La horda alienígena trepaba hacia ellos. Eran cosas que emitían un apagado resplandor granate en los infrarrojos; al principio, Lucas apenas pudo distinguir su forma, como algo agusanado, del tamaño aproximado a un ser humano. Luego, cuando estuvieron más cerca de lo que jamás hubiera deseado, comprobó que eran una versión adaptada de los que atacaron la Hoshikaze: cuerpo de gusano, cabeza apepinada con una docena de ojillos… las semejanzas acababan aquí.
Las criaturas del Dedo eran de un negro melánico, oscuras y brillantes como los élitros de un escarabajo. Tenían extremidades adecuadas a la alta gravedad, y órganos manipuladores en forma de pinza para cubitos de hielo. Su morfología presentaba múltiples variantes, del tamaño de un niño de diez años al de un caballo, bípedas, cuadrúpedas y hexápodas. Sus armas parecían formar parte de su cuerpo: lásers de baja intensidad, lanzadores de proyectiles (parecían dispararse mediante explosivos químicos) y afiladas cuchillas y púas en sus miembros.
Un grupo descendía hacia él por una de aquellas vigas. Lucas apuntó y apretó mentalmente el gatillo. Sus armas sonaron como la camisa de un gigante al rasgarse, la llamarada le cegó momentáneamente, los alienígenas fueron destrozados, y algunos de ellos huyeron a grandes saltos, ágiles como monos.
Sandra y Karl disparaban contra los de abajo. El cañón de partículas hizo saltar las vigas, en cegadoras explosiones blancas.
– TENEMOS QUE INSTALAR LAS BOMBAS -se oyó a Sandra.
A buena hora se le ocurre, pensó Lucas. Aún estaban demasiado altos; y estaba claro que no podrían hacerlo ante… testigos.
Lucas vigilaba nerviosamente hacia lo alto, en busca de más alienígenas. Vio la mancha descendente de uno de los elevadores.
– AHORA VERÁN ESOS CABRONES -profirió Karl.
– ¡¿Qué vas a hacer?! -gritó Lucas.
Todo sucedió tan rápidamente que Lucas se maravilló de haber podido captar tantos detalles. Karl disparó el cañón de partículas contra la jaula hexagonal del ascensor, en un punto situado más abajo, cortando dos de las vigas longitudinales con precisión. El elevador pasó como un rayo… y descarriló.
El vehículo atravesó el entramado de vigas como una bala un cesto de paja, abriendo un amplio boquete, rozó contra la pared con una cascada de chispas blancoazules, rebotó, chocó con la pared opuesta… y se perdió de vista allá abajo, siempre golpeando, girando, rebotando, destrozándose y pulverizándose a cada choque.
– ¡Eso les dará un buen dolor de cabeza! -dijo Karl, jubiloso.
Las ametralladoras de Lucas abrieron un ancho surco en las filas alienígenas. El cañón de partículas disparó sobre él, quemando y aniquilando a los restantes.
Parecía que no quedaban más… por el momento.
– ¡No podremos contenerles si siguen viniendo! -exclamó- ¿Está despejado el camino hacia abajo?
– Sí… eso creo -dijo Karl-. Deberíamos plantar las bombas, y bajar tan pronto como podamos.
– Será una catástrofe -acordó Sandra-, pero no podemos hacer otra cosa. Vamos a separarnos ciento veinte grados cada uno: yo a la derecha, Lucas a la izquierda. Karl, tú las plantas aquí y luego vigilas con esa pieza de artillería. Si aparecen más de esos bichos…
– Me los cargo. Descuida.
Captaron la idea. Si venían más alienígenas, Karl los atraería.
– Colocad las bombas escondidas… debajo del voladizo, tal vez, donde sea, pero que resulten difíciles de encontrar.
A Lucas le disgustaba separarse de sus compañeros, aunque convino en que era el plan óptimo.
– Dejemos unas cuantas para que las encuentren -sugirió-. Tenemos de sobra.
– Buena idea. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Conforme.
Lucas se alejó en la selva surrealista, siempre saltando sobre las vigas. Trató de orientarse en aquel laberinto; no era fácil, muchas vigas estaban destrozadas por el impacto del elevador. Bueno, eso proporcionaría más escondites. Confiaba en que los alienígenas tuvieran demasiado que desescombrar.
Se sentía fatigado de tensión. La atmósfera del robot era húmeda, pegajosa y maloliente como unos calcetines sudados. Poco tiempo atrás se lamentaba del aburrimiento… el largo y tedioso descenso le parecía ahora tan remoto como las vacaciones veraniegas del año anterior.
Calculó que estaba en el punto indicado. Soltó una de las pesadas esferas de su cintura y, manejando la pinza con sumo cuidado, activó la espoleta y programó la explosión, según el ciclo horario convenido (las piezas tenían el tamaño adecuado; sin embargo, era tan difícil como enhebrar una aguja).
