Capítulo 30

Dentro del patio en ruinas, repleto de maleza, Halt se agazapó entre los fragmentos de mampostería derrumbados que un día fueron el bastión de Morgarath. Su pierna, entumecida en la zona en que el kalkara le había dado un zarpazo, le estaba empezando a palpitar del dolor y podía sentir cómo la sangre se filtraba a través del grueso vendaje que había puesto a su alrededor.

Sabía que el segundo kalkara le buscaba por alguna zona cercana. De vez en cuando oía el arrastre de sus pies al moverse y en una ocasión incluso el ruido áspero de su respiración al aproximarse a su escondite entre las dos secciones caídas del muro. Era sólo cuestión de tiempo que le encontrara, lo sabía. Y cuando eso ocurriese, estaría acabado.

Se hallaba herido y desarmado. Había perdido su arco, machacado en esa terrible primera carga, cuando lanzó flecha tras flecha al primero de los dos monstruos. Conocía la fuerza de su arco y las cualidades de penetración de las pesadas y afiladas puntas de sus flechas. No podía creer que el monstruo continuase absorbiendo aquella lluvia de flechas y se mantuviese aparentemente impertérrito. En el momento en que se tambaleó, ya era demasiado tarde para que Halt pudiera centrar su atención en su compañero. El segundo kalkara, que estaba casi sobre él, le arrancó el arco de las manos con la enorme pata cubierta de pinchos y apenas si tuvo tiempo de hacer un esfuerzo para conseguir protegerse en el muro derrumbado.

Según aquello se abría camino hacia él, desenvainó su cuchillo saxe y le atacó a la cabeza. Pero la bestia era demasiado rápida para él y el cuchillo rebotó en uno de sus antebrazos acorazados. Al mismo tiempo, se encontró frente a sus ojos rojos hinchados de odio, y tuvo la sensación de que su mente le abandonaba y se le congelaban los músculos del terror según se veía arrastrado hacia la bestia horrible que tenía delante. Le supuso un inmenso esfuerzo apartar los ojos de la mirada de la criatura, se tambaleó, retrocedió y perdió el cuchillo saxe cuando las garras osunas le golpearon y le rasgaron el muslo.

Corrió entonces, desarmado y sangrando, con la confianza puesta en el intrincado laberinto que formaban las ruinas para escapar del monstruo.

Había percibido el cambio en los movimientos de los kalkara hacia el final de la tarde. Su camino constante y anteriormente recto hacia el noreste cambió de pronto cuando las dos bestias se separaron de forma brusca, giraron noventa grados cada uno y se desplazaron en diferentes direcciones hacia el interior del bosque que los rodeaba. Su rastro, tan fácil de seguir hasta aquel momento, mostró también signos de estar ocultándose, de forma que sólo un rastreador tan diestro como un montaraz pudo haber sido capaz de seguirlos. Por primera vez en años, Halt sintió un escalofrío de temor en la barriga al percatarse de que los kalkara iban a su caza.

Las ruinas se hallaban cerca y prefirió hacerles frente allí mejor que en el bosque. Dejó a Abelard a salvo, fuera de peligro, y siguió a pie hacia las ruinas. Sabía que los kalkara vendrían tras él una vez que cayera la noche, así que se preparó lo mejor que pudo: reunió algunas ramas secas para hacer la hoguera. Encontró, incluso, medio tarro de aceite en las ruinas de la cocina. Estaba rancio y despedía un olor fétido, pero aún ardería. Lo vertió sobre la pila de leña y se desplazó a un lugar en el que tendría el muro a su espalda. Se había hecho con unas antorchas que mantuvo ardiendo mientras caía la oscuridad y esperó a que los implacables asesinos vinieran a por él.

Los percibió antes de verlos. Luego distinguió las dos formas desgalichadas, manchas más negras contra la oscuridad de los árboles. Le vieron inmediatamente, por supuesto. La antorcha que parpadeaba encajada en el muro a su espalda se aseguraba de ello. Pero no se fijaron en la pila de leña empapada en aceite, y aquello era con lo que él había contado. Cuando lanzaron sus alaridos de caza, él bajó la antorcha ardiendo hasta la pila y las llamas se elevaron al instante, brillando amarillas en la oscuridad.

Por un momento, las bestias vacilaron. El fuego era su némesis. Pero vieron que el montaraz no estaba cerca de las llamas y continuaron, directos a la lluvia de flechas con la que Halt los recibió.

Si hubieran tenido que cubrir otros cien metros, se las habría podido arreglar para detener a los dos. Aún contaba con una docena de flechas en su carcaj. Sin embargo, el tiempo y la distancia estaban en su contra y apenas si escapó vivo. Se encogió entonces entre dos fragmentos de mampostería que formaban un refugio en forma de «A», escondido en una hendidura poco profunda del suelo, y se ocultó con la capa, como lo había estado haciendo durante años. Su única esperanza ahora era que Will llegase con Arald y Rodney. Si podía esquivar a la criatura hasta que llegase la ayuda, tendría una oportunidad.

