9

La nueva base del Proyecto Arca en el océano Pacífico llevaba en servicio menos de un mes. El helicóptero que transportaba a Lucas Gimeno se posó con suavidad en su flamante pista de aterrizaje.

Karl le esperaba acompañado de una muchacha. Era habitual verlo asediado por las más hermosas jóvenes; pero esta vez se había superado a sí mismo. La muchacha parecía muy joven, y su belleza sólo podía ser calificada como espectacular.

– Sandra -dijo Karl-, te presento a Lucas Gimeno.

– Karl me ha hablado mucho de ti -ella le tendió la mano. Su acento era vagamente eslavo.

– Es un placer. Eres… maravillosa -contestó él, alelado.

Realmente lo era: labios gruesos, rostro ovalado con una amplia frente, cabello castaño oscuro, muy ensortijado, ojos un poco rasgados, cuerpo de ensueño, que se adivinaba bajo el ajustado mono azul del Proyecto Arca…

– Eh, tranquilo -dijo Karl, pasando un brazo sobre los hombros de la muchacha-. Estás devorándola con los ojos, y Alexandra es una Persona Muy Importante.

– No me llames Alexandra -protestó ella.

Lucas se volvió hacia su amigo, sintiendo un extravagante ataque de celos.

– ¿Qué quieres decir?

Pero fue ella quien habló:

– Me han traído hasta aquí desde la base de Clozet, para enseñaros el manejo del nuevo equipo llegado de Marte.

– ¿Qué? -Lucas miró a su amigo, esperando que le aclarara si aquello era un camelo-. ¿Tú eres el nuevo monitor de que nos habló el coronel Toranaga?

– ¿Tienes algo contra las mujeres? -preguntó aquella jovencita, con una mueca irónica.

– Nada en absoluto, me encantan -exclamó Lucas-. Es una tradición familiar: la mitad de mis antepasados fueron mujeres. Pero tú no eres marciana.

– No -admitió ella-; nací en la Tierra, y jamás he salido de ella. Y hasta el Exterminio viví en una minúscula comarca de Uzbekistán. ¿Pasa algo?

– ¿Qué edad tienes?

– Sé un poco más galante, Lucas. Eso no se le pregunta a una señorita -se ofendió Karl. Ella declaró:

– Diecinueve.

Lucas sacudió la cabeza.

– No cabe duda de que los has empleado bien, pero no creo que hayas venido aquí para adiestrarnos.

La joven se sonrojó. Había algo más que mordacidad en su voz.

– Te crees único, ¿eh?

– Karl y yo somos los mejores. Nadie puede enseñarnos nada sobre el equipo marciano. Karl, pon punto final a este pitorreo.

– Estás meando fuera del tiesto, Lucas -le amonestó su amigo-. Esto va en serio.

– ¡Pero venga ya!

– Eres un poco cabezorro, Lucas -dijo ella con una risita.

– No me gusta que me tomen el pelo.

– No te importará seguirme, entonces.

– Cariño, te seguiría hasta el fin del mundo si me lo pidieras -dijo Lucas, melosamente.

– Te lo pido, aunque no vamos allí. Tan sólo hasta el Hangar 30.

¡El Hangar 30! Lucas se inquietó.

– La entrada está restringida en esa zona -dijo. Una broma es una broma, pero aquello iba demasiado lejos…

– ¿Queréis complacerme, apuesto galán? -dijo zalamera.

– Por supuesto. Pero podríamos ir a jugar a otro sitio, por ejemplo la cantina, te invito a…

Ella se dio la vuelta y empezó a caminar. Karl fue tras ella, no sin antes gruñirle «cretino» a su compañero. Lucas se encogió de hombros y les siguió.


Una semana atrás, el transbordador había descargado media docena de grandes cajas metálicas, llevando el emblema del Proyecto Arca bien visible, herméticamente cerradas y rodeadas de un aura de secreto. Las cajas se almacenaron en el Hangar 30, protegidas por fuertes medidas de segundad; Lucas no había vuelto a saber de ellas.

