Capítulo 31

La posada de la villa de Wensley se llenaba de música y risas y ruido. Will se sentó en una mesa con Horace, Alyss y Jenny, mientras que el posadero les servía una suculenta cena de ganso asado y verduras frescas, seguida de un pastel de arándano cuyo hojaldre se ganó la aprobación incluso de Jenny.

Había sido idea de Horace celebrar la vuelta de Will al castillo de Redmont con un banquete. Las dos muchachas aceptaron de inmediato, deseosas de un descanso en sus vidas cotidianas, que ahora parecían más bien aburridas en comparación con los sucesos en que Will había tomado parte.

Naturalmente, la noticia de la batalla con el kalkara había dado la vuelta a la villa como un fuego arrasador —«un símil apropiado», pensó Will sobre la marcha—. Cuando entró en la posada esa tarde con sus amigos, se hizo un silencio de expectación en la sala y todas las miradas se volvieron hacia él. Agradeció mucho la profunda capucha de su capa, que ocultó cómo sus facciones enrojecían a toda velocidad. Sus tres compañeros notaron su vergüenza. Jenny, como siempre, fue la más rápida en reaccionar y en romper el silencio que llenaba la posada.

—¡Vamos, vosotros, tíos serios! —gritó a los músicos junto a la chimenea—. ¡Un poco de música ahora mismo! ¡Y pueden charlar, si les parece! —añadió la segunda sugerencia con una significativa mirada hacia el resto de los ocupantes de la sala.

Los músicos le siguieron el aire. Era difícil negarse a una persona como Jenny. Rápidamente empezaron a tocar una popular tonada local y el sonido llenó la habitación. Los demás aldeanos se fueron dando cuenta de que su atención hacía que Will se sintiera incómodo. Recobraron sus modales y comenzaron a hablar de nuevo entre ellos, sólo con alguna mirada ocasional hacia él, maravillados por que alguien tan joven en apariencia pudiera haber tomado parte en sucesos tan trascendentales.

Los cuatro antiguos compañeros ocuparon sus asientos a la mesa en el fondo de la estancia, donde podrían hablar sin interrupciones.

—George envía sus disculpas —dijo Alyss mientras se sentaban—. Está enterrado en papeleos, toda la Escuela de Escribanos trabaja día y noche.

Will asintió comprensivo. La inminente guerra con Morgarath y la necesidad de movilizar las tropas y recurrir a las viejas alianzas debía de haber generado una montaña de papeles.

Habían pasado muchas cosas en los diez días siguientes a la batalla con los kalkara.

Rodney y Will acamparon junto a las ruinas, atendieron las heridas de Halt y el barón y dejaron a los dos hombres en un apacible sueño. Poco después del amanecer, Abelard entró al trote en el campamento buscando inquieto a su amo. Will acababa justo de conseguir calmar al caballo cuando llegó un Gilan con las piernas cargadas de cansancio, montado en un caballo de tiro, bajo de lomo. El alto montaraz agradeció mucho el recuperar a Blaze. Acto seguido, después de quedarse tranquilo al saber que su antiguo maestro no estaba en peligro, partió casi de inmediato hacia su feudo tras recibir la promesa de Will de devolver el caballo de tiro a su dueño.

Más tarde aquel día, Will, Halt, Rodney y Arald volvieron al castillo de Redmont, donde todo el mundo se encontraba sumergido en la incesante actividad de la preparación de los guerreros para la guerra. Había mil y un detalles de que ocuparse, mensajes que enviar y llamamientos que realizar. Con Halt aún recuperándose de su herida, gran parte de su trabajo había recaído sobre Will.

En épocas como aquéllas, se percató, un montaraz tenía pocas oportunidades para relajarse, lo cual hizo de aquella noche un entretenimiento tan bien recibido.

El posadero se acercó afanosamente a la mesa con aire de importancia y les puso cuatro jarras de cristal y un jarro de cerveza sin alcohol que había preparado con raíces de jengibre.

—Barra libre toda la noche para esta mesa —dijo—. Es un privilegio tenerle en nuestro establecimiento, montaraz —se alejó y llamó a uno de los muchachos del servicio para que viniera y atendiera la mesa del montaraz—. ¡Y date prisa con eso! —Alyss levantó una ceja con asombro.

—Qué bien estar con una celebridad —dijo—. El viejo Skinner se agarra tan fuerte a una moneda que se asfixia la cara del rey.

Will hizo un gesto de desdén.

—La gente exagera las cosas —dijo.

Pero Horace se inclinó hacia delante con los codos sobre la mesa.