Adhirió la bomba bajo el saliente y comenzó a caminar de nuevo. Debía dispersar las bombas para dificultar su localización. Situó la siguiente entre un amasijo de vigas destrozadas.
Siguió caminando. Empezaba a extrañarle la ausencia de enemigos. ¿Sería posible que no los hubiesen descubierto? Indudablemente, la torre era grande, con mil lugares en que buscarlo, pero la zapatiesta que armó Karl debió alertarlos, por tontos que fueran.
O tal vez, sí eran tontos… aquellos bichos quizá no fuesen distintos a los que nombraba el informe de la Hoshikaze. La facultad de autorreparación de la torre quizás incluyese brigadas de mantenimiento.
¿Dónde poner la siguiente? Aquí, pegada a una de las vías del elevador. No había visto descender ninguno, quizás habían suspendido el tráfico. Estaba buscando un lugar para instalar la cuarta cuando los alienígenas cayeron sobre él.
Muchos kilómetros más abajo, el mar se había convertido en un escenario de pesadilla. Los proyectiles caían desde el cielo levantando inmensos surtidores de agua y vapor; raras veces impactaban sobre un barco, pero eso no importaba. Las enormes olas se sucedían una tras otra, causando estragos en los puntos de caída. Nubes de vapor recién condensado cubrían el cielo, descargando lluvias calientes.
Cuando el primer monstruo cayó sobre él, Lucas pensó que era un fragmento de las vigas. Súbitamente reparó en las patas.
Gritó de terror. Una criatura se arrastraba sobre la cabeza de su robot, como un horrible insecto o araña. Trató de sacudirla con una pinza, y casi pegó contra la cabeza. Otras dos saltaron.
Lucas las aplastó contra la viga más cercana, golpeando su cabeza contra la misma, como un toro embistiendo. Las cosas surgieron de sus escondrijos, y sus ametralladoras rugieron barriéndolas. Otras más aparecieron bajo él. Furioso, las aplastó con las patas. Parecían estar por todas partes… disparó de nuevo, las aplastó con pinzas y patas…
– ¡¡LUCAS!!
– NO VENGÁIS -gritó-. PONEOS A SALVO. LA MIS…
Una fuerte explosión lo hizo saltar. Su cabeza golpeó contra el acolchado viscoso que lo envolvía. Aturdido, trató de mirar en torno; algo parecía funcionar mal… no podía interpretar nada de lo que veía… intentó agarrarse. De repente descubrió que no tenía brazo derecho… ¿o era el del robot? Estaba cayendo.
Un tremendo golpe le sumió en la oscuridad.
Flotaban en un cielo azul oscuro sobre un manto de nubes color pergamino, que reflejaban la luz del distante sol.
Sobre el Piccard podían advertirse algunos cirros de amoníaco, nubes altas y leves como plumas. El sol formaba un halo al refractarse su luz a través de los minúsculos cristales de amoníaco sólido.
El paracaídas del que colgaban hacía ahora el papel de un ala delta, llevándolos en un suave planeo hacia las nubes de abajo. Era hora de hinchar el dirigible. Presionó otra palanca.
La complicada estructura se desplegó como un telescopio. Al instante, los calentadores empezaron a llenar las celdillas de gas con hidrógeno caliente.
Al reducirse la velocidad por la resistencia que presentaba el dirigible, el paracaídas colgó inerte. Lenov vigilaba el altímetro; no respiró tranquilo hasta que se mantuvo constante: ahora flotaban apaciblemente en el cielo de Júpiter.
Triunfal, anunció por la radio:
– Aquí Piccard. Hemos tomado tierra… bueno, hemos tomado aire.
El altavoz le llevó un alegre clamor.
– ¡Enhorabuena, Piccard/ Transmite señal de vídeo.
– Enterado… ahí va. -Leyó los instrumentos-. Estamos a diez mil metros sobre el techo de las nubes… Nuestra altura es de 130 kilómetros… qué barbaridad, en la Tierra sería una órbita de satélite… la presión no es alta: 0,4 atmósferas; hace un frío que pela, de 153 bajo cero. Ahora conecto los sensores neurales de Semi. Es todo tuyo, preciosa.
– Enterado, Vania -respondió el delfín.
A partir de ahora, debía confiar en el innato sentido de las corrientes de Semi, amplificado por los instrumentos. El Piccard soltó un poco de gas y la hélice principal empezó a voltear. El delfín inclinó los timones horizontales, y el dirigible empezó un lento picado, descendiendo en dirección a las nubes blancoamarillentas de abajo.
Lenov notó que podía ver el movimiento de las sombras con el paso del tiempo. Sorprendente pero lógico: Júpiter tiene una rotación de unas nueve horas. Trescientos sesenta grados en nueve horas… hmmm… cosa de dos tercios de grado por minuto. O sea, el ancho de la luna llena cada medio minuto. ¡No es raro que se percibiese a simple vista!
