Susana subió hasta el mirador de proa para disfrutar de la aproximación final a Deimos.
La pequeña luna marciana brillaba sobre el negro fondo espacial como un árbol de Navidad gigante. Tenía más aspecto de ser un artefacto, una ciudad en el espacio, que un objeto natural. La sensación se acentuaba con las enormes bocas de los hangares abiertos al vacío, intensamente iluminados y rodeados de luces parpadeantes de aviso.
Toda su superficie estaba salpicada de lucecitas, que brillaban como polvo plateado en su lado oscuro. Algunas eran ventanas que daban al interior, otras, más potentes, señalizadores o balizas para las naves en tránsito.
– ¿Asombroso verdad? -preguntó Osato que se había situado en silencio junto a Susana.
– Nunca soñé que tuviéramos todo esto aquí. Y sólo llevamos en Marte… ¿cuánto?
El rostro de luna de Osato se iluminó con una sonrisa.
– Las bases de la Velwaltungsstab en Fobos y Deimos se establecieron durante la escalada de tensiones que siguió al Quinto Jihad… hace treinta años.
Susana asintió. Siempre las malditas guerras y tensiones Norte-Sur. Todo aquello formaba parte de la Historia que le habían hecho aprender cuando era niña.
Las instalaciones en Marte habían sido en parte una salvaguardia ante el temor a una guerra nuclear a gran escala… y en parte, un medio de desanimar al Islam mediante un espectacular despliegue de tecnología. Pero la temida Guerra de los Siete Sellos no llegó a estallar, después de todo, y la cabeza de puente se mantuvo en manos de la Iglesia.
Las primeras naves de la Velwaltungsstab estaban a cargo de religiosos por buenas razones. La convivencia en espacios cerrados había causado problemas, incluso en las pequeñas estaciones lunares o lagrangianas. Los religiosos, en cambio, estaban acostumbrados a vivir confinados en un espacio cerrado y a una rutina invariable, durante prolongados períodos de tiempo. Además, a pesar de los medios de protección, los viajeros del espacio estaban más expuestos a radiaciones que las gentes que viven en un planeta, lo que podría conducir a malformaciones infantiles. Poco antes de la Tormenta de Positrones, incluso se había especulado con la posibilidad de que la primera nave que viajase a otra estrella estaría pilotada por religiosos. Un viaje así duraría años. Los proyectos de tan largo alcance sólo pueden ser realizados por un organismo inmortal, una comunidad de personas con una meta.
Desde Fobos y Deimos se había organizado la conquista del Planeta Rojo… justo antes de que los japoneses empezaran a convertirlo en el Planeta Amarillo. Los conflictos diplomáticos añadieron leña a una situación ya de por sí caldeada. Finalmente se había llegado a un acuerdo; por el Tratado Marciano, inspirado en el Tratado Antártico, las naciones interesadas en establecer asentamientos en Marte declararon la desmilitarización y el uso pacífico del planeta, durante un período de cien años, así como una política de cooperación científica. Los yacimientos minerales que se descubrieron no eran lo bastante tentadores como para poner a prueba los buenos propósitos del Tratado.
– El Exterminio nos dejó en una situación de indefensión total -siguió diciéndole Osato-. De repente estábamos solos frente a una naturaleza hostil; los ambiciosos planes de terra-formación quedaron en casi nada…
Se constituyeron órganos de gobierno. Una Asamblea General, formada por representantes de los colonos, en número proporcional a la población: un cincuenta por ciento de ciudadanos que pertenecían a diferentes órdenes religiosas, principalmente a la Compañía de Jesús. El otro cincuenta por ciento se repartía entre varias compañías japonesas, y los técnicos de la Velwaltungsstab. El desequilibrio estaba matizado por la separación entre Iglesia y Velwaltungsstab, así como la esperanza de que la Iglesia tenía un índice de natalidad del cero por ciento, lo que a largo plazo la convertiría en una fracción minoritaria.
El poder ejecutivo se repartía en una serie de órganos: Consejo de Seguridad, Secretaría General y Consejo de Economía y Recursos, en tanto que el Tribunal Superior formaba el máximo órgano judicial.
– La maquinaria funciona sin demasiados chirridos. Somos una mezcla -ironizó Osato- de cuartel y comuna anarquista.
La nave se fue aproximando poco a poco, lo que proporcionó a Susana una nueva sorpresa. Un enjambre de gigantescas esferas traslúcidas flotaba alrededor de la pequeña luna marciana; en su interior ingrávido fluían líquidos y se movían formas oscuras.
– ¿Qué es? -preguntó a Osato.
