Sir Rodney se apoyó en la valla de madera que rodeaba la zona de prácticas mientras observaba a los nuevos cadetes de la Escuela de Combate en su instrucción de armas. Se rascó la barbilla pensativo mientras escrutaba a los veinte nuevos reclutas, pero siempre volvía la vista a uno en particular, el muchacho alto de anchos hombros de la Sala, a quien Rodney había seleccionado en la Elección. Pensó un instante, mientras buscaba el nombre del chico. Horace. Eso era.
La instrucción tenía un formato estándar. Cada muchacho, que vestía una cota de malla y un casco y llevaba un escudo, permanecía frente a un poste de madera acolchado de la altura de un hombre. Rodney creía que no tenía sentido practicar el uso de la espada si no se iba cargado con escudo, casco y armadura, como sería el caso en una batalla. Pensaba que era mejor que los chicos se habituaran a las restricciones de la armadura y el peso del equipo desde el principio.
Además del escudo, el casco y la malla, cada muchacho sostenía asimismo una espada de prácticas suministrada por el armero. Estaban hechas de madera y se parecían poco a una espada de verdad, aparte de la empuñadura de cuero y la cruceta. De hecho, eran bastones largos, elaborados de nogal seco, curtido. Pero tenían un peso muy similar al de una hoja de acero fino, y las empuñaduras estaban lastradas para aproximarse al peso y el equilibrio de una espada de verdad.
Con el tiempo, los reclutas avanzarían hasta practicar con auténticas espadas, aunque con puntas y bordes romos. Pero para eso aún faltaban unos meses y, llegado ese momento, los reclutas menos aptos habrían sido descartados. Era bastante normal que al menos un tercio de los solicitantes de la Escuela de Combate abandonara el duro entrenamiento en los primeros tres meses. En ocasiones era por decisión del muchacho, pero en otras se debía al criterio de sus instructores o, en casos extremos, del propio sir Rodney. La Escuela de Combate era severa y el nivel, estricto.
El patio de prácticas repicaba con el ruido de la madera contra el grueso cuero curtido por el sol del acolchado de los postes de entrenamiento. Al mando del patio, el maestro de instrucción, sir Karel, ordenaba a voces los golpes habituales que se iban practicando.
Cinco cadetes de tercer año bajo la dirección de sir Morrón, un instructor ayudante, se desplazaban entre los muchachos, mientras atendían al detalle los golpes básicos de la espada: corrigiendo un mal movimiento aquí, cambiando el ángulo de un golpe allá, asegurándose de que el escudo de otro muchacho no bajase demasiado cuando golpeaba.
Se trataba de un trabajo aburrido y repetitivo bajo el ardiente sol de la tarde. Pero necesario. Aquéllos eran los movimientos fundamentales por los que estos chicos bien podrían vivir o morir en un futuro y era vital que estuvieran totalmente arraigados para ser instintivos.
Era ese pensamiento lo que mantenía a Rodney observando a Horace, Mientras Karel gritaba la cadencia básica, Rodney se había fijado en que Horace añadía un golpe ocasional a la secuencia, y lo conseguía sin retrasarse en la sincronización.
Karel acababa de comenzar otra secuencia y sir Rodney se inclinó atento hacia delante, con la mirada fija en Horace.
—¡Estocada! ¡Golpe lateral! ¡Revés lateral! ¡Descendente! —ordenaba el maestro de instrucción—. ¡Revés descendente!
¡Y allí estaba otra vez! Según Karel ordenaba el golpe de revés descendente, Horace lo soltaba pero después, casi al momento, cambiaba a un golpe de revés lateral, permitiendo que el primer golpe rebotara contra el poste para prepararle de forma instantánea para el segundo. Liberaba el golpe con una fuerza y velocidad tan sensacionales que, en el combate real, el resultado habría sido devastador. El escudo de su oponente, levantado para detener el golpe descendente, nunca podría haber respondido con la suficiente rapidez para proteger las costillas descubiertas del veloz golpe lateral que venía a continuación. Durante los últimos minutos, Rodney había advertido que el aprendiz estaba añadiendo esos golpes de más a su rutina. Lo vio al principio por el rabillo del ojo: una leve variación en el patrón estricto de la instrucción, un veloz latigazo de movimiento extra que iba y venía casi demasiado rápido para percibirlo.
