La cabeza del marciano era parecida a la de un sapo, ancha y de gran bocaza. Su piel lampiña y verdosa estaba cubierta de verrugas, también como las de un sapo. Tenía seis patas con dobles articulaciones, y un rabo pelado salía de su trasero. Sus ojos emitían un brillo amarillento. Si la escala era uno-uno, el ser era del tamaño de un chimpancé.
Susana extendió una mano, atravesando la figura.
– Un nativo de Marte -dijo Casanova con voz profunda.
Susana contempló boquiabierta los fantasmas de los marcianos, conforme iban apareciendo. Se volvió hacia Casanova:
– ¿Hologramas?
– Los marcianos dejaron mucha información en forma de hologramas -explicó el hombre, como si se tratara de la cosa más natural del mundo.
Los marcianos, observó Susana, no guardaban relación con los vertebrados terrestres. Aquellas criaturas tenían tres pares de extremidades, algo inexistente en el árbol evolutivo terrestre. Las manos anteriores tenían tres dedos y un pulgar oponible, largos y divididos en cuatro falanges, con las yemas almohadilladas. Las centrales tenían también cuatro dedos, ninguno oponible. Las inferiores, cuatro dedos cortos, gruesos y de piel recia.
A juzgar por las imágenes, el par central era una especie de comodín. Podía asir objetos, pero no manipularlos con delicadeza, y también ayudar en la locomoción. Las manos centrales estaban siempre listas para, nunca mejor dicho, echar una mano a las anteriores o posteriores.
– Investigar la vida de los marcianos -decía Casanova mientras caminaban por la amplia sala- es como recomponer un puzzle: las imágenes han sido fotografiadas y clasificadas por sus actitudes, hemos recopilado un vasto archivo gráfico.
Fue señalando lo que se había descubierto. Los hologramas los mostraban comiendo, durmiendo en una especie de cunas triangulares, empuñando herramientas adaptadas a sus manos, fabricando telas, muebles o metales, investigando la Naturaleza con instrumentos de vidrio y metal curiosamente similares a los terrestres… Las representaciones eran tanto estáticas como dinámicas: corrían sobre cuatro o seis extremidades, trepaban a árboles en forma de candelabro, flotaban en el agua, nadaban con brazadas que les hacían parecer barcas de seis remos.
Sobre su vida diaria habían abundantes referencias. Cultivaban unas plantas herbáceas de las que colgaban unos racimos carmesíes, pescaban una especie de medusas con patas, o trabajaban en talleres o factorías. Viajaban en barco o automóvil y volaban en aviones semejantes a murciélagos; también conocieron los viajes espaciales. Nunca aparecían cazando, sin embargo, ni luchando entre ellos.
– ¿De dónde han salido todos estos hologramas? -preguntó Susana-. ¿Qué soporte ha podido durar todo ese tiempo?
– Se lo mostraré.
Casanova avanzó hacia el centro de la gran sala. Allí se abría un gigantesco pozo, de paredes perfectamente lisas. Habían colocado vallas de protección, pintadas en vivos colores, en torno a su perímetro, y una manguera luminosa descendía hacia las profundidades. Un pequeño ascensor había sido adosado a la pared.
A una orden suya, unos asistentes les proporcionaron un par de trajes térmicos, semejantes a los utilizados por los exploradores polares.
– ¿Hace frío ahí abajo?
– Mucho frío. Ese pozo desciende cinco kilómetros en la corteza marciana. A esa profundidad desemboca en una especie de caverna tallada en la roca viva. La temperatura es de sesenta grados bajo cero, así que conecte la calefacción del traje antes de que lleguemos abajo.
Descendieron. La manguera luminosa discurría frente a ellos como una serpiente de fuego, proyectando sombras fantasmagóricas contra las paredes pulidas como cristal. Susana siguió el consejo de Casanova y conectó la calefacción. El frío aún no había empezado a dejarse sentir, pero el fantasmal aspecto del túnel vertical le provocaba escalofríos.
El ascensor se detuvo en el centro de una caverna cuyo techo estaba apenas a dos metros de altura, pero se extendía a su alrededor, hasta donde alcanzaba la vista. Las paredes eran de roca cubierta de escarcha.
– Ésta es la parte realmente importante de la pirámide. El resto es sólo un reclamo… -Casanova buscó la palabra adecuada-, una boya señalizadora.
Al hablar emitía un espeso vaho blanco. Realmente hacía frío. Susana se colocó la capucha y la máscara para caldear el aliento.
Casanova se puso en marcha hacia el fondo de la cueva, alejándose de la boca del túnel. Se cruzaron con varios técnicos y trabajadores, todos embutidos en trajes térmicos.
– ¿No podrían calentar esto un poco?
– No. Y hay una buena razón. Ahora la verá.
Después de caminar unos minutos, alcanzaron la pared de la cueva. Esta relucía a la luz de los focos instalados en el techo, como una gigantesca joya multicolor.
