25

– ¡Despierta, Lucas!

– ¿Uh?

– ¡Despierta!

Lucas se despertó en una cama mojada y pegajosa. Qué noche tan húmeda. Tendría que poner un ventilador. De repente recordó dónde estaba.

Su robot seguía la marcha como un sonámbulo. Estirar pata, agarrar, flexionar, estirar la otra, buscar apoyo, soltar brazo, buscar apoyo… el robot realizaba aquellos movimientos en tanto que su portador dormía. El cable tenía tantas irregularidades, que se podía descender por él sin demasiados problemas. Al menos de momento.

Ahora era su turno de guardia. Bostezó y echó de menos un buen desayuno de café, tostadas con mantequilla y miel, zumo de naranja… se relamió. Las intravenosas eran un sustituto poco placentero.

– De acuerdo, Sandra, puedes echar un sueñecito. Nosotros vigilaremos tu cacharro. Quedas oficialmente relevada y todo eso.

– Bien.

– Sin novedad, Lucas -informó Karl.

– Estupendo. -Un día más de soberano aburrimiento. Se forzó a observar.

La Tierra apenas había crecido. Pero Lucas notó que el robot tenía una leve tendencia a la caída. Pronto sería necesario pilotarlos en el modo directo.

Las labores de vigilancia de la flota no eran precisamente abrumadoras. El almirante Jean Paul Al-Hassad Ghadban se dio cuenta de ello, a los pocos días de tomar el mando de la Flota Unificada.

La flota no tenía de unificada más que el nombre. En toda su vida no había visto una reunión más discordante de cascos.

Había cruceros lanzamisiles de la antigua Velwaltungsstab, con sus escoltas de corbetas robot; hidroalas patrulleros brasileños; arcaicas fragatas nucleares de la Marina Panislámica; submarinos y cañoneros láser tex-mex; unos cuantos portaaviones japoneses (superpesqueros adaptados, en realidad), que transportaban la reducida fuerza de cazas de despegue vertical. En cuanto a los mercantes, apresuradamente reconvertidos en portahelicópteros y plataformas lanzamisiles o de artillería radiante, su número, tonelaje y diversidad eran asombrosos. Fuera del alcance de la vista patrullaban los AWACS, y las cámaras de los satélites espía no perdían ripio.

El almirante dio un último repaso a su imagen en el espejo. La aprobó. Cuando se está en una situación como aquella, de esperar y ver, no se debe permitir la menor informalidad. Los hombres debían mantenerse alerta y siempre dispuestos, y los pequeños detalles como la indumentaria eran importantes.

Como cada mañana, se dirigió al puesto centralizado de mando en su buque insignia, acompañado de su estado mayor. Bajo el cálido sol ecuatorial, su gorra era una sartén invertida que le cocinaba el cráneo. Hizo caso omiso a la molestia; sólo se permitió un inaudible suspiro de alivio, al entrar en la fresca atmósfera acondicionada.

Según su costumbre, examinó uno a uno los sistemas de detección: radares, infrarrojos, ultravioletas, eco-sonar, hidrófonos, sismógrafos enterrados en el fondo… Prestó especial atención a estos últimos.

El problema era que detectaban demasiadas cosas. Le resultaba raro pensar que, a dos mil metros bajo ellos, el lecho oceánico se rasgaba lentamente como una sábana vieja, burbujeando con la lava, sacudido por numerosos microsismos, a medida que los continentes se separaban centímetro a centímetro, como venían haciendo desde hacía cien millones de años. En la Dorsal Atlántica se detectan más de un centenar de terremotos al año. El almirante pensaba que aquello camuflaría cualquier actividad alienígena, por ello le interesaba.

Cuando acabó la inspección, el almirante Al-Hassad salió al tórrido aire libre. La flota se mantenía a más de diez millas náuticas de la Isla del Cielo, formando un gran círculo.

La examinó con los prismáticos, más que nada por curiosidad. Difícilmente podría ver algo que se les hubiese escapado a los sistemas de vigilancia.

