21

El universo era un inmenso vacío gris, en el que flotaban millones de pequeños objetos. Susana veía el mundo tal como lo vería una de sus células, a escala 1:350.000.000. El nanosubmarino se deslizaba hacia las células del alienígena, a una velocidad de diez mieras por segundo.

La máquina era uno más de los maravillosos ingenios legados por la extinta civilización marciana. Estaba diseñada para ser pilotada por control remoto; recibía órdenes mediante señales de microondas que el nanoordenador traducía en acciones. En cuanto a la visión, el microtomógrafo proyectaba en la pantalla hemisférica la reconstrucción de lo que la máquina vería de tener cámaras. Susana disfrutaba de la ilusión de estar sentada frente a los mandos de un submarino de bolsillo, rodeada por una cúpula transparente. Podía ver parte del nanosubmarino bajo ella, pintado con brillantes colores por el ordenador, que adaptaba las imágenes del microtomógrafo. La pinza destacaba a proa, mientras los impulsores gemelos, con aspecto de sacacorchos, giraban frenéticamente a popa.

Naturalmente, un objeto tan diminuto no podía fabricarse por medios habituales ni con materiales habituales. El casco estaba formado por una red de moléculas compatibles con el sistema inmunitario humano. La red formaba un finísimo armazón en el que únicamente penetraban las moléculas más pequeñas.

El ordenador del nanosubmarino no era electrónico sino mecánico, formado por engranajes y varillas; cada engranaje era un anillo de benceno, una molécula de seis carbonos unidos en un hexágono. Las varillas eran finas cadenas de átomos de carbono. Dibujado, aquel ordenador parecía el que Charles Babbage intentó construir en el siglo XIX, pero funcionaba. Como consecuencia de su tamaño microscópico, sus piezas giraban a tal velocidad que rivalizaban en rapidez con un ordenador electrónico.

El nanosubmarino era impulsado por un motor de glucosa, que oxidaba dicho azúcar y movía dos flagelos helicoidales a popa. No poseía otro órgano manipulador que una nanopinza, ni otro instrumento sensor que una especie de «mano» capaz de palpar moléculas. Disponía de diferentes palpadores.

Era extraordinario, pensó una vez más Susana. Con un aparato como aquel la biología avanzaría siglos en pocos años. Les abría la puerta a lo más pequeño, y la capacidad de manipularlo con sencillez.

Para ella había sido una ayuda inapreciable. En pocos días había realizado ella sola un trabajo de investigación sobre la fisiología celular alienígena, que en condiciones normales hubiera ocupado a todo un laboratorio de biólogos durante meses.

Susana manejó con habilidad los controles, aproximando el nanosubmarino a la membrana de una célula, y con una red de gelatina tomó unas muestras. Programó el regreso a donde esperaba la micropipeta, con la cual capturaría al nanosubmarino.

Susana regresó al mundo real simplemente saliendo de la cabina. Ésta era una semiesfera, como un cuenco metálico invertido situado en el centro del laboratorio biológico de la Hoshikaze. En una mesa cercana, encerrado en una caja de Petri, estaba el micromundo que había explorado: un trocito de tejido alienígena no más grande que la punta de un lápiz.

Aplicó el ojo a un microscopio óptico, esperando la llegada del nanosubmarino. No tardó mucho: una cosita cuadrada que nadaba en círculos. Con la micropipeta capturó a la máquina.


La reunión era un remedo de las antiguas; Benazir y el comandante no estaban ya con ellos. Se hallaban presentes Yuriko, Kenji, Shikibu, Lenov, el teniente Shimizu, el padre Álvaro, y Susana. Por una vez, era ella la que llevaba la voz cantante. -Lo asombroso es que no hay nada extraño -informó Susana-. ADN, proteínas, azúcares… todo normal. Demasiado normal.

– No lo entiendo-dijo Yuriko, débilmente. El manto de la jefatura parecía pesarle sobre los hombros.

