Capítulo 15

Will condujo lentamente a Tirón a través de la multitudinaria feria que se había montado en el exterior de los muros del castillo. Parecía que todas las gentes del pueblo y los propios habitantes del castillo hubieran salido, y hubo de montar con cuidado para asegurarse de que Tirón no pisara a nadie.

Era el Día de la Cosecha, el día en que todos los cultivos recogidos se reunían y se almacenaban para los meses de invierno venideros. Tras un duro mes de cosecha, el barón permitía tradicionalmente un descanso a su gente. Cada año, por esta época, la feria itinerante venía al castillo y montaba sus tenderetes y casetas. Había tragafuegos y malabaristas, juglares y cuentacuentos. En las casetas se podía probar suerte tirando pelotas de cuero blando a unas pirámides levantadas con trozos de madera con forma de botella o lanzando aros a unos cubiletes. A veces Will pensaba que los cubiletes eran quizás un poco más grandes que los aros que te daban para lanzar ya que en realidad nunca había visto a nadie ganar un premio. Pero era todo diversión y el barón lo costeaba de su propio bolsillo.

Ahora mismo, sin embargo, a Will no le preocupaban la feria y sus atracciones. Habría tiempo más adelante para eso a lo largo del día. En ese momento, se hallaba en camino para encontrarse con sus antiguos compañeros.

Por tradición, los maestros daban libre el Día de la Cosecha a sus aprendices, aunque en realidad no hubieran tomado parte en la cosecha. Will se había estado preguntando durante semanas si Halt cumpliría con tal práctica. El montaraz parecía no saber nada de la tradición y tenía su propia forma de hacer las cosas. Pero, dos noches antes, su ansiedad se calmó. Halt le dijo con brusquedad que se podía tomar el día, añadiendo que con probabilidad olvidaría todo lo que había aprendido en los tres meses anteriores.

Aquellos tres meses habían sido una época de práctica constante con el arco y los cuchillos que Halt le había dado. Tres meses de acecho por los campos exteriores del castillo, de desplazamiento de una zona de escasa cobertura a la siguiente mientras trataba de avanzar sin que le alcanzara la vista de águila de Halt. Tres meses de montar y cuidar a Tirón, de formar unos lazos de amistad especiales con el pequeño poni.

Aquélla, pensó, había sido la parte más divertida de todas.

Ahora estaba listo para un pequeño descanso y para pasárselo bien. Ni siquiera la idea de que Horace estaría allí podría oscurecer el disfrute. Podía ser, pensó, que unos pocos meses de duro entrenamiento en la Escuela de Combate hubieran cambiado algo las agresivas formas de Horace.

Era Jenny quien había preparado el encuentro del día festivo, animando a los demás a reunirse con ella con la promesa de un lote de pasteles de carne que traería de la cocina. Ya era uno de los mejores alumnos del maestro Chubb y éste se vanagloriaba de su arte ante cualquiera que estuviese escuchando, mientras hacía el apropiado énfasis en el papel vital que su entrenamiento había jugado en el desarrollo de la destreza de la muchacha, por supuesto.

Las tripas de Will sonaban de placer ante la idea de aquellos pasteles. Estaba muerto de hambre ya que se había marchado intencionadamente sin desayunar, como para dejarles más espacio. Los pasteles de Jenny tenían ya renombre en el castillo de Redmont.

Había llegado pronto al punto de encuentro, así que desmontó y dejó a Tirón a la sombra de un manzano. El pequeño poni estiró la cabeza y miró con añoranza las manzanas en las ramas, bien lejos de su alcance. Will le sonrió y trepó rápido al árbol, cogió una manzana y se la ofreció.

—Esto es todo lo que te toca —dijo—. Ya sabes lo que dice Halt sobre comer demasiado.

Tirón sacudió la cabeza, impaciente. Aquello era aún un motivo de desacuerdo entre el montaraz y él. Will miró alrededor. No había ni rastro de los demás, así que se sentó a esperar a la sombra del árbol, recostando la espalda sobre el tronco nudoso.

—Vaya, pero si es el joven Will, ¿no es así? —dijo una voz profunda detrás de él.

Will se puso en pie bruscamente y se tocó la frente en un educado saludo. Era el mismísimo barón Arald montado en su gigantesco caballo de combate y acompañado por varios de sus caballeros de alto rango.

—Sí, señor —dijo nervioso Will. No estaba acostumbrado a que el barón se dirigiera a él—. Tenga usted un feliz Día de la Cosecha, señor.

El barón le hizo un gesto de reconocimiento y se inclinó hacia delante, encorvándose cómodamente en su silla. Will tuvo que estirar el cuello hacia arriba para mirarle.

—Debo decir, joven, que pareces todo un montaraz —dijo el barón—. Casi no te vi con esa capa gris y verde. ¿Ha estado ya Halt enseñándote todos sus trucos?

Will bajó la vista hacia la capa moteada gris y verde que llevaba puesta. Halt se la había dado varias semanas antes. Le enseñó cómo el moteado gris y verde rompía las formas del portador y le ayudaba a fundirse con el paisaje. Era una de las razones, le dijo, por las cuales los montaraces eran capaces de desplazarse sin ser vistos con tanta facilidad.