La isla no era más que una pirámide de roca negra, totalmente desprovista de vegetación. Lo más inquietante era el largo dedo azabache que señalaba al cénit. Examinó el cable, apenas visible en el índigo neblinoso de la distancia. Se elevaba recto hacia el cielo, hasta perderse de vista casi sobre su cabeza.

– Hábleme de su plan, Leontiev -dijo, volviéndose hacia uno de sus hombres.

– Es sencillo, almirante -respondió el aludido-. Enviamos un vehículo submarino hacia la isla…

– Robotizado, por supuesto.

– Sí, almirante. Un vehículo con ruedas guiado por cable. Cuando esté a poca profundidad, iza unas boyas con cámaras de televisión, igualmente por cable, y las fija al fondo. Así evitamos emisiones que puedan ser detectadas. También podríamos instalar otro tipo de sensores…

– Parece bastante discreto -reflexionó el almirante-. Me gusta, aunque ¿tiene idea de dónde podemos conseguir un vehículo de esas características?

– No debería ser difícil. Las compañías petrolíferas los usan en operaciones de mantenimiento.

– Bien.

El almirante volvió a mirar a la isla con los prismáticos. No parecía haber ninguna abertura. Y eso le daba que pensar. ¿Por dónde vendría el ataque?

Se ajustó la gorra y mandó preparar su helicóptero. El día anterior había visto que, en varios buques, los marinos iban en calzoncillos. Cierto es que hacía calor, pero ese descuido no debía tolerarse.

Lenov se vistió con un judogi, ceñido por un cinto más ancho de lo común, y se sentó sobre sus talones, en el centro de la vacía sala de juegos.

Durante largo rato, mantuvo la mirada fija al frente, centrada en un punto situado a unos dos metros; sus ojos brillaban de furia. Llevaba en el cinto una katana, atravesada sobre la cadera izquierda, con el filo hacia arriba y formando un ángulo de treinta grados con el eje del cuerpo, de modo que la empuñadura o tsuka cruzaba y protegía su abdomen, además de quedar cerca de la mano derecha.

Respiraba lenta y profundamente con el diafragma, reteniendo levemente el aire. Aquello era el zanshin: acción dentro de la calma. Debía permanecer neutral, libre de toda emoción, deseo o idea preconcebida, con total disponibilidad física y mental, alerta todo el tiempo, para que la acción surgiese libre del pensamiento o de las emociones, lo que le permitiría reaccionar frente al adversario de la misma manera que el espejo refleja instantáneamente el objeto que aparece ante él; cada movimiento debía ser sobrio y preciso, el resultado de la armonía y unidad absoluta entre la mente, el cuerpo, el sable y el ki, la energía vital. Su mirada era viva y penetrante, como si realmente mirara a un adversario sentado frente a él. La mirada revelaría a los observadores el grado de concentración y conocimiento real de la kata que iba a realizar.

Y, en un momento dado, comenzó el nuki-tsuke.

Realizó varias acciones simultáneas: apoyó los dedos de los pies en el suelo, enderezó el cuerpo, emitió una espiración corta, al tiempo que el índice y el pulgar derecho se apoyaban en la empuñadura del sable, y la mano izquierda sujetaba la vaina, empujando la guarda o tsuba con el pulgar. Empezó a desenvainar, con el pomo apuntando al abdomen de su enemigo imaginario.

Los primeros veinticinco centímetros de la hoja surgieron con el filo hacia arriba; en ese momento su mano izquierda giró la vaina, situándola horizontal. Al mismo tiempo adelantó el pie derecho. El resto de la hoja fue surgiendo con velocidad gradualmente creciente, máxima al final. Lanzó un fuerte «¡YIAAA!», mientras golpeaba el tatami con toda la planta del pie derecho, al tiempo que atrasaba el hombro y cadera izquierdos, procurando mantener los pies paralelos y, estirando el tronco y el brazo derecho hacia delante, lanzó un veloz corte en oblicuo ascendente hacia la garganta de su enemigo imaginario: seme, el desequilibrio.