Intentó no pensar en la otra posibilidad: que Gilan llegara antes que ellos, solo y armado únicamente con su arco y su espada. Ahora que había visto a los kalkara de cerca, sabía que un hombre solo tenía pocas posibilidades de hacer frente a uno de ellos. Si Gilan llegaba antes que los caballeros, él y Halt morirían allí.

La criatura estaba destrozando el viejo patio como un perro de presa en busca de caza, adoptaba un patrón metódico de búsqueda, hacia delante y hacia atrás, examinaba cada espacio, cada ranura, cada posible escondite. Él sabía que esta vez le encontraría. Su mano rozó la empuñadura del cuchillo pequeño que solía lanzar, la única arma que le quedaba. Era una defensa penosa, casi inútil, pero era todo lo que tenía.

Entonces lo oyó: el inconfundible ruido fuerte de los cascos de los caballos de combate. Miró hacia arriba, vigilando al kalkara a través de un pequeño hueco entre las rocas que le ocultaban. La bestia también los había oído. Estaba erguida, con la cabeza girada hacia el sonido en el exterior de los muros derrumbados.

Los caballos se detuvieron y escuchó el estridente aullido del kalkara herido de muerte en el exterior que amenazaba a aquellos nuevos enemigos. El sonido de los cascos se elevó de nuevo, ganando velocidad e ímpetu. Se produjo entonces un aullido y un gigantesco destello rojo que se elevó al cielo en un instante. Vagamente, Halt razonó que el primer kalkara debía de haber caído al fuego. Comenzó a arrastrarse despacio hacia atrás para salir de su escondite. Tal vez pudiera flanquear al otro kalkara, desplazándose hacia un lado y escalando el muro antes de que se diese cuenta. Las posibilidades parecían buenas. Su atención se centraba ahora en lo que fuera que estuviera pasando en el exterior. Pero tan pronto como se le ocurrió la idea, advirtió que no tenía alternativa. Ya que, en apariencia, el kalkara se había olvidado de él por un momento y se movía con sigilo hacia la mampostería derrumbada que formaba una escalera irregular hasta lo alto del muro.

En unos pocos minutos más, estaría en disposición de abalanzarse sobre sus amigos al otro lado, cogiéndolos por sorpresa. Debía detenerlo.

Halt había salido de su escondite, el cuchillo pequeño se deslizó fuera de la funda casi como por voluntad propia, mientras corría a través del patio, agachándose y ondulando por entre los escombros dispersos. El kalkara le oyó antes de que hubiera dado media docena de pasos y se volvió hacia él, aterrador en su silencio mientras corría como un simio para cortarle el paso antes de que pudiera advertir a sus amigos.

Halt se detuvo en seco, inmóvil, con los ojos fijos en la desgalichada figura que venía hacia él.

En otros pocos metros, su mirada hipnótica se haría con el control de su mente. Sintió crecer más fuerte el impulso irresistible de mirar a aquellos ojos rojos. Cerró entonces los suyos, arrugó las cejas en fiera concentración y levantó el cuchillo de atrás hacia delante en un lanzamiento fluido, instintivo, de memoria, con la visión en su mente del blanco en movimiento, alineando el avance y el giro del cuchillo hasta el punto en el espacio en el cual se encontrarían el puñal y el blanco simultáneamente.

Sólo un montaraz pudo haber realizado ese lanzamiento, y sólo uno de entre un puñado de ellos. Alcanzó al kalkara en el ojo derecho y la bestia aulló de dolor y de furia a la vez que se detenía para echarse las manos a la súbita y agónica lanzada que penetró en el ojo y se abrió camino hasta los receptores del dolor en su cerebro. Halt pasó entonces a su lado corriendo hacia el muro, trepando por las rocas.


Will le vio como una silueta oscura cuando subió a lo más alto del muro en ruinas. Oscuro o no, había algo inconfundible en él.

—¡Halt! —gritó al tiempo que señalaba para que también los dos caballeros le vieran.

Los tres observaron cómo el montaraz se detenía, se giraba y vacilaba. Entonces una enorme forma comenzó a aparecer unos pocos metros a su espalda, mientras el kalkara, cuya herida era dolorosa pero estaba lejos de ser mortal, iba tras él.

El barón Arald fue a montar de nuevo. Después, al percatarse de que ningún caballo podría pasar entre los montones de rocas y mampostería junto al muro, extrajo su enorme montante de la vaina de la montura y corrió hacia las ruinas.

—¡Atrás, Will! —gritó mientras avanzaba, y Will, nervioso, guió a Tirón de vuelta al borde de la arboleda.

Sobre el muro, Halt escuchó el grito y vio a Arald avanzar en carrera. Sir Rodney le seguía de cerca, con un hacha de combate enorme que hacía zumbar en círculos sobre la cabeza.

—¡Salta, Halt! ¡Salta! —gritó el barón, y Halt no necesitó que se lo dijeran dos veces.

Saltó los tres metros desde el muro y rodó para detener la caída al aterrizar. Acto seguido se puso en pie y corrió con torpeza hacia los dos caballeros mientras la herida en la pierna se le abría de nuevo.