—¡Descanso! —ordenó entonces Karel, y Rodney se fijó en que, mientras que la mayoría de los chicos dejaba caer sus armas y se quedaba al descubierto, Horace mantenía su posición de guardia, con la punta de la espada ligeramente por encima del nivel de su cintura y los dedos de los pies en movimiento continuo como para no perder su propio ritmo natural.
Al parecer, alguien más se había percatado del golpe extra de Horace. Sir Morton hizo acercarse con señas a uno de los cadetes mayores y habló con él mientras realizaba rápidos gestos en dirección a Horace. El recluta de primer año, con la atención concentrada aún en el poste de entrenamiento que era su enemigo, no percibió el cambio. Levantó la vista asustado cuando el cadete veterano se le acercó y le gritó.
—¡Eh, tú! El del poste catorce. ¿Qué crees que estás haciendo?
La mirada en el rostro de Horace denotaba perplejidad —y preocupación—. Ningún recluta de primer año disfrutaba ganándose la atención de los instructores o sus ayudantes. Todos eran demasiado conscientes de esa tasa de bajas del treinta por ciento.
—¿Señor? —dijo con inquietud, sin entender la pregunta.
El cadete veterano continuó.
—No estás siguiendo la pauta. Sigue la orden de sir Karel, ¿entendido?
Rodney, que vigilaba con detenimiento, estaba convencido de que la perplejidad de Horace era auténtica. El alto muchacho hizo un leve movimiento de hombros, casi encogiéndolos pero sin llegar a hacerlo. Se encontraba ahora en posición de firmes, con la espada descansando sobre su hombro derecho y el escudo elevado, en postura de formación.
—¿Señor? —dijo de nuevo, inseguro.
El cadete mayor se estaba enfadando. No había visto por sí mismo los movimientos extra de Horace y resultaba obvio que había supuesto que el muchacho más joven simplemente seguía una secuencia aleatoria de su invención. Se inclinó hacia delante, con la cara sólo a unos centímetros de la de Horace y dijo, en una voz exageradamente alta para tan pequeña separación:
—¡Sir Karel ordena la secuencia que desea que se ejecute! ¡Tú la ejecutas! ¿Entendido?
—Señor, yo… lo he hecho —respondió Horace con la cara muy roja. Sabía que era una equivocación discutir con un instructor, pero también sabía que había ejecutado cada uno de los golpes que Karel había ordenado.
Rodney vio que el cadete veterano se encontraba en desventaja. En realidad, él no había visto lo que Horace había hecho. Cubrió su inseguridad con una bravuconada.
—Ah, lo has hecho, ¿sí? Bueno, podrás repetirme quizás la última secuencia. ¿Qué secuencia ha ordenado sir Karel?
Sin dudar, Horace respondió:
—Secuencia cinco, señor. Estocada. Golpe lateral. Revés lateral. Descendente. Revés descendente.
El cadete mayor vaciló. Había dado por hecho que Horace estaba simplemente soñando, dándole tajos al poste según le parecía. Pero, hasta donde él recordaba, Horace acababa de repetir a la perfección la secuencia anterior. Al menos, creyó que lo había hecho. Ni él mismo estaba seguro ahora de la secuencia, pero el aprendiz había respondido sin dudar lo más mínimo. Era consciente de que todos los demás aprendices miraban con un considerable interés. Los aprendices siempre disfrutan al ver que a otro se le reprende por un error. Solía distraer la atención de sus propias deficiencias.