– La biología de los alienígenas es similar a la nuestra. Similar, y al mismo tiempo distinta. Es…

Se detuvo para observar la reacción de sus compañeros. No la comprendían. Con un suspiro, casi un débil resoplido de impaciencia, explicó:

– Los compuestos orgánicos tienen una variabilidad increíble. Se conocen más de medio millón de compuestos de carbono, y sólo veinte mil de los demás elementos. Algunas biomoléculas simples quizá serían idénticas en diferentes planetas, pero, con toda esa variabilidad, es improbable que otro mundo haya producido una forma de vida con las mismas macromoléculas… esto es, ADN, proteínas… ¿Lo veis?, exactamente igual que la vida terrestre, con las mismas cuatro bases en el ADN, con los mismos azúcares de cinco carbonos, y la misma estructura en doble hélice…

»Y esto no es lo más chocante. El código genético es el mismo. La misma tripleta de nucleótidos traduce el mismo aminoácido. Y esto es peor, porque la correspondencia de tripletas y aminoácido es, por lo que sabemos, arbitraria. Mirad… nosotros representamos el sonido a por el carácter escrito «A» -dibujó la letra con el dedo en el aire-. Se trata de una correspondencia arbitraria. Convenimos que el sonido a se representa por este símbolo. Todos usamos el mismo alfabeto, usamos el mismo código. Pero se trata de un convenio.

– Te entiendo -dijo el franciscano-. Quieres decir que si excavásemos una ciudad sumeria, y encontrásemos que un disco rojo con una barra blanca significase: se prohibe el paso de vehículos, sería una coincidencia inaceptable. ¿Es eso?

Susana asintió.

– Por ese motivo -dijo-, muchos científicos no le dieron mucha importancia a la formación vegetal que se encontró en Uzbekistán, ni a las que aparecieron más tarde. Fue más sencillo pensar que se trataba de una mutación, o una especie desconocida hasta entonces. Pero esto no era posible.

– ¿Por qué?

– Las células de estos seres extraños son diferentes a las nuestras. Tienen cromosomas como las nuestras, pero no tienen membrana que los separe del citoplasma. Faltan algunos orgánulos: mitocondrias, aparato de Golgi, retículo endoplasmático… Son un intermedio entre célula procarionte y eucarionte. Algo que la evolución jamás desarrolló en la Tierra.

»Esto desconcertó a los que estudiaron la planta de Uzbekistán, pero no encontraron ninguna explicación que casara con su bioquímica, perfectamente terrestre.

Kenji hizo un gesto de agotamiento; todo aquello le era difícil de seguir y dijo:

– ¿Qué es lo que opinas?

– Los monstruos que nos atacaron son alienígenas, de acuerdo; no obstante, están íntimamente relacionados con nuestra biología. Son extraños… y al mismo tiempo no lo son.

Los supervivientes se miraron nerviosos, sopesando aquella ambigua declaración.

Nadie dijo nada durante un largo rato. Finalmente Kenji rompió el silencio:

– ¿De dónde salieron? En el núcleo del cometa no enconr traste nada parecido…

– Afortunadamente -dijo Susana intentando forzar una sonrisa-. Pero estaban allí. Todos los vimos…

– ¿A que te refieres?, yo solo vi esa especie de icosaedro del que surgían las cuerdas -dijo Lenov.

– He analizado el ADN contenido en el trozo de cuerda que corté.

– ¿Contenían ADN? -preguntó el religioso.

– Sí.

– ¿Y…?

– El mismo ADN que los monstruos que nos atacaron. Esas criaturas debieron desarrollarse clónicamente a partir del icosaedro…

El padre Álvaro suspiró.

– ¿Qué eran entonces? No importa su bioquímica.

Susana se irritó levemente. A ella le importaba mucho. -No lo sé. Carecían de aparato digestivo o sexual, y como vimos, no estaban hechas para durar. Supongo que el cometa las generó como nuestro organismo generaría anticuerpos… como arma contra nosotros.

– No creo -dijo Shimizu-. Ono y yo hemos analizado el problema en términos militares… por cierto, Susana, ¿has logrado averiguar por qué murieron?

Ella aventuró una hipótesis.

– Quizá la exposición al calor, más probablemente al oxígeno… sus células no tienen peroxisomas. -No se molestó en explicar lo que eran, y nadie se lo preguntó-. En el fondo no creo que importe mucho. ¿A quién le interesa lo que pase con una bala perdida?

– Dudo mucho que fueran un arma -insistió Shimizu-. A pesar de su terrible efecto sorpresa, lo cierto es que fueron muy torpes.

– Teniente, ¿recuerda cómo les persiguieron?

– Es difícil de olvidar -dijo Shimizu.

– Dejaron de perseguirles cuando dejaron de verles.

– Eso fue lo que me extrañó. Hasta un niño sabe que, si alguien se esconde tras una cortina, sigue estando ahí.

– Un bebé es un ser vivo programado por la evolución. Para un ser vivo, ser conscientes de un enemigo aunque no esté ahí, tiene un claro valor de supervivencia. La conducta de sabio idiota que mostraron las criaturas es más propia de una máquina.

– Ahora no parecen tan peligrosas, pero… -meditó Lenov- ¿cuántas de esas máquinas podría fabricar un cometa como el Arat?

