29

El Piccard avanzó a través del desfiladero de nubes.

A ambos lados se alzaban las ciclópeas murallas de cúmulos, tan altas como el monte Everest de la Tierra, castaño a un lado, blanco al otro. Y frente a ellos, la Tormenta.

Su abrumador tamaño empequeñecía la inmensa escala de Júpiter. Se alzaba hasta el cielo como un enorme hongo negro-escarlata, superando en altura los mantos de nubes de zona y cinturón. A su alrededor, las nubes eran hechas jirones y engullidas. Lenov sintió un escalofrío. ¡Era… monumental… enorme… inmensurable! Bueno, le faltaban las palabras.

– Echad una ojeada a esto -murmuró, enfocando una cámara hacia la Tormenta. Oyó las exclamaciones de asombro de sus colegas, allá en la nave.

El Piccard corría hacia ella, a cuatrocientos veinte kilómetros por hora.


Semi decidió descender. Soltó más gas, inclinó los alerones y forzó la impulsión. Lenov no podía hacer más cosa que confiar en sus instintos, desarrollados por su milenaria adaptación al mar.

El barómetro bajaba…

– ¿Estás segura de lo que haces?

Por completo -contestó Semi. Lenov rogó que fuera así.

Los nubarrones castaños se extendían ante ellos, como un inmenso acantilado de diez mil metros de alto. Semi pretendía descender bajo ellos, justo en el centro del cinturón, bajo aquellas nubes que recordaban un montón de coliflores marrones.

Observó nerviosamente en la dirección de la tormenta. Allí, en la lejanía, había una especie de formación en forma de tronco de cono invertido, que se iba tiñendo de carmesí (extraño. ¿De dónde saldría ese material?), como una réplica en miniatura de la descomunal Mancha Roja.

Hacia abajo… no pudo ver bien. Era como una neblina muy oscura.

Lenta aunque tenazmente, el Piccard se dirigía hacia las nubes del cinturón, en un picado suave.


Yuriko caminaba en nerviosos círculos.

– ¿Alguna novedad? -preguntó por enésima vez.

– Ninguna, Yuriko -dijo Shikibu levantando la vista de la pantalla de radar-. Parece que intentan ponerse a salvo hundiéndose. Indudablemente, más abajo la atmósfera será más tranquila.

– Y, ¿qué encontrarán? Apenas tenemos una idea de lo que hay bajo esas capas.


Atención, Vania, te estás hundiendo demasiado.

Lenov también se hallaba pensando lo mismo. El flujo de viento era descendente en el centro del cinturón, y les empujaba hacia abajo. Y había algo más que le preocupaba.

El Piccard era un globo de aire caliente. Si la temperatura del aire aumentaba, su poder ascensional se vería mermado. Y si descendía, encontraría aire más y más caliente, con lo que… mejor no pensarlo.

El aparato colgaba ahora seis mil metros bajo las nubes pardas del cinturón, en un sandwich de aire medianamente claro. Bajo él, a unos diez mil metros, estaba la siguiente capa de nubes, ésta de cristales de hielo. Y bajo ella, tal vez lo que estaban buscando… agua líquida. Se estimaba que la temperatura subiría por encima de cero bajo el siguiente estrato de nubes.

Pero las presiones se acercarían ya a las diez atmósferas: era como para pensarlo dos veces.

Y más abajo, a presiones aún más altas y temperaturas sobre los cien grados, la atmósfera se iría convirtiendo en el océano gigante de hidrógeno que formaba la mayor parte del planeta, en el que la Tierra entera podría caer como una piedra en un estanque, con un ligero chapoteo…

Maldijo sonoramente a Júpiter. Estaba harto de nubes.

Pero, por el momento, el Piccard seguía hundiéndose en las abullonadas nubes marrones. Pronto la luz quedó bloqueada, como bajo una negra nube de tormenta de la Tierra. El barómetro se había estabilizado.