Su adversario, de existir, estaría sorprendido ante la velocidad de su amenaza y la fuerza de su kiai, y se habría inclinado hacia atrás, perdiendo el equilibrio durante unos valiosos segundos. Y era sólo el principio. Ahora venía el furikabute (armar el sable): con el cuerpo bien derecho, flexionó el codo y alzó el sable sobre su cabeza, hasta ponerlo en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados sobre la horizontal, donde lo empuñó su mano izquierda, mientras hacía una profunda inspiración abdominal. Lo sujetó sin crispación, con pulgares, anulares y meñiques.

Y llegó el momento del kiri-tsuke: ¡cortar! Cuerpo vertical, tensión en el abdomen, brazos relajados, piernas paralelas, espiración brusca, ¡ahora!

– ¡YIAAA! -aulló, concentrando su ki en el grito.

El sable relampagueó velozmente en vertical de arriba abajo, con la mano izquierda haciendo palanca sobre la derecha, en un fulminante shomen uchi que hubiera partido la cabeza de su adversario imaginario. Antes de que tocara el suelo, Lenov lo frenó en seco con un leve giro de muñecas.

Quedaban dos tiempos: chiburi (limpiar el sable de sangre imaginaria) y noto (envainar); pero Lenov siguió dando sablazos al vacío, cortando con saña a sus enemigos invisibles… hasta que, finalmente, cayó de rodillas agotado.


Acurrucada en la penumbra, Susana observaba al ruso. Sentía deseos de acercarse a él. Estaba segura de que Lenov necesitaba urgentemente la compañía de alguien, un hombro sobre el que llorar, unos oídos que escucharan su dolor.

Ella sabía cómo se sentía; lo sabía perfectamente, casi era experta en el tema. Pero no podía hacer nada; no podía exponer a otros ojos su propia debilidad. Enfrentarse al ridículo, era la única cosa que temía más que la soledad.

Era preferible seguir allí, mirarle desde la zona no iluminada de la sala de juegos, bien protegida por la oscuridad, en silencio.


Los tres robots de combate llevaban días bajando por el cable. Lucas se sentía bastante molido. Era mucho tiempo envuelto en aquella cosa, entumecido por la falta de movimiento. Sentía que su piel iba a pudrirse por la humedad. Pero sabía que esa sensación sólo existía en su cerebro, su piel estaba perfectamente oxigenada y nutrida por aquella cosa que la envolvía.

Los científicos afirmaban que un hombre podría pasarse años metido en aquella cosa, sin ningún inconveniente para su organismo.

Y no había enemigos a la vista. El Universo se había reducido al Cable y la Tierra a sus pies. Por ello, acogió con reservas el plan de Karl.

– Puede ser peligroso.

– Oh, claro. Pero pensadlo. Tarde o temprano tendremos que entrar a instalar las cargas, ¿no? Tenemos que saber cómo es esta maroma por dentro.

– Creo que tienes razón, pero no me gusta. Habría que cortar, y… ¿no crees que eso haría sonar las alarmas?

– Puede que sí, aunque es un riesgo que debemos correr. Por otro lado, ¿has pensado que cada día se nos va a hacer más difícil bajar?

En eso, Lucas estaba de acuerdo. Sus robots pesaban cada vez más. Eso significaba que no podían confiar en sus cerebros de mosquito; debían pilotarlos ellos. Por tanto, tenían que dormir menos, o retrasarse en el plan. Eran como alpinistas, comiendo y durmiendo colgados de la roca.

Sandra intervino:

– ¿Por qué no hacemos un agujerito? Tal vez las alarmas no estén pensadas para cosas así, después de todo hay impactos meteóricos. Vamos a abrir un pequeño boquete y veremos qué pasa.

Lucas la miró; aquel robot con pinta de dinosaurio era muy poco expresivo. Los tres compañeros permanecieron silenciosos.

– ¿Por qué no? -habló Lucas.

– De acuerdo. -El robot de Karl asió con una garra el cañón de partículas e hizo algunos ajustes en los controles.

Lucas tomó un pedazo de la superficie del cable con su garra. El material era muy extraño, una especie de costra fácilmente desmenuzable para la garra del robot, ligera, llena de grietas e irregularidades. Parecía piedra pómez o ladrillo poroso.

