Capítulo 25

El campamento bullía de actividad según las tiendas se desmontaban y los montaraces volvían a empaquetar sus equipos y ataban sus alforjas. Los primeros jinetes ya habían partido rumbo a sus respectivos feudos.

Will estaba atando los nudos de sus alforjas, una vez devueltas a su sitio las pocas cosas que había sacado. Halt se encontraba sentado unos pocos metros más allá, pensativo, con el gesto torcido, mientras examinaba un mapa del área que rodeaba la Llanura Solitaria. La llanura en sí era una zona vasta, inexplorada, sin caminos y de la que había pocos accidentes geográficos indicados. Una sombra se cernió sobre él y levantó la vista. Gilan estaba allí de pie, con aparente preocupación reflejada en el rostro.

—Halt —dijo con una voz grave y afectada—. ¿Estás seguro de esto?

Halt le miró fijamente a los ojos.

—Muy seguro, Gilan. Simplemente, hay que hacerlo.

—¡Pero es sólo un muchacho! —protestó Gilan, mirando hacia donde Will se hallaba atando un fardo detrás de la silla de Tirón. Halt dejó escapar una larga exhalación, apartando sus ojos de los de Gilan.

—Lo sé. Pero es un montaraz. Aprendiz o no, es un miembro del Cuerpo, como todos nosotros —vio que Gilan estaba a punto de seguir su protesta, preocupado por Will, y sintió una oleada de afecto por su antiguo aprendiz—. Gilan, en un mundo de color de rosa, yo no le enfrentaría a un riesgo como éste. Pero éste no es un mundo de color de rosa. Todos tendrán que participar en esta campaña, incluso los chicos como Will. Morgarath se está preparando para algo grande. Los agentes de Crowley se han enterado de que, además de todo esto, ha estado en contacto con los skandians.

—¿Los skandians? ¿Para qué?

Halt se encogió de hombros.

—No conocemos los detalles, pero mi apuesta es que tiene la esperanza de formar una alianza con ellos. Lucharán contra quien sea por dinero. Y en apariencia, lucharán por quien sea también —añadió, su desatado hacia los mercenarios era obvio en el tono de su voz—. La cuestión es que estamos cortos de efectivos mientras Crowley intenta reunir el ejército. En una situación normal, no me iría tras los kalkara con un grupo de menos de cinco montaraces veteranos. Pero él, sencillamente, no los puede desplazar para mí. Así que me he tenido que conformar con los dos en quienes más confío, Will y tú.

Gilan sonrió con tristeza.

—Bueno, gracias, de todos modos —la confianza de Halt le había conmovido. Todavía admiraba a su viejo mentor. La mayor parte del Cuerpo de Montaraces lo hacía.

—Además, pensé que esa vieja espada oxidada tuya podría ser útil si nos echamos encima de esos bichos —dijo Halt. El Cuerpo de Montaraces había tomado una decisión inteligente al permitir que Gilan continuase su entrenamiento con el arma. Aunque muy poca gente lo sabía, Gilan era uno de los espadas más refinados de Araluen—. Y, en cuanto a Will —prosiguió Halt—, no le subestimes. Tiene muchos recursos. Es rápido y valiente y ya es un tirador condenadamente bueno. Y lo mejor de todo, piensa rápido. Lo que estoy pensando en realidad es que si encontramos la pista de los kalkara, le podemos enviar a por refuerzos. Eso nos ayudará a mantenerle lejos del peligro.

Gilan se rascó la barbilla, pensativo. Ahora que Halt se lo había explicado, aquélla parecía la única opción lógica para ellos. Miró a los ojos del hombre más mayor e hizo un gesto con la cabeza mostrándole que entendía la situación. Se volvió entonces a organizar su equipo, para encontrarse con que Will ya lo había recogido y atado a su silla. Sonrió a Halt.

—Tienes razón —dijo—, piensa por sí mismo.


Los tres partieron a caballo un rato más tarde, mientras los demás montaraces aún estaban recibiendo sus órdenes. Movilizar el ejército de Araluen no resultaría una tarea sencilla, y coordinarlo sería responsabilidad de los montaraces, preparados para guiar las fuerzas individuales de cada uno de los cincuenta feudos hasta el punto de reunión en las llanuras de Uthal. Con Gilan y Halt ocupados en la búsqueda de los kalkara; otros montaraces tendrían que encargarse de coordinar también los ejércitos de sus feudos.

