23

La Hoshikaze atravesó el gran desierto entre las órbitas de Marte y Júpiter, cabalgando sobre un gran cono de llamas de fusión, y se situó en una órbita muy excéntrica en torno al orbe gigante, una elipse que intersectaba las órbitas de las cuatro lunas galileanas; el periastrio la llevaría más cerca del planeta que Amaltea, la luna más interior. Mientras se acercaban, Semi disparó una andanada de sondas, y pidió al ordenador que despertara a los humanos.


Hay mucho oleaje. Papá ha desempolvado el equipo de construcción y lo prepara para iniciar el crecimiento de un arrecife que haga de rompeolas.

No me agradaba la idea de quedarme sin esa magnífica playa -nos dijo, y se puso manos a la obra.

Las mellizas se persiguen por la orilla, lanzándose agua con la mano. Yo estoy sola, como casi siempre, sentada sobre una roca, escuchando un mini-discman. Papá se acerca a mí y sonríe torpemente.

Dice algo, pero no le entiendo. Señala mis orejas, y me quito los aurícula, res.

¿Qué escuchas? -pregunta él sentándose a mi lado-. ¿Tetsu-Rock?

Intenta ser amable, pero, como casi siempre, el efecto resulta ser el contrario.

Tartam udeo intimidada:

No, y-yo… esto es…

Papá es un hombre alto y fuerte; había sido atractivo hasta que el atentado de Salónica desfiguró un lado de su cara con una horrible cicatriz.

¿Me dejas oír?

Le alargo obedientemente los auriculares. Papá se los pone, y escucha…

Los sonidos son muy variados: largos gemidos que duraban casi medio minuto, golpes sordos, brevísimos clics agudos, trinos como de pájaro y silbidos que cambiaban rápidamente de frecuencia ascendiendo y descendiendo…

¡No es música…! -Se quita los auriculares con desagrado- ¿Qué es?

Nada -replico. Mi cara arde, debo de estar roja como un tomate. Aunque no hay razón alguna, me siento como si me hubiesen pillado haciendo algo inmoral. Miro a un lado y a otro, luchando por disimular mi timidez.

Algo será -dice él suavemente, intentando quitar el hierro a su voz.

Ballenas yubarta -respondo con reluctancia. Aprieto la tecla deparada.

Desde hace mucho, escucho fascinada estas grabaciones. Parecen hablarme en un idioma desconocido: golpe, golpe… gemido, golpe, gemido. Trino… trino… clic. Gemido, golpe, golpe… trino… silbido; clic… golpe, trino. Golpe… clic; trino; golpe, silbido, clic…

– ¿Qué?

Son canciones de ballenas. Es un minicompact de canciones de cetáceos-intento explicarle, hacerle participar en aquello que me apasiona-. Son los sonidos más potentes producidos por un ser vivo; algunas llegan a los ciento ochenta decibelios, que equivale al despegue de un avión. A veces, alcanzan a más de diez mil kilómetros, dependiendo de la temperatura del agua o la presión.

» Tan lejos que es posible que algunas se comuniquen a lo ancho del océano. ¿Puedes imaginarlo…?

Papá sonríe. ¡Cómo he llegado a odiar esa sonrisa suya de suficiencia!

Entonces será un concierto adecuado para las ballenas, no para las chicas humanas.

Lo siento. -Me encojo brevemente de hombros, un gesto heredado de mamá.

No lo digo para que te disculpes -dice él, razonablemente-. Es sólo que creo que estás desperdiciando tu juventud. ¿Sabes?, no vas a tener diecisiete años para siempre. ¿Por qué no sales por ahí de vez en cuando y te diviertes? Hay un baile en el Salón de Actos la próxima semana. ¿Te has apuntado?

Le miro como a un desconocido. ¡Un baile en el Salón de Actos…!

¿Cómo eludir aquel abismo de absoluta incomprensión que se abre entre nosotros?

No… no tengo ningún interés en ir a ese estúpido baile de quinceañeros con acné.

Él deja caer sus brazos, impotente.

De acuerdo, de acuerdo. Era sólo una idea. Nunca sé lo que te gusta o no.

Hablamos tan poco…

Permanecemos en silencio un tiempo. Soy yo quién aparta la vista primero, volviéndola hacia el mar.

Cariño, hemos estado mucho tiempo deseando lo que ahora tenemos. Estamos juntos, tenemos un hogar…

No estamos juntos. Mamá ya no…

– / Ya basta!

Su voz ha adquirido un conocido tono marcial; aquel que tanto me apocaba de pequeña.

Deja de darle vueltas a eso. -Papá se esfuerza, en hablar tranquilamente-. Vamos a ser muy felices en este lugar, ya verás. Debemos olvidar el pasado, yo…

No acaba la frase. Se pone en pie, y regresa a su trabajo.

Lo sigo con la mirada mientras desciende por la suave cuesta, que lleva a la playa, caminando con la espalda recta y los hombros atrás; el paso marcial que conozco tan bien.

