Capítulo 21

En los días siguientes a la caza del jabalí, Will percibió un cambio en la forma en que le trataban. Había una cierta deferencia, incluso respeto en el modo en que la gente le hablaba y le miraba al pasar. Resultaba más notorio entre los aldeanos. Se trataba de gente sencilla, con los restringidos límites de sus vidas cotidianas, con tendencia a exaltar y exagerar cualquier suceso que se saliese de alguna manera de lo corriente.

Hacia el final de la primera semana, los sucesos de la caza se habían exagerado de forma tan desmesurada que se decía que Will había matado con una mano a ambos jabalíes cuando éstos cargaron tras salir del matorral. Un par de días después de eso, al oír cómo contaban la historia, casi se podía creer que había conseguido la hazaña con una flecha, disparándola limpiamente a través del primer jabalí hasta el corazón del segundo.

—En realidad yo no hice mucho —le dijo a Halt una tarde, sentados junto al fuego en la pequeña y cálida cabaña que compartían en el límite del bosque—. Quiero decir que no es como si me lo hubiera pensado y lo hubiese decidido. Sólo ocurrió, o algo así. Y, después de todo, tú mataste al jabalí, no yo.

Halt tan sólo asintió, mirando fijamente las saltarinas llamas amarillas en la chimenea.

—La gente pensará lo que quiera —dijo con tranquilidad—. Nunca hagas mucho caso.

Sin embargo, a Will le preocupaba la adulación. Tenía la sensación de que la gente estaba haciendo de todo aquello algo demasiado grande. Habría disfrutado del respeto si éste hubiera estado fundado en lo que había ocurrido en realidad. En su interior sentía que había hecho algo meritorio, e incluso quizás honorable. Pero le estaban agasajando por una versión totalmente ficticia de los hechos y, al ser una persona esencialmente honesta, en realidad no podía sentir ningún orgullo por aquello.

También se sentía un poco avergonzado porque él era uno de los pocos que se habían fijado en el auténtico e instintivo acto de coraje de Horace al interponerse entre el jabalí a la carga y Tirón y Will. Le había mencionado este último hecho a Halt. Sentía que quizás el montaraz pudiera tener la ocasión de hacer que sir Rodney valorase el generoso acto de Horace, pero su profesor simplemente había asentido y dicho con brevedad:

—Sir Rodney lo sabe. No hay mucho que se le escape. Tiene algo más de luces que la media de esos pegaporrazos.

Y con aquello, Will tenía que estar contento.

En los alrededores del castillo, con los caballeros de la Escuela de Combate y los diversos maestros y aprendices, la actitud era diferente. Allí Will disfrutó de una aceptación sencilla y el reconocimiento del hecho de que había obrado bien. Se dio cuenta de que ahora la gente empezaba a conocer su nombre, de manera que le saludaban como a Halt cuando tenían asuntos que arreglar en las tierras del castillo. El barón mismo era más amistoso que nunca. Para él era un motivo de orgullo ver a uno de sus pupilos desenvolverse bien.

La única persona con la que a Will le hubiera gustado conversar sobre todo ello era el propio Horace. Pero como sus caminos rara vez se cruzaban, la oportunidad no había surgido. Quería estar seguro de que el aprendiz de guerrero sabía que Will no daba ningún valor a las ridículas historias que habían recorrido el pueblo, y esperaba que su antiguo compañero supiese que él no había hecho nada para extender los rumores.

Mientras tanto, las lecciones y el entrenamiento de Will continuaban a un ritmo acelerado. En un mes, le había contado Halt, estarían de camino a la Congregación, un evento anual en el calendario de los montaraces.

