Capítulo 19

Cabalgaron despacio a la luz que se desvanecía, inclinándose a los lados en sus sillas para seguir el rastro del jabalí.

No tuvieron ningún problema para hacerlo. El enorme cuerpo había dibujado un profundo surco en la espesa capa de nieve. Incluso sin ella, pensó Will, habría sido fácil. Era obvio que el jabalí estaba de muy mal humor. Había arañado los troncos y los arbustos de alrededor con los colmillos al pasar, trazando un claro sendero de destrucción a través del bosque.

—¿Halt? —probó a decir una vez se adentraron aproximadamente un kilómetro en la densa arboleda.

—¿Mmm? —dijo Halt, un poco distraído.

—¿Por qué molestar al barón? ¿No podríamos sencillamente matar nosotros al jabalí con nuestros arcos?

Halt negó con la cabeza.

—Es grande, Will. Puedes ver el tamaño del rastro que ha dejado. Podríamos necesitar media docena de flechas para matarlo, e incluso entonces, llevaría su tiempo que muriese. Con una bestia como ésta, es mejor asegurarse.

—¿Cómo lo hacemos?

Halt elevó la mirada un instante.

—Supongo que nunca has visto la cacería de un jabalí, ¿no?

Will negó con la cabeza. Halt se detuvo unos pocos segundos para explicárselo y Will condujo a Tirón hasta pararse a su lado.

—Bueno, en primer lugar —dijo el montaraz—, necesitamos perros. Ésa es otra razón por la que no podemos acabar con él con nuestros arcos. Cuando lo encontremos, muy probablemente se habrá escondido en un matorral o entre densos arbustos donde no lo podamos atrapar. Los perros le harán salir y tendremos un cerco de hombres alrededor de la madriguera con picas para matar jabalíes.

—¿Y se las lanzan? —preguntó Will. Halt negó con la cabeza.

—No, si tienen dos dedos de frente —dijo—. La pica de jabalí tiene más de dos metros de largo, una hoja de doble filo y una cruceta tras la hoja. La idea es que el jabalí cargue contra el picador.

Will miró dubitativo.

—Eso suena peligroso.

El montaraz asintió.

—Lo es. Pero al barón y a sir Rodney y a los demás caballeros les encanta. Por nada del mundo se perderían la caza de un jabalí.

—¿Y tú? —preguntó Will—. ¿Llevarás una pica de jabalí?

Halt negó con la cabeza.

—Estaré aquí montado sobre Abelard —dijo—. Y tú sobre Tirón, por si acaso el jabalí rompe el cerco a su alrededor. O por si únicamente se alcanza a herirle y huye.

—¿Y qué haremos si pasa eso? —preguntó Will.

—Lo agotaremos antes de que pueda volver a esconderse —dijo Halt con seriedad— y, entonces, lo mataremos con nuestros arcos.


El día siguiente era sábado y, tras el desayuno, los estudiantes de la Escuela de Combate eran libres de emplear la jornada en lo que les pareciese. En el caso de Horace, esto solía significar perderse de vista siempre que Alda, Bryn y Jerome vinieran a buscarle. Pero últimamente habían advertido que los evitaba y se acostumbraron a esperarle fuera del comedor. Según salía al patio de armas esa mañana, los vio aguardándole, sonriéndole. Vaciló. Era demasiado tarde para darse la vuelta. Acongojado, continuó hacia ellos.

—¡Horace! —le asustó una voz que venía justo de detrás de él.

Se giró y vio a sir Rodney observándole, con una curiosa mirada en sus ojos según se fijaba en los tres cadetes de segundo año que esperaban en el patio. Horace se preguntó si el maestro conocería el trato que estaba recibiendo. Supuso que así era. Horace se imaginó que era parte del proceso de fortalecimiento de la Escuela de Combate.

—¡Señor! —respondió mientras se preguntaba qué había hecho mal.

Las facciones de Rodney se suavizaron y sonrió al joven. Parecía extraordinariamente complacido con algo.