Susana se fijó con más atención. Toda la pared estaba recubierta por prismas triangulares de unos quince centímetros de lado, cuidadosamente apilados unos contra otros. A izquierda y derecha, la pared luminosa se perdía en la distancia. Susana se sintió como una mosca en el escaparate de una joyería.
– Parecen diamantes.
Casanova sacó uno con cuidado y se lo entregó a Susana. El prisma medía unos veinte centímetros de largo, y era de un peso sorprendente. Había algo en su interior.
– Son diamantes. Carbono cristalizado -dijo Casanova, y ante la mirada de incredulidad de Susana añadió-. Creemos que artificiales, pues todos son exactamente iguales, incluso a nivel atómico. Pero lo más valioso está en su interior, fíjese…
Susana lo miró al trasluz. Efectivamente, en el centro geométrico del diamante parecía flotar una pequeña burbuja ovalada, de apenas dos centímetros de diámetro.
Y en el interior de la burbuja habían unos cristales.
– ¿Qué es? -preguntó Susana.
– Tardamos mucho en averiguarlo. Es ADN. Ácido desoxirribonucleico cristalizado.
– ¡Oh!
– El mejor sistema para guardar información, el más compacto y fiable. Ése es el legado de los marcianos, Susana.
– Pero ¿ADN? ¿Similar al nuestro? Al terrestre, quiero decir.
– Prácticamente idéntico. Pero, no se sorprenda tanto, todo esto no puede ser casual. Construyeron las pirámides sobre terreno geológicamente estable, pensando en que durarían hasta que se desarrollase vida inteligente en la Tierra… y que sufriría el mismo destino que Marte. Ambas son almacenes… tal vez «bibliotecas» sería una mejor palabra… de cristales de ácido nucleico.
– Información viva…
– Sí, complejos como virus e inertes como microchips. Aquí se guardan los cristales-simiente de las naves espaciales que usted ya conoce. De los hologramas que ya ha visto. Y otras cosas, productos de la biomecánica marciana que vamos descubriendo día a día… -Se permitió un toque de humor-. Almacenados en los recipientes más caros del mundo.
– ¿Cómo los leen…? Quiero decir, ¿cómo los activan?
Casanova sonrió detrás de su máscara y volvió a colocar el prisma en su lugar.
– ¿Recuerda que, cuando vio las pirámides desde el avión, comentó que le parecían algo viviente, como una familia de leviatanes caminando en formación?
– Sí, pero…
– Con ese comentario se acercó más a la verdad de lo que jamás hubiera imaginado.
– ¿Qué?
– Las dos pirámides menores son organismos vivos.
Era noche cerrada cuando partieron en un vehículo terrestre. Les acompañaban algunos empleados de la Velwaltungsstab, que aprovecharon el viaje para dormir. Susana no pudo hacerlo. Sentía una fuerte sensación de irrealidad, encerrada con media docena de durmientes, en una cabina oscura, recorriendo un paisaje extraterrestre igualmente oscuro.
Su litera estaba al lado de la ventanilla. Se dedicó a contemplar el terreno, cubierto por la fina y brillante capa de escarcha nocturna. Pero apenas podía distinguir detalles en la rojiza noche marciana. Logró reconocer a Fobos en el negro cielo; se movía casi tan rápido como un dirigible de carga.
Estaba demasiado inquieta para leer. La diminuta luna se puso, y volvió a salir, y a ponerse, mientras viajaban por el desierto gélido.
Las horas pasaban lentamente.
Llegaron a Sub1 al amanecer. Del suelo se elevaba vapor de agua, que se sublimaba en nubecillas de cristales de hielo, en el aire glacial de las alturas.
Al entrar, Susana se fijó en la pared exterior. La mayor parte del volumen de la pirámide lo ocupaba un grueso caparazón rocoso, que hubiera soportado una guerra atómica, en palabras de Hans Wilhelm Scalfaris, el técnico grecoalemán que los guió.
– Estas dos estructuras -explicó- son células de quinientos metros de diámetro. Es la única forma de describirlas.
Sonrió satisfecho, como si él las hubiera inventado.
– ¿Qué otra cosa, sino un ser vivo podría perdurar quinientos millones de años? -siguió diciendo-. Es la única máquina capaz de autorrepararse indefinidamente.
– ¿Aquí fabrican las naves espaciales? -preguntó Susana, un tanto estúpidamente. Estaba fatigada, inquieta, destemplada, y sus ritmos circadianos eran un verdadero barullo. Tal vez a ello se debía la sensación de rareza, que no la había abandonado.
– Sólo los huevos. El proceso de crecimiento se desarrolla en órbita.
Susana asintió, como si fuese lo más lógico del mundo.
– Ya lo he visto.
