Capítulo 28

La cabalgada hacia el castillo de Redmont pronto se convirtió en una amalgama de fatiga. Los dos caballos mantenían el paso continuo que les habían enseñado. La tentación, por supuesto, era espolear a Tirón al galope rápido, con Blaze siguiendo detrás. Pero Will sabía que tal ritmo sería autodestructivo. Se desplazaba a la mejor velocidad para los animales. Como el Viejo Bob, el preparador de caballos, le había contado, las monturas de los montaraces podían mantener un galope medio durante todo el día sin cansarse.

El jinete era otra historia. Al esfuerzo físico de moverse constantemente al ritmo de cualquiera que fuera el caballo que estaba montando —y los dos tenían zancadas bien distintas, debido a la diferencia de sus tamaños— se sumaba el cansancio mental, igualmente debilitador.

¿Y si Halt se equivocaba? ¿Y si los kalkara habían virado de pronto al oeste y ahora estuvieran en una dirección que interceptase la suya? ¿Y si cometía algún error terrible y no conseguía encontrar Redmont a tiempo?

Este último temor, el temor de la duda en sí mismo, era al que más difícil le resultaba enfrentarse. A pesar del duro entrenamiento al que se había sometido durante los meses anteriores, todavía era poco más que un muchacho. Es más, siempre había podido confiar en el juicio y la experiencia de Halt en el pasado. Ahora se encontraba solo y era consciente de cuánto dependía de su capacidad de llevar a cabo la tarea que se le había asignado.

Los pensamientos, las dudas y los miedos abarrotaron su mente fatigada, rodando unos sobre otros, empujándose por un sitio. El río Salmón vino y se fue entre el continuo ritmo de los cascos de sus caballos. Se detuvo fugazmente a abrevarlos al llegar al puente y después, una vez en la calzada real, consiguió un promedio de velocidad óptimo, con sólo paradas cortas a intervalos regulares para cambiar de montura.

Las sombras del día se alargaron y los árboles que se descolgaban sobre el camino se tornaron oscuros y amenazadores. Cada ruido de los árboles oscurecidos, cada vago movimiento que percibía en las sombras, le mandaba el corazón a la boca con una sacudida.

Aquí, un búho ululó y se encorvó para apretar sus garras alrededor de un ratón desprevenido. Allí, un tejón merodeaba a la caza de su presa como una sombra gris en la maleza del bosque. Con cada movimiento y ruido, la imaginación de Will trabajaba a toda máquina. Empezó a ver grandes figuras negras —muy parecidas a como había imaginado que serían los kalkara— en cada porción de sombra, en cada grupo oscuro de arbustos que se agitaba con la ligera brisa. La razón le decía que no había casi posibilidad alguna de que los kalkara le estuvieran buscando. La imaginación y el temor le replicaban que andaban por algún sitio, y ¿quién le iba a decir que no estaban cerca?

La imaginación y el miedo vencieron.

Y así la noche larga, repleta de miedos, fue pasando, hasta que la luz tenue del amanecer se encontró con una figura agotada, encorvada en la silla de un robusto y fornido caballo que avanzaba a ritmo constante hacia el noroeste.

Dormitando en la silla, se despertó de golpe con un respingo al sentir el primer calor de los rayos del sol sobre él. Detuvo a Tirón con suavidad y el pequeño caballo permaneció quieto, la cabeza baja, los costados palpitantes. Will se dio cuenta de que había estado cabalgando mucho más de lo que debía pues su miedo le había llevado a mantener a Tirón trotando en la oscuridad, cuando debía haberle dejado descansar mucho antes. Desmontó agarrotado, con todas las articulaciones doloridas, e hizo una pausa para acariciar afectuoso el suave hocico del caballo.

—Lo siento, chico —dijo.

