El avión marciano no tenía un aspecto demasiado patológico. Era como un lápiz, largo, estrecho y debidamente ahusado. Tenía cola bideriva, y la planta motriz constaba de dos motores cohete, situados en góndolas en la parte trasera del fuselaje; era ligero y veloz como un albatros. La diminuta cabina tenía capacidad para un piloto y un pasajero, o dos pasajeros que fuesen muy delgados.
Lo grotesco eran sus alas.
Tenía la superficie alar de un campo de fútbol, necesaria en la tenue atmósfera marciana. Susana veía, a través de la ventanilla, hectáreas (así se lo parecía) de mylar plateado, casi transparente. Tenía la sensación de cabalgar sobre una enorme mariposa.
El borde del Valle apareció en el campo de visión. El avión picó levemente… y se zambulló dentro.
El Valle Marineris es un cañón de dos kilómetros de profundidad, quinientos de ancho y tres mil de largo, siguiendo con exactitud el ecuador, a lo largo de un quinto de circunferencia del planeta.
La etóloga contempló fascinada el imponente murallón que se deslizaba a estribor.
¡El resultado de la caída de una torre orbital construida hace quinientos millones de años…! se repetía una y otra vez, luchando para que mi mente se ajustara a esta nueva realidad.
El avión se alejó de las quebradas paredes. Las perdieron de vista, mientras volaban hacia el centro del Valle. Parecían sobrevolar una llanura, entre dos remotas cordilleras.
La zona central se bifurcaba en los hundimientos de Melas Chasma y Ophir Chasma; el ciclópeo barranco alcanzaba allí su anchura máxima y una profundidad de doce mil metros.
– La base de la Torre debía encontrarse en algún lugar de la región de Lunae Planum -explicó Casanova, que pilotaba-, en el ecuador marciano; al caer golpeó Marte con la fuerza de un látigo gigantesco.
El avión se elevó, recorriendo parte de su camino a lo largo del Valle y parte a lo ancho. Casanova examinó un mapa informatizado, e introdujo algunos datos en el autopiloto. Después se volvió hacia Susana.
– Podríamos comer algo, si tiene apetito.
– Sí, gracias.
El hombre abrió una minialacena situada a su derecha. Frunció el ceño, examinándola.
– Confío en que no le importará una dieta vegetariana. O casi.
– ¿No tienen…? -La etóloga que había en ella comprendió de inmediato-. No, claro. Las plantas producen diez veces más calorías por unidad de superficie que los animales.
– Aparte de producir oxígeno. No, no podemos criar animales grandes, me temo. -Sacó una bolsa. Contenía bocadillos envueltos en papel y pequeñas cajas de cartón-. Como mucho, ovejas y gallinas. Y principalmente para obtener leche, huevos o fibras textiles. La carne es sólo un valioso subproducto. Tampoco cerdos; no podemos permitirnos el lujo de criar animales que sólo sirvan para carne. Hay un proyecto para criar una raza de cerdos que consuman residuos vegetales, indigeribles para el hombre. Pero tales restos se utilizan para fabricar papel. Así que me temo que los embriones congelados lo estarán mucho tiempo. A veces ruego al cielo que nos mande un buen terraformador.
Suspiró.
– Ni vacas ni cerdos. Este planeta parece diseñado por Moisés, Mahoma y Mahatma Gandhi. -Abrió una mesita plegable-.
Veamos qué hay por aquí… Puedo ofrecerle hamburguesas de soja con sabor a glutamato, bocadillos de queso, pollo, pescado…
– ¿Pescado en Marte?
– Importado del sector japonés. Tienen piscifactorías.
– Oh. Supongo que los crían con algas cultivadas en tanque.
– Exacto, fertilizadas con biorresiduos. El plancton es un vegetal muy productivo, usted lo sabe mejor que yo. Así que, si es ictiófaga, está de enhorabuena.
Ella sonrió; seleccionó una especie de ensalada de maíz, lechuga y pescado en aceite.
– Estoy de enhorabuena. -Lo desenvolvió-. ¿Qué hago con la caja?
– Allí hay un recipiente para residuos de diferentes tipos, échelo en el compartimiento adecuado -suspiró de nuevo-. En Marte reciclamos hasta los ga es de los eructos.
– Las pirámides de Elysium -anunció Casanova horas después, señalando por la ventanilla.
Se encontraban a 15 grados latitud norte, 198 grados longitud oeste. Susana miró hacia abajo y contempló la extensa planicie de Elysium. La sombra del avión avanzaba hacia cuatro objetos dispuestos simétricamente: dos pirámides tetraédricas de gran tamaño, alineadas en una especie de rejilla invisible, en oposición a dos pirámides más pequeñas, que parecían dos miniaturas a escala de sus hermanas mayores.