—Descansa, Horace. Es sábado, al fin y al cabo. ¿Has estado alguna vez en la caza de un jabalí?

—Mmm… no, señor —a pesar de la invitación de sir Rodney al descanso, permaneció erguido en posición de firmes.

—Ya es hora entonces. Recoge una pica y un cuchillo de caza en la armería, que Ulf te asigne un caballo y preséntate aquí de vuelta en veinte minutos.

—Sí, señor —respondió Horace.

Sir Rodney se frotó las manos con un placer evidente.

—Parece que Halt y su aprendiz nos han conseguido un jabalí. Ya era hora de que todos tuviéramos un rato de diversión —sonrió alentando al aprendiz, después se marchó a grandes zancadas entusiasmado con la idea de preparar su propio equipamiento.

Cuando Horace regresó al patio, se dio cuenta de que Alda, Bryn y Jerome no se encontraban a la vista. Debería haber pensado más en por qué los tres bravucones desaparecieron mientras sir Rodney andaba por allí, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza, cuestionándose qué se esperaba que hiciera él en la caza de un jabalí.


Era media mañana cuando Halt guió la partida de caza hasta la madriguera del jabalí.

El enorme animal se había agazapado en un denso macizo de arbustos en las profundidades del bosque. Halt y Will encontraron el escondite justo antes del anochecer, la tarde anterior.

En ese momento, según se acercaban, Halt hizo una señal y el barón y sus cazadores desmontaron, dejando los caballos al cuidado de un peón de los establos que los acompañaba. Cubrieron los últimos cientos de metros a pie. Halt y Will eran los únicos que permanecían a caballo.

Eran quince cazadores en total, cada uno armado con una pica del tipo de las que Halt había descrito. Se dispersaron en un amplio círculo conforme se acercaban a la madriguera del jabalí. Will se sorprendió un poco al reconocer que Horace era uno de los miembros del grupo de caza. Se trataba del único aprendiz de guerrero invitado. Todos los demás eran caballeros.

A falta de cien metros para llegar, Halt levantó la mano para que los cazadores se detuviesen. Espoleó a Abelard en un trote ligero y cruzó hasta donde Will aguardaba nervioso a lomos de Tirón. El pequeño caballo no dejaba de moverse al olfatear la presencia del jabalí.

—Recuerda —le dijo el montaraz en voz baja a Will—, si tienes que tirar, apunta a la zona justo detrás del hombro izquierdo. Un tiro limpio al corazón será tu única oportunidad de detenerle si viene a la carga.

Will asintió mientras se humedecía nervioso los labios resecos. Se echó hacia delante y calmó a Tirón con una rápida caricia en el cuello. El pequeño caballo inclinó la cabeza en respuesta al contacto de su amo.

—Y quédate cerca del barón —le recordó Halt antes de desplazarse hacia su posición en el lado contrario del círculo de cazadores.

Halt se hallaba en el lugar de mayor peligro, acompañando a los cazadores de menor experiencia, y por tanto con mayor probabilidad de cometer un error. Si el jabalí atravesaba el círculo por aquel sitio, sería el responsable de perseguirlo y matarlo. Había asignado a Will el quedarse junto al barón y los cazadores más experimentados, donde la posibilidad de problemas era menor. Aquello le situó también cerca de Horace. Sir Rodney había colocado al aprendiz entre el barón y él mismo. Después de todo, era la primera cacería del muchacho y el maestro de combate no quería asumir ningún riesgo innecesario. Horace se encontraba allí para mirar y aprender. Si el jabalí cargaba en aquella dirección, debía dejar que el barón y sir Rodney se ocuparan de él.

Horace elevó una vez la vista, estableciendo contacto visual con Will. No había ninguna animosidad en la mirada. De hecho, le dedicó al aprendiz de montaraz una media sonrisa forzada. Will notó, al ver cómo Horace se humedecía los labios una y otra vez, que el otro muchacho estaba tan nervioso como él mismo.

