– ¿Fue alguien a quien querías? -le preguntó suavemente Lenov.
– ¿Qué?
Susana estaba ayudando a Lenov a ajustar el traductor de lenguaje delfín. El ruso se había embutido en el interior de un traje de goma fabricado a partir de un molde de su cuerpo. Se ajustaba como una segunda piel, y estaba completamente cubierto de circuitos y sensores. El traductor tenía forma de collar, y se fijaba en torno al cuello del traje.
Susana estaba pendiente de su trabajo, no de Lenov, y la pregunta la había pillado desprevenida.
– ¿De qué estás hablando?
– En la sala de ordenadores… me dijiste que habías pasado por algo semejante… ¿recuerdas?
– Mi padre era militar… Unos terroristas pusieron una bomba en nuestro coche, en Salónica. Mamá murió. Mi padre y yo resultamos heridos. De alguna forma le culpé de todo, y esto amargó nuestra relación hasta el final. -Susana rió con una risa desabrida y rota-. ¡Alienígenas…!, ¿sabes?, de todos nosotros yo era la única con experiencia en tratar con alienígenas. Lo hacía cada día que iba a la ciudad y me encontraba rodeada de otros seres humanos… ¿Puedes imaginar lo que pasa por la mente de un individuo mientras prepara una trampa mortal para una familia de su propia especie? Yo no. Si esos terroristas eran humanos, entonces yo debía pertenecer a otro grupo.
Lenov se sentó junto a ella y acercó una mano a su pelo, sin rozarlo, como si la chica estuviera hecha de un material tan frágil que temiera tocarla.
Susana se apartó; suavemente, pero con firmeza.
En el hangar, Kenji y Yuriko daban la última revisión a los sistemas de soporte vital del Piccard.
El Piccard, la sonda atmosférica tripulada, era en realidad un dirigible rígido. Su esqueleto estaba formado por un entramado de fibras de carbono, en donde se almacenaban una docena de celdillas de gas. La cola poseía grandes timones plegables, verticales y de profundidad.
Una góndola en forma de cuña encajaba en el armazón, sin presentar el menor saliente. La impulsión principal consistía en una gran hélice de dieciséis palas, situadas sobre un anillo giratorio en la cola; seis motores eléctricos direccionales, que accionaban sendas hélices, servirían para la orientación.
Una vez en la atmósfera de Júpiter, tendría un aspecto impresionante, como un gran pez plateado. Pero en aquel momento, las celdillas estaban completamente vacías y el armazón plegado como un metro de carpintero; las celdillas se llenarían de hidrógeno caliente con la propia atmósfera del planeta. Un gran escudo ablativo la cubría y la frenaría en su entrada en la atmósfera.
De momento, se parecía más bien a una medusa sentada sobre un acordeón.
La cabina del piloto era una rara combinación de batiscafo y pecera. Tenía una forma esférica, dividida en dos compartimientos. En el superior se sentaría el piloto humano, metido en un tanque de agua antropomorfo. En la inferior, el piloto delfín disfrutaría de unos cuantos metros donde estirarse. El sistema de control era similar al de las naves tipo Hoshikaze. El delfín pilotaría, y Lenov daría las órdenes.
– Atención a todos, habla Yuriko. Vamos a iniciar la maniobra de aproximación a la atmósfera. Todos debéis ataros a los asientos de aceleración. El observador de la sonda se situará en su puesto. Tiempo para el desacoplamiento, noventa y cinco minutos.
– Eso es para mí -dijo nerviosamente Lenov. Se pasó la mano por la cabeza, alisándose los pelos rebeldes.
– Bien… te deseo mucha suerte. -Susana le tendió torpemente la mano, y Lenov la abrazó con la fuerza de un oso.
– La tendré, hermanita.
Lenov se puso un mono de lona encima de la piel de neopreno, y se zambulló en el artefacto que había bautizado como la doncella de Nuremberg, por su forma de figura humana sentada. Shikibu y Kenji le sellaron el cuello y le colocaron el casco. Acto seguido, cerraron aquella especie de traje y abrieron las válvulas de agua.