– Las mayores alcanzan el kilómetro de altura -dijo Casanova-. Restos de la civilización marciana. Cuatro edificios, tan grandes como montañas.
– Esas dos grandes pirámides y las dos pequeñas… -meditó Susana en voz alta.
– Las llamamos Sub1 y Sub2.
– … se diría que están en formación, como una familia de leviatanes.
Casanova sonrió ante la idea.
Caía el crepúsculo cuando aterrizaron. El sol se hundía en el horizonte, con un espectacular despliegue de escarlata y oro, un efecto de la pulverulenta atmósfera del planeta rojo. Venus y la Tierra rivalizaban en el firmamento.
Ponerse los trajes espaciales en aquella cabinita fue todo un ejercicio de contorsionismo. Cuando Casanova vació la cabina y pudieron bajar, Susana se sentía casi aliviada.
Bajo la incierta luz, caminaron sobre el polvoriento suelo hasta la base de una de las pirámides mayores. Se erguía imponente, recortándose contra el cielo rosado, como un enorme colmillo geológico de piedra rojiza. La mujer calculó que, desde la cima, podrían verse las dos pirámides menores más al sur. En todo caso, la gemela se distinguía bien incluso al nivel del suelo.
Susana se detuvo, respirando pesadamente. El interior de su traje estaba resbaladizo por el sudor. El terreno estaba dividido en parcelas cuadradas por pivotes y cordeles, aquéllas a su vez subdivididas en cuadraditos menores. Apenas había espacio para caminar entre ellas. Los trabajadores extraían paletadas de tierra que tamizaban en busca de cualquier objeto pequeño, valiéndose de un sistema de grandes cribas superpuestas, de diferentes tamaños de malla. Éstas oscilaban movidas por pequeños motores, lanzando nubes de finísimo polvo que el viento se llevaba.
– Son antiguos mineros de la Velwaltungsstab -le dijo Casanova señalando a los trabajadores-. Por supuesto, supervisado por un equipo multidisciplinario de técnicos y arqueólogos jesuítas, a fin de evitar que destruyan algo valioso, si apareciera.
– No parece un objeto artificial visto desde aquí-comentó la etóloga alzando la vista.
Un submarinista egipcio le había descrito las pirámides de Gizeh:
Las ves de lejos y no parecen gran cosa, contaba. Tú dices: pues no es para tanto, un montón de piedras. Pero ves que te acercas y te acercas, y empiezas a decir: vaya, no son tan pequeñas como parecen. Y cuando estás al lado, te quedas sin aire y dices: esto no lo han levantado hombres como nosotros, es imposible.
Las enormes construcciones marcianas, vistas de cerca, eran mucho más impresionantes. Aquellos tetraedros de roca tenían más de ochocientos metros de arista, superando en mil veces el volumen de la mayor de las tumbas de los faraones. Y éstas no las habían hecho hombres. Literalmente.
Con sus dedos enguantados, Susana siguió las grietas de la roca.
– ¿Hay más de estas estructuras? -preguntó.
– Oh, sí -dijo Casanova-. La Pirámide del Domo, a 41 grados de latitud norte y 9 grados de longitud oeste. Cosa de dos mil kilómetros de aquí. A trescientos kilómetros al norte del Domo, la pirámide del Borde del Cráter. Más cerca de aquí, en el cuadrángulo de Cebrenia, unos 35 grados norte y 213 oeste, el Pentágono, un inmenso objeto que parece truncado, de unos quince mil metros de alto; la Pista, que va de este a oeste y tiene protuberancias cada pocos cientos de metros, y una gran melladura llamada la Cantera. Pero estas de Elysium son las únicas que nos han llegado perfectamente conservadas.
Susana intentó rascarse la barbilla, pero su mano chocó con la placa facial del casco. No se habituaba a aquella armadura; allá en los mares de la Tierra, estaba más acostumbrada a la libertad de la escafandra autónoma.
Siguiendo las indicaciones de Casanova, avanzó por el estrecho túnel que daba acceso al interior de la pirámide. Atravesaron una compuerta neumática instalada por los técnicos de Markus en la zona más estrecha del corredor, y al fin ambos pudieron librarse del aparatoso traje espacial.
Caminaron hasta una abertura con forma triangular, y atravesaron otro largo pasillo horadado en la roca. El pasillo terminó súbitamente; Susana pensó que habían vuelto a salir al exterior, pero la luz que les rodeaba era artificial. Estaban dentro de la pirámide, la primera en la que entró Markus, con cuyo nombre había sido bautizada.
Una criatura en forma de sapo, con seis brazos, se materializó repentinamente a escasos metros de Susana.