Capítulo 1

—Intenta comer algo, Will. Mañana es un gran día, a pesar de todo —dijo Jenny. Rubia, guapa y alegre, Jenny gesticuló hacia el plato casi intacto de Will y le sonrió dándole ánimos. Will hizo un intento por devolverle la sonrisa pero fue un rotundo fracaso. Picoteó del plato ante sí, amontonando sus alimentos favoritos. Esa noche, la tensión y las expectativas le provocaban un nudo en el estómago, y difícilmente podría obligarse a probar bocado.

Mañana iba a ser un gran día, lo sabía. Lo sabía demasiado bien, de hecho. Mañana iba a ser el día más grande de su vida, porque mañana sería el día de la Elección y determinaría a qué se iba a dedicar el resto de su vida.

—Nervios, imagino —dijo George, al tiempo que dejaba su tenedor cargado y se cogía las solapas de la chaqueta en un gesto reflexivo. Era un muchacho estudioso, delgado y larguirucho, fascinado por las normas y los reglamentos y aficionado a examinar y debatir ambos lados de cualquier tema, a veces de manera muy extensa—. Cosa horrible, los nervios. Pueden paralizarte hasta el punto de que no puedes pensar, no puedes comer, no puedes hablar.

—No estoy nervioso —dijo Will rápidamente al darse cuenta de que Horace había levantado la mirada, listo para hacer un comentario sarcástico.

George asintió varias veces, considerando la afirmación de Will.

—Por otro lado —añadió—, en realidad un poco de nerviosismo puede mejorar el rendimiento. Puede elevar tu percepción y agudizar tus reacciones. Así que el hecho de que estés preocupado, si en realidad lo estás, no es necesariamente, de por sí, algo por lo que preocuparse, por así decirlo.

A pesar de la falta de ganas, Will esbozó una sonrisa irónica. Sabía que George poseía un talento innato para el mundo de las leyes. Sería, casi con certeza, la elección del maestro escribano a la mañana siguiente. Quizás, pensó Will, aquél era el meollo de su propio problema. Él era el único de los cinco compañeros que sentía algún temor sobre la Elección, que tendría lugar en doce horas.

—¡Debería estar nervioso! —se burló Horace—. Después de todo, ¿qué maestro le va a querer como aprendiz?

—Estoy segura de que todos estamos nerviosos —dijo Alyss. Dirigió una de sus extrañas sonrisas a Will—. Seríamos estúpidos si no lo estuviéramos.

—¡Bueno, yo no lo estoy! —dijo Horace, poniéndose rojo al tiempo que Alyss levantaba una ceja y Jenny soltaba una risita.

Era típico de Alyss, pensó Will. Sabía que a la esbelta y elegante muchacha ya le habían prometido una plaza de aprendiza con lady Pauline, responsable del Servicio Diplomático del castillo de Redmont. Su forma de fingir que estaba nerviosa por el día siguiente y su tacto al no mencionar la pifia de Horace mostraban que ya era una diplomática de cierta habilidad.

Jenny, por supuesto, se dirigiría de inmediato a las cocinas del castillo, dominio del maestro Chubb, primer chef de Redmont. Era un hombre reconocido en todo el reino por los banquetes que se servían en el enorme comedor del castillo. A Jenny le encantaban la comida y cocinar, y su naturaleza de trato fácil y su infalible buen humor harían de ella un miembro inestimable del personal en la agitación de las cocinas del castillo.

La elección de Horace sería la Escuela de Combate. Will observó entonces a su compañero, que atacaba hambriento el pavo asado con jamón y patatas con el que había colmado su plato. Horace era grande para su edad y atleta de nacimiento. Las probabilidades de que le rechazaran eran prácticamente inexistentes. Era justo el tipo de recluta que sir Rodney buscaba en sus guerreros aprendices: fuerte, atlético, en forma. Y, pensó Will con una pizca de amargura, no muy brillante. La Escuela de Combate era la senda hacia la condición de caballero para chicos como Horace, nacidos plebeyos pero con la capacidad física necesaria para servir como caballeros del reino.

Y que daba Will. ¿Cuál sería su elección? Más importante aún, como apuntó Horace, ¿qué maestro de oficios le aceptaría como aprendiz?

El día de la Elección era el momento fundamental en la vida de los pupilos del castillo. Se trataba de niños huérfanos educados gracias a la generosidad del barón Arald, señor del feudo de Redmont. En la mayoría de los casos, sus padres habían muerto al servicio del feudo y el barón tomó como su responsabilidad el cuidado y la educación de los hijos de sus antiguos súbditos y el darles la oportunidad de mejorar su situación en la vida siempre que fuera posible.

El día de la Elección daba esa oportunidad.

Cada año, los pupilos del castillo que rondaban los quince podían solicitar ser aprendices de los maestros de los diversos oficios que atendían el castillo y a su gente. Normalmente se seleccionaba a los aprendices en función de la ocupación o la influencia de sus padres sobre los maestros. Los pupilos no solían tener tal influencia y ésta era su oportunidad de labrarse su propio futuro.