El líquido salpicó en grandes gotas en la ingravidez. Pronto, el agua llenaba la cámara y Lenov se encontró flotando en agua como un feto, separado de ella por el traje de goma. Dentro de aquel dispositivo, podría soportar las tremendas aceleraciones de la entrada en la atmósfera y la doble gravedad de Júpiter.
Al principio, Lucas pensaba en sí mismo y sus compañeros como en ninjas del Japón feudal, infiltrándose sigilosos en el alcázar de un poderoso daimio para abrir brecha, gateando en silencio sobre las vigas que cubrían el techo de la sala de banquetes.
Ahora empezaba a sentir cierto complejo de simio. Aquel universo tubular extrañamente coloreado parecía una fantástica selva alienígena, y ellos sus moradores. Durante el día, bajaban y bajaban. De noche, descansaban por turnos, apiñados en uno de aquellos rebordes, o aferrados por las cuatro garras.
– ¿Tenéis idea de qué día es? ¿Y a qué altura estamos? -preguntó Lucas en uno de los descansos nocturnos. Ninguno de sus compañeros respondió de inmediato.
– No puedo asegurarlo con certeza -dudó Sandra-, no hay modo de medir la altura desde aquí dentro. Estimo que… bien, vamos algo atrasados en el plan.
– Yo tampoco estoy seguro -dijo Karl-. Pero también creo que llevamos retraso.
No hablaron en un buen rato. Lucas movió débilmente brazos y piernas, como si estuviera en la cama. Se sentía como un paciente vendado de la cabeza a los pies y alimentado con tubos. No tenía hambre, su sangre estaba saturada de glucosa y otros nutrientes, pero su estómago seguía rugiendo cada hora y media aproximadamente, reclamando algo sólido. O aunque fuera un vaso de leche… De vez en cuando, un tentáculo inquisitivo hormigueaba en su boca y le suministraba un poco de agua tibia e insípida.
– Sssshhhh… -chistó Sandra.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Karl.
– Calla.
Lucas se sintió repentinamente despierto y alerta.
– ¿Qué ocurre, Sandra? -susurró por instinto. La voz de Sandra también era un susurro, aunque la oyó como si estuviera a su lado.
– No os mováis, creo que hay algo…
Lucas miró en todas direcciones a la vez, sin mover la cabeza, por supuesto. El robot parecía contagiado por su inquietud.
– ¿Pero qué es? -La voz de Karl era áspera.
– Un… creo que es… sí, es un campo magnético.
– ¿Campo magnético?
– Es uno de esos ideogramas. Ese que parece un pepino punteado.
¿Aquello? Lucas observó parpadear al icono mencionado. Apenas conocía algunos de los más elementales.
– ¿Y qué significa?
– No lo sé.
Lucas, excitado, seguía buscando con la vista… lo que fuese. Los infrarrojos no tenían mucha definición. De repente le pareció ver algo.
– Allá arriba. ¿No veis una cosa que viene hacia aquí?
– ¿Dónde?
– Allá. -Hizo un signo con una garra. Era un punto algo más caliente que el resto de la torre.
– Ahora lo veo -dijo Sandra.
– Y yo -confirmó Karl-. Se hace más grande. Parece como si…
– El campo magnético también está… -empezó a decir Sandra.
– ¡APARTAOS! -gritó Lucas.
Y de repente lo tuvieron encima.
Lucas apenas pudo ver aquella especie de proyectil que pasó a su lado. Parecía un objeto largo, cilindrico, tan grande como un transatlántico. Se movía en un silencio absoluto. Se mantenía encajonado en uno de aquellos grupos de seis vigas longitudinales… cuya función era obvia ahora: una jaula de ascensor.
Apenas tuvo tiempo de pestañear y ya se había perdido de vista allá abajo. No pudo percibir detalles de su estructura.
– ¿Habéis visto? -preguntó Sandra.