Leyó los instrumentos. Estaban a unos noventa y cinco kilómetros sobre la superficie, sea lo que fuera ésta… la presión había subido a una atmósfera y media: no demasiado para el aparato. La temperatura exterior era de ochenta grados bajo cero. Para lo que era Júpiter, primaveral.


Semi se sumergía en el mar gaseoso. Sentía sobre su piel el liviano peso de la columna de aire, su sonar recibía señales electrónicas convertidas en sonido, sus otolitos sentían los casi imperceptibles movimientos de su nave-cuerpo. Una débil corriente arriba-abajo, el flujo laminar este-oeste, un leve retorcimiento que era la débil mano de la tormenta.

Podía hundirse más, pero todos sus nervios gritaban en contra. No luches contra el agua, es más fuerte que tus débiles músculos, le decía su instinto. Aprovecha su fuerza. Juega al judo con las corrientes. Cabalga las olas.

Para salvarse de las profundidades, debía entrar en la tormenta.


¿Que va a hacer qué? -exclamó una atónita Yuriko. -Es la única solución. -Pero… es una locura. ¡Lo prohibo!

– Yuriko, tú no estás aquí abajo -dijo Lenov, educado pero firme-. Si nos quedamos más en este nivel, iremos descendiendo poco a poco. Las celdillas no pueden contener más gas caliente. Y allá abajo… bueno, no habrá forma de ascender de nuevo.

Lo que proponéis es un suicidio rápido.

– Creemos que no. Semi y yo estamos de acuerdo. Será más seguro en el ojo de la tormenta que fuera.

Sigo pensando que es una locura.

Lenov suspiró. ¿Por qué no estaría ahora pescando anchoas en la costa de Perú? Le repitió su plan. Por fin, Yuriko dio su aprobación reluctante.


Semi abrió las válvulas y el Piccard prosiguió su descenso a niveles más bajos de la atmósfera. El plan era introducirse en la, tormenta por abajo.

Para ello, descendieron hasta los sesenta kilómetros. La presión alcanzaba allí las cuatro atmósferas y la temperatura solamente era de dieciocho grados bajo cero.

Poco a poco, el firmamento se fue cubriendo de opacas nubes rojo sangre.

Lenov estuvo muy ocupado en esas horas.

Mientras, el Piccard chapoteaba entre las nubes rojas. Las corrientes lo hacían girar sobre un eje vertical, pese a que habían soltado a proa un ancla flotante aérea, una especie de cola de cometa que los mantendría proa al viento y ofreciendo una resistencia mínima.

La presión disminuyó con rapidez y Semi soltaba más gas. Pero las bajas presiones producían también una fuerte corriente ascendente, como esperaban.

El Piccard había comenzado a ascender, cuando se produjo la catástrofe.

De repente fue sacudido por una fuerte racha de viento. El Piccard comenzó una frenética serie de giros que casi enloquecieron a Lenov. Semi gritó. Su chillido parecía el desesperado aullar de una sirena.

Soltó el ancla aérea. El Piccard siguió girando, como un patito de goma en el torbellino de una bañera que se vacía. Sus giros eran ahora sobre su centro de gravedad, más cortos, más rápidos. Una centella saltó entre las nubes. Lenov, aturdido, contó uno, dos, tres… antes de recordar que aquello no le serviría de mucho. ¿Cuál era la velocidad del sonido en la atmósfera de Júpiter?

La voz de la Hoshikaze se llenó de estática.

– ¡Piccard, resp… bzzz…

– ¡No os recibo bien, Hoshikaze!

Llegó el trueno; un trueno mucho menos bronco que el de una tormenta terrestre, si no más bien agudo, como un grito de dolor. Lenov recordó sus inmersiones en atmósfera de oxi-helio, en las que la voz humana se vuelve chillona. Aquello les divertía…

Vientos de… bzzz… sssss… no recibí…

– ¡Yo tampoco os oigo!