– En realidad, aún no hemos llegado a comprender la función de una milmillonésima parte del ADN contenido de las dos pirámides. Markus sostiene una curiosa teoría -Scalfaris sonrió con benevolencia-: algunos contienen memorias codificadas de antiguos grandes hombres, mejor dicho, grandes marcianos; sus Einstein, Mozart, Goya, Shakespeare…
Suspiró y añadió, un tanto grandilocuente:
– Pero no hemos aprendido lo suficiente como para activarlos. Hay tanto por investigar todavía… somos como eruditos del Renacimiento, escrutando los libros del pasado en busca de luz. Tenemos una biblioteca que nos mantendrá ocupados estudiándola, durante el próximo millón de años.
– Pero no tenemos un millón de años para la visita -recordó Casanova-. Paracaló, Hans…
– Desde luego. Seguidme, hite.
Así lo hicieron. El lugar era muy distinto a la excavación de la Gran Pirámide. Aquí pululaban técnicos con bata blanca, guantes y gorro de cirujano, en un ambiente pulcro y aséptico.
– La pirámide hunde una especie de radículas a gran profundidad en el suelo marciano -explicaba Scalfaris-. De allí obtiene los componentes químicos, requeridos para sus procesos de síntesis o su mantenimiento…
Dio unas palmadas en la pared rocosa.
– Las pirámides están hechas para durar. Ya habéis visto el caparazón. Ni siquiera los rayos cósmicos lo penetran, sólo unos pocos neutrinos. De hecho, tenemos instalado un observatorio de neutrinos solares en una caverna lateral.
– Eso protegerá al ADN de mutaciones -dijo Susana.
– Sí, lo que garantiza su óptima conservación. Bueno, aquí está lo que llamamos el complejo interno.
Estaban en una sala tallada en la roca. Un gran ventanal permitía una visión del hueco interior de la pirámide. Susana se acercó a mirar.
Aquello recordaba una especie de laboratorio gigante, o una factoría química con intestinos de vidrio. Era un laberinto de tuberías, conductos, bolsas, tanques, canales, cisternas, depósitos… Los tubos, en su mayor parte transparentes, palpitaban, se agitaban, o se estrangulaban como válvulas, para cerrar el paso de algunas sustancias.
Parecía el citoplasma de una célula, en efecto. En alguna parte debería estar el núcleo, el cerebro central del complejo, pero no sabría reconocerlo.
– Lo que no comprendo es… no importa. ¿Cómo funciona?
– Verá. Suponga que necesita, qué diré yo, hemoglobina de jaguar. ¿Cómo haría para obtenerla?
– Iría a un banco de ADN, el de la World Life por ejemplo -respondió Susana sin dudarlo-; cogería ADN de jaguar, seleccionaría el gen de la hemoglobina, lo clonaría, las copias clónicas las integraría en plásmidos, incubaría éstos en un medio de cultivo con bacterias y, cuando los plásmidos se incorporasen al ADN bacteriano, las bacterias me producirían toda la hemoglobina de jaguar que necesitase.
– ¡Exactamente! -Scalfaris soltó el adverbio como si Susana hubiese ganado un automóvil con su respuesta-. Pero aquí vamos más allá. Podríamos obtener el jaguar entero.
– ¿Y si necesito un retablo del siglo XV?
Casanova parpadeó, como si no esperase una pregunta así. Scalfaris respondió sin inmutarse.
– Si se conforma con una fotografía, sería casi lo mismo. Primero, naturalmente, hace falta que alguien haya codificado cada punto de la imagen, y la haya registrado en forma de una larga secuencia de ADN. Luego… es cuestión de disponer de un mecanismo decodificador adecuado. Como éste. -Señaló al complejo interior.
– ¿Quiere decir que los marcianos podían almacenar en ADN cualquier clase de información? Aparte de jaguares, me refiero.
– Almacenar y manipular. Como un ordenador. Los hologramas de los marcianos, ¿los ha visto, verdad?, salieron de aquí.
– ¿Y si lo que necesito es… otra pirámide?
Esta vez Scalfaris pareció sentirse inseguro.
– Pues… es una buena pregunta. Pero si encontráramos la información adecuada, no veo por qué no. Aún hay mucho ADN que examinar; allí debe de estar codificada la información para construir otra pirámide. Supongo.
Los tres permanecieron un momento en silencio, meditando. Casanova lo rompió.
– Esto me recuerda un cuento que leí una vez. Un sacerdote azteca ha pasado toda su vida buscando sin éxito el nombre de Dios; está escrito, según la tradición, en un lugar donde todos lo pueden ver, pero de modo que no pueda ser destruido. El sacerdote es condenado por los españoles a ser devorado por un jaguar. Y entonces, en el momento de morir, lee el nombre de Dios escrito en las manchas de su piel.
– Podríamos hacerlo -exclamó Scalfaris.
– Pues no lo haga -dijo Susana, aún mirando el complejo-. Los creyentes de una religión rival despellejarían a los pobres jaguares.