Hasta que, unas horas antes, el coronel Toranaga le había informado que él y Karl habían sido seleccionados para probar el nuevo equipo. Y que el monitor llegaría en unas horas.

Lucas se preguntó a qué tanto aspaviento. Los antiguos marcianos estaban resultando una mina de ideas, y una semana sí y otra también, les llegaban noticias sobre la última maravilla de la civilización marciana. Lucas y Karl estaban acostumbrándose a una tecnología en continuo cambio.

Sin embargo, el sigilo que rodeaba al Hangar 30 le tenía muy aprensivo.


El Hangar 30 estaba cerrado por una valla metálica, con alambre de espino en la parte superior. Sandra, siempre seguida por los dos, se detuvo ante la puerta. Por el rabillo del ojo Lucas vio al guindilla salir de la garita y avanzar hacia ellos, con una mano levantada.

Y el dedo en el gatillo del Kalashnikov.

Vaya, se dijo Lucas mientras improvisaba mentalmente una disculpa. Pero quedó atónito cuando el centinela, al verla acercarse, sacó un aparato de control remoto, apretó un botón, y la puerta se deslizó a un lado.

En cambio, a ellos les miró con cara de pocos amigos. Y amigos con bastante mala leche, además.

– Ay, chicos, qué tonta soy. -Sandra les alargó un par de tarjetas, con una sonrisita viperina-. Se me olvidaba, esto es para vosotros.

Eran dos pases magnéticos. Lucas examinó el suyo y silbó. Era Código Azul, nada menos.

Sandra se estaba poniendo el suyo en la solapa. ¡Código Plata!

¡Al parecer, aquello no iba de broma!

El impertérrito cancerbero miró y remiró los dos pases. Los pasó por un lector de tarjetas que llevaba al costado. Se encendió una luz amarilla. Volvió a mirarlos. Hizo que apretaran sus pulgares contra un círculo de plástico en el lector. Se encendió una luz verde. Los levantó a la altura de los ojos. Comparó sus rostros con los de las fotos que llevaban impresas.

Y finalmente emitió un rezongo que debía ser de asentimiento. Les devolvió los pases y alzó un reluctante par de dedos hacia su sien.

Lucas se sentía como si hubiera aprobado el examen de ingreso en la Mafia. Con sobresaliente.


Entraron en una gigantesca nave, capaz de albergar un par de transbordadores. Un grupo de científicos marcianos aguardaban en el interior.

– Llegas con retraso, Sandra -dijo uno de ellos saliendo al encuentro de la chica.

– Tuvimos un problema de… persuasión -dijo ella, lanzando una mirada socarrona a Lucas.

Pero el joven sólo tenía ojos para las seis moles que se alzaban tras los científicos, como petrificados cíclopes.

– Por todos los… ¿Qué se supone que es eso?

– Las nuevas armas llegadas de Marte. Representan lo último descubierto en los bancos de las pirámides.

Eran tremendos. Cinco metros de altura, con una enorme" cabeza ovoide, cubierta por las familiares escamas de todo diseño marciano, con una cresta de las famosas púas doradas, los órganos sensoriales. No tenían cuerpo, únicamente una especie de cilindro metálico del diámetro de un tronco de árbol, bajo el breve cuello articulado que sujetaba la cabeza. Del cilindro colgaban los brazos y las piernas. Éstas se doblaban hacia atrás, como las de un ave. Aquellos eran tan largos que se apoyaban en el suelo. Terminaban en tres garras escamosas, de aspecto muy siniestro.

El conjunto era una mezcla de orangután cabezudo y papagayo.

– Sandra es una especie de genio manejando esos chismes -siguió explicándole Karl-. Por alguna causa, encaja perfectamente. Pero han descubierto que esta habilidad puede conseguirse tras un duro aprendizaje.

– Y nos ha tocado a nosotros estar a las órdenes de esa niña.