– Sí, aunque no estoy muy seguro.
– Iba a unas quince o veinte veces la velocidad del sonido. Suponiendo que hubiese aire, claro.
– Y si lo hubiera -añadió Lucas-, la onda de choque nos habría convertido en algo parecido a sellos de correos.
– Pero, el rozamiento… -empezó Karl. Lucas respondió.
– Levitación magnética.
El almirante Jean Pierre Al-Hassad sorbió su taza de té a la menta, al tiempo que ojeaba los informes médicos. Tenía la teoría de que la inacción militar causaba enfermedades psicosomáticas; de ahí que podía calibrarse el estado de ánimo de las tropas, por medio de sus estadísticas médicas.
A juzgar por su experiencia, no había demasiadas, teniendo en cuenta que más de la mitad de sus fuerzas eran civiles apresuradamente reclutados. Y creía saber por qué.
Miró por la portilla al Dedo. Incluso en la oscuridad de la noche era claramente visible, un apéndice negro como el carbón señalando ominosamente al cielo.
Era un recuerdo continuo para los hombres. Aquella mañana había inspeccionado algunos barcos. En todos ellos se fijó en lo mismo: los que pasaban por la cubierta lanzaban frecuentes miradas a la Isla.
El almirante Al-Hassad se quitó la corbata y la fina camisa tropical. Dudaba si hacerse una segunda taza de té cuando sonaron las alarmas.
Apenas tuvo tiempo de pensar: no he ordenado un simulacro, antes que sus bien engrasados reflejos le hicieran salir disparado hacia el puesto de mando.
Tuvieron ocasión de ver dos de aquellos elevadores mientras discutían las implicaciones.
– Si seguimos bajando, nos encontraremos con ellos -decía Lucas-. Si nos descubren, no tendremos oportunidad de instalar las bombas y…
– ¡No podemos instalarlas ahora! -gritó Karl-. Estamos demasiado altos…
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Tienes tú una estimación mejor?
– No, pero tampoco tú tienes mucha idea.
– Por favor -les instó Sandra-, no peleéis.
– ¡¡No estamos peleando!!
– CÁLLAOS DE UNA VEZ. -La voz de la muchacha atronó en sus oídos (¿o era en sus cerebros?)-. CREO QUE ES MOMENTO DE PASAR AL PLAN B, AHORA QUE PODEMOS.
Los dos quedaron en silencio.
– Bueno, bueno, no hace falta que grites -dijo Karl al fin-. Creo que tienes razón.
– Estoy completamente de acuerdo -añadió Lucas-. OK, pasemos al plan B.
Desde un punto situado a casi cien kilómetros de altura, unos extraños bólidos saltaron al vacío y empezaron a caer. Los radares captaron sus ecos, irreconocibles para sus archivos de huellas dactilares.
Los hombres de la flota apenas pudieron distinguirlos a simple vista, cruzando sobre sus cabezas como meteoros inflamados de un rojo cereza, dejando a su paso una estela de chispas.
El almirante ordenó una serie de maniobras. Los buques debían mantenerse en movimiento, haciendo cambios de rumbo aleatorios… y todo ello sin chocar unos con otros. Los ordenadores de la nave insignia elaboraban la compleja danza de barcos y enviaban las oportunas órdenes a cada navio.
Aquella era una contramedida ideada por el almirante Al-Hassad. No sabía qué arma utilizarían ellos contra su flota, pero sabía qué habría hecho él en su lugar.
Militarmente, la posición elevada siempre ha sido ventajosa. Cuenta con la gravedad a su favor. Un proyectil ni siquiera necesitaría carga explosiva, porque caería del cielo a gran velocidad. Contra esta eventualidad, el mantenerse en continuo movimiento era la única respuesta sensata.
Pronto descubrió que estaba en lo cierto.
Sonó el toque de sirena que indicaba ataque de proyectiles. Los cañones automáticos giraban hacia arriba… o trataban de hacerlo, ya que estaban diseñados para actuar contra misiles crucero en vuelo bajo.
