La primera nevada del invierno se extendía profunda sobre la tierra mientras Will y Halt cabalgaban despacio a casa desde el bosque.
Habían pasado seis semanas desde la confrontación del Día de la Cosecha y la situación con Horace permanecía irresoluta. Los dos muchachos habían tenido muy pocas oportunidades de continuar con su discusión, dado que sus maestros les mantenían ocupados y sus caminos rara vez se cruzaban.
Will había visto en alguna ocasión al aprendiz de guerrero, pero siempre a cierta distancia. Nunca habían hablado o incluso tenido la posibilidad de apercibirse de la presencia del otro. Pero el resentimiento aún estaba ahí, Will lo sabía, y algún día llegaría a su punto más crítico.
De modo extraño, encontró que la perspectiva no le molestaba ni mucho menos como unos meses atrás. No se trataba de que estuviera deseando reanudar la pelea con Horace, sino que ahora era capaz de afrontar la idea con una cierta ecuanimidad. Sentía una profunda satisfacción cuando recordaba aquel buen puñetazo que le había asestado a Horace en la nariz. También se había percatado, con una ligera sensación de sorpresa, que la memoria del incidente se había hecho más agradable por el hecho de que ocurriese en presencia de Jenny y, aquí es donde residía la sorpresa, Alyss. Tan infructífero como el suceso había sido, aún existían muchos aspectos del mismo que ocupaban los pensamientos y la memoria de Will.
Pero no en aquel preciso momento, se percató, cuando el tono enojado de Halt le arrastró de vuelta al presente.
—¿Sería posible que continuáramos con nuestro rastreo, o tienes algo más importante que hacer? —inquirió.
Al instante, Will recorrió los alrededores con la mirada, tratando de ver lo que había indicado Halt. Según cabalgaban a través de la nieve reciente, intentando hacer el menor ruido, Halt había ido señalándole perturbaciones en el níveo manto liso. Se trataba de huellas de animales, y la tarea de Will consistía en identificarlas. Tenía un buen ojo y ganas para ello. Normalmente disfrutaba estas clases de rastreo, pero en aquel momento se le había ido el santo al cielo y no tenía ni idea de adonde se suponía que debía mirar.
—Allí —dijo Halt mientras señalaba hacia la izquierda, en un tono que no dejaba dudas de que no esperaba tener que repetir esas cosas.
Will se incorporó sobre los estribos para ver la nieve revuelta con mayor claridad.
—Conejo —dijo enseguida.
Halt se giró para mirar de refilón.
—¿Conejo? —le preguntó, y Will miró de nuevo, corrigiéndose casi de inmediato.
—Conejos —dijo haciendo hincapié en la ese final.
Halt insistió en la exactitud.
—Eso me parece a mí —masculló—. Al fin y al cabo, si eso de ahí fueran huellas de skandians, te haría falta estar seguro de cuántos son.
—Supongo que sí —dijo Will, sumiso.
—¡Supones que sí! —repitió Halt en tono sarcástico—. Créeme, Will, existe una gran diferencia entre saber que hay un skandian merodeando y saber que hay media docena.
Will asintió a modo de disculpa. Uno de los cambios por los que había atravesado últimamente su relación era el hecho de que Halt casi nunca se refería ya a él como «chico». A esas alturas siempre era «Will». A Will le gustaba aquello. Le hacía sentir que, de algún modo, el montaraz de rostro adusto le había aceptado. De la misma forma, deseaba que Halt sonriese una o dos veces cuando lo decía.
O sólo una.
La voz grave de Halt le sacó de su ensimismamiento.
—Así que… conejos. ¿Eso es todo?
Will miró de nuevo. En la nieve revuelta resultaba difícil de apreciar, pero ahora que Halt se lo había indicado, allí había otro conjunto de huellas.
—¡Un armiño! —dijo triunfal, y Halt asintió de nuevo.
—Un armiño —reconoció—. Pero deberías haber sabido que había algo más, Will. Mira cuan profundas son esas huellas de conejo. Resulta obvio que algo los había asustado. Cuando ves una señal como ésa, es una pista para buscar algo más.
—Ya veo —dijo Will. Pero Halt negó con la cabeza.
—No. Demasiado a menudo no lo ves, porque no mantienes la concentración. Tienes que trabajarlo.
Will no dijo nada. Simplemente aceptó la crítica. Por aquel entonces ya había aprendido que Halt no criticaba sin razón. Y cuando había razones, no le iba a salvar un montón de excusas.