– No te quejes, Lucas, tú eras el que quería estar al dernier cri de Marte.

Mientras tanto, y con total displicencia, Sandra se desnudó por completo, y subió a una plataforma situada junto a uno de los autómatas. Ésta ascendió hasta situarse junto al cabezón que, con un sonido pegajoso, se abrió como las valvas de una almeja descomunal. Desde abajo, Lucas vio tensarse fibras de aspecto orgánico. Sandra desapareció en el interior.

– Su turno, caballeros -dijo uno de los científicos. Apuntó con el pulgar a dos plataformas similares, como Robespierre señalando la guillotina a unos nobles franceses.

Karl y Lucas se desnudaron y subieron a sus respectivas plataformas. Éstas se elevaron; las cabezas se abrieron igual que la del robot de Sandra.

Lucas miró dentro… y sintió como si su almuerzo se negara a ser digerido. En la mitad inferior, le esperaba un lecho de carne grisácea, mojada y palpitante. Parecía una ostra cruda de dos metros de largo.

– Métase dentro -dijo el científico que estaba junto a él.

– ¿Está de guasa?

– Es seguro. No tiene nada que temer. La chica ya lo ha hecho.

Lucas se estremeció al pensar en Sandra tumbada sobre aquel lecho mojado y pringoso. La buscó con la mirada, pero la cabeza de su robot ya se había cerrado. Se volvió hacia Karl y lo vio entrar despreocupadamente en aquella… cosa.

Bueno, él no iba a quedarse atrás.

Metió un pie. Aquella ¿carne? era tan fría, húmeda y viscosa como había imaginado. Se dio la vuelta y se sentó. ¡Puajjj! Sus nalgas desnudas tocaron aquella repugnante sustancia.

– Túmbese -le instó el científico-. Y extienda los brazos.

Se tumbó, muy lentamente, y extendió sus brazos a ambos lados de su cuerpo. Cuando todo él estuvo en íntimo contacto con aquel material, éste empezó a ponerse tibio. Intentó incorporarse; no pudo. ¡Su espalda estaba pegada a aquella asquerosidad!

Mientras se preguntaba cómo era posible, vio algo horripilante. La sustancia empezó a deformarse, generando un sinfín de pseudópodos que se extendieron por su torso, brazos y piernas. Mientras avanzaban por su carne, su color viraba del gris al granate.

Lucas necesitó de todo su autocontrol para no vomitar, cuando comprendió que aquella cosa estaba ¡alimentándose de su sangre!

Nuevamente intentó incorporarse; comprobó que estaba firmemente adherido a aquella porquería. Y de forma más sólida, a cada minuto que pasaba.

– Dios mío -gimió-, que alguien me saque de aquíííí…

– No se preocupe -dijo el científico-, no hay nada peligroso en esto.

– ¿Lo ha probado usted? -aquel cabrón con bata blanca no se dignó responder. La tapa empezó a cerrarse como la de un féretro.

– No estoy seguro de poder soportar esto -dijo Lucas, intentando ser razonable.

La cabeza se cerró con un chasquido, y hubo un inacabable período de oscuridad. Lucas decidió empezar a gritar, cuando se hizo la luz a su alrededor.

Una iluminación extraña, que mostraba colores algo equívocos. No era como si la cabeza del robot se hubiese vuelto transparente. En absoluto.

Era mucho más raro. No podía ver su propio cuerpo; ni siquiera tenía una visión periférica de su nariz. Trató de mirar atrás… y casi se desmayó del susto.

No sentía la conocida tirantez de los músculos del cuello.

¡Sin embargo, veía el hangar a sus espaldas, como si su cabeza hubiera girado sin esfuerzo ciento ochenta grados! La sensación era enloquecedora. ¿Qué le estaba pasando?