A medida que descendían, las nubes eran más claramente visibles. Lenov sabía que eran nubes de cristalitos de amoníaco, muy similares a los cirros terrestres. Sobre sus cabezas se advertían pequeñas colas de gato, como decían los marinos.
A Lenov le preocupó; la atmósfera del colosal planeta no es demasiado sosegada. Como confirmando sus temores, el delfín dijo:
– Siento turbulencias, Vania. Una corriente ascendente.
En efecto, la sonda estaba siendo zarandeada, subiendo y bajando varios metros cada vez.
– ¿Sí? Eso es que descendemos en el centro de la zona. Dirígete un poco al norte.
– Bien.
El Piccard tomó un nuevo rumbo. Los vientos ascendían en tromba por el centro de la zona, dividiéndose en dos, al norte y al sur, en dirección a los bordes.
Al igual que en la Tierra, el aire caliente ascendía y los vapores disueltos se condensaban; tan sólo que aquí los vapores eran de agua y amoníaco, en lugar de agua sola. Las corrientes de aire ascendente caliente y húmedo eran las responsables de la capa de nubes; un efecto comparable a los alisios en la Tierra.
La fuerza de Coriolis, mucho más intensa en Júpiter, desviaba este movimiento al oeste y al este. Allí, en el borde ecuatorial de cada zona, los vientos soplaban hacia el oeste; en el borde opuesto hacia el este. Por ello, el Piccard fue arrastrado a gran velocidad.
– Piccard, estáis derivando al noreste.
– Sí, Yuriko, lo sabemos. El centro de la zona es muy movido.
– Bien, tened cuidado.
Cuando el Piccard alcanzó la capa de nubes, se sumergió en ella. Lenov contempló con suspicacia el marfileño puré que los rodeaba, que tendía a hacerse más y más oscuro.
– Confío que sepas lo que haces.
– Descuida.
Lenov tocó un botón y quedó al descubierto un panel. Allí se quedarían pegadas cualquier clase de partículas atmosféricas, como moscas sobre papel adhesivo. Un tubo inhaló una mezcla de gases y cristales de amoníaco.
– Muestras recogidas. Sigue el rumbo, abajo y al norte.
– Bien. Creo que no tardaremos en salir de las nubes.
– Estupendo.
La luz ambiente empezó a aumentar; la calima se volvió de un blanco luminoso, y se hallaron fuera de la zona, en la frontera con el cinturón adyacente…
Era una visión impresionante.
El Piccard se hallaba en un desfiladero de nubes. A la izquierda, los celajes de amoníaco blancoamarillentos de los que habían salido. A la derecha, separada por una inmensa brecha de aire claro, un imponente murallón de cúmulos color castaño.
Las nubes se retorcían, se arremolinaban y se alejaban a ambos lados, ya que el Piccard flotaba justo donde los vientos son más fuertes, de cuatrocientos kilómetros hora… Naturalmente, no podían advertirlo; su aparato era arrastrado por el propio viento.
– Atención, Piccard. Atención, Piccard.
– ¿Qué sucede, Yuriko?
– Mejor será que os apartéis del camino que lleváis. Ante vosotros se está formando un huracán del tamaño de Rusia.
– ¡Mierda!
Desde la órbita, la tripulación de la Hoshikaze pudo ver cómo nacía. La línea fronteriza entre el blanco y el pardo presentaba enormes ondulaciones. Un pseudópodo blanco se introducía en la banda marrón; como una ola al romper en la playa, se curvaba más y más, hasta que se separó en un vórtice blanco que giraba con lentitud.
Susana lo reconoció; era un mecanismo idéntico al que genera los huracanes en la Tierra, justo en el Ecuador. Ella los conocía bien. Y los temía como a pocas cosas en el mundo.
Júpiter tiene un eje con una inclinación de no mucho más de un grado. No posee estaciones como la Tierra. Por otro lado, la principal fuente de calor es interna, ya que Júpiter emite más calor del que recibe del Sol. Por ello, entre los polos y el ecuador no hay apenas variaciones de temperatura, como las que en la Tierra provocan las borrascas de frente. Las bandas ecuatoriales del planeta eran rasgos estables, como los alisios en la Tierra o la zona de calma intertropical.
En pocas horas se hubo formado la gigantesca perturbación ciclónica. Tenía el aspecto de un pequeño remolino blanco, aunque era efecto del tamaño. Como todo en Júpiter, su escala era gigantesca, abarcando varios millares de kilómetros de radio. Allí, los vientos debían aullar a una pavorosa velocidad, que en la Tierra únicamente se alcanzaría en algunas corrientes en chorro de la estratosfera.
Y el minúsculo Piccard se dirigía hacia ella…