De improviso, a cincuenta millas de distancia, hubo una columna de agua que se levantó hacia el cielo, seguida de un estampido supersónico, y un entre rugido y silbido de vapor, a medida que el océano se esforzaba en convertir en calor la monstruosa energía del impacto.
Una ola gigantesca empezó a extenderse en forma de anillo.
Los tres robots descendían a toda prisa. No podían dejar de ver los vehículos alienígenas, que bajaban como silenciosas flechas cada pocos minutos. Lucas dejó de contarlos cuando su número sobrepasó los cincuenta.
– Me pregunto si no sería mejor tratar de subirnos a una de esas cosas -decía Karl. Lucas soltó un bufido.
– No digas chorradas.
– No es ninguna estupidez -refunfuñó Karl-. Yo sí que… ¡ay!
La pata del robot de Karl, que marchaba más adelantado, falló al intentar asirse. El robot braceó desesperadamente.
– ¡KARL! -gritó Sandra.
– No… no os preocupéis… me he cogido… ahora sí. Ya he recuperado el equilibrio.
Lucas intentó distinguirlo en la tiniebla rojiza de los infrarrojos. Karl estaba avanzando colgado de los brazos. Finalmente hizo pie, cerca de la pared del tubo.
– ¿Necesitas ayuda?
– No, no, estoy bien. Yo… -de repente su voz se tensó-, un momento, aquí hay algo.
– ¿Qué?
– No lo veo bien… se mueve. Es…
La criatura saltó de su escondite, y giró en el aire intentando escabullirse por entre las viguetas del ascensor. Lucas tuvo una breve visión del monstruo: color oscuro, entre marrón y negro; múltiples patas de movimientos arácnidos; y el inevitable aspecto repugnante.
Súbitamente una larga llamarada surgió del robot de su amigo. Lucas comprendió que eran las ametralladoras de Karl; el sonido no podía llegarle en el vacío.
– ¡¿QUÉ ES?! -voceó Sandra.
– HE MATADO UN ALIENÍGENA QUE ESTABA ESCONDIDO -voceó Karl igualmente-. CREO QUE NOS HAN DESCUBIERTO.
El tsunami engulló los barcos más próximos al punto de impacto, como si fueran barquitos de papel en un estanque. El almirante ordenó virar treinta grados a estribor, poniendo proa a dicho punto.
Los lásers antimisiles abrieron fuego hacia lo alto, y de varios de los barcos partieron rugiendo los misiles antibalísticos, en un desesperado intento de interceptar los proyectiles caídos del cielo.
El buque insignia vio la ola alzarse ante él. Afortunadamente, era mucho más ancha que alta cuando llegó.
Un valle de agua se abrió hacia proa, el buque cabeceó hacia abajo, luego hacia arriba mientras orzaba. Un fuerte pantocazo estuvo a punto de derribarlos.
El almirante ordenó una dispersión de la flota. Nada se podía hacer por los infelices engullidos en el punto de impacto.
Las defensas antimisiles derribaron varios proyectiles, aunque no todos. El almirante, desesperado, se preguntó cuánto tardarían en estallar las bombas en la torre. ¿Qué estarían haciendo aquellos tres?
Levantó el puño y maldijo en dirección al Dedo. El cielo se estaba cubriendo de nubes, conforme las toneladas de agua evaporada se iban condensando.
El impulsor de la Hoshikaze destelló y la nave empezó la lenta caída que la llevaría al borde mismo de la atmósfera. La nave soltó un pequeño satélite que permanecería en órbita y actuaría como relé de comunicaciones, mientras lanzaban la sonda atmosférica.
En el casco de la nave, se retrajeron de inmediato las antenas y cualquier artefacto sensible.
– ¿Altura? -preguntó Yuriko. Los instrumentos indicaban un leve frenado por fricción.
– Novecientos kilómetros, comandante -comunicó Kenji.
– ¿Todo bien, Vania?
– Bien, camarada.
