En las semanas que siguieron a su encuentro final con los tres matones, Horace notó un cambio definitivo en la vida dentro de la Escuela de Combate. El factor más importante era que Alda, Bryn y Jerome fueron todos expulsados de la escuela —y del castillo y del pueblo vecino—. Durante cierto tiempo sir Rodney tenía la sospecha de que había algún tipo de problema entre las filas de sus estudiantes medianos. Una discreta visita de Halt le alertó sobre dónde residía éste y la investigación resultante pronto sacó a la luz la historia completa del modo en que Horace había sido injustamente tratado. El juicio de sir Rodney fue veloz e inflexible. A los tres estudiantes de segundo año se les dio medio día para liar el petate. Se les proporcionó una pequeña cantidad de dinero y provisiones para una semana y los transportaron hasta los límites del feudo, donde se les dijo, en términos bien claros, que no volvieran.
Una vez se hubieron marchado, la suerte de Horace mejoró de forma considerable. La rutina diaria de la Escuela de Combate era aún tan dura y desafiante como siempre. Pero sin el peso añadido que Alda, Bryn y Jerome habían cargado sobre él, Horace se encontró con que podía sobrellevar con facilidad la instrucción, la disciplina y los estudios. Comenzó rápidamente a alcanzar el potencial que sir Rodney había visto en él. Además, sus compañeros de cuarto, sin el temor de provocar la venganza de los matones, empezaron a ser más cordiales y amistosos.
En resumen, Horace sintió que las cosas, definitivamente, estaban mejorando.
Su único pesar era que no había podido darle a Halt las gracias de manera apropiada por la gran mejora en su vida. Tras los sucesos del prado, habían mandado a Horace a la enfermería durante varios días mientras le cuidaban las magulladuras y contusiones. Cuando llegó el momento de salir, se encontró con que Halt y Will se habían marchado ya hacia la Congregación de los Montaraces.
—¿Queda mucho? —preguntó Will quizás por décima vez esa mañana.
Halt dejó escapar un pequeño suspiro de exasperación. Aparte de eso, no respondió. Llevaban para aquel entonces tres días de camino y a Will le parecía que debían de estar cerca del sitio de la Congregación. En la última hora había notado varias veces un aroma en el aire que no le resultaba familiar. Se lo había mencionado a Halt, que le dijo con brevedad:
—Es la sal. Nos estamos acercando al mar —y no quiso entrar en más explicaciones.
Will miró de reojo a su profesor, con la esperanza de que quizás se dignase a compartir un poco más de información con él, pero la aguda vista del montaraz escrutaba el suelo frente a ellos. De vez en cuando, notó Will, elevaba la mirada hacia los árboles que flanqueaban el camino.
—¿Estás buscando algo? —le preguntó, y Halt se giró en su silla.
—Por fin una pregunta útil —dijo—. Sí, en realidad, sí que lo hago. El jefe de los montaraces tendrá centinelas en los alrededores del sitio de la Congregación. Siempre trato de engañarlos cuando me aproximo.
—¿Por qué? —preguntó Will, y Halt se permitió una pequeña y controlada sonrisa.
—Los mantiene alerta —explicó—. Intentarán deslizarse detrás de nosotros y seguirnos, sólo para poder decir que me han tendido una emboscada. Es un juego estúpido que les gusta.
—¿Por qué es estúpido? —preguntó Will.
Sonaba como el tipo de ejercicios de destreza que Halt y él practicaban con asiduidad. El entrecano montaraz se volvió en la silla y miró a Will sin parpadear.
—Porque nunca lo consiguen —dijo—. Y este año saben que traigo un aprendiz. Querrán ver lo bueno que eres.
—¿Es parte de la prueba? —preguntó Will, y Halt asintió.
—Es su comienzo. ¿Recuerdas lo que te conté anoche?
Will asintió. Durante las dos noches anteriores, junto a la hoguera, la voz baja de Halt le dio a Will consejos e instrucciones sobre cómo comportarse en la Congregación. Anoche le había aconsejado algunas tácticas de uso en caso de una emboscada, justo el tipo de situación que Halt acababa de mencionar ahora.
