Capítulo 13

—Bueno, tú lo viste. ¿Qué pensaste? —preguntó sir Rodney. Karel se estiró y se sirvió otra jarra de cerveza de la vasija que había en la mesa, entre ambos. Las habitaciones de Rodney eran bastante sencillas, incluso espartanas si se recordaba que era el responsable de la Escuela de Combate. Los maestros de combate de otros feudos aprovechaban su posición para rodearse de todo lujo, pero ése no era el estilo de Rodney. Su cuarto estaba amueblado con sencillez, con una mesa de pino como escritorio y seis sillas de respaldo recto, también de pino, alrededor.

Por supuesto, había una chimenea en la esquina. Rodney podía haber optado por vivir de forma sencilla, pero eso no significaba que le gustaran las incomodidades, y los inviernos en el castillo de Redmont eran fríos. En ese momento se encontraban en el final del verano y las gruesas paredes de piedra de los edificios del castillo mantenían los interiores frescos. Cuando llegara el tiempo frío, esos mismos muros retendrían el calor del fuego. En una de las paredes, una gran ventana en saliente miraba sobre el campo de instrucción de la Escuela de Combate. Enfrente de la ventana, en la pared opuesta, había una entrada, protegida con una cortina gruesa, que conducía al dormitorio de Rodney, una simple cama de soldado y más muebles de madera. Estuvo un poco más adornada cuando su esposa Antoinette aún vivía, pero había muerto unos años atrás y las habitaciones eran ahora de un carácter inequívocamente masculino, sin un solo elemento en ellas que no fuera funcional y con un mínimo absoluto de decoración.

—Lo vi —reconoció Karel—. No estoy seguro de creérmelo, pero lo vi.

—Tú sólo lo viste una vez —dijo Rodney—. Lo estuvo haciendo todo el rato durante la sesión, y estoy seguro de que lo hacía de forma inconsciente.

—¿Tan rápido como el que yo vi? —preguntó Karel.

Rodney asintió con mucho énfasis.

—Si acaso, más rápido. Estuvo añadiendo un golpe de más a las rutinas, pero manteniendo la sincronización con las órdenes —vaciló y finalmente dijo lo que ambos estaban pensando—. El muchacho tiene un talento innato.

Karel inclinó la cabeza pensativo. Sobre la base de lo que había observado, no estaba en disposición de discutir el hecho, y sabía que el maestro de combate había permanecido un rato siguiendo al chico durante la sesión. Pero los innatos eran contadísimos. Eran aquellas personas únicas para quienes la destreza en el manejo de la espada se encontraba en una dimensión diferente por completo. Se convertía para ellos no tanto en destreza como en instinto.

Eran los que se convertían en campeones. Los maestros de la espada. Guerreros experimentados como sir Rodney y sir Karel eran espadas expertos, pero los innatos llevaban la destreza a un plano superior. Era como si, para ellos, la espada en su mano se transformara en una verdadera extensión, no sólo de su cuerpo, sino también de su personalidad. La espada parecía actuar en armonía y comunión instantánea con la mente del espada innato, actuando más rápido incluso que el pensamiento consciente. Poseían una habilidad única en sincronización, equilibrio y ritmo.

Por ser tales, representaban una gran responsabilidad para quienes se hallaban al cargo de su entrenamiento, ya que esas destrezas y habilidades naturales debían ser nutridas y desarrolladas en un programa de entrenamiento a largo plazo para permitir al caballero, ya de por sí en alto grado competente, desarrollar su verdadero potencial de genio.

—¿Estás seguro? —dijo Karel al fin, y Rodney asintió de nuevo, mientras miraba por la ventana.

En su mente, estaba viendo al muchacho entrenar, veía los parpadeos en los movimientos adicionales a la velocidad del rayo.

—Estoy seguro —dijo sencillamente—. Debemos hacer saber a Wallace que tendrá otro alumno el semestre que viene.

