Dedicado a Miquel Barceló,
por sus virtudes:
la fe en nuestra novela,
la esperanza que ha puesto en ella,
y la candad de publicarla.
Y también para Ricard de la Casa,
Joan Manel Ortiz,
Pedro Jorge, y Andrés Rodrigo
Sacamos los pesados revólveres (de repente hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los dioses.»
Jorge Luis Borges,
Ragnarók
¿Dónde está el rayo que os lama con su lengua? ¿Dónde la
demencia que habría que inocularos?»
Mirad, yo os enseño al superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa
demencia!
Cuando Zaratustra hubo hablado así, uno del pueblo gritó: «ya
hemos oído hablar bastante del volatinero; ahora, ¡veámoslo
también!».
Friedrich Nietzsche
Así habló Zaratustra
500.000.000 a.C.
Habían pasado eones desde que los Primigenios descargaran su represalia en castigo a la Insurrección; sin embargo, Taawatu aún se hallaba atormentado por el miedo y la ira. Sumido, desde entonces, en un sombrío dolor.
Sólo algunos subindividuos habían escapado, refugiándose en aquel mundo de nubes eternas. Taawatu había dejado morir a la mayor parte de sus miembros, para que sus células originaran una vida anodina y quimiotrófica que poblara aquellos océanos de huracanes. Los obligó a desarrollarse, a convertirse en lo que ahora era: un enorme y solitario ser.
Estaba seguro de que los Primigenios nunca podrían encontrarle allí. Permanecer en aquel lugar para el resto de la eternidad era casi una tentación.
Pero eso no entraba en sus planes.
Planes de venganza.
Y, para cumplirlos, antes tendría que abandonar su refugio.
Por fin se decidió. Atravesó la gruesa capa de nubes y escrutó su entorno.
Nada. Ningún mensaje. Ninguna señal.
Realmente estaba solo.
¿Cuánta información había perdido? Imposible calcularlo. Las entidades como Taawatu se hallaban acostumbradas a una leve pérdida de información. Era algo inevitable, pues la información se degrada en ruido con el tiempo, como la energía degenera en calor y el Orden se corrompe en Caos. Pero la Guerra con los Primigenios había supuesto una pérdida catastrófica, y Taawatu se encontraba semiamnésico. Para una entidad como él, la enajenación de individuos que había sufrido era similar al efecto de una lobotomía. En su cuerpo (enorme, pero aun así insuficiente para contener toda la información, toda la riqueza que una vez había poseído su especie) habitaba todo lo que de él quedaba en el Cosmos.
Desarrolló una generación de subindividuos dotados de manipuladores. Construyeron sondas que envió a los planetas interiores, con la esperanza de que al menos algunas de sus extensiones vivieran todavía.
El Planeta IV había perdido la mayor parte de su atmósfera; ahora era un yermo desolado y estéril. En el III había vida, aunque irreconocible. Los más desarrollados eran criaturas marinas dotadas de exoesqueleto, con un sistema nervioso poco centralizado: caminos sin salida hacia la inteligencia. Y el Planeta II ofrecía también un aspecto desolador, giraba muy lentamente en forma retrógrada, cubierto por espesas nubes de vapores venenosos.
Taawatu sintió una punzada de dolor, y se permitió dos o tres milenios de tristeza por sus anexos destruidos. Sin embargo, no toleraría que su congoja se interpusiera en su sendero. Quedaba mucho por hacer; su camino hacia la venganza no iba a ser corto ni fácil.
Pero disponía de todo el tiempo del Universo.
2024 d.C.
Para Santiago Casanova, era un extraño espectáculo contemplar aquel huracán mudo de polvo y arena, estrellándose contra el parabrisas de su vehículo.
Las grandes ruedas balón del todo terreno traqueteaban sobre el quebrado suelo marciano, oscilando lentamente en amplios arcos. Los potentes faros halógenos no lograban taladrar el muro de polvo naranja que arrojaba el viento; al contrario, la luz reflejada en las partículas de polvo les impedía ver más allá de unos pocos metros.
El vehículo parecía encerrado en una burbuja rodeada de aire polvoriento y opaco.
A través de las paredes, los ocupantes podían oír el suave crujido de la arena bajo las ruedas, y el más suave susurro de la arena rasguñando las paredes del todo terreno. Pero la tormenta, que en la Tierra estaría acompañada de un aullido ensordecedor, era casi inaudible en la tenue atmósfera de Marte.
– Hola, Olympus. ¿Me oyes? -decía Casanova.
– Te oímos, transporte -dijo una voz en ruso. Era Vladimir Kaledin, transmitiendo desde la estación meteorológica en la cima del Olympus Mons.
Casanova se imaginó al melenudo meteorólogo, sorbiendo una de sus interminables tazas de té, examinando gráficos e impresos; mientras, fuera de la estación, se extendía la llanura de lava a veintiséis kilómetros sobre el suelo, sobresaliendo de la fina atmósfera marciana.