Tirón, reaccionando al tacto y la voz que ahora tan bien conocía, agitó la cabeza y meneó su melena lanuda. Si Will se lo hubiera pedido, habría continuado, sin una queja, hasta reventar. Will miró a su alrededor. La luz alegre de las primeras horas de la mañana había dispersado todos los oscuros temores de la noche previa. Ahora, se sentía un poco ridículo al recordar esos momentos de pánico asfixiante. Tieso como había desmontado, aflojó las cinchas de la silla. Le dio a su caballo diez minutos de respiro, hasta que la respiración de Tirón pareció calmarse y sus costados cesaron de palpitar. Entonces, maravillado por la capacidad de recuperación y la resistencia de la raza de los caballos de los montaraces, apretó las cinchas de la silla de Blaze y se montó a horcajadas en la yegua, liberando un suave gemido al hacerlo. Puede que los caballos de los montaraces se recuperen rápidamente. Los aprendices de montaraz tardan un poco más.

Se acercaba el final de la mañana cuando el castillo de Redmont apareció por fin a la vista.

Will montaba de nuevo a Tirón, el pequeño caballo no parecía notar los efectos de la dura noche de esfuerzo después de culminar la última hilera de colinas. El valle verde de la baronía de Arald se extendía ahora ante ellos.

Exhausto, Will se detuvo unos pocos segundos, tendiéndose cansado sobre la perilla de la montura. Habían llegado muy lejos muy rápido. Echó una mirada de alivio a la familiar vista del castillo y el bonito pueblo que se asentaba satisfecho a su cobijo. El humo se elevaba desde las chimeneas. La gente del campo volvía despacio a casa de los cultivos para la comida del mediodía. El castillo se erguía sólido y tranquilizador en su mole sobre la cima de la colina.

—Todo parece tan… normal —dijo Will a su caballo.

En cierto modo, se dio cuenta, había esperado encontrar las cosas cambiadas. El reino estaba a punto de ir a la guerra por primera vez en quince años, pero allí la vida continuaba con normalidad.

Luego, percatándose de que estaba perdiendo el tiempo, espoleó a Tirón para que avanzara hasta alcanzar el galope, deseosos, tanto el muchacho como el caballo, de terminar la última parte de su viaje.

La gente miraba sorprendida ante la pasada veloz de la pequeña figura vestida de verde y gris, agachada sobre el cuello de su caballo polvoriento, con una yegua zaina de mayor tamaño siguiéndole a continuación. Uno o dos de los aldeanos reconocieron a Will y le saludaron a voces. Pero sus palabras se perdieron en el ruido de cascos.

El ruido se convirtió en un tamborileo con eco al cruzar el puente levadizo hacia el patio de entrada al castillo. Después, el tamborileo se transformó en un repiqueteo apremiante contra los adoquines del patio. Will tiró con suavidad de las riendas y Tirón se deslizó hasta detenerse junto a la entrada de la torre del barón Arald.

Los dos hombres de armas que estaban allí de servicio, sorprendidos por su repentina aparición a ritmo suicida, dieron un paso al frente y le cerraron el camino con sus picas cruzadas.

—¡Un momento! —dijo uno de ellos, un cabo—. ¿Adonde crees que vas con tanto ruido y tanta prisa?

Will abrió la boca para responder pero, antes de que pudiera articular palabra, una voz enojada tronó a su espalda.

—¿Qué demonios crees que haces, idiota? ¿Es que no reconoces a un montaraz del rey cuando lo ves?

Era sir Rodney, que atravesaba el patio a grandes zancadas para ver al barón. Los dos centinelas se cuadraron mientras Will se giraba, agradecido, al maestro de combate.

—Sir Rodney —dijo—, tengo un mensaje urgente para lord Arald y para usted.

Como Halt había señalado tras la caza del jabalí, el maestro de combate era un hombre inteligente. Se fijó en las alborotadas ropas de Will, los dos caballos polvorientos, quietos, con la cabeza gacha de cansancio. Advirtió que aquél no era momento para un montón de preguntas estúpidas. Señaló en dirección a la puerta.

—Entonces, será mejor que entres y nos lo cuentes —se volvió a los centinelas—. Reencárguense de que atiendan a estos caballos. Que les den pienso y agua.

—No demasiada cantidad de ninguno de los dos, por favor, sir Rodney —dijo Will rápidamente—. Sólo un poco de grano y agua, y quizás pudiera pedir que los cepillasen. Los volveré a necesitar pronto.

