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En el pasado, muchos reinos y ciudades se hundieron en la ruina. Nínive, Agadé, y tantas otras fueron arrasadas y olvidadas del tiempo. El asesinato de un rey o emperador sumía al reino en el caos.

Leningrado, Varsovia o Berlín, por no hablar de Hiroshima y Nagasaki, fueron también arrasadas; pero resurgieron de nuevo. El desastre no trajo una edad de las tinieblas de modo automático. Las sociedades basadas en la ley son más fuertes que las basadas en el poder personal.

Los daños que la Tormenta de Positrones había infringido a la Humanidad habían sido espantosos, no se podía negar. Estadísticas muy poco de fiar hablarían de tres quintos de la población mundial, lo que ponía el desastre a la altura de la Peste Negra. De repente, la Tierra volvía a ser un planeta grande.

Las estructuras sociales habían sido fuertemente sacudidas. Pequeñas guerras, civiles o exteriores, habían estallado por todo el mundo, o así decían los pocos que recibían noticias. Por todas partes habían pequeñas comunidades autosuficientes o casi, que producían sus pequeñas cuotas de alimentos y reparaban sus decrépitas maquinarias, contentándose con sobrevivir y remendar sus ropas y escuchar las escasas emisoras que podían captar sus radios de transistores.

En muchos lugares habían pequeños dictadorzuelos, intermedios entre los señores feudales y los gángsters, que imponían sus peculiares leyes, y que se enfrentaban a lo que quedaba de los poderes organizados. Éstos procuraban mantener un mínimo de orden y favorecer los intercambios entre las abrumadas comunidades dispersas.


Las batallas más urgentes eran la producción de alimentos y energía, la reconstrucción industrial, y la de las redes de información y comunicación, puestas en peligro por la destrucción de ordenadores y satélites. No era fácil, y se tardarían años en recuperar los niveles pre-Exterminio.

Pero, con trabajo, con dificultades, se hacía. El Comité Internacional de la Cruz Roja y la Liga de Sociedades de la Cruz Roja, coordinadas por una delegación del Proyecto Arca, regulaban las actividades de las sociedades nacionales. La Cruz Roja y la Media Luna Roja organizaron puestos de primeros auxilios, bancos de sangre, y se apresuraron a formar personal sanitario y enviar los alimentos disponibles a las zonas más castigadas. Al principio, el principal problema era la escasez de plazas de hospital frente al crecido número de casos, quemaduras de ultravioletas o radiaciones gamma, heridos por derrumbamiento… Después el hambre se transformó en el principal problema.

De todas las organizaciones, la Iglesia era una de las pocas supranacionales. Bajo sus auspicios, se crearon monopolios para servicios básicos para producir viviendas o ropas baratas, servicios de luz y agua, etc. A modo de impuestos, se establecieron turnos de trabajo obligatorios y, para las empresas, pagos en especie, en forma de productos.

La planificación económica se hizo necesaria, para evitar una excesiva dispersión de esfuerzos, a pesar de su casi inevitable inconveniente: la rigidez.

También convocada por la Iglesia, se organizó una conferencia internacional celebrada en Marrakesch (que muchos compararon con la célebre conferencia de Bretton Woods de 1945), presidida por el Papa, el Emperador Hashi-Hito y el presidente Ozman Nasser, con el fin de crear un Banco Mundial que se encargaría de proporcionar créditos para la reconstrucción.

Era necesario, ya que en muchos lugares se recurría al trueque. Además de producir, había que asegurar la distribución… en otras palabras, mercado y comercio. Un problema importante era la falta de dinero. No tanto monedas y billetes, como la pérdida de confianza del público en el valor del mismo; el dinero es un ente abstracto basado en la confianza. Después de todo, la mayor parte del mismo tan sólo existe sobre el papel, como cuentas corrientes, cheques, certificados de ahorro, depósitos a plazo fijo y cosas así; números anotados en libros de cuentas, o puñados de bits en un ordenador.