No se dijeron mucho los tres compañeros mientras Halt encabezaba la marcha hacia el sudoeste. Incluso la curiosidad natural de Will se hallaba contenida por la magnitud de la tarea que tenían ante sí. Al tiempo que cabalgaban en silencio, evocaba en su mente imágenes de criaturas salvajes con la apariencia de un oso y las facciones de un simio: criaturas que bien podrían demostrar ser invencibles, incluso para alguien de la destreza de Halt.

Con el tiempo, sin embargo, conforme la monotonía se fue asentando, las imágenes horrorosas remitieron y empezó a preguntarse por el plan que Halt tenía en mente, si es que tenía alguno.

—Halt —dijo un poco entrecortado—, ¿dónde esperas encontrar a los kalkara?

Halt miró el joven y serio rostro a su lado. Viajaban al paso de marcha forzada de los montaraces: cuarenta minutos en la silla, cabalgando a medio galope continuo, después veinte minutos a pie, guiando a los caballos y permitiéndoles viajar descargados mientras los hombres corrían a trote continuo.

Cada cuatro horas, hacían una pausa de una hora para descansar, en la que tomaban una comida rápida de cecina, pan duro y fruta, y después se envolvían en sus capas para dormir.

Llevaban cierto tiempo de marcha y Halt pensó que era el momento de descansar. Dejó a Abelard fuera del camino y al refugio de una arboleda. Will y Gilan le siguieron, dejando caer la riendas y permitiendo a sus caballos pastar.

—Lo mejor que se me ocurre —dijo Halt en respuesta a la pregunta de Will— es comenzar por su guarida y ver si están en los alrededores.

—¿Sabemos dónde está? —preguntó Gilan.

—La mejor información de que disponemos es que se encuentra en alguna parte de la Llanura Solitaria, más allá de las Flautas de Piedra. Exploraremos el área de alrededor y veremos qué somos capaces de hallar. Si están en la zona, deberíamos encontrarnos con que ha desaparecido el ganado suelto, ovejas o cabras, de los pueblos de alrededor. Aunque conseguir que los aldeanos hablen será otra cosa. Las gentes de la llanura son un grupo hermético en el mejor de los casos.

—¿Cuál es esa llanura de la que hablas? —preguntó Will con la boca llena de pan duro—. ¿Y qué diantre es una flauta de piedra?

—La Llanura Solitaria es un área vasta, plana, con muy pocos árboles, cubierta principalmente por afloramientos de roca y hierba alta —le contó Halt—. El viento parece estar siempre soplando, no importa la época del año en que vayas por allí. Es un lugar sombrío y deprimente, y las Flautas de Piedra son su elemento más sombrío.

—Pero ¿qué son…? —empezó Will, sin embargo Halt sólo había hecho una breve pausa.

—¿Las Flautas de Piedra? Nadie lo sabe en realidad. Son un círculo de piedras levantadas por los ancestros, justo en el medio de la parte más ventosa de la llanura. Nadie ha entendido nunca su propósito original, pero están dispuestas de forma que el viento se desvía alrededor del círculo y a través de una serie de agujeros en las propias piedras. Crean el sonido de un lamento constante, si bien a mí se me escapa el motivo por el que alguien pensó que sonaban como flautas. El sonido es turbador y discordante y se puede escuchar a kilómetros de distancia. Después de unos pocos minutos te produce dentera, y sigue y sigue durante horas.

Will guardaba silencio. La idea de una llanura sombría, barrida por el viento, y unas piedras que emitían un incesante gemido parecía llevarse los vestigios finales del calor del último sol vespertino. Tembló involuntariamente. Halt lo vio y se inclinó hacia delante para darle una palmada de aliento en el hombro.

—Anímate —le dijo—. Nada es nunca tan malo como parece. Ahora, descansemos un poco.


Alcanzaron las inmediaciones de la Llanura Solitaria a media mañana del segundo día. Halt tenía razón, pensó Will, era un lugar vasto, deprimente. El monótono terreno se extendía ante ellos kilómetro tras kilómetro, cubierto por alta hierba gris, crecida y seca por el viento constante.

El propio viento casi parecía ser una presencia viva. Les crispaba los nervios, soplando de forma constante e invariable desde el oeste, inclinando la hierba alta a su paso según barría el terreno plano de la Llanura Solitaria.

—¿Veis ahora por qué la llaman la Llanura Solitaria? —dijo Halt a los otros dos, deteniendo a Abelard para que pudieran llegar a su altura—. Cuando cabalgas con este viento condenado, te sientes como si fueras la única persona que quedase viva sobre la Tierra.