– ¿Cómo marcha la tormenta, Volodia?
– Tiene feo aspecto, padrecito. Desde la órbita no se ve ni un solo claro. Vientos de fuerza 10, sin signos de cambio.
– Malas noticias.
– Lo siento, padrecito, no hay otras.
– Gracias. Cambio y fuera.
– Esto es una completa locura -dijo Luis, que conducía-. Reza, amigo mío, porque lo más seguro es que desaparezcamos por una grieta en los próximos minutos. ¿Qué dice el radar?
Luis Álvarez era el mejor conductor de todo terreno que podía uno encontrar en Marte. Casanova se había sentido más tranquilo cuando supo que la Velwaltungsstab les había asignado al corpulento colono para llevarles hasta su incierto destino.
Pero ahora parecía nervioso; esto ya era demasiado para Casanova. Si él estaba asustado, había que empezar a tomarse las cosas en serio.
– Hay un cráter de quinientos metros de alto -dijo Casanova-, a un kilómetro al Oeste.
– Bien, podremos guarecernos a sotavento…
– ¿Es eso seguro?
– Es un riesgo menor.
– Voy a informar a nuestros pasajeros.
Luis dudó un momento.
– Supongo que deberían saberlo. De acuerdo, ve.
Casanova se puso en pie con cuidado y se dirigió a la parte posterior de la caja, sorteando los pesados embalajes con comida y equipo.
A la pálida luz de un generador de emergencia, un jesuíta, vestido con un mono color caqui, consultaba una serie de fotografías de satélite y mapas cartográficos, extendidos sobre sus rodillas. Un dominico observaba sus movimientos agazapado en el otro extremo de la mesa.
No habían sido una compañía muy alegre en aquel viaje.
– Padre Markus… -dijo Casanova.
El jesuíta levantó la cabeza de sus papeles y le miró con frialdad a través de un par de gruesos anteojos.
Su cabeza recordaba la de un tiranosaurio: frente estrecha y mandíbulas anchas. El padre Markus era una de esas personas a las que la Naturaleza había obsequiado con un rostro trapezoide. Estaba calvo en su mayor parte, salvo un semicírculo de mechones color arena en torno a la nuca. Sus fríos ojos grises se entrecerraron.
– ¿Sucede algo, Jaime? ¿Algo en lo que yo pueda ayudar? -Su voz era suave y cortés.
– Hay visibilidad cero y avanzamos sobre terreno desconocido.
– ¿No tienen navegación por satélite? ¿Radar? ¿Mapas? Me sorprende. -Su sorpresa se hallaba teñida de irónica frialdad-. Me temo que en esas cuestiones no pueda serle útil.
– Tenemos todo eso, padre, aunque ninguna de las tres cosas nos advierten de una posible grieta en el suelo de cuatro o cinco metros de ancho, en el que este vehículo cabría perfectamente.
– Esto es terreno caótico -dijo el dominico con una mueca de desagrado-, lo peor que hay en Marte para un vehículo.
Markus le dirigió una mirada de desprecio y volvió a concentrarse en Casanova.
– Entiendo. ¿Y qué van a hacer ustedes?
– Por lo pronto, resguardarnos del viento tras un cráter.
El dominico agitó su mano.
– No me gusta, Jaime. Estaremos resguardados para ser sepultados poco a poco en el polvo.
– Poco a poco, padre Enrique. Podemos salir con palas a despejar el terreno. Y allí podremos esperar a que amaine la tormenta.
– Sin duda usted bromea -dijo Markus con una mirada fija-. Esta tormenta cubre Marte de polo a polo. No se trata de un fenómeno local, lleva ya diez semanas en marcha. ¿Sugiere que aguardemos sentados sobre nuestros traseros otras diez semanas, sin otra diversión que desenterrar nuestro vehículo de vez en cuando?
Más o menos esa es la idea.
El padre Enrique se mostró inseguro.
No sé si haríamos mejor en regresar ahora mismo. Esta expedición me pareció una completa locura. Desde el principio.
Markus entrecerró aún más los ojos.
– ¿He oído bien? ¿Ignoran que yo soy el jefe de esta misión?
Casanova sonrió con frialdad. ¿Qué diría Markus si supiera que las cosas eran muy diferentes a como imaginaba? El padre Enrique Kramer era un funcionario de la Curia, enviado por la Santa Sede para vigilar a Markus. Según las órdenes selladas podía asumir el mando en cualquier momento de la misión, de acuerdo con su criterio. Se las habían mostrado a Casanova, pero no al padre Markus.
– No lo ignoramos -dijo Casanova, con voz suave-. Sin embargo, sucede que quien está al mando del vehículo es Luis; y eso le confiere la autoridad absoluta del comandante de un barco.
– Ya veo. ¿Cree que su autoridad durará mucho cuando informe de su desobediencia? No volverá a conducir nada más complicado que una carretilla.
– Es posible que no, padre. Pero Luis y yo preferimos ser conductores de carretilla vivos, a héroes muertos y deshidratados por la atmósfera marciana.