Por lo que sabía sobre los instrumentos marcianos, Lucas sospechó que aquello era una ilusión, proyectada directamente en su cerebro por el mejillón pegajoso que le envolvía. No estaba viendo por medio de sus ojos, sino del extraño sistema sensorial de la cosa. Para comprobarlo, los cerró: seguía viendo sin dificultad.

En apariencia, solamente la visión estaba afectada. Al tacto, su cuerpo seguía envuelto en… uaagh.

Es tan sólo un autómata, se dijo. Otra jodida máquina marciana. Se preguntó si también podría ver el ultravioleta, o el infrarrojo.

– ¿Cómo te sientes? -la voz de Karl retumbó en su cabeza. La ilusión también se extendía al sonido.

– Como si me hubiera corrido en los calzoncillos.

– Lucas -era Sandra-, ten cuidado con lo que dices. Todos podemos oírte.

– Lo siento. No lo sabía.

– Bien, vamos a comenzar con el primer capítulo: aprender a andar.

El robot de la chica cobró vida y avanzó hacia él, con movimientos fáciles y vigorosos. Se detuvo a pocos pasos frente a Lucas.

– Adelante, Lucas, un pasito. Animo, pero con cuidado. No hemos encontrado taka-taks de ese tamaño.

Lucas observó que los científicos se habían esfumado prudentemente. Estaba claro, se suponía que él iba a manejar aquel cacharro, ¿pero cómo?

– Estoy pegado aquí dentro, como un condenado sello en la lengua de una vaca. ¿Cómo esperas que me mueva?

– Intentad andar con normalidad.

– ¿Con normalidad?

– ¿Karl?

– Lo estoy intentando.

De repente, el robot de Karl cobró vida. Pero una vida muy diferente a la de Sandra. Empezó a sacudir brazos y piernas, como si tuviera la enfermedad de Parkinson. De repente empezó a avanzar de lado, sin control.

– Ayayayayay… -oyó gritar a Karl.

– Párate -vociferó Lucas-, te vas a romper la cabeza, idiota.

El robot describió una especie de confuso paso de baile, y acabó estrellándose contra la fila de tres robots vacíos. Chocó contra el primero, desplazándolo contra el segundo, que chocó contra el tercero con un gran estruendo. Lucas esperó verlos caer como fichas de dominó; se sorprendió al ver que eso no sucedía. Los robots vacíos se movieron, zapateando contra el suelo, hasta conseguir volver a quedar equilibrados e inmóviles.

– No hay ningún peligro -dijo Sandra con tranquilidad-; los robots no pueden caer.

– Se han movido como si tuvieran vida propia -dijo Lucas, estupefacto.

– Y la tienen -explicó la chica-. Una vida vegetativa, sin voluntad. Su sistema nervioso no es más complicado que el de una lombriz. Es un cuerpo con reflejos, pero sin mente. Necesitan de nosotros para moverse; sólo tenéis que desear andar, y ellos se ocuparán del resto.

– Parece muy fácil dicho así, pero…

– Y es fácil -insistió Sandra-. Inténtalo tú, Lucas.

Fácil. Como decían en el Zen, «el águila no vuela; abre sus alas, y siente que está volando».

Es una bella frase. Pero Lucas no conocía declaraciones de águilas al respecto.

Intentó concentrarse. Es difícil hacerlo cuando estás sepultado en una jalea viscosa. Se esforzó por empujar su pierna derecha hacia delante; no consiguió moverla ni un milímetro. Pero la pata derecha del robot se elevó lentamente y se detuvo en el aire, como si hubiera quedado congelado al ir a dar un paso. El cuerpo se inclinó levemente a la izquierda, guardando un equilibrio perfecto. Lucas no había intervenido en esto último.

– Estupendo, Lucas, lo estás haciendo muy bien.

Animado por las palabras de la chica, bajó la pata y elevó la otra. Dio un par de inseguros pasos hacia delante. El robot no perdió el equilibrio en ningún momento.

El Zen estaba en lo cierto, después de todo…

– Muy bien, Lucas -dijo ella-, tienes verdadero talento.