Will pensó que era cierto. Se sintió pequeño e insignificante frente al vacío de la llanura. Y a la sensación de insignificancia se sumaba la sensación de impotencia. El páramo por el que cabalgaban parecía insinuar la presencia de fuerzas arcanas —fuerzas muy superiores a sus propias aptitudes—. Incluso Gilan, normalmente alegre y lleno de vida, parecía afectado por la atmósfera pesada y deprimente del lugar. Sólo Halt parecía inmutable. Adusto y taciturno como siempre.

Poco a poco, según cabalgaban, Will fue advirtiendo una sensación inquietante. Algo andaba merodeando, justo fuera del alcance de su percepción consciente. Algo que le hacía sentirse intranquilo. No pudo aislarlo, ni siquiera fue capaz de decir de dónde venía o la forma que tenía. Estaba ahí, siempre presente. Cambió de postura en la silla, erguido sobre los estribos para escrutar el monótono horizonte en la esperanza de poder divisar el origen de aquello. Halt se fijó en el movimiento.

—Lo has notado —dijo—. Son las Flautas de Piedra.

Y, ahora que Halt lo había dicho, Will se dio cuenta de que era un sonido —tan tenue y tan continuo que no había podido aislarlo como tal— lo que había estado generando la sensación de intranquilidad en su cabeza y el tenso encogimiento de miedo en el estómago. O quizás era sólo como Halt acababa de decir: habían entrado en el rango de alcance de las Flautas de Piedra. Porque ahora lo podía aislar. Se trataba de una serie de notas musicales sin melodía, todas tocadas al tiempo. Creaban un chillón sonido disonante que erizaba los nervios y alteraba la mente. Su mano izquierda trepó con discreción hasta la empuñadura de su cuchillo saxe mientras cabalgaban, y obtuvo consuelo en el tacto sólido y fiable del arma.

Continuaron durante la tarde, con la apariencia de no estar avanzando a través de la llanura vacía y monótona. Con cada paso, los horizontes detrás y delante de ellos no parecían ni acercarse ni alejarse. Era como si estuviesen marcando el paso en un mundo vacío. El sonido constante del lamento de las Flautas de Piedra les acompañaba todo el día, en aumento gradual según viajaban. Era el único signo de que estuvieran avanzando. Las horas pasaron y el sonido continuó, y a Will no le resultó sencillo aguantarlo. Le mantenía en tensión, con los nervios constantemente de punta. Cuando el sol comenzó a esconderse por el límite oeste, Halt detuvo a Abelard.

—Descansaremos durante la noche —anunció—. Es casi imposible mantener un recorrido constante en la oscuridad. Sin ningún accidente significativo en el terreno para fijar un camino, podríamos acabar cabalgando en círculos fácilmente.

Agradecidos, los otros desmontaron. Por muy en forma que estuvieran, las horas transcurridas al paso de marcha forzada les habían dejado hechos polvo. Will comenzó a explorar los arbustos raquíticos que crecían en la llanura, en busca de leña. Halt, que se dio cuenta de lo que tenía en mente, meneó la cabeza.

—Sin fuego —dijo—. Seríamos visibles desde kilómetros de distancia y no tenemos ni idea de quién puede estar vigilando.

Will se detuvo al tiempo que dejaba caer al suelo el pequeño fardo que había reunido.

—¿Te refieres a los kalkara? —dijo.

Halt se encogió de hombros.

—Ellos, o gente de la llanura. No podemos estar seguros de que algunos no se hayan aliado con los kalkara. Después de todo, si vives codo con codo con criaturas como ésas, bien puedes acabar cooperando con ellas sólo para proteger tu propia seguridad. Y no queremos que les cuenten que hay extraños en la llanura.

Gilan estaba desensillando a Blaze, su yegua zaina. Dejó la silla en el suelo y cepilló al animal con un manojo de la omnipresente hierba seca.

—¿No crees que ya nos han visto? —preguntó.

Halt tomó la pregunta en consideración durante unos pocos segundos antes de contestar.

—Podría ser. Hay muchas cosas que no sabemos: dónde tienen los kalkara en realidad su guarida, si las gentes de la llanura son sus aliados o no, si alguno de ellos nos ha visto y les ha informado o no de nuestra presencia. Pero hasta que yo sepa que nos han visto, supondremos que no lo han hecho. Así que, sin fuego.

Gilan asintió renuente.

—Por supuesto, tienes razón —dijo—. Es sólo que, tranquilamente, mataría a alguien por una taza de café.

—Enciende un fuego para prepararla —le dijo Halt— y podrías acabar teniendo que hacer justo eso.

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