—¿Cuándo vamos nosotros a…? —comenzó, pero Halt se puso súbitamente alerta.
Levantó un dedo reclamando silencio y Will dejó de hablar al instante. El montaraz tenía la cabeza ligeramente ladeada. Los dos caballos continuaron sin dudar.
—¿Lo oyes? —preguntó Halt.
Will estiró también la cabeza. Pensó que, sólo quizás, podía oír un sonido suave de cascos detrás de ellos. Pero no estaba seguro. El paso de sus propios caballos enmascaraba cualquier sonido proveniente del camino a su espalda. Si había alguien ahí, su caballo se movía llevando el paso de los suyos propios.
—Cambia el paso —susurró Halt—. A la de tres. Uno, dos, tres.
Simultáneamente, ambos dieron un toque con el pie izquierdo en las ijadas de los caballos. Sólo era una de las muchas señas ante las cuales Tirón y Abelard habían sido entrenados para responder.
Al instante, ambos caballos vacilaron en su zancada. Pareció que se saltaban un paso, después continuaron con su ritmo regular.
Pero la vacilación cambió el patrón del sonido de sus cascos por un segundo, Will pudo oír otro conjunto de cascos equinos detrás de ellos, como un eco ligeramente retrasado. Entonces el otro caballo también cambió el paso para igualar el suyo propio y el sonido desapareció.
—Caballo de montaraz —dijo Halt en voz baja—. Será Gilan, seguro.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Will.
—Sólo un caballo de montaraz puede cambiar el paso tan rápido. Y será Gilan porque siempre es Gilan. Le encanta intentar sorprenderme.
—¿Por qué? —preguntó Will, y Halt le miró con severidad.
—Porque fue mi último aprendiz —le explicó—. Y por alguna razón, a los antiguos aprendices les encanta pillar a sus antiguos maestros con los pantalones bajados —miró a su actual aprendiz de forma acusadora.
Will estaba a punto de protestar porque él nunca se comportaría de tal modo después de graduarse y entonces se dio cuenta de que probablemente lo haría, y en la primera oportunidad. La protesta murió sin ser formulada.
Halt hizo un gesto pidiendo silencio y oteó el camino delante de ellos. Entonces señaló.
—Aquel de ahí es el punto —dijo—. ¿Listo?
Había un árbol alto cerca del borde del camino con ramas que colgaban justo por encima de la altura de la cabeza. Will lo estudió un momento, después asintió. Tirón y Abelard continuaron con su paso regular hacia el árbol. Según se acercaron, Will sacó los pies de los estribos y se subió, agachado, sobre la grupa de Tirón. El caballo no varió el ritmo mientras su amo cambiaba de posición.
Cuando pasaron bajo las ramas, Will se irguió, asió la más baja y se subió a ella. En el momento en que su peso abandonó la grupa de Tirón, el pequeño caballo comenzó a pisar con mayor vigor, forzando los cascos contra el suelo a cada paso para no dar al perseguidor que venía por detrás ningún signo de que su carga se había aligerado de manera repentina.
En silencio, Will trepó más alto por el árbol hasta que encontró un punto donde tenía una buena sujeción y una vista clara. Podía ver a Halt y a los dos caballos desplazándose despacio por el camino.
Cuando alcanzaron el siguiente recodo, Halt espoleó a Tirón para que continuase, luego detuvo a Abelard y desmontó de la silla. Se arrodilló como si estudiara la tierra en busca de señales de huellas.
Ahora Will podía oír el otro caballo detrás de ellos. Miró hacia atrás por el camino por el que había venido pero otro recodo ocultaba a su perseguidor de la vista.
Entonces cesó el sonido de cascos.
Will tenía la boca seca y su corazón latía más y más rápido en su tórax. Estaba convencido de que le resultaría audible a cualquiera en un radio de cincuenta metros por lo menos. Pero su entrenamiento se impuso sobre él y permaneció inmóvil sobre la rama del árbol, entre las hojas y las sombras veteadas, vigilando el camino tras ellos.
¡Un movimiento!