– ¿Eso? Son embriones de naves -respondió la japonesa, con desenvoltura. Susana la miró boquiabierta y se volvió hacia fuera. ¿Le estaba tomando el pelo?
– Mira, ésa está a punto de eclosionar -señaló, pasándole unos prismáticos-. Una lanzadera, me parece.
Su índice apuntaba a una de las esferas, que tenía un aspecto arrugado. La atónita Susana pudo ver cómo se rasgaba lentamente, dejando escapar una insignificante nubecita de vapor; sin duda el contenido líquido del huevo de astronave habría sido recuperado.
De entre la nubecilla emergió un objeto alargado. Era un transbordador, efectivamente.
– Feliz cumpleaños -murmuró estupefacta.
Iván Lenov se tumbó boca arriba y cruzó las manos sobre la nuca. La rojiza luz del amanecer marciano, tamizada por una cortina de láminas, dibujaba líneas paralelas en el techo. Se encontraba en un humilde apartamento cercano al astropuerto de Santa Marina; el único establecimiento de Marte que merecía el nombre de ciudad.
Escuchó el sonido, necesariamente breve, del agua al correr. Gabriela salió del baño, secándose las axilas con una toalla que, supuso Lenov, habría sido rosa en algún momento de su historia. La arrojó y gateó por la cama hasta atrapar el paquete de tabaco de la mesita, paseando sus generosos pechos por el rostro del ruso.
– ¿Un cigarrillo?
– No, gracias, encanto.
Se sentía feliz; el sexo era la única válvula de escape que nunca le había fallado; sobre todo desde su llegada a Marte. Y, a pesar de lo prosaico del lugar, Gabriela era una chica más que aceptable según los gustos de Iván; una atractiva mulata de cuerpo exhuberante, experta y juguetona.
Pero lo que el ruso apreciaba más era que se podía conversar con ella. No siempre estaba seguro de que comprendiera, pero al menos sabía escuchar maravillosamente bien. A todos esos tipos que gastaban su dinero en psicoanalistas, pensaba, les vendría bien una sesión completa con Gabriela.
– Sigues preocupado por ese bicho, ¿eh, Vania? -dijo la mulata en japonés, con un divertido acento brasileño.
Eran sorprendentes las habilidades lingüísticas que desarrollaban las prostitutas de Santa Marina. Lenov se preguntó si algún científico habría escrito alguna vez un estudio sobre este tema. En aquel barrio cercano al astropuerto (auténtico corazón de la ciudad) era excepcional la que no chapurreaba algo de japonés. Natural, eran sus mejores clientes. Los nipos llevaban varios años trabajando en las nuevas y extrañas naves marcianas. En realidad, por eso estaba él allí.
– Tú no lo comprendes, yo trabajo con delfines, pero para mí son algo más que animales útiles. Tik-Tik es un compañero, un camarada, no me gusta verlo enfermo.
– Pero ¿qué le pasa?
– Según el veterinario, una simple congestión del orificio respiratorio, consecuencia del jodido aire enlatado que respiramos aquí. Nada grave, pero le tendrá apartado del trabajo durante un mes. En cualquier caso no me gusta, ese delfín es muy importante para mí.
– ¿Por qué?
– Lo conozco desde hace años. Trabajábamos juntos en el arrastradero, en la Tierra, y me ha salvado la vida más de una vez. Además, si estoy aquí es gracias a él.
– ¿Qué quieres decir?
– Fue comprado por los japoneses hace un par de años, para traerlo a Marte. Y fue él quién me recomendó como cuidador. Recuerdo que pensé que a alguien se le había aflojado un tornillo… ¿Para qué coño querían un delfín en Marte? Este planeta está más seco que el ojo de Manolo…
– ¿El ojo de… quién?
– Manolo el Tuerto, mi compañero en el sub. No sé nada de él desde el Exterminio, y me temo lo peor… Quién sabe, quizás ese delfín también me salvó la vida al traerme aquí…
– Y además así te he conocido, machote. ¡Venga!, no te preocupes, estoy segura de que tu pececito se pondrá bueno pronto.
– Un delfín no es un pececito -suspiró Lenov con paciencia-. Ni siquiera es un pescadote. Son mamíferos, como tú o como yo… Esto creo habértelo explicado cien o doscientas veces.
Ella se arrodilló a su lado.
– Oye, ¿también tienen ferramenta?
– ¿Cómo?
– Esto.
Cogió el pene de Lenov. El hombre echó a reír.
– Claro que sí.
Gabriela también soltó una carcajada y apagó su cigarrillo.
– Oye, ¿qué tal si te olvidas de tu pececito un rato?