– Ochocientos kilómetros… setecientos kilómetros…
La visión a través de la pantalla mostraba un inmenso campo de nubes color crema. Aquella era la parte más peligrosa para la nave, no diseñada para el vuelo atmosférico. Debían confiar en lo tenue de la atmósfera joviana… y en la solidez de la tecnología marciana.
Quinientos kilómetros… La Hoshikaze caía del cielo como una bala, a su fenomenal velocidad cósmica; si todo iba bien, rasaría únicamente las capas superiores, restando algo de su velocidad por fricción, en un arco colosal que les llevaría de nuevo al vacío… si todo iba bien.
Cuatrocientos kilómetros… El silbido del viento sobre el casco ya empezaba a ser estremecedor… Trescientos kilómetros…
– ¿Temperatura del casco?
– Dentro del límite.
– Aún aguantaremos. Kenji, dime las condiciones atmosféricas.
– Presión, cero coma cero una atmósferas. Temperatura, ciento veinticinco grados bajo cero.
– Esto ya es demasiado denso -murmuró. Y en voz alta-: Lo soltaremos a doscientos kilómetros, Lenov, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– ¡Listos para lanzar!
– ¡Doscientos kilómetros, comandante!
La mano de Yuriko pulsó un botón. Los roblones explosivos que unían la sonda a la Hoshikaze estallaron y la sonda empezó a descender libremente.
– ¡Ignición! ¡Tik-Tik, salgamos de aquí!
El delfín encendió el motor de fusión y la nave empezó a elevarse hacia la órbita, libre de la garra de gravedad del planeta gigante.
– ¿Estás bien, Semi?
Para Lenov, el desacoplamiento significó una sacudida que le hubiera roto algún hueso, de no estar flotando en agua.
– Bien, Vania -contestó el delfín. El Piccard caía como un meteorito a través de la atmósfera de Júpiter, en tanto que el escudo ablativo se reducía a migajas candentes capa por capa, frenando su velocidad como una bala atravesando melaza. La deceleración era de 10 g; en otras condiciones, hubiera sido suficiente para aturdirlo. A pesar de todo, notó como si algo le aplastase la frente.
Con la vista enturbiada, leyó los instrumentos. Habían descendido hasta 170 kilómetros. La presión había subido hasta 0,07 atmósferas y la temperatura bajado a 163 bajo cero… Notó que la temperatura bajaba en lugar de subir. Eso significaba que se hallaba aún cruzando la estratosfera de Júpiter, así que no había que temer turbulencias.
Lamentó no poder ver el cielo; eso no sería posible hasta desprenderse del escudo.
Pasó por la marca de los 160 kilómetros. La presión ya era de 0,1 atmósfera y la temperatura bajado hasta los 173 bajo cero.
150 kilómetros. La temperatura empezó a subir: 163 bajocero.
140 kilómetros, 158 bajo cero…
130 kilómetros, 153 bajo cero…
– Prepárate para abrir el paracaídas, Semi.
– Ya era hora.
Lenov sacó la mano por una especie de manguito y apretó una palanca.
Al instante se abrió un pequeño paracaídas, que tiró de otro mayor, que a su vez tiró de otro y…
¡ZZUMMMMMP! Lenov quedó aturdido del trompazo.
La velocidad de la cápsula, hasta entonces cercana a tres veces la velocidad del sonido en la Tierra, quedó reducida a un nivel subsónico en apenas mil metros. La deceleración alcanzó las cincuenta gravedades durante unos veinte segundos, suficientes como para notarlo incluso en el agua.
El casi irrompible paracaídas de kevlar había cumplido su misión. ¡Cincuenta gravedades! ¡De haber estado en seco, sería como tener un elefante sobre su pecho! Un coche viajando a cien por hora, equipado con aquel paracaídas, hubiera frenado en tan sólo un metro… dejando a su conductor convertido en picadillo, claro está.
El escudo ablativo se había desprendido, y Lenov observó afuera con emoción.
No había sino cielo y nubes.