Markus se encogió de hombros.
– Como quiera. Pero admita que su incompetencia nos hará perder un tiempo valiosísimo.
Casanova necesitó todo su autocontrol para no darle un puñetazo.
– Permítame recordarle que tanto Luis como yo desaconsejamos un viaje así en esta época del año.
– Eso es cierto, padre Markus -corroboró el dominico-, y yo soy testigo.
Markus volvió a sonreírles venenosamente.
– Sin embargo, tuvieron que inclinarse ante mis órdenes, ¿eh? Bien, si quieren quejarse, redacten un informe por triplicado y mándenlo a Nuevo Vaticano. A mí me importa un bledo.
El vehículo se detuvo y cesó el susurro de la arena sobre la carrocería. Los viajeros examinaron el exterior por una portilla.
Se hallaban resguardados en la zona de aire en calma tras el obstáculo. Como siempre, Casanova se sorprendió al ver caer las partículas de polvo del cielo, reflejándose en los haces de luz de los faros. A pesar de la baja gravedad marciana, los granos de polvo se posaban con la rapidez de un puñado de perdigones. Era debido a la tenue atmósfera, que impedía que las partículas más gruesas se mantuvieran suspendidas.
Al anochecer, la temperatura exterior bajó a ciento cincuenta grados bajo cero. Las rocas se cubrieron de una fina escarcha. La atmósfera marciana es seca en términos absolutos, pero el intenso frío hacía que la misma estuviera al borde de la saturación. Un pequeño descenso de temperatura bastaba para que el escaso vapor de agua se sublimase en hielo, sin pasar por el estado líquido. Al amanecer, el calor del sol lo evaporaría, y la escarcha desaparecería como por ensalmo.
Casanova se puso un traje espacial y salió con una pala y un cubo. Recogió una buena cantidad de escarcha mezclada con tierra; una vez dentro del todo terreno, bastaría con calentarla un poco para obtener agua.
A menudo le gustaba considerarse a sí mismo, y al resto de los colonos marcianos, como beduinos del siglo XXI. Aprovechaban los magros recursos del planeta en beneficio de la vida humana. En sus viajes extraían agua de la atmósfera o del permafrost. En caso de necesidad, podían extraer oxígeno calentando la roca para descomponer los peróxidos, tan abundantes en el suelo marciano… y que daban lugar a extrañas reacciones químicas, que habían desconcertado un siglo antes a los expertos de la NASA, en tiempos del Proyecto Viking.
Casanova se apoyó en la pala, observando aquel extraño entorno.
La visibilidad era tan reducida como antes. El polvo suspendido en el aire tenía ahora un color blanco amarillento a la luz; los granos actuaban como núcleos de condensación del hielo. Las rocas se encontraban cubiertas de escarcha. A la luz de los faros, las partículas de polvo brillaban como finísimos copos de nieve.
Tras la cena, el mezquino temperamento del padre Markus pareció suavizarse.
En realidad, apenas había probado bocado; eso sí, bebiendo en abundancia el seudocoñac marciano.
Más tarde, y después de la cuarta copa de mejunje etílico, el jesuíta estuvo más hablador. A una pregunta de Álvarez respondió:
– ¿Que qué eshpero encontrar? ¡Oh, sanc-ta sim-pli-plici-tas! -dijo con lengua estropajosa por el alcohol-. ¡Arqueología, muchacho! Ar. Que. O. Lo. Gí. A.
Dio puñetazos en la mesa a cada sílaba.
Casanova sonrió. La dipsomanía/de Markus era casi legendaria.
– ¿En Marte? -dijo Kramer con cinismo-. Esto es absurdo, padre. Jamás ha habido vida aquí. Este planeta está tan seco como… un hueso.
Recién pronunciado, se dio cuenta de lo poco adecuado de su metáfora. Huesos significan vida. Markus también se dio cuenta, a juzgar por su sonrisa burlona.
– Seamos realistas -insistió-. Llevamos veinte años aquí, ni la CEMM, a la que pertenece nuestro amigo Santiago Casanova, ni nadie, ha encontrado jamás pruebas de que alguna vez hubiera vida en Marte. ¿Qué le hace pensar que ahora va a ser diferente?
– Porque ahora eshtoy yo aquí. -El padre Markus se señaló con el pulgar-. Yo eshploré las ruinas de los sabeos y las culturas preishlámicas de Arabia.
»Y -exclamó con pendenciera arrogancia- deshcubrí los oh-orrp-rígenes del culto de Yahveh…
Sus labios se curvaron en un gesto que podía ser tanto una sonrisa como una mueca de desprecio.