Vuelvo a colocarme los auriculares, y oprimo el botón de marcha del discman.


Abrió los ojos; estaba en una cama de la enfermería. El primer oficial, Kenji hablaba al sargento Fernández.

– ¿Ya estás despierta? -le dijo Kenji. Susana contestó con lengua estropajosa:

– Sí… más o menos.

No había sido tan terrible como imaginaba; la apendicectomía era más emocionante. Se sentía bien; sólo notaba leves punzadas en diversos puntos del cuerpo, donde le habían puesto los tubos de perfusión. Palpó uno de ellos. Esparadrapo.

– Procura despejarte -dijo Kenji-. Estamos en órbita en torno a Júpiter. He venido en tu busca, si te sientes con fuerzas para caminar, el espectáculo vale la pena…

Susana se incorporó. Estaba un poco debilucha, pero podía hacerlo.


Júpiter se les presentaba como un gran plato bandeado en zonas claras, cuyo color oscilaba del blanco al amarillo, pasando por las gamas intermedias. Eran nubes más frías y más altas, y constituían centros de ascenso de gas. Alternaban con ellas los cinturones: bandas de colores más oscuros, pardo, castaño rojizo, escarlata o rosa salmón.

Zonas y cinturones eran respectivamente bandas de altas y bajas presiones: lo que en la Tierra serían anticiclones y ciclones. En Júpiter, el gran radio del planeta y la gran velocidad de rotación originaban una intensa fuerza de Coriolis, que los distorsionaba en bandas. En latitudes medias y altas, la disposición perdía su simetría, disolviéndose en un complejo muaré de plumas, estrías, rayas, torbellinos, lazos, puntos, remolinos, manchas… El rostro de Júpiter les miraba desde la gran pantalla semiesférica, con el despego soberano del Padre de los Dioses y de los Hombres.

– Presenta una concentración bastante anómala de elementos pesados -estaba diciendo Kenji-; además es débilmente magnético. Pensábamos en un meteorito de hierro-níquel.

Pero…

– ¿Pero qué? -preguntó Yuriko desconcertada.

– Aquí está la dificultad, la masa es demasiado pequeña, apenas unos cientos de toneladas. Y es grande en volumen. Shikibu está delimitándolo con un magnetómetro; como primera aproximación, diría que tiene varios cientos de metros de largo.

– ¿Una concentración de polvo ferromagnesiano? -propuso Yuriko.

– Eso pensamos, pero también es ligeramente radiactivo; eso no concuerda.

– No os canséis -dijo Kenji-, pronto tendremos imágenes.

Unos minutos después, la pantalla principal del puente mostró lo que la sonda estaba captando en aquellos momentos. Se acercaba rápidamente a un objeto de forma vagamente familiar.

– Una nave -dijo Yuriko rompiendo el silencio.


– Siéntese aquí, Susana.

El padre Álvaro se había levantado, y señalaba amablemente una silla situada junto a él. En la misma mesa se sentaba el teniente Shimizu. No había nadie más en el comedor.

Susana dudó un momento, pero consideró que sería demasiado descortés no aceptar la invitación. Tomó su bandeja y se acomodó junto a ellos.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó el religioso.

– Sí. Un hambre increíble.

– Es normal después de la hibernación -dijo Shimizu.

Susana comió en silencio mientras los dos hombres especulaban sobre las criaturas que les habían atacado. Había pasado un año desde aquellos acontecimientos, pero para todos ellos había sido la noche anterior.

– No comprendo cómo pudimos actuar de una forma tan chapucera… -estaba doliéndose el teniente Shimizu. Su enorme mano negra hacía girar un vasito vacío de sake en el que parecía concentrar toda su atención.

Susana había acabado con las dos empanadas de carne y el gran vaso de zumo de naranja que se había servido, y empujó la bandeja hasta el centro de la mesa.

– Después del estallido del cometa pensamos que nada peor podría suceder ya -dijo-. Nos felicitamos de haber salido todos con vida de ese desastre, y bajamos la guardia.

– Nosotros no podemos bajar la guardia… -se dolió el teniente- en ninguna circunstancia.

– Nadie es culpable -dijo el padre Álvaro-; la situación era demasiado excepcional. Teniendo en cuenta eso, creo que ustedes actuaron magníficamente. Esos seres eran el Mal personificado. Su única función era acabar con todos nosotros. Y lo habrían hecho, sin su valerosa intervención.

Susana abrió mucho los ojos, y fingió asombro.

– Con qué facilidad reparten los religiosos las etiquetas del Bien y del Mal. Reservándose la del Bien para el bando propio, claro.

– Hay algo que la Humanidad le debe a la Religión, Susana, eso tendrá que reconocerlo, y es ese sentido de la Moral Universal. La certidumbre de que existen actos buenos, y acciones básicamente malvadas, como las que nos han traído hasta aquí.