– ¿Lo dices en serio?

– No. Pero no ha estado mal. Karl, tu turno.

El robot de Karl anduvo torpemente hacia ellos.

– Muy bien -dijo ella-; ahora salgamos del hangar. Seguidme.

La siguieron con la elegancia de un par de borrachos sobre patines. Lucas estaba seguro de que, si alguien estaba grabando eso, se reiría de sí mismo cuando lo viera. En ese momento no tenía tiempo ni humor. Estaba demasiado absorto en el proceso de mover un pie metálico tras otro.

Una sucesión de extraños caracteres, verde fosforescente, aparecieron en el aire frente a él. Algunos cambiaban rápidamente, desapareciendo por la parte inferior del campo de visión, otros permanecían inmóviles.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– ¿El qué?

– Esos símbolos.

– Escritura marciana. No te esfuerces, nadie la entiende totalmente.

– Pero… -aquello no le gustaba a Lucas- puede ser importante. Quizá me esté preguntando: Va apegarse usted un leñazo morrocotudo: ¿cancelar, aceptar o ayuda?

– Sin duda es importante, los que diseñaron estos robots se preocuparon de que resultaran bien visibles para el conductor. No te preocupes, Lucas, en Marte están trabajando duro para descifrar la escritura marciana.

Con esta exigua esperanza, salieron a una gran explanada situada tras el hangar. Lucas observó que se había acondicionado como campo de entrenamiento. Vio varias dianas fijas y guías para las móviles.

El robot de la chica se plantó en mitad de la pista.

– Quedaos ahí atrás -dijo, elevando una de las manos mecánicas con naturalidad. Lucas observó el par de cilindros metálicos que habían surgido bajo la barbilla del robot. ¿Cañones?

Efectivamente, el robot de Sandra se volvió raudo hacia una de las dianas; los dos tubos empezaron a vomitar fuego. La diana saltó por los aires, destrozada en un abrir y cerrar de ojos. Un segundo después, otra de las dianas fijas corrió igual suerte. Cada una de aquellas dianas tenía un diámetro de diez metros, y las ametralladoras del robot las habían reducido a astillas en décimas de segundos. Su potencia de fuego era realmente inconcebible.

Un blanco móvil surgió de una trampa en el suelo, a la derecha, y corrió sobre los rieles cruzando frente al robot. La cabezota giró con vivacidad, y el móvil quedó rápidamente envuelto en fuego.

Un nuevo móvil surgió a unos pasos frente al robot, y se elevó en el aire como un misil. El corpachón mecánico se flexionó hacia atrás, doblando las largas patas, y abrió fuego contra el objeto que se elevaba en aquel difícil ángulo, haciéndolo estallar antes de que recorriera unas decenas de metros.

El robot de Sandra se volvió hacia ellos. Los dos cañones humeaban bajo su cabeza ovoide; la cresta de púas doradas le daba un aspecto decididamente maléfico. A su alrededor seguían lloviendo minúsculos fragmentos del último blanco.

– Bueno -dijo la chica, alegremente-, ¿qué os ha parecido la demo?


Lucas había esperado ansioso el momento de abandonar el traje. Se preguntaba cómo lo sacarían, temiendo que la cosa podría durar horas; no fue así. Los técnicos abrieron la cabeza del robot, aplicaron una especie de electrodo a la tibia masa que lo llenaba, y de inmediato ésta se retiró de la piel de Lucas, dejándole en libertad.

Se reunió con Sandra y Karl en la cantina de la base, después de media hora bajo la ducha, restregándose la piel con una esponja áspera.

– ¿Qué tal te encuentras? -preguntó Sandra.

– Como un caramelo usado. Me pica todo el cuerpo.

– Es psicológico. No tardará en pasar.

Lucas observó las ronchas rojizas en el cuello de la chica y en el de su amigo. Imaginó que bajo el mono de reglamento tendrían el cuerpo cubierto de marcas iguales, como él.