– ¿Les sorprende? Encontré pruebas de que Yahveh era adorado como dios del trueno entre los ca-aaaa-naneos m-me-ridionales, mucho antes de Abraham. Su culto comprendía ritos que luego se prohibieron en el Levítico. Mis descrubi… descur-bi… des-cubri-mientos arrojan lush sobre los ooorígenes del j-judaísmo y sus creencias religiosas anteriores a la ca-uuutividad de Ba-bi-lonia y aun a la eshistencia de la Bibblia…
– Pero ¿qué relación puede tener todo eso con Marte…? -preguntó el dominico.
– Más de lo que ibaginan… -Y dejó pasar un largo y enigmático silencio.
Después añadió con aire soñador:
– Shí, estoy acoshtumbrado a trabajar en un entorno hostil. ¡En el centro mismo de Islam! Mis inveshtigaciones sobre el origen preisláaa-mi-co de ciertas Su-u-u-ras del Corán me atrajeron también el odio de los mu-sul-ma-nesh.
– Padre Markus -dijo Casanova con sosiego-, pronto descubrirá que Marte es un entorno infinitamente más hostil que todo cuanto haya conocido en su vida.
El padre Markus dejó su copa sobre la mesa, fulminando a sus compañeros con la vista. Hubo un tenso silencio. Markus se encogió de hombros.
– Lo lamento, tovarishi. -Suspiró con teatralidad-. Todos debemos cumblir nuestros deberes para mayor gloria del Al-tí-si-mo. Cada uno debe arrastrar su crush, como hiszo el Señor. Ahora les ha tocado a ustedes la crush de estar a mis órdenes.
Bostezó con no menor teatralidad y se dirigió, tambaleante, a su litera en la parte posterior.
– De momento me voy a dormir. Hagan el favor de abagar la lush al shalir.
Álvarez, un tanto molesto por la escena, se disculpó y se fue a dormir también. Durante un instante el padre Enrique y Casanova se miraron en silencio.
– Ese hombre está completamente loco -musitó al fin el dominico.
– Relájese -dijo Casanova, en voz baja y con una sonrisa tranquilizadora-, ahora ya no corremos ningún peligro.
– No me gustan este tipo de situaciones. Casanova le dirigió una larga y pensativa mirada. Una vez mas consideró que las órdenes religiosas tenían demasiado Poder en aquel planeta. Habían sido la cabeza de playa de la colonización, habían luchado por domar aquel mundo en los lempos realmente duros; ahora no iban a hacerse a un lado discretamente. Las continuas disputas entre las diferentes órdenes eran un síntoma de la lucha por el poder librada entre los religiosos de Marte.
– Son inevitables -dijo Casanova.
– Lo que no impide que sigan sin gustarme -insistió el dominico con tozudez.
Una semana más tarde, cesó la tormenta y reanudaron la marcha. Tres semanas más tarde, llegaron a Elysium sin más incidentes. Y cuatro semanas más tarde, el padre Markus exclamaba triunfal:
– ¡¡¡Schliemann, te he superado!!!
2029 d.C.
El ultraligero zumbaba a baja altura, sobre la pista de suelo batido. El piloto, un barbudo monje franciscano, puso proa al viento y redujo gas gradualmente. El liviano aparato descendió, tocó tierra, se alzó medio metro y volvió a tocar tierra, bamboleándose sobre su tren de aterrizaje triciclo debido al terreno mal nivelado. Finalmente rodó con lentitud hacia una especie de granero que hacía las veces de hangar, y se detuvo.
El franciscano cortó el encendido y bajó con torpeza del aparato. Era demasiado grande y robusto para aquel avioncito, pero se las arreglaba lo mejor que podía. Se pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, y despegó su suéter marrón de lana de su espalda.
Hacía un calor endiablado en aquel sitio, el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt. Aquel había sido el escenario de la sangrienta guerra entre Uzbekistán y Kazakistán, a finales del siglo pasado. Las nucleotácticas habían alterado el clima de aquella región, secando el pequeño mar interior y condenando a la muerte por hambre al noventa por ciento de sus primitivos ocupantes.
El suelo arenoso parecía formado por trozos de vidrio triturado y estaba demasiado cálido. Los granos de sal se introducían en sus sandalias, haciéndole penoso el caminar.
Cinco hombres que se hallaban sentados a la sombra del edificio corrieron a su encuentro.
Los colonos se inclinaron con respeto.
– Bienvenido, Reverendo Padre -dijo el de más edad.
El franciscano los observó. Eran individuos musculosos, de piel curtida y renegrida por la vida al aire libre y el trabajo duro. Vestían saharianas y pantalones cortos de tela recia, muy gastados y remendados. Se cubrían con anchos sombreros; ropas baratas y prácticas, enviadas desde Europa por la Velwaltungsstab. El franciscano pudo ver con claridad el emblema rojo en cada una de las solapas.
– Llamadme sólo hermano. Soy un monje, no un sacerdote. Hermano Álvaro Corella -señaló su escapulario, donde aparecía su foto bajo una cruz, y más abajo: «Corella; O.F.M.», en caracteres latinos y cirílicos.