Lo vio con el rabillo del ojo y ya no estaba. Observó minuciosamente el punto durante uno o dos segundos y entonces recordó las lecciones de Halt. «No concentres tu atención en un punto. Mantén un enfoque amplio todo el rato y sigue escrutando. Lo que verás de él será un movimiento, no una figura. Recuerda, él también es un montaraz y ha sido entrenado en el arte de no ser visto».
Will amplió su enfoque y escudriñó el bosque a su espalda. En el transcurso de unos segundos, se vio premiado con otro signo de movimiento. Una rama se balanceó de vuelta a su sitio, mientras una figura oculta pasaba silenciosa.
Después, diez metros más allá, un arbusto se sacudió ligeramente. Entonces vio un manojo de hierba alta que se erguía despacio de vuelta a su posición en el lugar donde un pie que pasaba lo había aplastado por un momento.
Will permaneció inmóvil. Se maravilló del hecho de que su perseguidor fuera capaz de moverse a través del bosque sin que él pudiera verlo. Obviamente, el otro montaraz había dejado atrás su caballo y acechaba a Halt a pie. Los ojos de Will se giraron para echar un rápido vistazo a Halt. Su profesor aún parecía estar preocupado con alguna señal en el suelo.
Se produjo otro movimiento en el bosque. El montaraz oculto acababa de pasar de largo el escondite de Will y se desplazaba de vuelta al camino, en un intento de sorprender a Halt por detrás.
De pronto, una silueta alta envuelta en una capa gris y verde pareció emerger del suelo en mitad del camino, unos veinte metros por detrás de la figura arrodillada de Halt. Will parpadeó. La silueta no estaba ahí, y al momento siguiente pareció haberse materializado por arte de magia. La mano de Will comenzó a moverse hacia el carcaj de flechas que colgaba a su espalda y entonces la detuvo. Halt le había dicho la noche anterior: «Espera hasta que estemos hablando. Si él no está hablando, oirá el movimiento más leve que hagas».
Will tragó saliva con la esperanza de que el personaje alto no hubiera oído el movimiento de su mano hacia el carcaj. Pero parecía que lo había detenido a tiempo. Oyó una voz alegre gritar a sus pies.
—¡Halt, Halt!
Halt se giró y se puso lentamente en pie, al tiempo que sacudía el polvo de sus rodillas al hacerlo. Inclinó la cabeza a un lado y examinó al personaje en medio del camino, que se apoyaba con facilidad en un arco largo idéntico al de Halt.
—Vaya, Gilan —le gritó—. Veo que sigues gastando esa vieja broma.
El alto montaraz se encogió de hombros y le respondió con alegría.
—Parece que este año la broma te la he gastado yo a ti, Halt.
Mientras Gilan hablaba, la mano de Will se movió con rapidez, pero en silencio, hasta el carcaj y escogió una flecha, dejándola preparada en la cuerda. Halt estaba hablando de nuevo.
—¿En serio, Gilan? ¿Y qué broma es ésa, me pregunto yo?
El asombro era evidente en la voz de Gilan al responder a su viejo maestro.
—Vamos, Halt. Admítelo. Por una vez te he vencido, y ya sabes cuántos años lo he estado intentando.
Halt se pasó una mano por la barba canosa, pensativo.
—La verdad, Gilan, me supera el porqué sigues intentándolo.
Gilan se rió.
—Deberías saber cuánto placer le proporciona a un antiguo aprendiz vencer a su maestro, Halt. Venga, vamos. Admítelo. Este año gano yo.
Mientras el personaje alto hablaba, Will tiró hacia atrás de la flecha y apuntó al tronco de un árbol a unos dos metros a la izquierda de Gilan. Las instrucciones de Halt resonaban en sus oídos: «Escoge un blanco lo suficientemente cerca como para asustarle cuando tires. Pero, por lo que más quieras, no demasiado cerca. ¡Si se mueve, no quiero que le atravieses con una flecha!».
Halt no se había movido de su posición en el centro del camino. Gilan cambiaba ahora incómodo el apoyo del peso de su cuerpo de un pie al otro. El comportamiento imperturbable de Halt empezaba a molestarle. Tenía la apariencia, de repente, de no estar del todo seguro de que Halt estuviese intentando simplemente salir de la trampa con un cuento.