—Bueno, cuéntanos la pelea —dijo, deseando los detalles.

Jenny miraba a Will con los ojos muy abiertos.

—¡Es increíble lo valiente que fuiste! —dijo admirada—. Yo habría estado aterrorizada.

—En realidad, yo estaba petrificado —les dijo Will con una sonrisa compungida—. Los valientes fueron el barón y sir Rodney. Cargaron y se enfrentaron a esas criaturas de cerca. Yo estuve todo el rato a cuarenta o cincuenta metros de distancia.

Relató lo que pasó en el combate, sin entrar en muchos detalles en su descripción de los kalkara. Ahora estaban muertos y habían desaparecido y era mejor olvidarlos lo antes posible. Había algunas cosas en las que no era necesario pensar. Los otros tres escuchaban, Jenny con los ojos muy abiertos y emocionada, Horace deseoso de conocer los detalles de la lucha y Alyss, calmada y digna como siempre, pero absorta por completo en su historia. Mientras describía su solitaria cabalgada en busca de ayuda, Horace movió la cabeza con admiración.

—Esos caballos de los montaraces deben de ser una raza especial —dijo.

Will le sonrió, incapaz de aguantarse la broma.

—El truco es mantenerse sobre ellos —dijo, y le agradó ver una sonrisa pareja extenderse por el rostro de Horace al recordar ambos la escena en la feria del Día de la Cosecha.

Notó, con un pequeño brillo de placer, que su relación con Horace había evolucionado hasta convertirse en una amistad firme en la que cada uno veía en el otro un igual. Impaciente por dejar de ser el centro de atención, le preguntó a Horace por la evolución de las cosas en la Escuela de Combate. La sonrisa en el rostro del grandullón se hizo aún más amplia.

—Mucho mejor ahora, gracias a Halt —dijo, y según Will hábilmente le hacía una pregunta tras otra, le describió la vida que llevaban en la Escuela de Combate, con bromas sobre sus errores y deficiencias, entre risas mientras contaba los detalles de los muchos castigos que se había ganado.

Will vio que Horace, una vez jactancioso y arrogante, era ahora mucho más modesto. Tuvo la sospecha de que a Horace le estaba yendo mejor como aprendiz de guerrero de lo que él había reconocido.

Fue una noche agradable, con más razón aún tras el terror y la tensión de la caza de los kalkara. Cuando los sirvientes recogieron sus platos, Jenny sonrió expectante a los dos muchachos.

—¡Bien! ¿Quién va a bailar conmigo? —dijo con alegría. Will fue demasiado lento en responder y Horace tomó su mano y la llevó a la zona de baile.

Mientras ellos se unían a los demás bailarines, Will miró dubitativo a Alyss. Nunca sabía con seguridad en qué estaba pensando la esbelta chica. Pero consideró que sería de buenos modales preguntarle también si quería bailar. Se aclaró nervioso la garganta.

—Mmm… ¿te gustaría bailar a ti también, Alyss? —dijo torpemente.

Ella le dedicó el escaso rastro de una sonrisa.

—Quizás no, Will. Bailando no soy gran cosa. Parezco todo piernas.

En realidad, era una excelente bailarina, pero, diplomática hasta la médula, tuvo la sensación de que Will se lo había pedido sólo por educación. Él asintió varias veces y se quedaron en silencio, aunque un silencio agradable.

Después de unos minutos, ella se volvió hacia él, apoyando la barbilla en la mano para contemplarle de cerca.

—Mañana es un gran día para ti —dijo, y él se ruborizó.

Había sido convocado para comparecer ante el tribunal del barón al completo al día siguiente.

—No sé de qué va todo eso —masculló.

Alyss le sonrió.

—Es posible que quiera darte las gracias en público —dijo—. Me han dicho que los barones suelen hacer eso con la gente que les ha salvado la vida.

Él comenzó a decir algo pero ella posó una mano suave y fría sobre la suya y se detuvo. Miró aquellos tranquilos y sonrientes ojos grises. Alyss nunca le había parecido guapa. Pero entonces se percató de que su elegancia y gracia y aquellos ojos grises, enmarcados por su fino pelo rubio, creaban una belleza natural que superaba con creces la simple beldad. De forma sorprendente, se inclinó más cerca de él y le susurró:

—Todos estamos orgullosos de ti, Will. Y creo que yo soy la que más orgullosa está de todos.

Y le besó. Los labios de ella sobre los suyos eran de una suavidad increíble, indescriptible.

Horas más tarde, antes de que por fin se durmiera, él aún podía sentirlos.

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