Wallace era el maestro de espada en la Escuela de Combate de Redmont. Él era quien tenía la responsabilidad de añadir el lustre final a las habilidades básicas que enseñaban Karel y los demás. En el caso de un aprendiz sobresaliente —como era, obviamente, Horace—, le impartía clases particulares de técnicas avanzadas. Karel torció el labio inferior, pensativo, mientras meditaba el calendario que había sugerido Rodney.

—¿No hasta entonces? —preguntó. Faltaban tres meses para el siguiente semestre—. ¿Por qué no comenzamos con él ya? Por lo que he visto, ya ha aprendido las cosas básicas.

Pero Rodney negó con la cabeza.

—No hemos evaluado su personalidad aún —dijo—. Parece un chaval bastante agradable, pero nunca se sabe. Si resulta ser un inadaptado de cualquier clase, no quiero darle el tipo de instrucción avanzada que Wallace puede proporcionar.

Una vez lo pensó, Karel estuvo de acuerdo con el maestro. Al fin y al cabo, si resultara que Horace tuviese que ser expulsado de la Escuela de Combate por cualquier otro defecto, sería bastante embarazoso, por no decir peligroso, que se encontrase ya camino de ser un espada muy bien entrenado. Los aprendices expulsados reaccionaban a menudo con resentimiento.

—Y otra cosa —añadió Rodney—. Dejemos esto entre nosotros, y dile a Morton lo mismo. No quiero que el muchacho oiga ni una palabra de esto aún. Podría convertirlo en un gallito y eso resultaría peligroso para él.

—Eso es bastante cierto —reconoció Karel. Se terminó su cerveza de uno o dos tragos rápidos, dejó su jarra en la mesa y se puso en pie—. Bien, me debería ir yendo. Tengo informes que terminar.

—¿Quién no? —dijo el maestro con cierto pesar, y los dos viejos amigos intercambiaron unas compungidas sonrisas—. Nunca me imaginé que llevar una Escuela de Combate implicase tanto papeleo —dijo Rodney, y Karel gruñó en tono de burla.

—A veces pienso que deberíamos olvidarnos del entrenamiento con armas y lanzarle todos estos papeles al enemigo, enterrarlos con ellos.

Le dedicó un saludo informal, apenas tocando con uno de sus dedos en la frente, en conformidad con su graduación. Después se giró y se encaminó a la puerta. Se detuvo cuando Rodney añadió una cuestión más a su conversación.

—Mantén vigilado al muchacho, por supuesto —dijo—. Pero no dejes que se dé cuenta.

—Por supuesto —respondió Karel—. No queremos que empiece a pensar que tiene algo de especial.


En aquel momento, no había ninguna posibilidad de que Horace pudiera pensar que había algo de especial en él, al menos, no en sentido positivo. La sensación que tenía era que había algo en él que atraía los problemas.

Se corrió la voz sobre el extraño suceso del campo de entrenamiento. Sus compañeros de clase, que no entendían lo que había ocurrido, supusieron todos que Horace había molestado de alguna forma al maestro de combate y aguardaban la inevitable represalia. La norma durante el primer semestre era que cuando un miembro de la clase cometía un error, toda la clase pagaba por ello. En consecuencia, el ambiente en su dormitorio había estado tenso, por no decir más. Horace había conseguido por fin salir de la habitación, con la pretensión de dirigirse hacia el río para escapar de la culpa y la condena que podía sentir en los demás. Por desgracia, cuando lo hizo se dio de bruces con Alda, Bryn y Jerome.

Los tres chicos mayores habían oído una versión embrollada del suceso en el patio de prácticas, asumieron que Horace había sido reprendido por su manejo de la espada y decidieron hacerle sufrir por ello.

No obstante, sabían que sus atenciones no contarían necesariamente con la aprobación del personal de la Escuela de Combate. Horace, como recién llegado, no tenía forma de saber que este tipo de acoso sistemático gozaba de la total desaprobación por parte de sir Rodney y los demás instructores. Horace, simplemente, dio por sentado que se suponía que las cosas eran así y, a falta de un conocimiento mayor, lo aceptó, permitiendo que le intimidaran y le insultaran.

