguió débilmente—: Sólo… quería verlo, eso es todo.

—Quizás sea así —dijo el barón con la ceja aún levantada—, pero no has respondido a mi pregunta. ¿Qué harías en mi lugar?

Will bajó de nuevo la cabeza. Podía rogar misericordia. Podía disculparse. Podía intentar explicarlo. Pero cuadró los hombros y tomó una decisión. Conocía las consecuencias de que le cogieran. Y había decidido aceptar el riesgo. No tenía derecho ahora a suplicar el perdón.

—Mi señor… —dijo vacilante, consciente de que ése era un momento decisivo en su vida.

El barón le prestó atención, vuelto aún a medias hacia la ventana.

—¿Sí? —dijo, y Will halló de algún modo la resolución para continuar.

—Mi señor, yo no sé lo que haría en su lugar. Sí sé que no hay excusa para mis actos y aceptaré cualquier castigo que decida.

Según hablaba levantó la vista para mirar al barón a los ojos. Y al hacerlo cazó un fugaz vistazo de éste a Halt. Pudo ver que había algo en aquella mirada. Por muy raro que pareciese, era casi una mirada de aprobación o acuerdo. Vista y no vista.

—¿Alguna sugerencia, Halt? —preguntó el barón en un cuidadoso tono neutro.

Will miró entonces al montaraz. Su rostro estaba serio, como siempre. La barba entrecana y el pelo corto le hacían parecer aún más disgustado, más amenazador.

—Quizá deberíamos mostrarle el papel que tantas ganas tenía de ver, mi señor —dijo al tiempo que extraía la hoja del interior de su manga.

El barón dejó que se le escapara una sonrisa.

—No es mala idea —dijo—. Supongo que, en cierto modo, el papel deja bien claro cuál es su castigo, ¿no?

Will alternó la mirada de uno a otro hombre. Allí estaba pasando algo que no entendía. El barón parecía pensar que lo que acababa de decir era bastante gracioso. Halt, por el contrario, no le seguía la broma.

—Si usted lo dice, mi señor —le contestó sin alterarse.

El barón le hizo un gesto agitando la mano con impaciencia.

—¡Acepta una broma, Halt! ¡Acepta una broma! Bien, anda, muéstrale el papel.

El montaraz cruzó la habitación y le entregó a Will la hoja que tanto había arriesgado por leer. Al tomarla, le tembló la mano. ¿Su castigo? Pero ¿cómo sabía el barón que merecería un castigo antes de lo que acababa de pasar?

Advirtió que el barón le miraba expectante. Halt, como siempre, era una estatua impasible. Will desdobló la hoja y leyó las palabras que Halt había escrito allí.


El muchacho Will tiene potencial para ser entrenado como montaraz.

Le aceptaré como mi aprendiz.

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