Las siguientes palabras de Halt incrementaron sus sospechas.
—Ah sí… aprendices y maestros. Son una combinación extraña, sí. Pero dime, Gilan, mi viejo aprendiz, ¿no se te está olvidando algo este año?
Quizás fue la forma en que Halt hizo hincapié en la palabra «aprendiz», pero de pronto Gilan se dio cuenta de que había cometido un error. Comenzó a volver la cabeza, buscando al aprendiz de quien se había olvidado.
Según empezó a moverse, Will liberó su flecha.
El astil siseó por el aire, pasó de largo al montaraz alto y golpeó con un ruido seco, temblando, el árbol que Will había seleccionado. Gilan saltó hacia atrás del susto y acto seguido sus ojos se dirigieron hacia las ramas del árbol en el que Will se había estado ocultando. El muchacho se maravilló de que, aun cogido por sorpresa como así había sido, Gilan era todavía capaz de reaccionar con tanta rapidez e identificar la dirección desde la cual había disparado su atacante.
Gilan sacudió la cabeza, arrepentido. Sus ávidos ojos lograron distinguir la pequeña figura vestida de gris y verde oculta en las sombras del follaje del árbol.
—Baja, Will —le llamó Halt—. Y conoce a Gilan, uno de los montaraces más descuidados —le hizo un gesto a Gilan con la cabeza—. Te lo dije cuando eras un muchacho, ¿no? Nunca vayas tan rápido. No te precipites.
Gilan asintió, un poco alicaído. Y aún lo pareció más cuando Will bajó al suelo desde la rama más baja y el montaraz alto vio lo pequeño y joven que era el aprendiz.
—Por lo visto —dijo—, tenía tantas ganas de capturar un viejo zorro gris que se me pasó por alto el pequeño mono escondido en los árboles —se sonrió ante su propio error.
—¿Mono? ¿Sí? —dijo Halt con brusquedad—. Yo diría que hoy te ha hecho hacer el mono a ti. Will, éste es Gilan, mi antiguo aprendiz y ahora el montaraz del feudo de Meric, aunque se me escapa lo que hayan hecho allí para merecérselo.
La sonrisa de Gilan se hizo más amplia y le tendió la mano a Will.
—Y justo cuando estaba pensando que te había vencido, Halt —dijo alegremente—. Así que tú eres Will —prosiguió mientras se estrechaban la mano con firmeza—. Encantado de conocerte. Ha sido un trabajo muy hábil, joven colega.
Will sonrió a Halt y el veterano montaraz hizo un leve e intencionado movimiento con la cabeza. Will recordó las instrucciones finales que Halt le había dado la noche antes: «Una vez que venzas a un hombre, nunca te regodees. Sé generoso y encuentra algo en sus actos digno de alabanza. No disfrutará por haber sido vencido, pero lo aceptará con buena cara. Muéstrale que aprecias aquello. El elogio puede hacerte ganar un amigo. El regodeo siempre creará enemigos».
—Sí, yo soy Will —dijo, y después añadió—: ¿Podrías quizás enseñarme cómo te mueves así? Fue impresionante.
Gilan rió con arrepentimiento.
—No tan impresionante, creo yo. Está claro que me viste venir desde muy lejos.
Will sacudió la cabeza al recordar el esfuerzo que había hecho intentando localizar a Gilan. Ahora que lo pensaba, su elogio y su solicitud eran más sinceros de lo que había creído.
—Te vi cuando llegaste —dijo—, y vi dónde habías estado. Pero no te vi ni una sola vez desde el momento en que doblaste ese recodo. Ojalá yo pudiera moverme así.
El rostro de Gilan mostró su complacencia ante la obvia sinceridad de Will.
—Bueno, Halt —dijo—, veo que este joven no sólo tiene talento. Tiene un comportamiento excelente también.
Halt contempló a ambos: su actual aprendiz y su antiguo alumno. Asintió a Will, en aprobación de sus palabras llenas de tacto.
—El movimiento desapercibido siempre fue la mayor habilidad de Gilan —dijo—. Te vendría bien si aceptara enseñarte —se movió hacia su antiguo aprendiz y pasó el brazo alrededor de los hombros del montaraz más alto—. Me alegra verte de nuevo.