– En una ocasión -dijo Shimizu con una sonrisa que descubrió una deslumbrante dentadura-, le profetizaron al poeta Shikó que se reencarnaría como vaca, en castigo a su vida licenciosa. Y Shikó improvisó un haiku:


ushi ni naru

gaten ja asane

yúsuzumi


– «¿Convertirse en vaca? -tradujo Susana, en beneficio del franciscano-. No está mal: siesta de día, fresco a la tarde.»

– Los budistas pensamos que, al igual que cae la fruta madura del árbol, caen necesariamente las consecuencias de los actos humanos, buenos o malos -añadió el teniente-; y si no se recogen en esta vida, será preciso un renacimiento para ello. El acto bueno encadena tanto como el malo.

El franciscano negó con un suave gesto de su mano.

– No puedo entender esa tibieza ante el Mal, ante lo inmoral. La Biblia nos da respuestas concretas.

– ¿Respuestas concretas? ¿Qué lección moral podemos extraer del exterminio de los primogénitos de Egipto -le preguntó Susana-, de la muerte de los niños (inocentes, supongo) que habitaban Sodoma y Gomorra?

– Esos razonamientos hace siglos que quedaron desfasados, Susana. La Iglesia reconoció que el Antiguo Testamento contiene numerosas historias ejemplares, que no tienen por qué ser estrictamente verdaderas.

– ¿Qué ejemplo moral obtenemos de la muerte sin sentido?

El padre Álvaro meditó un momento antes de responder.

– ¿Ha oído hablar del reverendo Dodgson?

– ¿Quién? -preguntó Shimizu con cara de despiste.

– Lewis Caroll -le aclaró Susana-, el autor de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?

El padre Álvaro sonrió.

– Dodgson era un hombre Victoriano, intachable en su aspecto externo, un hombre amable, inteligente, piadoso… pero le gustaban las niñas. Le gustaban de una forma inaceptable para él. Le gustaba su compañía, su contacto; le gustaba fotografiarlas desnudas…

»Dodgson era un gran hombre, dotado de unos bajos y sucios instintos… Otro en su lugar, habría matado, violado, qué sé yo… han habido infinidad de casos. Pero Dodgson tranfiguró la parte más oscura de su naturaleza en fuente de inspiración; la domó, la canalizó, y produjo hermosas obras de arte. Dodgson tenía un Dios, creía firmemente en Él; en su mirada tranquila pero inquisitiva, a la que nada escapaba…

– Hable por usted, padre -dijo Susana levantándose-, algunos no necesitamos de un dios guardián, un gran ojo en el cielo que lo ve todo, para saber que no debemos cometer atrocidades. Y hay muchos que las cometen en nombre de ese dios. Extremistas, fanáticos, terroristas… -Tragó saliva con un gesto de dolor-. Recuerde que mundo nos dejó la Religión, y luego hábleme de moral y esas cosas.

Susana abandonó el comedor, y subió al puente. Apenas entró en él, comprendió que algo se estaba desarrollando allí. El ambiente podría cortarse, todos hablaban en voz baja, como si temieran ser oídos, y con frases cortas y precisas. Instintivamente se volvió hacia la pantalla central, y sintió cómo el vello de su nuca se erizaba de terror. Había perdido el gusto por las sorpresas.

A través de la pantalla del telescopio, la astronave alienígena parecía más bien un vehículo atmosférico. Era fusiforme, de unos trescientos metros de largo y treinta de diámetro transversal; llevaba dos pequeñas alas en el tercio anterior, y sobre el dorso (o bajo la panza), si es que las alas definían babor y estribor, había un objeto un poco más corto que la propia nave e igual de grueso. En el extremo de popa del objeto, si la popa era el extremo menos ahusado, sobresalían lo que parecían ser toberas de cohete.

– No me gustaría pilotar esa cosa -comentó Yuriko, inspeccionando la pantalla con ojo crítico-. Esas alitas son ridiculas, apenas veinticinco metros. No puede dar mucha sustentación; además, están situadas demasiado a proa. ¿Quién volaría con ellas? \Chinpunkan\

– Sí, es un disparate -confirmó Kenji-. Además no hay cubierta ablativa, ni escudo antifricción. Diría que eso no ha volado jamás en una atmósfera.

– A partir de ahora, no nos precipitaremos -dijo Yuriko, con voz amarga. Shimizu hizo un grave gesto de aprobación-. No podemos permitirnos correr el menor riesgo. Vamos a seguir examinándola por fuera.

Susana aprovechó el breve silencio para preguntar:

– ¿Habéis encontrado una nave?

– Eso parece -respondió Shikibu-. Una de las sondas detectó en los anillos un objeto, con un espectro raro. Variamos el rumbo para analizarlo, y resultó ser eso…

– ¿Hay alguna posibilidad de que sea humana? -preguntó Susana acercándose.

– No muchas. No sabemos de ninguna misión a Júpiter, ni de nadie que intentara semejante viaje antes del descubrimiento de Markus. Y esa nave no parece marciana.

Yuriko hizo un ajuste y la imagen de la nave creció en la pantalla.

– Fijaos ahí-dijo.