– ¿Psicológico, eh?

– Te acostumbrarás.

– Eso me temo. -Alzó una mano llamando a la camarera-. ¿Qué estáis tomando?

Kumiss. Leche fermentada -dijo Karl, alzando un vaso lleno de un fluido blanquecino.

– No me digas.

– Sandra lo ha puesto de moda. El auténtico kumiss se hace con leche de yegua, pero…

– ¿Qué va a ser, Lucas?

La camarera -Lucas recordó que su nombre era Ana- se inclinaba junto a él, esperando.

– Pruébalo, hombre, no seas aprensivo.

Sandra sonreía, dibujada en su cautivador semblante aquella perenne expresión de chacota.

– Vale, tomaré también uno de esos. Después del robot, ya no me asquea nada.

Ana regresó al cabo de un momento con el brebaje y se lo sirvió.

– Puedes dejar ahí la botella, preciosidad -dijo Karl sonriéndole.

Lucas miró el vaso al trasluz, tomó un largo trago y dijo:

– No está mal del todo. Veremos qué viene después.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó su amigo.

– Me refería a los armatostes marcianos… No puedo imaginar qué otra cosa encontrarán todos esos grandes meollos que están trabajando ahí arriba.

– ¿Echáis de menos Marte? -les preguntó Sandra.

– Nunca has estado allí, ya me lo dijiste -dijo Lucas-. Bueno, si hubieras estado, no preguntarías eso.

– ¿Por qué?

– Marte es el culo del Sistema Solar, cariño -se adelantó Karl-. Lucas y yo nacimos allí, y no le tenemos ningún apego. Se parece tanto a una patria como una madre a un trozo de alambre. La Tierra sí que es un sitio por el que combatir.

– Deberíais de haberla conocido en otros tiempos -dijo la chica con melancolía.

– Sí, algo hemos oído.

– Lo que una vez fue, volverá a ser, o dejaré de ser quien soy -dijo Karl, elevando su vaso. No quedaba muy coherente, pero brindaron por ello.

– Con ayuda de artilugios como esos robots -dijo Sandra dejando su vaso sobre la mesa-. Por eso debemos continuar, aunque todo parezca una locura.

– ¿Lo crees de verdad? -preguntó Lucas.

– ¿Lo dudas? -Sandra parecía confusa.

– ¿Qué provecho puede tener algo así? Ha sido diseñado para la lucha cuerpo a cuerpo, ¿contra qué enemigos? Hasta ahora todo se ha resuelto lanzándonos un maldito rayo de antimateria. ¿Cómo podemos luchar contra algo así?

Sandra le miró a los ojos, muy seria.

– Estoy segura que esos robots tienen una misión que cumplir. Si los antiguos marcianos se tomaron la molestia de dejarlos ahí para nosotros…

– ¿Para nosotros? ¿Cómo puedes decir eso?

– Por lo que sé, se le han hecho algunas modificaciones; básicamente están tal y como los dejaron los viejos marcianos, ocultos en largas espirales de ADN artificial, esperando a que nosotros los desarrolláramos.

– Igual que las naves. Ya lo sabemos.

– Sí. Pero vosotros habéis conducido esas cosas con una especie de enlace neurálgico. Algo muy fino, sin duda, y que fue diseñado centenares de millones de años antes de que el primer australopiteco vagara por la Tierra. ¿Cómo pueden encajar tan bien en nuestros sistemas nerviosos?

Lucas y Karl reflexionaron un instante.

– Quizás, los marcianos eran muy parecidos a nosotros -aventuró el segundo.

– Eso es improbable.

– ¿Entonces? -dijo Karl, sirviéndose otro vaso de aquella pócima-. Quizá tengas una respuesta mejor.

– Puede que no. -Sandra le tendió el suyo-. Puede que no…

Lucas tomó otro trago de kumiss. No tenía demasiado alcohol, pero sospechó que tanto su amigo como la chica empezaban a estar algo cocidos.

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