Ese era el momento en el que los cincuenta montaraces se reunían para intercambiar noticias, discutir cualquier problema que pudiera haber surgido a lo largo del reino y hacer planes. De mayor relevancia para Will, era asimismo el momento en el que se evaluaba a los aprendices, con el fin de ver si resultaban aptos para pasar al siguiente año de su entrenamiento. Will había tenido mala suerte al haber estado practicando sólo durante siete meses. Si no pasaba la prueba en la Congregación de este año, tendría que esperar otro, hasta que surgiese la siguiente oportunidad. En consecuencia, había practicado y practicado de sol a sol cada día. La idea de un sábado de descanso era para él un lujo por largo tiempo olvidado. Disparó flecha tras flecha a blancos de diferentes tamaños, en diferentes condiciones, de pie, de rodillas y sentado. Incluso tiró desde escondites en los árboles.

Y practicó con sus cuchillos. Lanzando de pie, de rodillas, sentado, tirándose a la izquierda, tirándose a la derecha. Practicó lanzando el más largo de los dos cuchillos de forma que alcanzase el blanco con la empuñadura en primer lugar. Al fin y al cabo, como Halt había dicho, a veces sólo se necesitaba dejar sin sentido a la persona contra la que se lanzaba, así que era una buena idea saber cómo hacerlo.

Practicó su destreza en el sigilo, aprendiendo a quedarse inmóvil incluso cuando estaba seguro de que le habían descubierto y comprobando que, con muchísima frecuencia, simplemente no le veían hasta que se movía y abandonaba el juego. Aprendió el truco que usan los buscadores: pasan la mirada por encima de un punto y vuelven sobre él al instante para capturar cualquier leve movimiento. Aprendió acerca de los escobas: exploradores de retaguardia que van en silencio detrás de una partida en movimiento para capturar a cual quiera que hubiera permanecido oculto listo para salir al descubierto una vez la partida hubiese pasado.

Trabajó con Tirón, fortaleciendo los lazos y el afecto que tan rápido había arraigado entre los dos. Aprendió a utilizar los sentidos superiores del olfato y el oído del pequeño caballo para que le avisaran de cualquier peligro, y las señales que el caballo estaba entrenado para darle a su jinete.

Así que no resultaba extraño que, al final del día, Will no tuviera ningún deseo de ascender el revirado sendero que conducía hasta el castillo de Redmont, para encontrarse con Horace y poder hablar con él. Aceptó que, antes o después, la ocasión se presentaría. Mientras tanto, sólo le quedaba esperar que sir Rodney y los demás miembros de la Escuela de Combate estuvieran dando a Horace el reconocimiento por sus actos.


Desafortunadamente para Horace, parecía que no podía haber nada más lejos de la realidad.

Sir Rodney estaba desconcertado con el joven y musculoso aprendiz. Daba la sensación de poseer todas las cualidades que buscaba la Escuela de Combate. Era valiente. Obedecía las órdenes de manera inmediata y aún mostraba una destreza extraordinaria en su entrenamiento con armas. Pero su rendimiento en clase se hallaba por debajo del mínimo. Entregaba los deberes tarde o acabados de cualquier manera. Parecía que le costaba prestar atención a sus instructores, como si estuviera distraído todo el tiempo. Como guinda de todo esto, sospechaba que sentía predilección por las peleas. Ningún miembro del personal le había visto pelearse nunca, pero acostumbraba a lucir moratones y pequeñas contusiones y no parecía haber hecho amigos íntimos entre sus compañeros de clase. Por el contrario, se esforzaban mucho en mantenerse apartados de él. Todo aquello contribuía a crear el cuadro de un recluta perezoso, peleón e insociable que poseía una cierta destreza con las armas.

Teniendo todo en consideración, y con un alto grado de reticencia, el maestro de combate empezaba a tener la sensación de que se vería obligado a expulsar a Horace de la Escuela de Combate. Todos los indicios parecían apuntar en esa dirección. Aunque su instinto le decía que se equivocaba. Que había algún otro factor del que no se estaba percatando.

De hecho, había otros tres factores: Alda, Bryn y Jerome. Y justo cuando el barón estaba considerando el futuro de su recluta más novato, éstos habían rodeado a Horace una vez más.