El casco estaba atravesado por media docena de perforaciones. Amplió una de ellas. El boquete mediría sus buenos tres o cuatro metros de diámetro. Los bordes eran muy nítidos. Resultaba claro que no eran impactos meteóricos.

– A primera vista, eso parece hecho con un cañón láser o de partículas -dijo Shimizu.

Lenov sintió un escalofrío. Shikibu habló, con un tono que a Susana le pareció de morbosa delectación:

– Quizás esa nave perteneció a quienes mandaron a los monstruos, o a los mismos monstruos. Bueno, lo sabremos cuando entremos dentro.

– ¡Eso sí es extraño! La proa es acristalada -exclamó Kenji. En efecto, todo el morro de la nave era una cúpula ojival transparente… o más bien traslúcida. Estaba formada por grandes paneles curvos de un material de brillo vitreo, enmarcados en un costillaje de metal, como el puesto de observador de un viejo bombardero.

– ¿Un sistema de guía visual? -se extrañó Yuriko-. ¿Y tan expuesto?

– Y eso daría un puente de mando enorme -añadió Kenji-. ¡Más de treinta metros!

– A no ser -dijo Shikibu alegremente- que la nave estuviera pilotada por gigantes de diez metros.

Nadie encontró gracioso el comentario.

– Creo -dijo Yuriko- que lo mejor que podemos hacer es examinarla de cerca. Las imágenes, por buenas que sean, no pueden reemplazar a una inspección ocular. Kenji, vamos a acercar la Hoshikaze un poco más. Shikibu, preparad la sonda robot y los trajes.

Susana se asombró de la tranquilidad con que hablaban; incluso suspiraban por entrar.

– Bien, Yuriko. -La joven se puso en pie-. ¿Has decidido quiénes…?

– Necesitamos a alguien experto en naves espaciales. Por tanto, Kenji, tendrás que darte un paseo.

– A la orden.

– Shikibu, irás con ellos, ¿te parece bien?

– De acuerdo.

Con un breve disparo de los chorros de maniobra, la Hoshikaze se acercó a unos quinientos metros de la nave extraterrestre. Mientras esto sucedía, Shikibu y Jenny revisaron los trajes, recargaron las baterías y rellenaron los tanques, ayudados por Martínez y Michaelson, los dos elegidos por el teniente.

Kenji y Liz Thor desembalaron y activaron otra de las sondas robot. Ambos unieron sus talentos en mecánica y electrónica para convertirla en una especie de robot de combate.

– Ahora escuchad -dijo Yuriko desde un monitor-. No os arriesguéis lo más mínimo. De momento, únicamente quiero una inspección exterior. Y no os acerquéis a menos de diez metros del casco.

– De acuerdo, jefe -contestó Kenji.

– Examináis la proa, y ese objeto del dorso… Ah, Kenji, deja de llamarme jefe, ¿vale?

– Enterado.


Comparados con los de Saturno, los anillos de Júpiter son demasiado modestos, y están tan cerca del planeta que éste es mucho más sobrecogedor. Imponente y mayestático, el gigantesco disco llenaba el Universo; nada parecía existir más allá de él. Los anillos se extendían a ambos lados hacia el infinito, una plateada autopista al Olimpo.

Cerca de ellos, la autopista se volvía granulosa, se descomponía en partículas, y poco a poco éstas se transformaban en enormes icebergs flotantes.

Contempladas desde aquella distancia las bandas ecuatoriales de aquel planeta inconmensurable aparecían festoneadas por infinidad de remolinos, de una regularidad casi artificial. Todos los rasgos visibles eran estructuras nubosas; Júpiter no posee superficie sólida, sino líquida, y ni siquiera es visible. Su atmósfera es un palacio de nubes.

Yuriko vigilaba sin cesar los monitores, donde se seguían las imágenes enviadas por las cámaras de los cascos. Hizo un ajuste con los mandos de la sonda robot; una vez concluido, se echó hacia atrás en su silla y se pasó la mano por sus cabellos.

– ¿Preocupada? -preguntó Lenov con suavidad.

– No… es decir, sí -contestó-. Yo no he nacido para dar órdenes y quedarme en la retaguardia.

– Voy a prepararme un té. ¿Quieres? -sugirió el ruso.

– Sí, gracias.

– ¿Susana?

– Gracias, sí.


El grupo se acercó a la astronave alienígena, llevando en vanguardia al robot; era un cacharro parecido a una araña del tamaño de un oso, con media docena de brazos-herramienta sobresaliendo, aparte de lentes, cámaras y antenas. Kenji y Liz habían adaptado a los brazos varios rifles controlados a distancia. Cualquiera que se encontrase con la sonda, si intentaba atacarla, acabaría como un cedazo.

Poco a poco, la colosal astronave fue llenando el cielo ante ellos, eclipsando las estrellas.

Kenji contempló su entorno por medio de los espejos retrovisores de su casco, que le permitían ver en todas direcciones. A sus espaldas, relucía la familiar forma de la Hosbikaze. Los bloques de hielo les rodeaban, y la nave semejaba un desmesurado erizo de mar, abandonado en el Ártico.