– ¿Qué propones? -preguntó el ruso con una sonrisa picara.
– ¿Te apetece un francés o un griego?
Sí, pensó Lenov, tiene gran facilidad con los idiomas…
Tras desembarcar a los delfines, Susana fue alojada en un pequeño apartamento situado en uno de los corredores que partían del muelle. Era diminuto, apenas quince o dieciséis metros cuadrados, pero lujoso; incluso tenía bañera de hidromasaje al estilo japonés. Y esto fue precisamente lo primero que Susana se decidió a probar. Ni siquiera deshizo su equipaje, una descolorida mochila de lona que arrojó sobre la cama.
Se tumbó en la bañera, con unos visores de relajación sensorial cubriendo sus ojos, y conectó, con un gesto de su mano, el dispositivo que generaba las burbujas de aire caliente. Una suave película de mylar se cerró entorno a su cuerpo, evitando así que el agua escapase en la débil gravedad de la pequeña luna.
Era difícil admitir que aquello estuviera sucediendo. Que todo su mundo, todo lo que había amado en alguna ocasión, hubiera desaparecido para siempre, y que ella estuviera tomando un jakuzzi en Deimos.
Pensó en sus padres, en sus hermanas… qué lejanos le parecían ahora esos recuerdos. ¿Era aquella su vida, o era un sueño casi olvidado?
Recordó a sus amigos delfines, reunidos en torno a ella, a la luz de la inmensa luna de los trópicos, ejecutando con maestría hermosos poemas-danza que narraban antiguas y épicas batallas contra tiburones…
Canciones de cachalotes que hablaban de calamares gigantes, y su fantástica civilización perdida en las profundidades abisales…
Leyendas de viejos marinos enamorados de sirenas…
Todo aquello sí que merecía ser real, mucho más real, pero tanto una cosa como la otra se habían esfumado; envueltas por una horrible tormenta de fuego; sin apenas dejar huella.
Llevaba apenas media hora en el baño, cuando sonó el timbre de la puerta. Salió del agua y se puso una bata de seda que encontró en un armario.
Al abrir se encontró con un hombre alto, con una melena de un blanco inmaculado, cuidadosamente recogida en una cola de caballo. Su indumentaria era de estilo vagamente oriental, o más bien veneciano, y su aspecto general impecable. Unas gafas de montura de oro daban a su mirada una especie de aureola, y un cierto aire de benevolencia.
– Mi nombre es Santiago Casanova. Espero que el viaje desde la Tierra le haya resultado cómodo, Susana.
– ¿El viaje? Bastante agradable -respondió Susana, fascinada por aquel hombre con aspecto de ejecutivo renacentista-. ¿Quién es usted?
– Soy el principal responsable del CEMM; su cicerone en Marte.
– ¿Cómo ha dicho? El responsable del…
Casanova se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y dijo:
– Oh, discúlpeme. Del Centro de Exobiología y Medicina Marciana, Ce-E-Eme-Eme -deletreó, añadiendo con leve ironía-: Las siglas y los acrónimos, ya sabe usted, son una vetusta tradición burocrática.
– Ya veo. Exobiología. Ha debido tener mucho trabajo últimamente.
– No imagina cuánto… disculpe, creo que la he interrumpido.
Casanova dirigió una mirada hacia la bañera.
Susana se aseguró de que la bata de seda seguía firmemente cerrada. Era preciosa, con complicados bordados de un estilo similar a las ropas de Casanova.
– En realidad ya había acabado.
– ¿Le gustaría descansar? Puedo regresar más tarde. El transbordador a Marte no partirá hasta mañana.
– Ya he descansado bastante durante el viaje.
– Estupendo -Casanova entrechocó sus manos-, entonces nos pondremos inmediatamente en marcha. ¿Me acompaña?
Susana hizo una mueca sardónica.
– ¿Le importaría que me vistiera primero? No creo que esta bata sea lo más adecuado.
Casanova carraspeó y se volvió hacia la puerta.
– Oh, disculpe, por supuesto. La esperaré fuera.
Susana tardó sólo un minuto en salir, ataviada con un ajustado suéter azul marino y unas deshilacliadas bermudas.
Casanova la condujo a través del dédalo de corredores que horadaban Deimos como un queso Emmental, o el peñón de Gibraltar. La superficie de que se disponía debía de ser enorme, juzgó Susana, aunque sólo se ocupase una fracción del volumen de roca.