Daba la impresión de que cada vez que Horace se las arreglaba para encontrar un sitio donde podía escapar de sus atenciones, los tres estudiantes más mayores conseguían encontrarle. Por supuesto, esto no les resultaba difícil pues disponían de una red de espías e informadores entre los otros estudiantes más jóvenes que les tenían miedo, tanto dentro como fuera de la Escuela de Combate. Esta vez le habían acorralado detrás de la armería, en un sitio tranquilo que había encontrado unos días antes. Estaba encerrado contra el muro de piedra del edificio de la armería, los tres matones de pie formando un semicírculo ante él. Cada uno de ellos portaba un mimbre grueso y Alda tenía un trozo grande de arpillera doblado en el brazo.

—Te hemos estado buscando, nene —dijo Alda.

Horace no dijo nada. Sus ojos saltaron de uno a otro mientras se preguntaba cuál de ellos haría el primer movimiento.

—El nene nos ha puesto en ridículo —dijo Bryn.

—Ha puesto en ridículo a la Escuela de Combate entera —añadió Jerome.

Horace frunció el ceño, desconcertado por sus palabras. No tenía ni la menor idea de qué estaban hablando. La siguiente afirmación de Alda lo dejó claro.

—Al nene le tuvieron que salvar del jabalí grande y malo —dijo.

—Un sigiloso aprendiz de soplón —añadió Bryn con un fuerte tono despectivo en su voz.

—Y eso nos deja a todos en muy mal lugar —dijo Jerome propinándole un empellón en el hombro y empujándole contra la piedra irregular del muro.

Estaba enfadado y tenía la cara roja, y Horace sabía que le iban a hacer algo. Cerró los puños a ambos lados. Jerome lo vio.

—¡No me amenaces, nene! Ya es hora de que aprendas una lección —avanzó de manera intimidatoria.

Horace se giró para hacerle frente y en el mismo momento supo que había cometido un error. La maniobra de Jerome era un amago. El verdadero ataque vino de Alda, que rápidamente le pasó un saco pesado de arpillera por encima de la cabeza antes de que pudiera ofrecer resistencia, y tiró fuerte de un cordón de forma que se quedó sujeto de cintura para arriba, sin ver nada e indefenso.

Sintió varias vueltas del cordón por sus hombros para atarlo, luego empezaron los golpes.

Se tambaleó cegado, sin poder defenderse mientras le llovían los golpes de los tres muchachos con los gruesos mimbres que llevaban. Tropezó contra el muro y cayó, incapaz de detener la caída con los brazos inmovilizados a ambos costados. Los golpes continuaron, caían sobre su cabeza desprotegida, los brazos y las piernas, mientras los tres chicos continuaban con su letanía de odio sin sentido.

—Llama ahora al soplón para que te salve, nene.

—Esto es por ponernos a todos en ridículo.

—Aprende a respetar tu Escuela de Combate, nene.

Siguieron y siguieron mientras él se retorcía en el suelo, intentando en vano escapar de los golpes. Era la peor paliza que jamás le habían dado y continuaron hasta que de forma gradual, gracias a Dios, se quedó quieto, semiconsciente. Cada uno le golpeó unas pocas veces más, después Alda le quitó el saco. Horace tomó una gran bocanada temblorosa de aire fresco. Le dolía ferozmente cada parte de su cuerpo. Desde una distancia lejana oyó la voz de Bryn:

—Ahora vamos a darle la misma lección al soplón —los otros se rieron y los oyó alejarse.

Gruñó ligeramente con el deseo de que la inconsciencia le liberase, quería dejarse hundir en sus brazos abiertos y oscuros para que así desapareciese el dolor, al menos por un momento.

Entonces le golpeó toda la trascendencia de las palabras de Bryn. Le iban a aplicar el mismo tratamiento a Will, por la ridícula razón de que su acto al salvar a Horace los había empequeñecido de algún modo a ellos y a la Escuela de Combate. Con un esfuerzo titánico, rechazó el acogedor refugio de la oscuridad y consiguió ponerse en pie, gimiendo de dolor, el pecho oprimido, la cabeza dando vueltas según se apoyó en el muro. Recordó la promesa que le hizo a Will: «Si alguna vez necesitas un amigo, puedes venir a verme».

Era el momento de hacer valer la promesa.

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