Se separaron en dos grupos cuando se hallaban a unos cincuenta metros: Kenji y Shimizu por un lado, Shikibu y Michaelson por otro, y cada uno se dirigió a su sector. El robot permanecería cerca para servir de repetidor, por si perdían de vista la Hoshikaze, y por tanto el contacto radial.


Cuando Lenov sirvió las tres ampollas de té caliente, el equipo ya estaba informando.

Una pantalla mostraba la proa. Tal como habían visto con telescopio, era acristalada.

Lo único que le falta es una ametralladora en el morro -decía Shimizu-. Claro que, para guardar la escala, deberta tener un cañón como el Gran Berta, cuanto menos.

– Kenji, ¿tienes idea de por qué no es transparente? -preguntó Yuriko. Susana se sentó a su lado y le acercó la ampolla sin hablar. Yuriko hizo un gesto con la cabeza.

No sabría decir, comandante. ¿Puedo acercarnos más? Todo parece inofensivo.

– De acuerdo, concedido.

La imagen de la proa creció; en un momento dado, la enguantada mano de Kenji apareció en la pantalla y tocó uno de los paneles.

Parece algo que está por dentro -opinó-. Yo diría que está cubierta de escarcha por la parte interior. Además, ahora vemos algo abajo, en la panza.

– Mostradlo.

Kenji se desplazó hasta enfocarlo con la cámara. Justo bajo la proa acristalada, había lo que parecían ser dos pequeñas grúas.

– Brazos mecánicos replegados, sin duda… Pero -murmuró Yuriko- ¿en una nave de este tamaño?

Tomó un sorbo de té, desconcertada.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Susana.

– Es ilógico -opinó Lenov como experto-. Los vehículos con brazos son pequeños, para disponer de más maniobrabilidad. Esos bracitos debían ser tan poco útiles como las patas delanteras de un tiranosaurio.

Yuriko se encogió de hombros y volvió a dirigirse al equipo:

– De acuerdo, buen trabajo -dijo-. Shikibu: ¿habéis encontrado algo parecido a una escotilla?

Hubo un silencio.

Ninguna -informó la japonesa.

– ¿Estás segura?

Bueno… -Shikibu vaciló-. En la panza hay unas estrías que podrían ser una gran compuerta…

– ¿Estás lejos de ella? -dijo Yuriko-. Mostrad imágenes.

En otra de las pantallas, el casco se deslizó rápidamente. Estaba lo bastante cerca como para distinguir detalles: remaches, escoriaciones y rayas, que tanto podían ser letras de un alfabeto desconocido, o simples efectos de sombra.

Apareció una línea recta.

¿Lo veis? Es como la junta de una enorme puerta.

– Sitúate al lado para verla mejor, Shikibu. Joe, aléjate unos metros.

Bien.

Shikibu aparecía en la imagen transmitida por Michaelson. Por comparación, vieron el tamaño de la juntura.

– Esto es increíble -murmuró Yuriko-. Parece una gigantesca compuerta de carga. Esta nave puede abrirse como una enorme vaina de guisantes.

¿Y por dónde entraba el personal? -preguntó Shikibu-. No parece una buena idea descomprimir toda la nave cada vez.

Soy Kenji. Aún hay algo más: esa joroba del dorso lleva los motores; es posible que lleve el sistema de soporte vital, hay una especie de tubos que entran en el casco. Me gustaría que le echaras una ojeada, Shikibu.

– Buena idea -aprobó Yuriko-. Haced una nueva inspección, buscad cualquier cosa que se parezca a una compuerta de personal.


Shikibu y Joe se dirigieron al dorso, a examinar aquella especie de bulto. Cuando llegaron, Shikibu vio algo de lo que Kenji no se había dado cuenta.

Esa vaina es un módulo reemplazable -comunicó-. Las uniones al casco se pueden liberar. No tiene sentido.

– Soy Yuriko. ¿Por qué?

Por lo que parece, la bodega se abre para introducir la carga. Pero los motores son desmontables y están fuera del casco. Lo lógico sería al revés: tener los motores dentro y el módulo de carga fuera, fácil de reemplazar. ¿Cuál es tu opinión profesional?

Que no dormiría tranquilo en una nave así -afirmó el japonés, con un suspiro.

Comandante -dijo Shimizu-,¿qué hacemos, entramos?

– De acuerdo. Kenji, tú tienes el mando. Entrad por la mayor de las perforaciones, a estribor, creo que es lo bastante grande. Pero antes mandaremos la sonda.

De acuerdo, comandante -rió Kenji-. El primer vuelo 5 lo hará un mono.

Los cuatro se reunieron con el rechoncho robot; sobre el casco, destacaba un boquete casi perfectamente circular, como hecho con sacabocados. Los bordes mostraban unas gotas de metal fundido y luego solidificado.

– Un rayo de alguna clase, sin la menor duda -dictaminó Shimizu.