—¿Qué está pasando aquí, Paul?
Sir Morton, el instructor ayudante, no sonaba muy complacido con toda aquella discusión. En un principio había ordenado al cadete veterano que reprendiera al novato por su falta de atención. A estas alturas, la reprimenda ya debería haberse echado y tema zanjado. En cambio, se estaba interrumpiendo la clase. El cadete veterano Paul se puso firme.
—Señor, el aprendiz dice que ha ejecutado la secuencia —respondió.
Horace fue a contestar a la obvia implicación en el énfasis que el cadete mayor había puesto en el «dice», pero lo pensó mejor y permaneció con la boca firmemente cerrada.
—Un momento.
Paul y sir Morton no habían visto aproximarse a sir Rodney. Alrededor de ellos, los demás aprendices también prestaban una tensa atención. Todos los miembros de la Escuela de Combate sentían un respeto reverencial por sir Rodney, en particular los más nuevos. Morton no se puso firme pero sí se irguió un poco, se puso derecho.
Horace se mordió el labio en plena angustia por la preocupación. Podía apreciar cómo ante sí surgía la posibilidad de la expulsión de la Escuela de Combate. En primer lugar, se había distanciado de los tres cadetes de segundo año que le estaban haciendo la vida imposible. Después atrajo la atención no deseada del cadete veterano Paul y sir Morton. Ahora esto: el mismísimo maestro de combate. Y para empeorar las cosas, no tenía la menor idea de lo que había hecho mal. Buscó en su memoria y pudo recordar con nitidez que había ejecutado la secuencia tal y como se ordenó.
—¿Recuerdas la secuencia, cadete Horace? —preguntó el maestro.
El cadete asintió categóricamente y, cuando se dio cuenta de que aquello no se consideraba una respuesta aceptable a una pregunta de un oficial superior, dijo:
—Sí, señor. Secuencia cinco, señor.
Rodney advirtió que aquélla era la segunda vez que había identificado la secuencia. Habría estado dispuesto a apostar a que ninguno de los demás cadetes hubiera sido capaz de decir qué secuencia del manual acababan de completar. Dudó que los cadetes veteranos estuvieran mejor informados. Sir Morton fue a decir algo, pero Rodney levantó una mano para detenerle.
—Quizás podrías repetirla para nosotros ahora —dijo, ocultando en su voz adusta cualquier rastro del creciente interés que sentía por el recluta. Hizo un gesto hacia el poste de entrenamiento—. Ponte en posición. Marca el ritmo… ¡Comienza!
Horace ejecutó la secuencia de manera intachable, nombrando los golpes según los daba.
—¡Estocada! ¡Golpe lateral! ¡Revés lateral! ¡Descendente! ¡Revés descendente!
La espada de instrucción daba tajos en el acolchado de cuero en estricta sincronización. El ritmo era perfecto. La ejecución de los golpes, impecable. Pero esta vez, se fijó Rodney, no hubo ningún golpe adicional. No hizo acto de presencia el velocísimo revés lateral. Pensó que conocía el porqué. Horace se concentraba esta vez en desarrollar la secuencia correcta. Anteriormente había estado actuando de forma instintiva.
Sir Karel, atraído por la intervención de sir Rodney en una sesión normal de instrucción, fue paseando a través de las filas de aprendices, en pie junto a sus postes de entrenamiento. Sus cejas se arquearon interrogando a sir Rodney. Como caballero de alta graduación, estaba autorizado para tal informalidad. El maestro de combate levantó la mano de nuevo. En ese momento no quería que nada distrajera la atención de Horace. Pero se alegraba de que Karel se encontrara allí para ser testigo de lo que él estaba seguro que estaba a punto de pasar.
—¡Otra vez! —dijo con la misma voz severa, y una vez más Horace realizó la secuencia. Según terminó, la voz de Rodney restalló como un látigo—: ¡Otra vez!