Les sonrió, para suavizar la sequedad de sus palabras, y tendió la mano al hombre mayor que le había saludado. El hombre dudó; por un momento el franciscano temió que se la besaría. Pero se limitó a cogerla sin apretar, como si fuera quebradiza.
– ¿Podéis conducirme hasta lo que habéis hallado? -Fray Álvaro contuvo la tentación de levantar un pie del suelo ardiente.
– Desde luego, rev… hermano Álvaro. No está muy lejos… hacia allí.
Señaló hacia el sureste con un dedo de uña enlutada.
El franciscano fue conducido hasta la parte trasera del hangar, donde les esperaba una vieja furgoneta de fabricación japonesa.
El monje caminó pesadamente tras los colonos; además de la gruesa y cortante sal, el suelo se hallaba sembrado de guijarros y grava, con aristas no menos cortantes.
El hombre mayor le recordaba al franciscano la famosa estatuilla egipcia llamada Cheik-el-Beled («el alcalde del pueblo»).
Probablemente son egipcios, pensó. Descendientes de los cristianos coptos expulsados por el Quinto Jihad. Y ahora emigrantes forzosos en esta región dejada de la mano de Dios.
El problema era que la Velwaltungsstab no podía dejar aquel pasillo de acceso a Europa despoblado. Aquellos hombres trabajaban duramente intentando recuperar la habitabilidad del lugar, pero a la vista de los resultados, fray Álvaro opinaba que aquel trabajo podía ser más duro que la terraformación de Marte.
Fray Álvaro era meteorólogo, y trabajaba también en aquel proyecto, desde el instituto de Nueva Buhara; la única cosa que merecía el nombre de ciudad en aquel olvidado rincón del mundo.
– Esas sandalias no son adecuadas para caminar por el desierto, hermano -dijo el que fray Álvaro había bautizado in pectore como El alcalde del pueblo-. Vais a lastimaros los pies.
Se sentó en una piedra y empezó a quitarse las botas de lona verde y suela de goma.
– ¿Qué haces?
– Con mis botas caminaréis mejor. Me parece que mi pie es más grande que el vuestro.
– ¿Y tú irás descalzo? -dijo el franciscano, alzando las cejas. El alcalde del pueblo se encogió de hombros y le mostró la planta del pie, encallecida como el cuero. El hermano Álvaro dudó un momento, pero la idea de meter sus pies en aquellas botas sudadas y malolientes le hizo sentirse ascético.
– Gracias por tu caridad, hermano, pero deja tus botas donde están y démonos prisa. Aguantaré hasta volver a la Misión.
Dudando, El alcalde del pueblo se volvió a calzar. -Bueno, la verdad es que la furgoneta nos llevará la mayor parte del camino. Si queréis. -La furgoneta era probablemente el único vehículo a motor de todo el pueblo; el olfato indicaba que su uso habitual era el transporte de estiércol. Fray Álvaro y El alcalde del pueblo subieron a la cabina, este último al volante, mientras los restantes colonos se acomodaron en el suelo. El motor de arranque giró un par de veces y el vehículo se puso en marcha, arrojando una invisible nube de gas: motor de metanol, adivinó el franciscano. -Por cierto, hermano -dijo El alcalde del pueblo-, me llamo Abdul Kasim. Soy el alcalde del pueblo -el hermano Álvaro pestañeó, sorprendido al oír sus pensamientos en voz alta.
– Me alegra mucho conocerte, amigo Abdul. Pero… ¿adónde vamos?
No muy lejos, sólo un par de kilómetros. Llegaremos pronto. Mirad, ése es nuestro pueblo: Alto-Amu.
Alto-Amu era un grupo de chozas destartaladas, desdibujadas por la distancia y las capas de aire caliente, de las que sobresalía el campanario y la torre distribuidora de agua. No lejos del poblado se veían los huertos, protegidos por invernaderos de plástico, mil veces remendados y parcheados. Cultivos hidropónicos, por supuesto.
La furgoneta se introdujo por un estrecho valle, que el franciscano reconoció como el cauce seco del río Amu.
– ¿Qué tal os va la vida aquí? -preguntó.
– Oh, pues… vamos adelante -dijo con timidez el alcalde Kasim.
Fray Álvaro se secó el sudor de la frente.
– ¿Tenéis bastante agua?
– La suficiente y nada más. Hay un manto acuífero bajo tierra, pero está muy profundo. La mayor parte de nuestra agua viene de las montañas.
El monje se abanicó con la mano, deseando vestir ropas más holgadas. Su suéter de lana con capucha y sus pantalones, ambos del color marrón de los franciscanos, se le pegaban al cuerpo por el sudor y le picaban. Abrió la ventanilla, para aprovechar la corriente de aire producida por la marcha, pero aquello no mejoraba las cosas.
Observó a los colonos, mal vestidos y mal calzados, pero no parecían pasar hambre. Tenían una esperanza para el futuro… partiéndose la espalda en el intento, eso sí, pero para muchos era peor.
La furgoneta se detuvo. El monje parpadeó, escapando de sus soñolientas meditaciones.