La abertura aparecía oscura como la tinta china, en medio de la superficie metálica que brillaba al sol. Tenía un aspecto algo siniestro.

Incluso Shikibu estaba impresionada.

Voy allá -dijo Yuriko desde la Hoshikaze.

El robot dio señales de vida. Unos breves chorros de gas lo pusieron en movimiento; avanzó recto y despacio hacia la abertura. Poco antes de entrar hizo una breve corrección y se encendieron sus focos. Desapareció en la abertura.

Hubo un silencio total. Los cuatro sentían sus nervios tirantes como cuerdas de piano. Michaelson palmeaba amorosamente el grueso tubo de un rifle láser. Shimizu blandía un rifle automático.

Entonces, Yuriko habló.

Aquí no hay nada.

– Perdón, Yuriko -dijo Shimizu-, ¿qué quieres decir con nada}

Exactamente eso -contestó tras una pausa-. La nave está vacía. De proa a popa, todo es una sola cámara vacía. Podéis entrar.

Así lo hicieron.


Shimizu se sentía como un explorador que llega a una costa desconocida; tras pertrecharse meticulosamente para una larga caminata, se adentra en la jungla… y, a los tres pasos, descubre que está en un atolón.

Y lo que había dentro de la nave era… nada.

Un inmenso espacio cilindrico, iluminado por una vaga luz grisácea. A través de los cristales semitransparentes de la proa, entraba la luz reflejada por Júpiter, como la de un día nublado en la Tierra.

Las paredes también parecían cubiertas de escarcha.

Una figura con escafandra penetró por la abertura, impulsada por su mochila, como un emperador flotando en un mágico trono volante. Dos rayos de luz salían de sus hombros; era Shikibu. Se detuvo, y con sus chorros, giró lentamente sobre su eje para verlo todo.

– No esperaba cámaras de HV ni periodistas… Pero esto es decepcionante -murmuró la joven.

– Vamos hacia la proa -dijo Kenji.

Se pusieron en marcha. Era una sensación fantasmal, incluso para astronautas curtidos. Estaban habituados a moverse sin gravedad, pero no en un espacio cerrado tan grande. Aunque habían estaciones espaciales mucho mayores, giraban para producir pseudogravedad.

Shikibu se había aproximado al casco.

Yuriko, hay algo en la pared. Es como una red de tubos-son como tubos encajados en depresiones de la pared… flexibles. La superficie está acanalada. Supongo que estaban huecos y conducían líquido. -Frotó la escarcha con la mano.

Por cierto, la pared no es metálica. Está recubierta de una especie de acolchado color pardo.

– ¿Qué pueden ser esos tubos? -preguntó Shimizu. Kenji pensó un momento.

Para la temperatura. Esas acanaladuras de los tubos son para difundir el calor. Pero no tiene sentido. ¿Por qué no calentar el aire, en lugar de la pared?

A no ser que… -murmuró Shikibu- lo que la nave transportaba debiera mantenerse en íntimo contacto con la misma pared.

Vayamos con método -dijo Kenji, asumiendo muy serio su papel de oficial al mando-. Iremos a la proa sin acercarnos a las paredes. ¿Entendido?

Entendido. -Shikibu se sentía algo abatida. El robot abrió la marcha, mientras los dos guardias miraban a todos lados, los dedos cerca del gatillo.

Ahí delante hay algo… -dijo de pronto Kenji-, se trata de un par de columnas cilindricas que salen a babor y a estribor. Unos quince metros de largo…

Estaban hechas de metal y medían unos cincuenta centímetros de grosor.

Recorrieron una de ellas a lo largo; pero no había ninguna característica especial.

Excepto en el extremo libre. Aunque lo que había era muy prosaico: una pantalla circular de visión, bordeada de una sustancia elástica negra. El teniente miró por ella.

– Veo la nave, pero… está desenfocada. ¿Cómo funcionará? No es televisión, desde luego.

Fibra óptica -sugirió Kenji-. Pero ¿quién observaba por esta pantalla? ¿Tenía quince metros de alto?

Lo dijo sonriendo, aunque con un escalofrío.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Shimizu.

Creo… creo que es un ocular. Fijaos en el reborde negro, parece el de unos prismáticos. La imagen está desenfocada porque… bueno… está pensada para un ojo de treinta centímetros de diámetro.

Sin proponérselo, había añadido más detalles aterradores a la imagen de los hipotéticos tripulantes.

No nos precipitemos. Más bien -rectificó-, pensada para observar a través de una lente de treinta centímetros de diámetro…

Pero no pudo decir dónde estaba esa lente, ni nadie lo preguntó.

Con estos nuevos interrogantes en el pensamiento, examinaron el otro tubo que era gemelo del primero.

En las siguientes horas no descubrieron nada nuevo. Yuriko ordenó a su equipo que regresara.