Will observó, con el corazón en la boca, cómo Halt corría sin mirar atrás. El kalkara vaciló un momento y después, en un espeluznante aullido amenazador, saltó tras él. Pero, mientras que Halt había rodado para volver a ponerse en pie, el kalkara, sin más, transformó la caída de tres metros en un salto tremendo con sus patas traseras increíblemente poderosas, hacia arriba y hacia delante, recorriendo el espacio entre él y Halt en ese único movimiento. Balanceando su enorme brazo, alcanzó de refilón a Halt y le tiró rodando, inconsciente. Pero la bestia no tuvo tiempo de acabar con él, ya que el barón Arald avanzó a su encuentro, con el espadón resonando en un arco mortífero hacia el cuello.

El kalkara era siniestramente rápido y esquivó el golpe asesino, luego golpeó con las garras en la espalda al descubierto del barón antes de que hubiera recuperado su posición tras el ataque. Rajó la cota de malla como si fuera de lana y Arald gruñó de dolor y de sorpresa cuando la fuerza del golpe le postró de rodillas y se le cayó el montante de las manos, la sangre manando de media docena de profundos cortes en su espalda.

Habría muerto allí y en aquel momento si no hubiera sido por sir Rodney. El maestro de combate hizo girar la pesada hacha de guerra como si fuera de juguete y la estrelló contra el costado del kalkara.

La armadura de pelaje apelmazado por la cera protegió a la bestia, pero la pura fuerza del golpe le hizo dar un traspiés que le obligó a retroceder con un aullido de furia y frustración. Sir Rodney avanzó, se situó a modo de protección entre el kalkara y las figuras de Halt y el barón, tendidas boca abajo, y afianzando los pies, llevó el hacha hacia atrás para asestar otro golpe aplastante.

Y entonces, de forma extraña, dejó caer el arma de sus manos y se quedó ante el monstruo, totalmente a su merced cuando el poder de la mirada del kalkara, canalizada ahora a través de su ojo sano, le privó de su voluntad y su capacidad de pensar.

El kalkara aulló su victoria al cielo nocturno. La sangre negra corría por su rostro. Nunca en su vida había sentido tanto dolor como le habían infligido aquellos tres hombres insignificantes. Y ahora debían morir por atreverse a hacerle frente. Pero la inteligencia primitiva que le guiaba quería su momento triunfal y aulló una y otra vez sobre los tres hombres indefensos.

Will observaba horrorizado. Un pensamiento iba tomando forma, una idea estaba dando vueltas en algún lugar recóndito de su mente. Miró a un lado, vio la parpadeante antorcha que el barón había dejado. Fuego. La única arma capaz de derrotar al kalkara. Pero estaba a cuarenta metros de distancia…

Sacó a toda prisa una flecha de su carcaj, se deslizó de la silla y corrió ligero hacia la antorcha. Una buena cantidad de resina pegajosa, derretida, corría por el mango de la antorcha, y Will pasó rápidamente la punta de la flecha por la sustancia blanda y viscosa, haciéndola girar para formar una buena bola en la flecha. Después la puso en el fuego hasta que prendió.

A cuarenta metros de distancia, la enorme criatura malvada estaba dando satisfacción a su sed de triunfo, lanzando y retumbando sus aullidos en la noche mientras permanecía sobre los dos cuerpos: Halt, inconsciente; el barón, aturdido por el dolor. Sir Rodney estaba aún en pie, congelado en el sitio, con las manos indefensas que pendían a ambos costados, aguardando su muerte. Entonces el kalkara levantó una de sus patas pinchudas para golpearle y todo lo que el caballero pudo sentir fue el terror paralizante de su mirada.

Will llevó la flecha hacia atrás, hasta el límite, e hizo un gesto de dolor cuando las llamas le quemaron la mano que sujetaba el arco. Apuntó un poco más alto para compensar el peso añadido de la resina y soltó.

La flecha se elevó dibujando un arco de chispas. El viento en su travesía redujo las llamas a un mero rescoldo. El kalkara vio venir el destello de luz y se giró para mirar, sellando su propio destino según la flecha se le incrustó en medio del enorme pecho.

La flecha apenas había penetrado en el duro pelaje seudoescamoso. Pero en cuanto ésta se detuvo, la pequeña llama ardió de nuevo, la sustancia del pelaje de alrededor se prendió y la llama comenzó a propagarse con una velocidad increíble.

Los aullidos del kalkara ahora se llenaron de terror al sentir el fuego, la única cosa que temía en la vida.

El monstruo golpeó las llamas en su pecho con las zarpas, pero aquello sólo sirvió para extender el fuego a los brazos. Se produjo entonces una ráfaga súbita de fuego rojo y el kalkara quedó envuelto en segundos, ardiendo de la cabeza a los pies, mientras corría cegado en círculos en un vano intento de escapar. Los aullidos eran constantes, desgarradores, y a la vez subían más y más alto, en una espiral de agonía que la mente apenas podía comprender, según la fiereza de las llamas crecía a cada segundo.

Y entonces el aullido cesó y la criatura estaba muerta.

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