—Es la capa, señor —dijo Will—. Halt lo llama camuflaje.

El barón asintió, obviamente familiarizado con el término, que había resultado un concepto nuevo para Will.

—Asegúrate sólo de no usarla para robar más pasteles —dijo con una severidad burlona, y Will se apresuró a negar con la cabeza.

—¡Oh no, señor! —replicó de inmediato—. Halt me ha dicho que si hacía algo así me iba a curtir la piel del tras… —se detuvo incómodo. No estaba seguro de si «trasero» era la clase de palabras que se usan en la presencia de alguien de la categoría de un barón.

El barón asintió de nuevo en un intento por evitar que se le escapase una amplia sonrisa.

—Estoy seguro de ello —dijo—. ¿Y cómo te estás llevando con Halt, Will? ¿Te diviertes aprendiendo a ser un montaraz?

Will hizo una pausa. Para ser honesto, no había tenido tiempo de pensar si se divertía o no. Sus días estaban demasiado ocupados con el aprendizaje de nuevas habilidades, la práctica con el arco y los cuchillos y el trabajo con Tirón. Era la primera vez en tres meses que disponía de un momento para pensar de verdad en ello.

—Supongo que sí —dijo dubitativo—. Sólo… —su voz se apagó y el barón le miró más de cerca.

—Sólo ¿qué? —inquirió.

Will cambiaba su peso de un pie a otro, con el deseo de que su boca no le estuviera metiendo en situaciones como ésta de forma continua, por hablar demasiado. Las palabras encontraban un camino para emerger antes de que él tuviera tiempo de valorar si quería decirlas o no.

—Sólo… Halt nunca sonríe —continuó con torpeza—. Se toma las cosas siempre tan en serio.

Tenía la impresión de que el barón estaba reprimiendo otra sonrisa.

—Bueno —dijo el barón Arald—. Ser un montaraz es algo serio, ya lo sabes. Estoy seguro de que Halt te ha inculcado eso.

—Continuamente —dijo Will con arrepentimiento, y esta vez el barón no pudo evitar sonreír.

—Tú sólo presta atención a lo que él te cuenta, jovencito —le dijo—. Estás aprendiendo una tarea muy importante.

—Sí, señor —a Will le sorprendió darse cuenta de que estaba de acuerdo con el barón.

Éste se echó hacia delante para juntar las riendas. En un impulso, antes de que el noble se alejara cabalgando, Will dio un paso al frente.

—Disculpe, señor —dijo vacilando, y el barón se giró de nuevo hacia él.

—¿Sí, Will? —preguntó.

Will arrastró otra vez los pies, después continuó.

—Señor, ¿recuerda cuando nuestros ejércitos lucharon contra Morgarath?

El alegre rostro del barón se nubló con un gesto serio.

—Muchacho, no me olvidaré tan rápido —dijo—. ¿Qué pasa con eso?

—Señor, Halt me contó que un montaraz mostró a la caballería un paso secreto a través del Slipsunder, de modo que pudieron atacar la retaguardia del enemigo…

—Es cierto —dijo Arald.

—Me he estado preguntando, señor, ¿cómo se llamaba el montaraz? —concluyó Will sonrojándose por su atrevimiento.

—¿No te lo dijo Halt? —le preguntó el barón.

Will se encogió de hombros.

—Dijo que los nombres no importaban. Dijo que la cena sí importaba, pero que los nombres no.

—Pero tú crees que los nombres sí importan, a pesar de lo que te ha dicho tu maestro, ¿no? —dijo el barón, frunciendo de nuevo el ceño en apariencia.

Will tragó saliva y prosiguió.

—Yo creo que fue el propio Halt, señor —dijo—. Y me pregunto por qué no se le honró o se le condecoró por su destreza.

El barón pensó un instante, después habló de nuevo.

—Bien, tienes razón, Will —dijo—. Fue Halt. Y yo quise honrarle por ello pero no me lo permitió. Dijo que aquéllas no eran las formas de un montaraz.

—Pero… —comenzó Will en un tono de perplejidad, sin embargo la mano levantada del barón le impidió hablar más.

—Vosotros los montaraces tenéis vuestras propias maneras, Will, como estarás aprendiendo, estoy seguro. Los demás a veces no las entienden. Tú sólo escucha a Halt y haz lo que él hace y estoy seguro de que tendrás una vida honorable por delante.

—Sí, señor —Will le saludó de nuevo mientras el barón sacudía las riendas con suavidad sobre el cuello del caballo y se giraba en dirección a la feria.

—Bueno, ya es suficiente —dijo el barón—. No podemos charlar todo el día. Me marcho a la feria. ¡Quizás este año pueda pasar un aro por uno de esos malditos cubiletes!

El barón comenzó a marcharse. Pareció entonces que le asaltaba un pensamiento y tiró de las riendas.

_Will —le llamó.

—¿Sí, señor?

—No le digas a Halt que te he contado que él guió a la caballería. No quiero que se enfade conmigo.

—Sí, señor —dijo Will con una sonrisa.

Mientras el barón se alejaba, se sentó de nuevo a esperar a sus amigos.

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