Las cejas de Rodney se levantaron ante aquello. Will y los caballos parecían necesitar un largo descanso.

—Sí que debe de haber una urgencia —dijo, añadiendo al cabo—: Vaya entonces a atender a los caballos. Y que traigan comida al estudio del barón Arald y una jarra de leche fría.


Los dos caballeros silbaron de asombro cuando Will les contó las novedades. Ya les había llegado la noticia de que Morgarath estaba reuniendo su ejército y el barón había enviado a sus mensajeros para formar sus propias tropas, tanto caballeros como hombres de armas. Sin embargo, la información sobre los kalkara era algo totalmente distinto. Ningún indicio de aquello había llegado al castillo de Redmont.

—¿Dices que Halt piensa que pueden ir tras el rey? —preguntó el barón Arald conforme Will terminó de hablar.

Will asintió, después vaciló antes de añadir:

—Sí, mi señor. Pero creo que hay otra posibilidad —se resistía a continuar, pero el barón le hizo un gesto para que prosiguiese y finalmente expresó la sospecha que se había ido levantando en su interior durante el largo período de la noche y el día—. Señor… creo que existe la posibilidad de que vayan tras el propio Halt.

Una vez que hubo expresado la sospecha y que había sacado el miedo al exterior para que fuera valorado y analizado, se sintió mucho mejor. Para sorpresa de Will, el barón Arald no descartó la idea. Se acarició la barba pensativo mientras digería las palabras.

—Continúa —dijo, esperando escuchar el razonamiento de Will.

—Es sólo que Halt tuvo la sensación de que Morgarath podría estar buscando venganza, buscando castigar a aquellos que le combatieron la última vez. Y pensé que Halt, probablemente, le causó el mayor daño de todos, ¿no?

—Eso es bastante cierto —dijo Rodney.

—Y pensé que quizás los kalkara sabían que los estábamos siguiendo, el hombre de la llanura tuvo todo el tiempo del mundo para encontrarlos y contárselo. Y que podía ser que estuvieran conduciendo a Halt hasta que dieran con un lugar para una emboscada. Así que, aunque él piensa que les está dando caza, es él quien está siendo cazado.

—Y las ruinas de Gorlan son un sitio ideal para ello —reconoció Arald—. En aquel montón de rocas podrían caer sobre él antes de que tuviese una oportunidad de usar ese arco largo suyo. Bien, Rodney, no hay tiempo que perder. Tú y yo nos iremos de inmediato. Media armadura, creo yo. Iremos más rápido así. Lanzas, hachas y espadones. Y llevaremos dos caballos cada uno, en eso seguiremos el ejemplo de Will. Nos marcharemos en una hora. Que Karel reúna a otros diez caballeros y que nos siga tan pronto como pueda.

—Sí, mi señor —respondió el maestro de combate.

El barón Arald se volvió de nuevo hacia Will.

—Has hecho un buen trabajo, Will. Nosotros nos ocuparemos ahora de esto. En cuanto a ti, mira a ver si puedes coger ocho horas seguidas de buen sueño.

Agotado, con cada músculo y cada articulación dolorida, Will se levantó.

—Me gustaría ir con ustedes, mi señor —dijo. Tuvo la sensación de que el barón estaba a punto de mostrar su desacuerdo y se apresuró a añadir—: Señor, ninguno de nosotros sabe lo que va a pasar y Gilan anda por ahí fuera a pie. Además… —vaciló.

—Continúa, Will —dijo el barón en tono tranquilo, y, cuando el muchacho levantó la vista, Arald vio el temple en sus ojos.

—Halt es mi maestro, señor, y está en peligro. Mi sitio está junto a él —dijo Will.

El barón le evaluó con inteligencia y acto seguido tomó una decisión.

—Muy bien. Por lo menos puedes descansar durante una hora. Hay un catre en aquel anejo de allí —indicó una sección del estudio separada con una cortina—. ¿Por qué no lo usas?

—Sí, señor —dijo agradecido.

Sentía los ojos como si le hubieran restregado puñados de arena en ellos. Nunca en su vida había estado tan contento de obedecer una orden.

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