Halt hizo otra seña y el círculo comenzó a cerrarse sobre el matorral. Al hacerse más pequeño el círculo, Will perdió de vista a su profesor y a los hombres del lado más lejano de la madriguera. Sabía, por el continuo nerviosismo de Tirón, que el jabalí aún debía encontrarse en el interior de los arbustos. Pero Tirón estaba bien entrenado y continuó avanzando según su jinete le espoleaba con suavidad hacia delante.

Un rugido profundo salió del interior del matorral y a Will se le puso el vello de punta. Nunca había oído el grito de un jabalí enojado. El ruido estaba a medio camino entre un gruñido y un chillido y, por un momento, los cazadores vacilaron.

—¡Ahí dentro está, sí! —gritó el barón sonriendo a Will con emoción—. Esperemos que venga por nuestro lado, ¿eh, chicos?

Will no estaba del todo seguro de que quisiese que el jabalí saliera a la carga por su lado del matorral. Pensó que le iba a parecer muy bien si salía por el lado contrario.

Pero el barón y sir Rodney sonreían como colegiales mientras preparaban sus picas. Estaban disfrutando, justo como Halt había dicho que harían. Con rapidez, Will extrajo el arco cruzado sobre los hombros y colocó una flecha en la cuerda. Palpó la punta un instante para asegurarse de que aún estaba afilada. Tenía la garganta seca. No estaba seguro de que fuera capaz de hablar si alguien se dirigía a él.

Los perros tiraban de las correas que los retenían, despertando los ecos del bosque con la excitación de sus aullidos. Fue su ruido lo que hizo levantarse al jabalí. Acto seguido, mientras el ruido continuaba, Will pudo oír al enorme animal arañando los árboles y partiendo los arbustos en su madriguera con sus largos colmillos.

El barón se volvió hacia Bert, su cuidador de perros, y le dirigió una señal con la mano para que los soltase.

Los grandes y poderosos animales salieron casi al instante, cruzaron como un rayo la zona del claro hasta el matorral y desaparecieron en su interior. Eran bestias de complexión muy fuerte, salvajes, criadas especialmente para el propósito de la caza del jabalí.

El ruido del interior del matorral resultaba indescriptible. El aullido furioso de los perros se había unido a los chillidos del jabalí, que helaban la sangre. Los arbustos y árboles jóvenes recibían golpes y se quebraban. Todo el matorral parecía temblar.

Entonces, de pronto, el jabalí estaba en el claro.

Irrumpió en medio del círculo, entre los puntos en que Will y Halt se encontraban apostados. Con un chillido irritante se liberó de uno de los perros que aún colgaban de él, se detuvo un momento y luego cargó hacia los cazadores a una velocidad deslumbrante.

El joven caballero que estaba justo frente a la carga del jabalí no vaciló. Echó una rodilla al suelo, apuntaló el extremo trasero de su pica en la tierra y presentó la brillante punta al animal a la carga.

El jabalí no tuvo oportunidad de girar. Su propia velocidad le llevó hasta la cabeza de la pica. Corcoveó hacia arriba, chillando de dolor y furia, en un intento por sacarse la hiriente pieza de acero. Pero el joven caballero asió la pica con todas sus fuerzas, la sostenía con firmeza contra el suelo y sin dar al iracundo animal ninguna posibilidad de liberarse.

Will observó con inocente inquietud cómo el asta firme de fresno de la pica se flexionaba como un arco con la fuerza de la velocidad del jabalí, después la punta cuidadosamente afilada penetró hasta el corazón del animal y todo acabó.

Con un último rugido chillón, el enorme jabalí se inclinó hacia un lado y cayó muerto.

El cuerpo moteado era casi tan grande como el de un caballo y cada centímetro era de sólido músculo. Los colmillos inofensivos ahora que estaba muerto, se curvaban hacia atrás sobre su fiero hocico. Se encontraban manchados con la tierra que había levantado en su furia y con la sangre de al menos uno de los perros.

Will miró el tremendo cuerpo y se estremeció. Si aquello era un jabalí, pensó, no tenía ninguna prisa por ver otro.

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