– Un disparo a baja intensidad -advirtió Karl-. Apartaos.

Así lo hicieron. Hubo un relampagueo azulado, como un arco de soldadura, y una pequeña explosión abrió un cráter en la superficie del cable.

Lucas dirigió su mirada en todas direcciones, esperando ver… no sabía qué. Sin embargo, todo aparecía tan tranquilo como siempre.

– Fijaos en esto -señaló Karl. Los tres se acercaron, deslizándose de lado.

Había un cráter humeante de un metro de diámetro. Estaba lleno de… parecía una serie de fibras del grosor de una muñeca humana, varias de ellas cortadas y quemadas por la descarga. A Lucas le recordaba una cuerda desgastada, mostrando el trenzado de fibras de cáñamo.

En aquel momento presenciaron un espectáculo pasmoso. Una especie de gelatina rojo transparente manaba del boquete. El líquido, muy viscoso, burbujeaba y emitía vapor en aquel cuasivacío. Muy poco a poco, la gelatina se espesaba y se volvía opaca, hasta convertirse en una costra sólida.

Karl tomó un pedazo con la garra. Todavía conservaba fluida la parte interior.

– Es increíble. Es… cómo decirlo… una cicatriz. Un sistema de autorreparación.

Lucas sintió incrementarse su sensación de extrañeza. De repente tuvo la impresión de ser una hormiga bajando por un tronco de pino. Aquella superficie le recordaba poderosamente a la corteza, muerta y agrietada.

– Bien -observó Sandra-, eso lo arregla todo.

– ¿Qué arregla?

– Si tienen un sistema de reparación automática, ¿para qué instalar una alarma? Lo que implica que nadie aparecerá por aquí.

– Creo que Sandra está en lo cierto -acordó Lucas-. El cable es demasiado largo para mantener una vigilancia permanente, a costa de numerosísimo personal.

– Aún no hemos visto al personal -les recordó Karl-, y no sabemos nada en absoluto sobre su número. Pero estoy de acuerdo. Si no nos han detectado ya…

El cañón de partículas disparó por segunda vez, abriendo un boquete del tamaño de la caja de un camión. El robot de Karl se introdujo por ella, blandiendo el cañón como un tiranosaurio fusilero.

– Entrad. Con cuidado.

Lucas pasó al infrarrojo. Los colores cambiaron, volviéndose extraños.

Dio un paso dentro, cuidando dónde ponía las patas.

No era un árbol. ¡Era un bambú!


El cable era hueco. Claro, ¿por qué no? Si aquella estructura servía como ascensor espacial, el tráfico debía ser o bien exterior o interior. Evidentemente, lo segundo. Trató de hallarle un sentido a lo que observaba.

Era como ver la torre Eiffel por dentro. El interior del cable estaba desprovisto de aire u otros gases, aunque no totalmente vacío. De un lado a otro lo atravesaban una especie de arbotantes curvos y vigas rectas, transversales o en diagonal. Según pudo advertir, tenían sección transversal en H o en X.

Otras vigas eran verticales, extendiéndose de arriba abajo, formando grupos de seis. También observó que, cada pocos cientos de metros, había un voladizo o reborde anular que sobresalía de la pared del tubo hueco. Para continuar la semejanza, serían los nudos de la caña, aunque en este caso no eran tabiques completos.

Los tres amigos permanecieron un buen rato en silencio.

– Esto parece un ser vivo -susurró Sandra-. Fijaos que no hay superficies planas. Todas son curvadas.

Lucas estuvo de acuerdo. Tampoco, descubrió, aparecían tuercas o remaches en donde debía haberlos; aquella fabulosa estructura parecía haber crecido, no sido montada. No le extrañó su semejanza con una obra de ingeniería.

– Es lo que yo esperaba -dijo Karl con suficiencia-. El Dedo es un ser tecno-orgánico, como nuestros robots.

Lucas miró a sus compañeros… o a sus robots, más bien. Bajo la visión infrarroja, presentaban un extraño moteado de rojos, amarillos, blancos, verdes y azules.

– ¿A qué esperamos para seguir bajando? -dijo Lucas.