– Buena pregunta. -Susana le sonrió brevemente-. Yo también me la hice, y analicé las muestras del caldo que llenaba el cometa. En ella se encontraban disueltos todos los elementos constitutivos de esos seres…

De repente, Lenov lo comprendió. Se puso en pie de un salto.

– Susana, ¿crees que las aguas de la Tierra tendrían una composición similar a ese caldo?

– Hace un año, no. Pero ahora -la expresión de la etóloga era desoladora-, con toda la vida acuática muñéndose, descomponiéndose… sí, debe ser algo muy parecido a eso que llenaba el cometa. Los océanos se están eutroficando.

– ¿Euqué?

– Eutroficando -explicó Susana. Su impaciencia fue ahora claramente perceptible-. Es un término que se usa respecto de lagos en los que se vierten aguas residuales. Las bacterias y los hongos descomponen la materia orgánica, si la cantidad es moderada. Si es demasiado alta, adiós ecosistema.

– Pero, entonces -conjeturó Shimizu con horror- ahora todos los océanos son un caldo de cultivo para esos monstruos.

– Sí -admitió Susana.

Hubo otra pausa, mientras digerían la información.

– Estupendo; ¿y qué se supone que debemos hacer ahora? -dijo el japonés negro.

– Debemos regresar -propuso Kenji-. Esto es más importante que nuestra misión inicial. Debemos advertir a los que siguen en la Tierra, si ya no es demasiado tarde.

– Podemos advertirles por radio, no es necesario que regresemos -dijo Yuriko, con cierta irritación.

– Pero ¿no os dais cuenta de lo que ha pasado? -insistió Kenji-. El comandante ha muerto. Benazir ha muerto, ella diseñó esta misión. Hemos sido descabezados, aplastados. Ninguno de nosotros tiene capacidad para tomar una decisión así, no podemos hacer otra cosa que regresar.

Lenov dio un puñetazo en la mesa que los asustó. Susana le lanzó una mirada asesina.

– No -dijo el ruso-, no podemos volver ahora. Benazir diseñó esta misión, sí. Ella sabía que era vital que aprendiéramos sobre nuestros enemigos, si queríamos tener una posibilidad de sobrevivir. Dio la vida por esta idea y debemos completar su trabajo. Debemos viajar hasta Júpiter, tal y como ella había previsto.

– Eso representa perder un año en la ida, y otro para el regreso -dijo Kenji-. Las cosas se están desarrollando con demasiada rapidez. Cuando llegásemos hasta Júpiter, todo podría haber acabado en la Tierra.

– No podemos hacer otra cosa -dijo Lenov con obstinación.

– Podemos regresar ahora. Somos los únicos humanos con experiencia en luchar con esas cosas. Nuestros conocimientos son demasiado vitales…

– Experiencia -dijo Lenov con sorna-. ¡Ja!

Kenji le fulminó con la mirada.

– ¿Qué estás insinuando?

– Necesitamos mucha menos experiencia, y un poco más de valor.

Kenji se incorporó de un salto y se lanzó hacia el ruso, derribándolo de su silla. Shimizu se interpuso entre los dos hombres y logró contener al japonés.

– Estupendo, Vania -dijo Susana furiosa-, tú sí que estás resultando útil en esta misión.

– Lo siento -musitó el ruso mirando hacia el suelo-, hablaba sin pensar. Lo siento, Kenji.

El japonés ya se había tranquilizado, pero Shimizu seguía junto a él.

– De acuerdo -asintió-. Olvídalo, todos estamos muy nerviosos.

– Os diré qué vamos a hacer -dijo Yuriko-. Votaremos, que decida la mayoría. Pero entendedlo bien: una vez tomada la decisión, no podemos echarnos atrás. No vale cambiar de idea. Debemos asumir la decisión colectiva y atenernos a ella.

– Vamos, Yuriko -dijo Kenji-, eso es contrario a toda tradición…

– ¿Preferís solucionarlo a puñetazos? -dijo mirando alternativamente a los dos hombres-. No, ya veo que no.

– El comandante es quien decide -dijo Lenov.

– El comandante decide pedir una votación. Yo voto por continuar. ¿Shikibu?

La muchacha parpadeó sorprendida.

– Pu-pues… estoy contigo, Kenji, creo que deberíamos regresar.

– ¿Padre Álvaro?

– Regresemos.

– ¿Shimizu?

– Estoy con Vania. Continuemos con el plan previsto por Benazir.

– Eso representa un empate -dijo Yuriko-. Susana, tú decides.