Se dieron un caluroso abrazo. Luego Halt se separó de él y le examinó con detenimiento.
—Cada año estás más seco —le dijo por fin—. ¿Cuándo le vas a poner algo de chicha a esos huesos?
Gilan sonrió. Resultaba obvio que era una vieja broma entre ellos.
—Tú pareces tener suficiente para los dos —dijo. Le dio un toque a Halt en las costillas, no muy cortés—. Esto que se ve aquí, ¿no será una barrigota incipiente? —sonrió a Will—. Apostaría a que se ha pasado estos días sentado en la cabaña dejando que tú hicieras todo lo de la casa, ¿no?
Antes de que Halt o Will pudieran contestar, se giró y dio un silbido. Unos segundos después, su caballo dobló trotando el recodo del camino. Cuando el alto y joven montaraz se dirigió hacia su caballo y montó, Will se fijó en una espada que colgaba de la silla en una vaina. Se volvió hacia Halt, confuso.
—Creía que no se nos permitía tener espadas —dijo con discreción.
Halt frunció el ceño por un momento, sin entenderlo. Entonces siguió la mirada de Will y se dio cuenta de lo que había provocado la pregunta.
—No es que no se nos permita —le explicó mientras los dos montaban—. Es una cuestión de prioridades. Hacen falta años para convertirse en un buen espada y nosotros no disponemos de ese tiempo. Nosotros desarrollamos otras habilidades —vio la siguiente pregunta formándose en los labios de Will y continuó—: El padre de Gilan es un caballero, así que él ya había estado practicando con la espada durante algunos años antes de unirse al Cuerpo de Montaraces. A él se le consideró un caso especial y se le permitió continuar con ese entrenamiento cuando era mi aprendiz.
—Pero yo pensé… —comenzó Will, y entonces vaciló.
Gilan trotaba sobre su caballo en dirección a ellos y no estaba seguro de si sería educado hacer su siguiente pregunta delante de él.
—Nunca digas eso delante de Halt —dijo Gilan, entreoyendo las últimas palabras de Will—. Él sencillamente responderá: «Eres un aprendiz. No estás preparado para pensar» o «Si hubieras pensado en ello, no lo preguntarías».
Will tuvo que sonreír. Halt había utilizado con él esas palabras exactas en más de una ocasión y la imitación de Gilan del montaraz más mayor fue asombrosa. En ese momento, sin embargo, ambos hombres le miraban a él con expectación, esperando para oír la pregunta que estaba a punto de realizar, así que se metió de lleno en ella.
—Si el padre de Gilan era un caballero, ¿no era él entonces automáticamente seleccionable para la Escuela de Combate? ¿O también pensaron de él que era demasiado pequeño?
Halt y Gilan intercambiaron una mirada. Halt enarcó una ceja e hizo después un gesto a Gilan para que respondiese.
—Podía haber ido a la Escuela de Combate —dijo—, pero elegí unirme al Cuerpo de Montaraces.
—Ya ves, algunos lo hacemos —terció Halt con gentileza.
Will reflexionó sobre ello. Siempre había supuesto que los montaraces no provenían de entre las filas de los nobles del reino. Al parecer se equivocaba.
—Pero yo pensé… —comenzó, y al instante se percató de que había errado.
Halt y Gilan le miraron, después se miraron el uno al otro y dijeron a coro:
—Eres un aprendiz. No estás preparado para pensar.
Dieron entonces media vuelta a sus caballos y se alejaron al trote. Will se apresuró a enderezar a Tirón y salió tras ellos a medio galope. Cuando los alcanzó, los dos montaraces hicieron sus caballos a cada lado, dejándole espacio para cabalgar entre ellos. Gilan le dedicó una sonrisa. Halt estaba tan adusto como siempre. Pero según continuaron en un cordial silencio, Will fue consciente de lo reconfortante que resultaba entender que ahora formaba parte un grupo exclusivo, estrechamente unido.
Era una cálida sensación de pertenencia, como si, en cierto modo, hubiera llegado a casa por primera vez en su vida.