– A nada -el robot de Sandra dio una zancada y se posó sobre una viga, las garras de las patas firmemente apretadas.

Los dos hombres la siguieron. No era nada difícil; los brazos, largos como los de los gibones, facilitaban mucho el movimiento de braceo. Los pies se aferraban de modo automático. Su progresión fue más y más rápida. A sus espaldas, el boquete se iba cubriendo de tejido cicatricial.


El enjambre de sondas que controlaba la Hoshikaze giraba locamente, en cambiantes órbitas, en torno a los etéreos anillos del gigantesco planeta. Buscando, fotografiando, analizando cada rastro de radiación que pudiera delatar a otro de aquellos artefactos, abandonado hacía eones en aquel mar de hielo flotante.

Y los había. Muchos. Por cientos. Por miles.

Aproximadamente, 630.000, con un error de más-menos 14.000.

La gran pantalla de la sala de reuniones mostraba una vista polar de Júpiter, obtenida por una de las sondas. Los anillos del planeta habían sido intensificados para que aparecieran lo más claramente posible.

Los anillos blancos estaban repletos de parpadeantes puntos luminosos.

– Esos puntos representan rastros de radiación semejantes a la pila atómica del traje que encontramos. Quizá cada uno de ellos sea un traje -decía Kenji.

– Están prácticamente infestados -se asombró el padre Álvaro.

– Eso parece -comentó Susana-. ¿Kenji, está lista la proyección?

– Sí, Susana.

En la pantalla, uno de los puntos luminosos creció hasta transformarse en un parche cuadrado. Se situó en un extremo de la imagen.

– Esta foto fue obtenida por la sonda 34. Fijaos en su aspecto.

No era como lo que habían encontrado unos días antes. Era casi una esfera, algo bulbosa. La imagen se animó, la esfera crecía.

– Reprogramamos la sonda para que se acercara lentamente al objeto y…

– Está abierta -profirió el teniente Shimizu.

– Sí, y la sonda se introdujo en su interior -los focos de la sonda 34 se encendieron, iluminando el interior del caparazón vacío- Ésta es mucho menor, sólo treinta metros de diámetro.

La sonda se movía por el interior del traje. Salvo la forma, se parecía mucho al primero que habían visto. Susana señaló las diferencias.

– Fijaos en esas aletas de refrigeración. Los tubos contienen amoníaco. Están pensados para extraer calor de dentro. Muchos de los controles son gemelos de los del primero. Y hay más, mucho más. No apartéis la vista de la pantalla.

Uno a uno, los puntos de luz se dilataron, formando nuevos parches cuadrados, que se fueron alineando junto al primero. Cada uno mostraba imágenes de artefactos.

Sus formas eran muy variadas: esferoidales, lenticulares, elípticas, aovadas, cuadrangulares, poliédricas…

– ¡Los anillos fueron colonizados por un montón de especies diferentes! -exclamó Yuriko sin dar crédito a lo que veía.

– ¿Son todos tan antiguos como el primero?

– Hasta el momento, el primer traje es el más reciente de todos -dijo Kenji-. Algunas fechas pueden remontarse a diez millones de años antes del primer traje.

– Efectivamente, esas cosas llegaron a la órbita de Júpiter -prosiguió Susana- y se establecieron en sus anillos. Me pregunté qué edad tendrían estos. Mandamos a Marte todo lo que hemos descubierto sobre ellos, análisis del hielo, contenido en isótopos y un montón de datos más, y…

– Los anillos son tan antiguos como la primera de las sondas -dedujo Lenov.

– No pueden precisarlo con exactitud; los astrónomos están de acuerdo en que los anillos llevan ahí, cuanto menos, quinientos millones de años. Sin embargo, esto no fue lo más sorprendente: la composición del hielo es igual al caldo orgánico que llenaba el interior del Arat…

– Hace más de quinientos millones de años -repitió Susana-, criaturas llegadas desde la nube de Oort se establecieron aquí. Quizás usaron los restos de varios cometas en los que viajaron, para construir un habitat parecido al que habían abandonado en Oort. Los desmenuzaron y crearon los anillos de Júpiter. Me pregunto si los anillos de Saturno, Urano y Neptuno tienen el mismo origen.