Rrrr… ¡contesta, Pie… rrrr…

– ¡Hoshikaze! ¡Hoshikaze, no os oigo!

Oím… bzzz…

Era inútil. La atmósfera se había vuelto loca y el Piccard flotaba desvalido, como una pluma arrastrada por un vendaval. El peor enemigo de un dirigible es el viento. Lenov casi gritó ¡tenemos que salir de aquí! Aunque era indudable que el delfín no necesitaba tales consejos.

Otro relámpago centelleó. De nuevo el trueno chillón… más cerca. Hubo un crujido metálico. Lenov, al oírlo, sintió un estremecimiento. De nuevo un crujido. El altímetro indicaba que el Piccard perdía altura; indudablemente, había pérdida de gas… Un nuevo crujido… y el Piccard se partió en dos. La mitad posterior, conteniendo el módulo de regreso y el impulsor principal, se hundió como una piedra. La mitad anterior, con la góndola de mando, se elevó. Las luces de la cabina se apagaron y luego se encendieron de nuevo, al entrar en acción las baterías de emergencia. Lo que quedaba del Piccard giraba en el infierno de nubes escarlata, y su rotación disminuía con celeridad.


Como un corcho saltando del cuello de una botella, el Piccard emergió al aire claro, en el ojo del huracán. Flotaba en el centro de un grandioso embudo de nubes rojas, como si estuvieran en la arena de una plaza de toros. Las murallas nubosas se alzaban a su alrededor, mientras arriba relucía el sol en el cielo índigo. La navecilla se alzaba y se alzaba, en dirección al aire límpido de las alturas. Una válvula automática soltó gas para impedir que estallase. No es porque importe mucho, pensó Lenov con melancolía. Inclinándose como pudo, logró divisar cómo la mitad de popa se hundía hasta perderse de vista en el fondo del embudo.

¿Nos… zzz, Pie… rrr… Contest… zzz…

Lenov contestó la llamada; y en la forma más neutral posible, explicó su estado.


¡Muy alto, muy alto, maldición!, pensó Al-Hassad.

Una deslumbrante bola de fuego había estallado a un cuarto de la altura de la torre, cortándola limpiamente. Los marinos de la flota no pudieron verlo a través de las nubes, pero el resplandor fue claramente perceptible.

El almirante ordenó despejar el flanco Este de la torre. El gigantesco cilindro empezaba a derrumbarse hacia tierra.

Lentamente.

Y conforme caía, explotaron más bombas.

Aquel era el plan B: un intento desesperado de fragmentar la torre lo más posible, a fin de evitar el máximo de daño. Mientras descendían, los muchachos habían colocado varias cargas dispersas, antes de instalar la principal.

La torre quedó dividida en varias docenas de trozos, reducido el extremo más cercano a tierra a una fracción de la longitud total.

Los trozos de torre empezaron a arder por la fricción…


Para Lucas, todo aquello no fue sino una inmensa confusión. De repente, sintió una prisa frenética por salir de allí. De un zarpazo desgarró la tela.

La celda en la que lo habían encerrado colgaba entre las vigas, como un nido de procesionarias entre las ramas de un pino.

No había nadie a la vista.

La torre crujió. Lucas se sujetó con fuerza. ¡Estaba cayendo! Se sentía como en un ascensor rápido. Pronto, debía salir de allí. Tenía que salir de allí.

Se arrastró sobre una viga transversal, con su único brazo, en dirección a la pared. Arrastrarse… arrastrarse… un empujón… otro… el ascensor seguía bajando más y más rápido…

Hubo otra explosión y una sacudida que le lanzó al vacío. Cayó… lentamente.

Se aferró con desesperación. Colgando de la zarpa, miró a todos lados… un momento.

Luz azul llegaba desde abajo. La torre se había partido bajo él, dejando entrar la luz reflejada en el mar. No lo pensó más. Se soltó.