La Iglesia era la única organización con ramas en todo el mundo, de modo que se convirtió en una especie de Naciones Unidas.

Marte dio el visto bueno a esta idea. De repente, parecía posible que todo pudiera volver a funcionar… cuando sucedió lo que muchos temían.


Empezó con el informe de un solitario buque mercante.

Frente a las costas del Brasil, a la altura del ecuador, nació una imponente humareda, seguida de explosiones que arrojaban nubes de ceniza y vapor. En menos de seis meses, una isla volcánica surgió de las olas.

Al principio, la noticia no despertó más que un leve interés. Había cosas más urgentes en el mundo que ir a contemplar el nacimiento de un pedrusco ardiente en medio del mar…

El siguiente informe, tan accidental como el primero, fue algo distinto. Algo que llevó al atribulado mundo a un nuevo estado de ansiedad.

Desde el nuevo territorio, una columna de roca negra casi perfectamente cilindrica se elevaba hacia el cielo. Los estupefactos marinos que la triangularon le dieron una altura de siete kilómetros sobre el nivel del mar.

Y seguía creciendo.

Cuando, tras muchas demoras, un pequeño barco fletado trató de aproximarse, descubrió que la altura del Dedo de la Tierra era ya de once o doce kilómetros, adentrándose en la estratosfera.

Los geólogos que pudieron hurtar tiempo a su inacabable trabajo de búsqueda de minerales y construcción de carreteras, se presentaron ante Enrique Kramer, explicándole confusos que aquello no era posible.


– ¿Por qué? -preguntó Kramer. Miraba fascinado la pantalla en que se desplegaba el informe.

– La roca es plástica. Semejante mole se hundiría bajo su propio peso.

– Y sin embargo, ahí está. -Levantó los ojos.

– Sí, pero no encontramos ninguna explicación racional. Algunos hablan de campos de fuerza conduciendo el magma hasta grandes alturas… Pero, por supuesto… -El geólogo se encogió de hombros ante la especulación.

Kramer echó otra ojeada a las imágenes de vídeo. Hizo avanzar las páginas de texto con las teclas del cursor.

– ¿De dónde puede salir toda esa cantidad de materia? -preguntó al fin.

– Creemos… bueno, algunos de nosotros pensamos, que dado que ese fenómeno se está produciendo justo en la Dorsal Atlántica, bueno… un hipotético alguien podría haber aprovechado que allí la corteza terrestre es más débil para perforar a gran profundidad.

– ¿Creen que estamos ante otra agresión? -preguntó, más a sí mismo que al geólogo. Este suspiró abatido.

– Debe existir alguna relación. Pero no imaginamos cuál.

Enrique Kramer se estremeció. Fijó una mirada pensativa en una ventana gráfica del informe. Era un mapa que representaba el lecho del Atlántico. Una línea, parecida a la costura de un balón de fútbol, recorría el centro del océano formando una gran S, equidistante entre Europa, África y las Américas: la Dorsal Medio-Oceánica. Por el Norte llegaba hasta Islandia.

A lo largo de aquella línea, el magma surgía de las entrañas de la Tierra, en silenciosas erupciones submarinas de lava, que a veces formaban islas volcánicas. Sería el lugar adecuado para extraer una gran masa de roca fundida y hacer… ¿qué?

Fue únicamente el principio; iban a llegar noticias más inquietantes, esta vez procedentes del firmamento.

Juan Pérez, un astrónomo aficionado de Perú tan poco famoso como su nombre, dirigió su telescopio de construcción casera a un punto del cielo y descubrió que la Tierra tenía una nueva luna, provista de dos rabos. Por desgracia, en aquel mundo destrozado, la información no fluía adecuadamente, y cuando el informe fue confirmado en otros lugares del mundo, ya era casi demasiado tarde para hacer algo.

La nueva luna era un conglomerado de varios cuerpos, como una pirámide de balas de cañón. Los cuerpos eran del tamaño de asteroides, y su espectro mostraba que eran carbonosos.