– Tan sólo suposiciones -titubeó el franciscano-. ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Mirad.

Susana ordenó los diferentes tipos de trajes, de más antiguos a más modernos, y pidió al ordenador que mostrara el vaciado de todos ellos.

Vieron aparecer, alineadas una junto a otra, una serie de formas sorprendentes, que empezaban en una especie de icosaedro con tentáculos, y concluían en la ballena gigantesca.

– FUNDIR -ordenó Susana.

Lentamente, el ordenador transformó la criatura con tentáculos en Taawatu.

– Alienígenas llegados de la Nube de Oort se adaptaron a la atmósfera de Júpiter. Para ello debieron modificar su constitución, y por supuesto, todo su metabolismo…

»Me pregunté: ¿como lo hicieron?, y volví a descongelar los cadáveres de los invasores. Habíamos aceptado que eran máquinas, hechas con carne y sangre, pero máquinas al fin y al cabo. Pero encontré algo que me llevó a pensar que el fantasma de Jean Baptiste Lamarck iba a tomarse la revancha definitiva sobre el pobre Charles Darwin…

Susana dibujó algo en la pantalla del ordenador. -Éste es el dogma básico de la biología molecular:


ADN – › ARN – › Proteína


»Las flechas indican que la información viaja siempre del ADN a la proteína, de los genes a los caracteres observables, nunca a la inversa. No hay herencia de caracteres adquiridos: si juegas al tenis, tus hijos no nacerán con el brazo derecho más fuerte.

»Y estamos tratando con algo similar: un organismo que, literalmente, puede modificar de modo voluntario su propia herencia…

– Ingeniería genética -concretó Kenji.

– No, algo mucho más simple, y más complejo a la vez. Los genes de esas criaturas son capaces de aprender, de registrar información.

Susana borró la anterior fórmula de la pantalla del ordenador, y escribió:


ADN ‹ – › ARN – › Proteína


– No se trata de algo tan extraordinario como pudiera parecer. Los virus con ARN, los retrovirus, realizan la transcripción inversa, copiar ARN como ADN.

– ¿Y eso que demuestra? -preguntó Yuriko.

Era evidente que no comprendían. Tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.

– La enfermedad de Alzheimer.

– ¿Qué?

– La enfermedad de Alzheimer forma parte de un grupo de enfermedades, cuyo agente causal es una extraña cosita: una molécula de proteína sin ADN. ¿Cómo puede algo así transmitir su herencia?

Susana añadió una nueva flecha a la fórmula:


ADN ‹ – › ARN ‹ – › Proteína


– La traducción inversa -exclamó triunfante-. El mecanismo molecular por el que los genes pueden aprender. Una rareza en la Tierra… y algo perfectamente posible para esas criaturas. Su ADN puede ser, literalmente, programado igual que un ordenador.

– Susana -Lenov sacudió la cabeza-, no te estamos siguiendo… bueno, al menos yo no… ¿Qué quieres decir con…?

Susana recorrió la sala con sus ojos. De todos, sólo el padre Álvaro parecía comprender el alcance de sus descubrimientos. Y era patente que no le gustaba.

Susana se volvió hacia la pantalla que mostraba el monumental disco de Júpiter. Apenas podía contener la salvaje alegría que burbujeaba en su interior; una excitación que sólo estaba al alcance de unos pocos: el éxtasis intelectual ante el problema resuelto…

Para Susana, no había nada comparable al momento en que todas las piezas encajan y la verdad aparece ante los ojos, pura y cristalina.

Pero necesitaba pruebas. Y sabía lo que eso significaba.

Miró a Lenov.

– La verdad sobre nuestro -¡nuestro!- pasado, ha permanecido sepultada bajo esos nubarrones, durante quinientos millones de años.

Por primera vez en mucho tiempo, el ruso sonrió con sinceridad.

– Eso quiere decir que ha llegado la hora de los héroes -dijo feliz-. Habrá que descender a Júpiter para averiguarlo, ¿verdad?

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