– Creo que la nave ha sido desmantelada en parte -dijo Yuriko en el puente de la Hoshikaze-. Desmantelada para transportar algo muy voluminoso. Suponed… digamos, que hay que transportar un rebaño de vacas en un autobús. ¿Qué haríamos? Quitar todo lo que haya dentro: asientos, barras, estantes para bultos de mano. Abrir una gran puerta de entrada y bloquear o reemplazar las normales. Quien examinase ese vehículo, se sentiría desconcertado por, digamos, los agujeros del suelo, donde antes se atornillaban los asientos. Esto es lo que nos pasa a nosotros.

»Pensad que piezas tales como el soporte vital y los motores han sido desplazados fuera del casco, donde son más vulnerables.

– Bonita teoría; pero tiene un defecto -dijo Susana.

– ¿Cuál? -A la japonesa no la hacía feliz que alguien le destrozase su gran idea.

– Al modificar el autobús, hay algo que no se puede eliminar en absoluto. El asiento del conductor. ¿Dónde está el tablero de mando?


Tras unas horas de espera, y después de comprobar que la primera visita de los astronautas no provocaba ninguna reacción en el pecio, y que éste parecía seguir tan muerto como antes, Yuriko se sintió lo bastante segura como para enviar de nuevo a su equipo al interior de la nave alienígena.

Shikibu, Michaelson y Kenji, reemprendieron la exploración allí donde la habían dejado. Su primer objetivo fue una boca de túnel con forma de elipse muy aplanada; apenas medio metro de alto y unos seis de ancho: las alas.

El túnel no estaba iluminado, y formaba un recodo, ya que el ala estaba doblada hacia abajo.

– Me pregunto qué habrá al fondo -murmuró, dirigiendo el haz de la linterna hacia delante.

– Comandante, tengo una idea -dijo Shikibu-; me meteré en este túnel.

Una idea interesante, querida -contestó Yuriko desde la Hoshikaze-, aunque me temo que impracticable. No cabes con la mochila.

– Ya he pensado en eso. Si me la quito y desconecto los tubos de aire…

No hablarás en serio…

– … podré aguantar unos diez minutos con el tanque de urgencia…

¡Ni lo sueñes!

– Yuriko, puedo hacerlo -insistió ella-. He practicado submarinismo, en la Tierra, pregúntale a Susana… -la aludida asintió sonriendo- y soy la más delgada del grupo. Puedo atarme una cuerda a la cintura; los otros me sacarán tirando en caso de que algo vaya mal. ¿Qué te parece? -De acuerdo, ve -dijo-. Pero… -Tendré cuidado, te lo aseguro.

Michaelson ató un cable al tobillo de Shikibu; mientras, ella accionó el mando de desconexión de emergencia para tranquilizar al ordenador, se soltó las correas que la sujetaban a la enorme mochila, las conexiones eléctricas de los sensores, y por último el tubo de aire.

Una válvula automática selló el traje.

Sin más tardanza, la joven se metió en el túnel y empezó a arrastrarse con una linterna encendida en la mano.

– No es difícil avanzar… es como una cueva submarina… me muevo con una mano en el techo y otra en el suelo…

»Una cosa, esto no está pensado para el personal… -repitió divertida-, ¿personal? Ni siquiera hay luces en el techo…

Shikibu -recordó Yuriko, preocupada-, no hables si no es necesario.

– Bien -dijo. Pero, tras unos minutos de arrastrase en silencio, añadió-. Ahora llego al recodo. Por cierto, el ala está abisagrada y puede curvarse un poco. Otro misterio, dicho sea de paso…

Shikibu siguió arrastrándose. Su aliento, ahora que el traje ya no disponía de calefacción, se condensaba en la placa facial. Se concentró en evitar el pánico. Olvida que estás bajo un centenar de metros de agua, con tu vida dependiendo de un frágil tubo de aire con sabor a caucho a tu espalda… olvida las paredes de roca que te rodean, para aplastarte si el agua no lo hace… Se esforzó en concentrarse en la realidad inmediata, olvidando todo lo demás.

– Cada vez es más pequeño… Hizo una pausa.

– Estoy cerca del final del túnel. Si esto es un túnel para mantenimiento, me pregunto qué clase de tripulantes pueden meterse aquí. ¿Enanos?

»Un momento, hay… no sé cómo decirlo. Del suelo salen una especie de baldosas cuadradas o circulares, hechas de un material semejante al plástico… ¿sabéis qué me recuerdan? Botones. Hileras de botones; cada uno tiene un palmo de ancho por lo menos…

No los toques.

– He tocado uno… -dijo Shikibu, con voz culpable.

Durante un instante, tuvo la dramática visión de la nave alienígena disparando sus armas y la Hoshikaze estallando en una muda explosión.

– Al moverme he apretado uno, pero… no pasa nada. En realidad es muy duro.

¿Cómo dices?

Shikibu puso la palma sobre uno de aquellas placas y presionó con suavidad. No cedía. Presionó con más fuerza, con la otra mano en el techo. Cedió un poco.

– Estos botones necesitan mucha fuerza para empujarlos. Lo menos cincuenta kilos… ¡Uf! Estoy al final del túnel… no hay nada más. Por favor, sacadme… el aire empieza a viciarse y mi traje se está llenando de gente.