La cabeza rebotó varias veces en su caída, el brazo se rompió, Lucas fue lanzado contra las acolchadas paredes de su encierro. Y de repente hubo luz.

Todo daba vueltas. Lucas vio la torre sobre el cielo negro, el horizonte, el océano cubierto de nubes bajo él, el cielo negro y la torre otra vez…

Estaba cayendo libremente sobre la Tierra. O sobre el océano, daba igual. En uno de aquellos locos giros, vio Sudamérica y África de una sola ojeada, separadas por la plancha azul del Atlántico moteada de nubes, como una bandeja de vidrio azul llena de vedijas de algodón…

Algo empezaba a desplegarse. ¡Todavía no!¡Todavía no! El paracaídas sería inútil a tal altura. Bueno, confió en que el robot supiese lo que hacía.

Algo logró. La cabeza dejó de oscilar. Lucas veía bajo sí el océano y, ahora que se fijaba, lo vio lleno de largas estelas en V, todas alejándose de la línea de caída de la torre. Mejor dicho, de los fragmentos. Pudo distinguir dos.

La cabeza de robot se puso incómodamente caliente. Lucas empezó a sudar por todos sus poros. El paracaídas empezaba a hincharse, muy poco a poco. Confiaba en que fuese lo bastante fuerte…

La capa de nubes se acercaba. Parecían tan sólidas como el mármol. Se distinguían con suma claridad sus sombras sobre el agua.

Cobró conciencia de su altura. Cerró los ojos; no podía evitar la visión del robot, bombeada a su cerebro. ¡AAARGGG!

Reprimió sus arcadas con dificultad. Un buche de líquido, vomitado por su estómago vacío (aún se acordaba de segregar ácido clorhídrico), estuvo a punto de ahogarlo. Sopló fuertemente por la nariz para despejarla.

Hubo un nuevo empellón, cuando se abrieron los verdaderos paracaídas de frenado. La cabeza del robot empezaba a oscilar como un péndulo enloquecido.

¡Por favor, más de esto no! Mareado, trató de ver hacia dónde caía.

Las nubes estaban muy cerca. Entre ellas, podía distinguir las estelas en V. Esperaba que pudieran localizarle, aunque el robot no pudiera comunicarse a tal distancia… al menos, eso decían los científicos marcianos… atravesó la capa de nubes, envuelto en aquella niebla durante algunos segundos…

Se abrieron dos paracaídas más. Nuevo empellón… ahora sólo tenía el mar bajo él…

Podía distinguir ya las olas… un par de barquitos se dirigían hacia él.

El mar estaba más y más cerca. Más cerca. Más cerca. Más cerca. Más.

¡¡¡YA!!!

Cerró inútilmente los ojos.


Se vio envuelto en un universo de blanca espuma. Las paredes de la cabeza silbaron y chasquearon.

Gradualmente, poco a poco, la espuma se fue aclarando hasta el verde de las profundidades marinas.

La cabeza ascendía hacia la lámina plateada de la superficie. Estaba de nuevo en la Tierra. Exhausto, no pudo evitar que las lágrimas corrieran sobre su rostro.

La cabeza de robot emergió sobre las aguas. Zarandeado por las olas, Lucas distinguió la visión más hermosa del mundo: un barco venía hacia él. Una esbelta fragata, o tal vez una corbeta, casi tan veloz como una lancha, con un gran mostacho de espuma ante su proa…

Casi podía distinguir figuras humanas sobre la cubierta. Una vedija de humo apareció. Sin duda, señales.

Una explosión hizo saltar una columna de agua.

Lucas apenas pudo creer lo que veía. ¡Aquellos cabrones lo estaban cañoneando!

Otra explosión… más cerca. ¡Qué forma más estúpida demorir!