Aquellos que no fueran elegidos o para quienes no fuera posible encontrar una vacante serían asignados a familias granjeras del pueblo cercano como mano de obra para cultivar las cosechas y criar los animales con que se alimentaban los habitantes del castillo. Will sabía que algo así era poco frecuente. El barón y sus maestros se esforzaban mucho en encajar a los pupilos en uno u otro oficio. Pero podía ocurrir y era un destino que temía más que a cualquier otra cosa.

Horace llamó su atención y le brindó una sonrisa de suficiencia.

—¿Todavía piensas en solicitar la Escuela de Combate, Will? —preguntó con la boca llena de pavo y patatas—. Entonces mejor come algo. Te va a hacer falta coger unas pocas fuerzas.

Soltó una risotada y Will lo fulminó con la mirada. Algunas semanas atrás, Horace oyó cómo Will le confiaba a Alyss que tenía unas ganas desesperadas de ser elegido para la Escuela de Combate, y desde ese momento le hizo la vida imposible, asegurando cada vez que se le presentaba la ocasión que la complexión delgada de Will era por completo inapropiada para los rigores del entrenamiento de la Escuela de Combate.

El hecho de que con toda probabilidad Horace tuviera razón no hacía sino empeorar las cosas. Mientras que éste era alto y musculoso, Will era bajo y flaco. Era ágil, rápido y sorprendía su fuerza, pero simplemente no tenía el tamaño que sabía que se requería a los aprendices de la Escuela de Combate. Durante los últimos años había confiado contra todo pronóstico en poder dar lo que la gente llamaba el «estirón» antes de que llegase el día de la Elección. Pero aquello nunca sucedió y ahora ese día ya estaba a la vuelta de la esquina.

Como Will no dijo nada, Horace sintió que sus palabras habían hecho blanco. Esto era una rareza en su turbulenta relación. Durante los últimos años Will y él habían chocado en repetidas ocasiones. Al ser el más fuerte de los dos, Horace solía vencer a Will, aunque muy ocasionalmente la agilidad y velocidad de éste le permitían dar una patada por sorpresa o un puñetazo y escapar antes de que Horace pudiese atraparle.

Pero aunque Horace por lo general se llevaba la mejor parte en sus enfrentamientos físicos, para él era raro ganar uno de sus encuentros verbales. El ingenio de Will era tan ágil como todo él y casi siempre se las apañaba para tener la última palabra. De hecho, esta tendencia era la que solía generar los problemas entre ambos: Will aún debía aprender que tener la última palabra no siempre era una buena idea. Horace había decidido ahora hacer más grande su ventaja.

—Necesitas músculos para entrar en la Escuela de Combate, Will. Músculos de verdad —dijo al tiempo que miraba a los demás alrededor de la mesa para ver si alguien estaba en desacuerdo.

El resto de los pupilos, incómodos ante la creciente tensión entre los dos muchachos, se concentró en sus platos.

—Entre las orejas, especialmente —replicó Will, y, por desgracia, Jenny no pudo evitar una risita.

La cara de Horace enrojeció y comenzó a levantarse de su asiento. Pero Will era más rápido y ya estaba en la puerta antes de que Horace se librara de su silla. Se contentó con lanzar un insulto final ante su compañero en retirada.

—¡Eso es! ¡Huye, Will No-sé-qué! ¡Eres un desconocido y nadie te va a querer como aprendiz!

Fuera, desde la antesala, Will escuchó la pulla de despedida y sintió cómo la sangre le sonrojaba las mejillas. Era la burla que más odiaba, aunque había intentado evitar que Horace lo supiera pues sentía que en tal caso le estaría dando un arma al grandullón.

Lo cierto es que nadie conocía el apellido de Will. Nadie sabía quiénes habían sido sus padres. Al contrario que sus compañeros, que ya vivían en el feudo antes de la muerte de sus padres y de cuyas familias se conocía la historia, Will surgió prácticamente de la nada, como un bebé recién nacido. Le habían encontrado envuelto en una pequeña manta dentro de un canasto en las escaleras del edificio de los pupilos, la Sala, quince años atrás. Una nota acompañaba la manta; tan sólo decía:


Su madre murió en el parto.

Su padre murió como un héroe,

Por favor, cuiden de él. 5u nombre es Will.


Aquel año sólo hubo otro pupilo. El padre de Alyss fue un teniente de caballería que murió en la batalla del monte Hackham, cuando el ejército de wargals de Morgarath fue derrotado y conducido de vuelta a las montañas. La madre de Alyss, destrozada por su pérdida, sucumbió a la fiebre unas semanas después de dar a luz. Así que había sitio de sobra en la Sala para el niño desconocido y el barón Arald era, en el fondo, un hombre bondadoso. Aunque las circunstancias no eran las habituales, dio permiso para que Will fuera aceptado como pupilo en el castillo de Redmont. Parecía lógico suponer que, si la nota era cierta, el padre de Will habría muerto en la guerra contra Morgarath, y como el barón Arald tuvo una destacada participación en aquella guerra, se sintió en la obligación de honrar el sacrificio del padre desconocido.