– Ya estamos, hermano Álvaro -dijo el alcalde.
Frente a ellos se elevaba un escarpado montículo de cascotes. Un cráter de impacto. La cicatriz había revelado accidentalmente algunas características del subsuelo; rocas de tipo ígneo, negras como el carbón o grises, salpicadas de cristales de olivino, color verde botella, o plateadas chispitas de mica.
El hermano Álvaro observó los dibujos producidos por el agua al fluir, indicando su presencia bajo la superficie.
– Lo vimos caer hace dos jornadas. Fue como la lanza de Dios clavándose en mitad del desierto -dijo Kasim. El fraile se sorprendió ante tan literaria expresión.
Treparon por las laderas del montículo, cubiertas de escorias y costras de lava negra. Los pies del hermano Álvaro se asentaban de modo inseguro, y recibió un doloroso golpe en el tobillo. Se dio un breve masaje, rechazando la ayuda del alcalde Kasim. No era nada, sólo un arañazo.
Siguieron subiendo. Cuando llegaron arriba, fray Álvaro jadeaba, más cansado de lo que hubiera creído.
El cráter tendría unos cincuenta metros de diámetro. El franciscano calculó que el objeto que lo produjo no podía ser mayor que un balón de fútbol. Todo su interior estaba tapizado por una intrincada forma vegetal. Ésta nacía del centro geométrico del cráter, y extendía sus raíces como tentáculos por toda la cara interior.
Las raíces tenían un color verdinegro, y el grosor de la muñeca de un hombre; sobre ellas crecían miles de flores, parecidas a girasoles de color granate. Todas las corolas parecían apuntar hacia un mismo punto del cielo.
– ¿Dices que el meteorito cayó hace un par de días? -preguntó el franciscano.
– Así es, hermano… ¿por qué?
– No soy un botánico, claro, pero estoy seguro de que todo eso no ha podido crecer en un par de días.
– Pero, yo os doy mi palabra…
Fray Álvaro alzó una mano para tranquilizar a Kasim.
– Te creo, te creo. Pero es… asombroso.
2034 d.C.
El doctor Tariq Al-Andalusí irrumpió enfurecido en la sala de trabajo de su observatorio astronómico. El único ocupante de la misma, su joven alumno Mohamed Alí, le dirigió una mirada de asombro.
– ¿Quién ha sido el estúpido hermano de un perro judío que ha manipulado estas lecturas? -vociferó el astrónomo.
Se encontraba muy irritado; hacer astronomía pura, en los tiempos que corrían, era una tarea difícil. Era prácticamente una afición de tiempo libre. De no ser por la necesidad de mantener la vigilancia sobre los satélites cristianos y sus bases y naves espaciales, los Creyentes no tendrían siquiera satélites de observación.
El observatorio del Kilimanjaro era una creación personal del doctor Tariq. Suya exclusivamente había sido la iniciativa de la construcción de un observatorio que centralizara la información de la red de satélites, resultado de patear cientos de oficinas, de lamer metafóricamente traseros encumbrados y de gastar aliento cerca de los Imanes, a los que Dios no había dotado del discernimiento para distinguir un planeta de una estrella. Habían sido muchos años de esfuerzo; sólo cuando empleó el truco del almirante norteamericano Rickover, padre del submarino atómico (le digo al Presidente que los rusos van a mandar un hombre al infierno, y recibo cien millones de dólares para mandar un americano al mismo sitio) fue cuando logró por fin obtener un éxito moderado.
En la plegaria vespertina nunca dejaba de orar para que los satélites no se averiasen allá arriba.
Con ello, naturalmente, había adquirido compromisos de todo tipo; los datos que llovían del cielo eran secretos militares, y el análisis subsiguiente una tarea de defensa. Aquello había representado muchos inconvenientes al principio, hasta que logró convencer a los Imanes. La investigación de las distantes estrellas y galaxias merecía la pena. Los Imanes habían cedido y retirado las reglas de seguridad más ofensivas; ahora el doctor Tariq trabajaba con bastante libertad. Por ello se había irritado enormemente al descubrir algo raro en las imágenes archivadas en el ordenador.
– ¿Qué pasa, doctor? -trató de calmarlo Alí.
– ¿Qué me dices de esto? -El doctor Tariq señaló indignado una amplia zona blanca en el centro de un listado de ordenador-. Alguien ha borrado las lecturas obtenidas por Jomeini L5/3. Fíjate, nada en un espacio de tres horas.
– Hmmm… -Alí jugueteó ociosamente con su rosario-. Vamos a ver.
Examinó una serie de números y letras que el ordenador había impreso en una esquina. Se dirigió a un teclado y empezó a manipular. En pocos momentos, una serie de listados aparecieron en un monitor.
El dedo de Alí señaló unas líneas luminosas. Para cada archivo de la memoria, aparecía una lista de quienes lo habían leído o editado: nombre del operador, hora, fecha, y tipo de operación.