Vociferó maldiciones, consciente de que no podían oírle. Notaba agua fría mojándole la espalda. Aquello iba a hundirse…

Como si lo hubiesen escuchado, no hubo más disparos.


Algo parecido a una red de pesca gigante, colgando desde un helicóptero, lo alzó y llevó hasta la cubierta.

Se vio rodeado de rostros. Y media docena de fusiles. Claro, qué tonto era. No podían verle. De repente, la cabeza se abrió.

Los marinos, una treintena de tipos hoscos con aspecto de marroquís, vestidos con patalones cortos y saharianas, le miraban como si tuviera tentáculos. Los fusiles le seguían apuntando.

El silencio era absoluto. Uno de ellos le lanzó una frase en árabe.

– Lo siento. Parlez-vous français?

– ¡Lucas!-La voz era…

– ¡Sandra! ¡Karl!

No había lugar para las palabras. Los tres se abrazaron, sin poder decir nada coherente.

Sandra se volvió a los marinos y les habló en árabe. Al instante, todos prorrumpieron en vítores y aplausos.

– ¡Te dábamos por muerto! -gritó Karl.

– ¡Faltó poco! ¿Quién es el alcornoque que me disparó?

– Pues nos costó convecerles de que no te lanzaran un misil, mientras bajabas. ¿Dónde estuviste?

Lucas tomó aliento y…

– Es una larga historia… -Lucas caminó tambaleante por la cubierta. Se sentía mareado, se apoyó en los hombros de Sandra y Karl-. Estoy bien, estoy bien -dijo.

– ¿Seguro? -Sandra escrutó sus ojos.

– Sí. ¿Cómo ha ido todo?

– ¿No lo ves? -exclamó Karl con aire triunfante-. Hemos vencido a esas cosas.

El ceño de Lucas se frunció.

– Una batalla, no la guerra. -Sacudió la cabeza- O me he vuelto loco ahí arriba, o… Bueno, en cualquier caso, tengo mucho que contaros…


La noticia heló el corazón a todos los que estaban en el puente de la Hoshikaze. Yuriko entornó los ojos. Ni que decir tiene que no había posibilidad alguna de rescate. Disponían de otra nave igual, pero no podría llegar hasta el Piccard antes de que se hundiera a profundidades mortales. Y cuando descendiera un poco más, perderían el contacto por radio, y sería prácticamente imposible encontrarlo, en aquel mundo cincuenta veces más extenso que la Tierra.

Contando, y era demasiado contar, que el pecio sobreviviera.


El Piccard, o lo que quedaba de él, iniciaba su tercera vuelta a Júpiter. Lenov había seguido con las transmisiones. No tanto para los próximos globonautas jovianos (si alguno era tan loco) como para tener algo que hacer. La hembra delfín preguntó:

Vania, ¿vamos a morir?

El ruso tardó en contestar.

– Eso parece, Semi.

Ah.

Lenov hubiera dado algo por poseer aquel estoicismo. Pero, claro, Lenov escuchaba al delfín a través del intérprete del ordenador. El programa traductor creado por Susana, aunque muy bueno, era incapaz de transmitir además las emociones.

¿Qué pasará después?

Lenov cerró los ojos.

– Nadie sabe nada, Semi. -¿No tienes otra pregunta mejor, cabeza de chorlito?

Vania…

– ¿Sí?

Tenemos compañía.

– ¿Qué? -Lenov se preguntó si el delfín, a pesar de su aparente desinterés, estaba a punto de enloquecer de terror. -Suben hacia nosotros… muy rápidos. -¡¿Qué?!

Esas cosas que vienen de ahí abajo. Escéptico, Lenov se esforzó en observar.


Como una flota de submarinos emergiendo, un centenar largo de cuerpos oscuros aparecieron entre las nubes. Lenov soltó una exclamación, estupefacto.