Así que Will se convirtió en un pupilo de Redmont, que creció y se educó por la generosidad del barón. Según pasó el tiempo, los otros se unieron gradualmente a Alyss y a él hasta que fueron cinco en el grupo de su edad. Pero mientras que los otros tenían recuerdos de sus padres o, en el caso de Alyss, gente que los había conocido y le podía hablar de ellos, Will no sabía nada acerca de su pasado.

Aquél era el motivo de haber inventado la historia que le sostuvo durante su infancia en la Sala. Y, conforme pasaron los años y añadió detalles y color al relato, él mismo acabó por creérselo.

Sabía que su padre había muerto como un héroe, así que tenía sentido crearse una imagen de él como tal: un caballero, un guerrero, con su armadura completa, en plena lucha contra las hordas de wargals, acabando con ellos a diestro y siniestro hasta que finalmente se vio superado por pura cuestión de número. Will había dibujado muy a menudo en su mente a tan alto personaje, viendo cada detalle de su armadura y los complementos de ésta, pero sin ser capaz nunca de ver su rostro.

Como guerrero, su padre esperaría de él que siguiera sus pasos. Por eso era tan importante para Will que le seleccionaran para la Escuela de Combate. Y por eso, cuanto menores eran las posibilidades de que le seleccionaran, más desesperadamente se asía a la esperanza de que ocurriese.

Salió del edificio de la Sala al patio ensombrecido del castillo. El sol se había puesto hacía rato y las antorchas situadas cada veinte metros sobre las murallas del castillo emitían una parpadeante luz irregular. Vaciló un momento. No regresaría a la Sala para enfrentarse a las continuas burlas de Horace. Hacerlo sólo conduciría a otra pelea entre ambos, una pelea que Will sabía probablemente perdida. George intentaría analizar la situación por él, mirando ambos lados de la cuestión y convirtiendo el tema en algo totalmente confuso. Sabía que Alyss y Jenny intentarían reconfortarle —en particular Alyss, ya que habían crecido juntos—, pero en aquel momento ni quería su compasión ni podía enfrentarse a las pullas de Horace, así que se dirigió al único lugar donde sabía que podía encontrarse a solas.

La enorme higuera que crecía cerca de la torre central del castillo le había proporcionado con frecuencia un refugio. A Will no le daban miedo las alturas y trepó al árbol sin problemas, siguiendo mucho más allá de donde otro podía haberse parado, hasta llegar a las ramas más delgadas, en la misma copa —ramas que oscilaban y cedían bajo su peso—. En el pasado había escapado de Horace allí arriba muchas veces. El grandullón no podía igualar la velocidad de Will en el árbol y era incapaz de seguirle tan alto. Will encontró una horqueta apropiada y se encajó en ella, abandonando ligeramente su cuerpo al movimiento del árbol según las ramas oscilaban en la brisa del anochecer. Abajo, las figuras escorzadas de la guardia hacían sus rondas por el patio del castillo.

Oyó abrirse la puerta del edificio de la Sala y, mirando hacia abajo, vio aparecer a Alyss, que le buscaba en vano por el patio. La esbelta muchacha dudó unos instantes, pareció encogerse de hombros y regresó dentro. El alargado rectángulo de luz que la puerta abierta arrojaba sobre el patio se cortó cuando ella la cerró con suavidad tras de sí. «Es extraño», pensó, «lo poco que la gente tiende a mirar hacia arriba».

Se produjo un susurro de plumas ligeras y una lechuza se posó en la rama contigua a la vez que giraba la cabeza, capturando con sus enormes ojos cada uno de los últimos rayos de la tenue luz; le estudió despreocupada, con la aparente convicción de que nada debía temer de él. El ave era una cazadora. Una voladora secreta. La dueña de la noche.

—Tú por lo menos sabes quién eres —le susurró a la rapaz. Ésta giró la cabeza de nuevo y partió hacia la oscuridad dejándole a solas con sus pensamientos.

Gradualmente, durante el tiempo que pasó allí sentado, las luces de las ventanas del castillo se fueron apagando, una por una. Las antorchas quedaron reducidas a cáscaras humeantes y el cambio de la guardia las sustituyó a medianoche. Por último, sólo quedó prendida una luz que él sabía era del estudio del barón, donde el señor de Redmont presumiblemente aún se encontraba trabajando, enfrascado en papeles e informes. El estudio estaba casi al nivel de la posición de Will en el árbol y pudo ver la corpulenta figura del barón sentada a su mesa. Por fin el barón Arald se levantó, se estiró y se inclinó hacia delante para extinguir la lámpara y salir de la habitación, dirigiéndose a sus aposentos en la planta superior. Ahora el castillo dormía, excepto los guardias en las murallas, que mantenían una vigilancia constante.

Will se dio cuenta de que en menos de nueve horas se enfrentaría a la Elección. En silencio, abatido, temiendo lo peor, descendió del árbol y tomó el camino de su cama en el dormitorio de los chicos, a oscuras, en la Sala.

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