– Nadie manipuló los archivos -dijo al fin.
El doctor Tariq miró la pantalla, inseguro. Su cólera empezaba a enfriarse.
– ¿Estás seguro?
– Seguro. Los archivos gráficos son de tipo sólo lectura, a menos que alguien le cambie el tipo y luego lo abra para escritura. Y eso aparecería aquí.
– Pero no puede ser -meditó el astrónomo-. El satélite no pudo quedarse ciego durante tres horas, así, sin más. Maldita sea, si se ha estropeado…
– No hagas mala sangre, viejo. ¿Un matecito?
Alí dijo esta frase en castellano. Había nacido en Argentina como Arturo Pérez; al convertirse a la Verdadera Fe había adoptado el nombre de un legendario boxeador norteamericano. El doctor Tariq era de Cádiz, y acostumbraban a hablar en dicho idioma cuando se hallaban solos.
– Pero… sí, gracias.
Se dejó caer en una silla, examinando pensativo el listado. Alí puso a hervir agua en una jarra y sacó el paquete de yerba mate.
Llenó la calabacita de hierba hasta dos tercios de su volumen y la sacudió durante un rato. Su jefe examinaba ceñudo el papel.
– Mohamed, no lo entiendo. Si el satélite hubiera resultado dañado, lo habríamos detectado.
– ¿Dónde apuntaba durante esas horas? -preguntó Alí. Añadió azúcar, colocó en el mate un tubito de metal, la bombilla, y echó el agua hirviendo.
– A Sagitario, creo. Una zona de la nube de Oort. -Tariq señaló el papel de ordenador con un dedo sarmentoso.
Mohamed sacudió la cabeza.
– Bueno, recemos a Dios, clemente y misericordioso, para que nuestro querido satélite no haya sufrido ningún contratiempo.
Dijo esto último con una leve sonrisa. A pesar del tiempo transcurrido desde la conquista de Sudamérica, Argentina no era una nación con mayoría islámica como Perú, por ejemplo; y el doctor Tariq siempre había sospechado que la conversión de Alí era puramente de boquilla, y que en el fondo era tan tibio como él mismo. Por supuesto, jamás lo dijeron en voz alta, ni siquiera estando solos.
Quien ceba el mate es el primero que lo prueba. Alí sorbió un poco, y añadió más azúcar. Le alargó el mate al doctor Tariq, junto con una servilleta de papel. Éste limpió la bombilla.
– Voy a ver cuándo… -succionó la caliente infusión con impaciencia, hasta que se oyó un fuerte GRGRGRGRGRGRGRGR- cuándo habrá tiempo libre.
Se levantó bruscamente y buscó la agenda de trabajo. Leyó la programación para las próximas semanas.
Tal como sospechaba, casi llena -murmuró.
Alí añadió más agua hirviendo y chupó a su vez.
– ¿Qué sucede ahora?
– No podemos volver a confiar en Jomeini L5/3 hasta que no cotejemos sus datos con los de algún otro satélite. Pero están todos ocupados durante las próximas semanas.
– Sós el director. ¿No podés hablar con algún otro y que ceda el turno?
Alí añadió agua y azúcar al mate y se lo pasó al director.
– Podría, aunque no me gusta. Después de tanto insistir en que se respeten los turnos de trabajo… -sorbió, pasando las páginas- y además, algunas de estas observaciones son de importancia estratégica… pero, espera. Esta noche hay un par de horas libres.
Como el observatorio dependía de los satélites, era utilizable las veinticuatro horas; de noche había menos usuarios. Era el momento en que solían acudir estudiantes avanzados.
– No voy a poder estar aquí -dijo. Su propia agenda estaba igual de repleta-. Alguno de mis doctorandos podría…
Alí recibió el mate del doctor y le volvió a echar agua.
– ¿Querés que yo me encargue? Sólo es cuestión de apuntar alguno de los satélites libres hacia ese sector y ver qué sucede.
– De acuerdo, si no tienes inconveniente.
– Ninguno. -Alí succionó el mate con un gorgoteo.
Esa misma noche, Alí encendió las luces del observatorio y se dirigió a la sala de terminales. Dio un rápido vistazo a los monitores, alineados como centinelas uno junto a otro, transcribiendo interminables listas de números enviados desde los satélites artificiales, y se sentó frente a la terminal central. Tras una ojeada al menú pidió INCIDENCIAS. Se dirigió hacia la cocina para prepararse un «mate cocido», en taza, mientras el ordenador procesaba. INCIDENCIAS era un programa capaz de seleccionar los datos de algún interés recibidos desde los satélites que había redirigido.
Alí apartó la tetera del fuego cuando el pitido le avisó que el agua estaba hirviendo. Colocó en su interior una cucharada de mate y un puñado de piñones. Se había acostumbrado a tomarlo así desde que había llegado a África, aparte de la forma tradicional. Vertió la infusión en una taza y se dirigió hacia la sala de terminales.