Eran como grandes cigarros oscuros, con pequeños timones de cola. Flotaban en el aire con despreocupada facilidad. Apresuradamente informó a la nave espacial:

– Atención allá arriba: hay una flota de zepelines, volando tan campante en la atmósfera de Júpiter.

De la nave le llegó:

Repite eso, Piccard.

– Tengo bajo mí a un centenar o así de objetos más grandes que el propio Piccard cuando estaba intacto. Medirán unos trescientos metros de largo.

La flota de zepelines, desparramada a ocho mil metros bajo él, ascendía poco a poco en grandes círculos. ¿Le habrían visto? Por la forma en que volaban en torno a él, desde luego que sí.

Lenov sentía como si le hubieran hecho un nudo en la laringe.

Cuando se había comentado la posibilidad de un encuentro con extraterrestres, había preguntado:

– ¿Qué hago en ese caso?

Susana había carraspeado y dicho:

– Pues… procura mostrarte amistoso.

A Lenov le había hecho mucha gracia la idea. ¿Cómo diablos mostrarse amistoso? ¿Y cómo diablos no mostrarse amistoso?

El profesor Piccard, el original, había descendido a las profundidades abisales llevando, sobre su batiscafo, un cañón lanzaarpones con carga de estricnina. Los calamares gigantes podían ser peligrosos. Y Lenov no tenía ni un tirachinas. Claro que, dadas las circunstancias, ¿por qué preocuparse?


Semi emitió un agudo chillido de dolor.

– ¿Que te pasa? -le preguntó Lenov.

Me duele… esas cosas… gritan… no les entiendo, pero…

– ¡Semi…!

Demasiado fuerte… van a taladrarme el cerebro…

El delfín hembra volvió gritar. Aquello parecía estar matándole, pero Lenov no podía escuchar nada por ninguno de los canales de radio.

Desconectó a Semi del exterior.

– ¿Qué has hecho? ¿Estoy ciega?

– He anulado tu conexión con los oídos del Piccard.

¿Por qué?

– ¿Es una broma?, hace un momento parecías al borde de la muerte.

Pero sin mi sentido del radar estoy casi ciega…

– ¿Y no lo prefieres? Además, aún te queda la vista. Normalmente, los humanos tenemos que conformarnos con eso.


Los zepelines habían llegado a su altura. Uno de ellos se acercó… y al instante Lenov comprobó que lo que sospechaba, era cierto.

El zepelín le contemplaba con un ojo pensativo.

Era un rebaño de ballenas voladoras, cada una de trescientos metros de longitud.

Aquellas ballenas gigantes se deslizaban en torno al Piccard como tiburones nadando alrededor de una presa. Lenov casi no podía apreciar los detalles, se movían demasiado rápidas. Sintió un dejo metálico en la boca. Fuera lo que fuesen, lo cierto era que se movían en el aire con total naturalidad. Y eran, indudablemente, quienes habían vestido la primera nave espacial que encontraron.

¿Lo has visto, Vania?

– Lo estoy viendo, Semi… y me cuesta creerlo.

Espero tus órdenes.

¿Qué órdenes, con media nave perdida?

– No hacer nada. No debemos hacer creer a esos bichos que pretendemos atacarlos.

Las superballenas se aproximaban tanto al Piccard que Lenov se preguntó qué pasaría si una de ellas lo embestía. Parecían débiles como farolillos chinos, aunque claro, uno nunca podía estar seguro.

– Atención, Hosbikaze, ¿está Susana por ahí?

– ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ…

– ¿Yuriko…?

– ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ…

– Semi, ¿qué pasa con la Hoshikaze?

Hemos perdido el contacto, Vania.

– Maravilloso, ¿qué más puede pasar…?

El Piccard experimentó una aceleración lateral. Lenov lo notó en las mismas tripas. Miró por la escotilla: dos de los monstruos se habían situado a ambos lados de la nave, y estaban zarandeando el Piccard como si se tratara de un juguetito.

– ¡Jesús! -exclamó Lenov.

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