Aquél fue el motivo por el cual los tres cadetes de segundo año se llevaron a Horace a la orilla del río, donde de todos modos él se dirigía, lejos de la vista de los instructores. Allí, le hicieron meterse en el río con el agua hasta los muslos y permanecer firme.

—El nene no sabe usar la espada —dijo Alda.

Bryn prosiguió la cantinela.

—El nene ha hecho que el maestro se enfade. El nene no es de la Escuela de Combate. No deberían darles espadas a los nenes para jugar.

—En vez de eso, el nene debería tirar piedras —concluyó Jerome la sarcástica letanía—. Coge una piedra, nene.

Horace vaciló, después miró en derredor. El lecho del río estaba lleno de piedras y se agachó a coger una. Al hacerlo, se mojó la manga y la parte superior de la chaqueta.

—Una pequeña no, nene —dijo Alda dedicándole una sonrisa malvada—. Eres un nene grande, así que necesitas una piedra grande.

—Una piedra muy grande —añadió Bryn mientras le indicaba con las manos que quería que cogiese una roca grande.

Horace miró a su alrededor y vio varios pedazos de roca más grandes en el agua cristalina. Se agachó y recogió uno de ellos. Al hacerlo cometió un error. La que eligió se levantaba con facilidad bajo el agua, pero en cuanto la sacó, soltó un gruñido por su peso.

—Que la veamos, nene —dijo Jerome—. Levántala.

Horace afirmó su posición —la rápida corriente del río hacía difícil mantener el equilibrio y sostener la pesada roca al tiempo— y después la izó hasta la altura del pecho para que sus torturadores pudieran verla.

—Más alto, nene —ordenó Alda—. Por encima de la cabeza.

Con mucho esfuerzo, Horace obedeció. La roca parecía más pesada a cada segundo pero la mantuvo bien alta por encima de la cabeza y los tres muchachos quedaron satisfechos.

—Eso está bien, nene —dijo Jerome, y Horace, con un suspiro de alivio, comenzó a bajar la roca—. ¿Qué haces? —le reclamó Jerome enfadado—. He dicho que eso está bien. Así que ahí es donde quiero que se quede la roca.

Horace empujó y levantó la roca de nuevo sobre su cabeza, con los brazos estirados. Alda, Bryn y Jerome dieron su aprobación.

—Ahora te vas a quedar ahí —le dijo Alda— mientras cuentas hasta quinientos. Después te puedes volver al dormitorio.

—Empieza a contar —le ordenó Bryn sonriendo ante la idea.

—Uno… dos… tres… —Horace contaba y ellos dieron su aprobación.

—Eso está mejor. Ahora, cuenta despacio hasta quinientos y te puedes ir —le dijo Alda.

—No intentes hacer trampas, porque lo sabremos —le amenazó Jerome—. Y volverás aquí a contar hasta mil.

Riéndose entre ellos, los tres estudiantes se fueron hacia sus cuartos. Horace se quedó en medio del río, los brazos temblorosos por el peso de la roca, lágrimas de frustración y humillación llenándole los ojos. Perdió el equilibrio y cayó al agua. Tras eso, su ropa pesada, empapada, le hizo más difícil sostener la piedra sobre la cabeza, pero perseveró en ello. No podía estar seguro de que no se hallaran ocultos en alguna parte, vigilándole, y si lo estaban, le harían pagar por desobedecer sus instrucciones.

Si así eran las cosas, que así fueran, pensó él. Pero se prometió a sí mismo que, en la primera oportunidad que se le presentase, haría que alguien pagase por la humillación a la que le estaban sometiendo.

Mucho más tarde, con la ropa mojada, los brazos doloridos y un sentimiento profundo de resquemor que ardía en su corazón, se arrastró de vuelta a su cuartel. Llegaba demasiado tarde para la cena, pero no le importaba. Llegaba demasiado abatido para comer.

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