Llegaron a una estación. El tren era una sucesión de pequeñas cabinas presurizadas de forma rectangular, sobre raíles de acero. Los mismos eran sorprendentemente gruesos, teniendo en cuenta que debían soportar muy poco peso. Pero lo más extraño era que los raíles tenían una doble pestaña, y los vagones, ruedas arriba y abajo de los mismos.
– La estación de transbordo está al otro lado de Deimos -decía Casanova-. El tren nos llevará en cinco minutos.
Ante la forma en que Susana observaba el tren, pareció fríamente divertido.
– ¿Ha pensado en las dificultades del transporte en un mundo tan pequeño?
– ¿Qué dificultades? -preguntó Susana.
– Las distancias son cortas, pero ¿cómo recorrerlas en un tiempo razonable, con esta velocidad de escape? Sólo doce kilómetros por hora y… fssssss.
Hizo un gesto de avión despegando con la mano. Susana comprendió. Durante el trayecto, si el tren superaba esa velocidad, la gravedad de Deimos no lo podría retener. Por eso los raíles estaban diseñados así: para que el vagón colgase de ellos. Muy ingenioso.
– ¿Qué pasa si descarrila a toda velocidad?
– Oh, nada grave. El tren escaparía del campo de gravedad de Deimos y se pondría en órbita en torno a Marte. Volveríamos a coincidir en la siguiente órbita, treinta horas más tarde -dijo Casanova con toda naturalidad.
Se abrió la esclusa y el tren rodó con suavidad fuera de la estación, con un zumbido apenas perceptible, sobre la quebrada superficie. Los raíles desaparecían tras el horizonte; en un mundo tan pequeño, el horizonte se hallaba a apenas doscientos metros.
– ¿Conoce al padre Markus? -preguntó Casanova-.
¿Ha oído hablar de él?
– No… un momento, ¿Markus, el jesuíta arqueólogo?
– Sí.
Susana frunció el ceño mientras luchaba por recordar lo que decía la contraportada de un libro suyo, leído mucho tiempo atrás. Trataba de… sí, de las influencias de las lenguas semíticas en el griego koiné.
– Sólo tengo referencias bibliográficas sobre él. Una autoridad reconocida en lenguas muertas; y al parecer hablaba varias con fluidez. Fenicio, ugarítico, acadio, hitita, sumerio…
– Habría sido un buen intérprete en la corte de Asurbanipal.
– Y sus excavaciones en el Cercano Oriente aclararon muchas dudas sobre los orígenes de las grandes religiones monoteístas.
– Aclararon demasiadas dudas -admitió Casanova con cierta sorna.
El tren empezó a acelerar. Cuando alcanzó los doce kilómetros por hora, los pasajeros se encontraron ingrávidos. Cuando los superó, una débil fuerza tiró de sus cuerpos hacia el techo. El interior del vagón giró para adaptarse a la nueva situación.
El tren les condujo hasta un anexo del espaciopuerto, donde un gran cartel indicaba en varios idiomas que la entrada estaba restringida a los jesuitas. Tras identificarse ante los guardias de la entrada, Casanova le mostró el transporte Deimos-Fobos.
Era un vehículo con la estética de un cementerio de coches. Un armazón cilindrico con grandes tanques esféricos de combustible, varios contenedores herméticos, y una cabina en forma de doble cono rematándola en lo alto. Un tubo neumático permitía acceder a ella, ya que el hangar estaba al vacío.
– Lo llamamos un saltador -explicó Casanova-. Lo usamos para transporte de carga o pasajeros a la órbita de Deimos o a la de Fobos. Es un viaje corto y todo cuesta abajo.
Atravesaron el tubo y se introdujeron en la cabina. Casanova cerró la compuerta y, tras un chequeo del tablero, salieron al espacio. Dada la baja velocidad de escape de Deimos, ni siquiera tuvieron que sentarse.
Se separaron de la pequeña luna, elevándose sobre su horizonte. La quebrada superficie de Deimos se hundía bajo ellos. La navecilla se inclinó, y se dirigieron hacia el lado que miraba a Marte. Pronto el gran bulto naranja del planeta, treinta y dos veces mayor que la Luna vista desde la Tierra, apareció sobre el curvo horizonte. Con lentitud comenzó a escalar el cielo.
Marte se encontraba en la fase de lleno, despidiendo una brillante luz que iluminaba la cabina. El Sol se hallaba en la dirección contraria, ya que habían despegado durante el día de Deimos. Susana estaba fascinada: el brillante Sol, Marte, la oscura superficie de Deimos.
Susana observó alrededor intentando orientarse.
– Parece que caemos hacia Marte -dijo.
– De eso se trata. Aunque nos encontraremos con Fobos en el camino. Marte será la segunda parada.