Y, si alguien intentaba bombardear la Tierra con asteroides, no iba a encontrar ninguna resistencia. Prácticamente, todas las astronaves y satélites de vigilancia habían sido destruidos en los primeros momentos del Exterminio. Las pocas naves supervivientes habían quedado posadas, en la Tierra o en la Luna, o bien estacionadas en órbita, aguardando tiempos mejores. La Tierra ya no disponía de recursos para atenderlas. Y las gigantescas y extrañas naves del Proyecto Arca, habían regresado a Marte donde los colonos también luchaban por sobrevivir.

La Tierra estaba indefensa ante cualquier cosa que llegara del espacio.


Con no pocos inconvenientes, se logró lanzar una improvisada sonda de observación, construida a partir de uno de los satélites meteorológicos dejados por los marcianos.

Las fotos mostraron con claridad que aquello no era natural. Unas extrañas construcciones se alzaban en aquel enjambre de cuerpos. Se veían cosas en movimiento, como hormigas sobre el cadáver de un pollo. El objeto estaba en una órbita geosincrónica, suspendido sobre el Dedo de la Tierra. De él sobresalían dos salientes, como cables o tubos: uno hacia la Tierra, el otro diametralmente opuesto.

Al oír esto, los que poseían algún conocimiento de astronáutica adivinaron la verdad. El Dedo del Cielo y el Dedo de la Tierra iban a unirse, formando una torre orbital. Estaba claro el por qué: a once mil metros, quedaba atrás buena parte de la atmósfera, la más densa, agitada por lluvias, vientos y huracanes.


Meses después el Dedo del Cielo estaba casi completo. Ahora, la Tierra poseía un larguísimo apéndice doce veces superior a su radio, como un espermatozoide cósmico.

La torre espacial era apenas visible; su grosor estimado era de unos setecientos metros. Desde el suelo, a mediodía, era como un hilo que ascendía hacia el sol ecuatorial, perdida en el resplandor; era más visible al atardecer y al amanecer, cuando el tramo superior era iluminado por el sol sobre el fondo negro del cielo. Con un telescopio casero o un par de prismáticos, se la podía ver desde todo el hemisferio.

La recién formada isla, que se convirtió en pocos meses en la montaña más alta de la Tierra, estaba rodeada de más de un centenar de barcos, de todos los tamaños y nacionalidades.

El Consejo Católico de Fideicomisos (organismo que coordinaba la reconstrucción, dependiente del Consejo de Seguridad de Marte), no sabía qué hacer con el Dedo. La idea de una torre orbital era vieja, e incluso había sido estudiada por algunos técnicos japoneses para rentabilizar el viaje espacial. Pero nadie había supuesto jamás que fuese posible construirla en menos de un año.

Y nadie esperaba observar, en el curso de sus vidas, aquella fabulosa obra de ingeniería planetaria.


Las reuniones se prolongaron, más que nada, por la suspicacia de los terrestres. No faltaron grupos que acusaron de todo a los marcianos, incluso de la Tormenta de Positrones, o cuanto menos de complicidad con los alienígenas. Enrique Kramer salía agotado de las reuniones, y debía hacer un esfuerzo por serenarse y comprenderlos. Todos estaban aterrados, cansados, desmoralizados; aquello fomentaba los recelos, al margen de ambiciones y rencillas.

Gradualmente, tras laboriosas sesiones, se fue llegando a un acuerdo. Todos coincidieron en dos puntos:

Primero: quienquiera que hubiera levantado el Dedo, no actuaba de modo claramente hostil. Pero tampoco claramente amistoso. No hubo ningún intento de comunicación previa.

Segundo: quien golpea primero, golpea dos veces.

Pero el desacuerdo surgió en cómo golpear. Necesitaban ayuda militar de Marte, y sus representantes insistían en que la colonia no podía distraer más recursos destinados a su propia supervivencia.

La solución se demoró aún más.

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