Prosiguieron en silencio. Will inspeccionó atentamente el suelo que les rodeaba, en busca de más huellas, más rastros de animales. Anduvieron otro kilómetro, más o menos, y comenzaron a ver algunos de los puntos de referencia conocidos, que le dijeron que se encontraban cerca de la cabaña, cuando vio algo.
—¡Mira! —dirigió, al tiempo que señalaba una porción de nieve revuelta justo tras el límite del sendero.
Halt se giró para mirar. Las huellas, si es que lo eran, no se parecían en nada a otras que Will hubiera visto. El montaraz dirigió a su caballo hasta acercarse al límite del sendero para observar más de cerca.
—Mmm —dijo pensativo—. Ésta es una que no te había mostrado aún. No se ven muchas así en estos tiempos, así que mírala bien, Will.
Se bajó con facilidad de la silla y caminó con la nieve hasta la rodilla en dirección a la nieve revuelta. Will le siguió.
—¿De qué es? —preguntó el muchacho.
—Jabalí —dijo Halt con brevedad—. Y uno grande.
Will miró nervioso en derredor. Podía no saber cómo eran las huellas de un jabalí en la nieve, pero conocía lo suficiente de aquellos animales para saber que eran muy, muy peligrosos.
Halt notó su mirada e hizo un movimiento tranquilizador con la mano.
—Relájate —dijo—. No está cerca de nosotros.
—¿Eres capaz de decirlo por las huellas? —preguntó Will.
Observaba la nieve fascinado. Los surcos profundos los había hecho, obviamente, un animal muy grande. Y tenían pinta de ser de un animal muy grande y muy enfadado.
—No —dijo Halt sin alterarse—. Puedo decirlo por nuestros caballos. Si un jabalí de ese tamaño estuviera en alguna parte dentro de esta zona, esos dos estarían bufando, piafando y relinchando tan fuerte que no seríamos capaces de oír nuestros propios pensamientos.
—Ah —dijo Will, sintiéndose un poco idiota.
Relajó la fuerza con que había agarrado su arco. Sin embargo a pesar de las aseveraciones del montaraz, no pudo evitar echar un vistazo más a su alrededor. Y cuando lo hizo, su corazón comenzó a latir más y más rápido.
La espesa maleza del otro lado del camino se estaba moviendo con la mayor ligereza. Normalmente, le habría quitado importancia al atribuirlo a la brisa, pero su entrenamiento con Halt había elevado su razonamiento y su observación. En ese momento no había brisa. Ni el más mínimo soplo.
Aun así, los arbustos seguían moviéndose.
La mano de Will se dirigió lentamente al carcaj. Tan lentamente como para evitar que el animal que se movía entre los arbustos se sobresaltase. Extrajo una flecha y la situó en la cuerda del arco.
—¿Halt? —intentó mantener la voz baja pero no pudo evitar que le temblara un poco. Se preguntaba si su arco detendría un jabalí a la carga. Pensó que no lo haría.
Halt levantó la vista, se fijó en la flecha engarzada en la cuerda del arco de Will y notó la dirección en la que éste miraba.
—Espero que no estés pensando en dispararle al pobre viejo granjero que está escondido detrás de aquellos arbustos —dijo muy serio. Sin embargo, había levantado la voz tanto que llegó de forma clara hasta el espeso macizo arbóreo del otro lado del camino.
Al instante, se produjo un movimiento rápido desde el arbusto y Will oyó una voz nerviosa que gritaba:
—¡No dispare, buen señor! ¡Por favor, no dispare! ¡Sólo soy yo!
Los arbustos se abrieron conforme un viejo asustado y despeinado se ponía en pie de forma apresurada y avanzaba corriendo. Su apuro fue su perdición, sin embargo, pues metió uno de sus pies en un enredo de maleza y se despatarró por la nieve. Se incorporó con torpeza, con las manos en alto y mostrando las palmas para que vieran que no portaba armas. Según venía, prosiguió con un sinfín de balbuceos:
—¡Sólo yo, señor! ¡No hace falta que dispare, señor! ¡Sólo yo, lo juro, y no soy un peligro para los que son como ustedes!
Avanzó deprisa hasta el centro del camino, sus ojos fijos en el arco en manos de Will y en la reluciente y afilada punta de la flecha. Lentamente, Will aflojó la tensión de la cuerda y bajó el arco según vio más de cerca al intruso. Era delgado en extremo. Vestido con un andrajoso y sucio blusón de granjero, tenía unos brazos y piernas largos y poco elegantes, y codos y rodillas huesudos. Su barba era gris y se estaba quedando calvo por la parte superior de la cabeza.
El hombre se detuvo a unos pocos metros de ellos y sonrió nervioso a las dos figuras en capa.
—Sólo yo —repitió una última vez.