La etóloga guardó un inescrutable silencio antes de decir: -Aún no sabemos lo bastante para regresar. -Muy bien, eso resuelve las cosas -concluyó Yuriko-. Debemos prepararnos, hay un largo viaje hasta Júpiter.


»… aquí en Marte son las tres de la madrugada… quiero decir, en esta banda horaria… así que debéis disculparme si no soy muy coherente…

»No es necesario decir que estamos consternados por la muerte de Benazir y los demás… Hemos deliberado sobre la misión y aprobamos lo que habéis decidido. Como recordarás, Yuriko… comandante Ikeda… los objetivos de la misma no se definieron con demasiado detalle, ya que nada sabíamos entonces sobre lo que ibais a encontrar. La opinión mayoritaria del Consejo de Seguridad es… no opinar. La verdad es que estamos en uno de esos puntos en los que todas las opciones parecen malas…

»La situación en Marte no es muy buena. No nos morimos de hambre o frío, pero no podemos distraer más recursos en otra aventura. Vosotros sois lo único que tendremos en bastante tiempo, quizás años. Me siento culpable por enviaros de este modo al peligro, pero… bien, yo también tengo mi cuota de responsabilidad. El comandante de la nave sólo tiene a Dios sobre él; yo no tengo esa suerte.

»Lo único que puedo mandar es información; por suerte, en Marte es un recurso inagotable. Al acabar este mensaje recibiréis varios paquetes de bits. Uno es un programa de ordenador para el control de la hibernación, que ha sido recientemente desarrollado, probado con éxito y mejorado. Otro es un conjunto de programas de control de la nave, que os permitirá emplear más tiempo en hibernación. Además, mantendremos un seguimiento más completo, pues he logrado una consignación mayor de personal y tiempo de ordenador…

»Solamente diré una cosa más: precaución. Y ya sé que es el consejo más innecesario jamás dado. Aquí control de misión Héctor Kilo Uno… ¿se dice así? fin de la transmisión.


– Vamos a ver… hmmm… excelente. La tensión bien. Corazón bien. A ver qué nos dice el hemoanálisis. Glóbulos rojos… hematócrito… hmmm… leucocitos… transaminasas… hmmm… reticulocitos… colesterol… hmmm… fosfatasa alcalina…

Susana se sentaba en una mesa de reconocimiento, envuelta en una sábana, mientras el sargento Walter Fernández, un hombre de unos cuarenta y tantos años e incipiente calvicie, mascullaba sobre la pantalla del autodoc. Finalmente levantó la vista, sonriendo.

– Está usted en buen estado físico.

– Gracias -dijo ella.

– ¿Quién le hizo la herida del costado, un pez espada?

– Un colega suyo. Neumotorax.

– Ya. Hm… diría que usted es buen fiambre. No se ofenda, es una vieja broma. Quiere decir que soportará la hibernación sin problemas.

Susana sintió un cosquilleo en el estómago. Fernández habló a través del intercom.

– Shikibu, te mando unos datos. ¿Qué opinas de…? -Se embarcó en una discusión técnica que Susana no se molestó en seguir.

Trató de imaginarse encerrada en una de aquellas cámaras, el frío glacial descendiendo sobre su cuerpo, con tubos clavados en sus venas, saturando su sangre de tardobolizantes y otras exóticas drogas para reducir sus procesos vitales al mínimo, soluciones anticongelantes que impedirían estallar a sus células, con electrodos en su cabeza para mantener una mínima actividad cerebral. Y yacer varios meses en un ataúd helado, para despertar y levantar penosamente la tapa, como un Drácula aterido de frío… si despertaba.

– Estoy de acuerdo -dijo la voz de la japonesa-. No te preocupes, Susana, pronto nos veremos de nuevo.

– ¿Empezamos?-dijo Fernández.

– ¿Ya? ¿Ahora mismo?

– Está en ayunas, es un momento tan bueno como otro. ¿Ha ido al servicio recientemente?

– ¿Qué? Oh… sí.

– Bueno. Así no habrá problemas con la vejiga y el colon. -Abrió una vitrina y seleccionó un inyector. Lo cargó con una ampolla-. Todo se hace con el paciente anestesiado. Se dormirá aquí y se despertará en la enfermería. Tiéndase, por favor.

Así lo hizo, y el sargento le puso la inyección en el antebrazo.

– No se preocupe, la despertaré unos días antes del encuentro, como usted desea; así podrá recuperarse.

– ¿Tardaré mucho en dormirme?

– No. Respire hondo. ¿Nota un olor raro?

Susana aspiró. Sintió un olor a algo volátil, como alcohol o acetona.

Aspiró de nuevo.

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