Y Horace ejecutó de nuevo la quinta secuencia. En esta ocasión, según acabó, Rodney dijo con brusquedad:
—¡Secuencia tres!
—¡Estocada! ¡Estocada! ¡Paso atrás! ¡Parada cruzada! ¡Escudo! ¡Lateral! —gritaba Horace al ejecutar los movimientos.
Rodney podía ver que el muchacho se movía ligero sobre los dedos de los pies, la espada como una lengua ondulante que bailaba dentro, fuera y de un lado a otro. Y sin darse cuenta, Horace iba cantando la cadencia de los movimientos casi el doble de rápido que el maestro instructor.
Karel llamó la atención de Rodney. Asintió de forma apreciable. Pero Rodney no había terminado aún. Antes de que Horace tuviera tiempo para pensar, le ordenó la quinta secuencia otra vez y el muchacho respondió:
—¡Estocada! ¡Golpe lateral! ¡Revés lateral! ¡Descendente! ¡Revés descendente!
—¡Revés lateral! —soltó sir Rodney al instante, y en respuesta, casi con voluntad propia, la espada de Horace osciló en aquel movimiento mortal.
Sir Rodney oyó los murmullos de sorpresa de Morton y Karel. Se percataron de la importancia de lo que habían visto. El cadete veterano Paul, quizás de forma comprensible, no fue ni mucho menos tan rápido en captarlo. En lo que a él se refería, el aprendiz había respondido a una orden adicional del maestro. Lo había hecho bien, tenía que admitirlo, y con certeza sabía distinguir un extremo de la espada del otro. Pero eso era todo cuanto había apreciado el cadete.
—¡Descanso! —ordenó sir Rodney, y Horace dejó caer la punta de la espada a la arena, la mano en el pomo, de pie con las piernas un poco abiertas, con la empuñadura centrada sobre la hebilla de su cinto, en la postura de descanso en formación.
—Entonces, Horace —dijo el maestro en voz más baja—, ¿recuerdas haber añadido ese golpe de revés lateral a la secuencia la primera vez?
Horace torció el gesto y después el entendimiento apareció en sus ojos. No estaba seguro, pero ahora que el maestro de combate le había refrescado la memoria, pensó que era posible que lo hubiera hecho.
—Uh… sí, señor. Creo que sí. Lo siento, señor. No quería hacerlo. Fue sólo que… pasó.
Rodney miró rápidamente a sus instructores. Pudo ver que entendían la importancia de lo que había pasado allí. Les hizo un gesto de asentimiento que encerraba un mensaje silencioso: no quería que hicieran nada al respecto… todavía.
—Bueno, no ha sido nada. Pero presta atención en lo que queda y ejecuta sólo los golpes que sir Karel ordene, ¿de acuerdo?
Horace se puso firme.
—Sí, señor —dirigió bruscamente la mirada al maestro instructor—. ¡Lo siento, señor! —añadió, y Karel zanjó el tema con una sacudida de la mano.
—Presta más atención en el futuro —Karel asintió a sir Rodney con la sensación de que el maestro quería marcharse—. Gracias, señor. ¿Permiso para continuar?
Sir Rodney dio su aprobación.
—Continúe, maestro instructor —comenzó a marcharse cuando, como si hubiera recordado algo más, se giró y añadió de manera informal—: Ah, por cierto, ¿podría verle en mis habitaciones cuando concluyan esta tarde las clases?
—Por supuesto, señor —dijo Karel, igualmente informal, conocedor de que sir Rodney quería discutir el fenomenal suceso, pero no deseaba que Horace fuese consciente de su interés.
Sir Rodney se alejó paseando lentamente de vuelta al edificio principal de la Escuela de Combate. Detrás de él, oyó las órdenes preparatorias de Karel y, después, el repetitivo zac, zac, zac-zac-zac de la madera contra el acolchado de cuero, que comenzó una vez más.