Tranquila, Joe empieza a cobrar sedal-dijo Kenji.

Me recuerda un pez vela que pesqué una vez. -Michaelson tiró con energía.

– Así no se habla al oficial de soporte vital -rió Shikibu.

La chica salió del túnel con un pie por delante, en postura poco digna; pronto, Michaleson le reconectó los tubos al traje, mientras Kenji le aseguraba la mochila.

Tanque de oxígeno lleno al sesenta y tres por ciento -dijo el ordenador-. Baterías al setenta y ocho por ciento de capacidad…

– ¡Aaah! -suspiró ella-. Aire fresco. O en conserva, pero delicioso. ¿Qué hacemos ahora?


Prosiguieron la exploración del interior; pero no descubrieron gran cosa más. La otra ala no estaba doblada y pudieron examinar el fondo con las linternas; Shikibu afirmó que era simétrica a la que ella había explorado.

En algunos puntos del casco, descubrieron una especie de discos de quince centímetros de diámetro, formados por una membrana tensa como el parche de un tambor. Sensores de presión, dudó Kenji.

No había nada más que hacer. Yuriko les dio orden de regresar.

– ¿Sabéis una cosa? -dijo Susana pensativa-. Trato de imaginarme cómo pudieron ser los tripulantes. Debían tener ojos de treinta centímetros, a una altura de quince metros; ser lo bastante enanos para meterse en un túnel de medio metro; capaces de apretar botones con una fuerza de cincuenta kilos, y de trabajar a oscuras en dos salas de mando distintas. No era una imagen tranquilizadora. Los engendros que les habían atacado casi parecían ordinarios, en comparación. Pero…

Se detuvo en seco. Algo arañaba el fondo de su cerebro.

¿Qué podría embutirse en aquel enorme espacio vacío?

¡Claro!

– ¿No os dais cuenta? -exclamó Susana. De repente todas las piezas han encajado-. ¡Es un traje!

– Me temo que no entiendo -dijo Yuriko.

– Eso no es una nave. ¡Es un traje espacial!

– ¿Qué? -Yuriko la observó, desconcertada.

– ¡Claro! -Shimizu lo asimiló rápidamente-. La mochila con los motores y el soporte vital… reemplazable.

– El sistema de calefacción ajustado a la piel… Los controles. ¿Cómo pueden trabajar dos pilotos en la oscuridad y sin comunicarse? -Susana extendió ambas manos y movió los dedos, como tocando un piano invisible-. Esa nave es un traje de vacío… ¡El traje de un gigante!


En la sala de ordenadores, Susana se puso los guantes de interfaz y los anteojos de espacio virtual.

El sargento Fernández, que había acudido para ayudarla, se acercó a la mujer, tomando su propio par de lentes de un anaquel. Al principio no vio nada; pronto hubo un cambio. Apareció una serie de líneas luminosas, que formaban un dibujo tridimensional, el clásico dibujo de alambres de un ordenador.

– Esto es el molde del hueco de esa nave-traje -le explicó la etóloga-, deducido a partir de las cintas del robot. Bien, veamos ahora… ORDEN: OCULTA LÍNEAS.

De inmediato, desaparecieron las líneas que hubieran sido invisibles de ser opaco el cuerpo dibujado.

– Es curioso lo que se puede deducir a partir del traje espacial de una criatura -comentó Fernández-. Me pregunto, si un extraterrestre encontrara uno de nuestros trajes, ¿qué conclusiones sacaría sobre nosotros?

– Muchas, supongo -dijo Susana-. Un traje espacial es un molde del cuerpo, como la concha de un molusco, y una protección contra un elemento extremadamente hostil; de lo que se puede deducir la forma y el habitat de la cosa que lo llevaba. El sargento sonrió a Susana.

– ¿Sabes una cosa?, parece que has inventado una nueva rama de la Arqueología.

– ¿La Escafandrología? -rieron. La etóloga dijo: -ORDEN: FUENTE DE LUZ, menos 1000, 1000, 0, RELLENA. La superficie del cuerpo se cubrió de cuadraditos grises; al cabo de pocos segundos, parecía una maqueta tosca de un cuerpo en forma de torpedo, iluminado desde arriba y a la izquierda. -ORDEN: SUAVIZAR.

Al instante, se atenuaron las diferencias de brillo entre los cuadraditos, como si una pulidora invisible recorriese la figura. El resultado final era una especie de torpedo gris con dos aletas.

– Una ballena -dijo Fernández. La figura gris rotaba con lentitud ante sus ojos.

Parece una ballena -rectificó Susana-. Una ballena de trescientos metros de largo con traje espacial. Podríamos añadir más cosas, como los ojos y su tamaño, el volumen máximo de la cabeza, etc.

– Pero… ¿qué tenemos aquí entonces? -preguntó el sargento.

Taawatu -musitó Susana, con una voz tan débil que Fernández apenas la oyó.

Загрузка...