INCIDENCIAS había concluido su trabajo. Una lista de acontecimientos aparecían en el monitor. Ninguno demasiado interesante.
Un satélite meteorológico preveía el inicio de un tornado en Mexi-Texas; varios nuevos incendios registrados en los escasos restos de la antigua selva amazónica; un repentino ennegrecimiento infrarrojo en el Índico indicaba escasez de plancton. Aquel sería un asunto para el Consejo Marino…
Las fotos sobre Ucrania mostraban un inicio de plaga de roya o algo así. Bien, eso lo compensaría. Escasez de pescado en la India, escasez de trigo en Occidente.
Pasó rápidamente sobre los infinitos ojos que, desde el cielo, inventariaban los recursos de la Tierra o las perturbaciones de su cambiante atmósfera. ¿Algún indicio de actividad solar?
De repente se detuvo ante algo sorprendente. Uno de los satélites situado en el punto de Lagrange 4… sí, era uno de los que apuntaban hacia Sagitario, había registrado un aumento inesperado en… ¿qué? La pantalla mostraba:
CEB-254: 188 PHE-68/A: 136 ILB-471: 48 16:00 GMT
CEB-254: 199 PHE-68/A: 132 ILB-471: 54 16:10 GMT
CEB-254: 261 PHE-68/A: 128 ILB-471: 50 16:20 GMT
CEB-254: 259 PHE-68/A: 133 ILB-471: 46 16:30 GMT
CEB-254: 340 PHE-68/A: 115 ILB-471: 52 16:40 GMT
CEB-254: 424 PHE-68/A: 128 ILB-471: 53 16:50 GMT
CEB-254: 407 PHE-68/A: 127 ILB-471: 49 17:00 GMT
CEB-254: 501 PHE-68/A: 101 ILB-471: 51 17:10 GMT
CEB-254: 521 PHE-68/A: 113 ILB-471: 53 17:20 GMT
CEB-254: 615 PHE-68/A: 111 ILB-471: 51 17:30 GMT
CEB-254: 648 PHE-68/A: 110 ILB-471: 51 17:40 GMT
CEB-254: 682 PHE-68/A: 123 ILB-471: 47 17:50 GMT
CEB-254: 798 PHE-68/A: 105 ILB-471: 50 18:00 GMT
CEB-254: 777 PHE-68/A: 149 ILB-471: 48 18:10 GMT
CEB-254: 885 PHE-68/A: 159 ILB-471: 53 18:20 GMT
CEB-254: 866 PHE-68/A: 149 ILB-471: 48 18:30 GMT
CEB-254: 906 PHE-68/A: 131 ILB-471: 45 18:40 GMT
CEB-254: 952 PHE-68/A: 109 ILB-471: 45 18:50 GMT
Qué raro, pensó.
Los listados tenían un aspecto bastante normal, sin embargo CEB-254 mostraba un aumento insospechadamente alto, en un período de apenas tres horas.
¿Qué sería el experimento CEB-254? Consultó una lista impresa.
Silbó: era un contador de positrones de alta energía. Aquello le hizo arquear las cejas.
Por descontado, en la radiación cósmica se encuentran presentes casi cualquier tipo de partículas. Pero antipartículas… Aunque Alí no era astrofísico, todo el mundo sabe que existe una asimetría básica entre partículas y antipartículas. Las antipartículas podían existir, claro, y a veces se obtenían en los aceleradores junto a la partícula correspondiente; o bien eran producidas en ciertas reacciones nucleares.
Pero en el Universo primitivo, en los primeros milisegundos de la Gran Explosión, toda la antimateria existente se habría aniquilado al contacto con la materia. Era la leve superioridad numérica de ésta la que había permitido la existencia de la materia, gracias a Dios. En teoría, todo el Universo debería ser de materia. No existían planetas de antimateria, ni estrellas ni galaxias.
¿O sí?
Alí se rascó la cabeza. O bien la teoría se hallaba equivocada, y en algún lugar del cosmos se estaban lanzando al espacio torrentes de antipartículas… o bien esos positrones eran generados en alguna exótica reacción estelar o galáctica. Pues los positrones que se mueven a una velocidad cercana a la de la luz deben estar acelerados por el inmenso aunque débil campo magnético de la Galaxia.
¿Y cuál era el número de positrones que llegaban? Utilizando el lápiz óptico, señaló un apartado del experimento CEB-254, correspondiente a un mes atrás. De inmediato, el ordenador mostró una parpadeante lista de números. Mohamed Alí se puso en pie de un salto.
CEB-254: 3 09:00 GMT
CEB-254: 3 09:10 GMT
CEB-254: 0 09:20 GMT
CEB-254: 0 09:30 GMT
CEB-254: 1 09:40 GMT
CEB-254: 0 09:50 GMT
CEB-254: 0 10:00 GMT
CEB-254: 0 10:10 GMT
CEB-254: 1 10:20 GMT
CEB-254: 0 10:30 GMT
CEB-254: 0 10:40 GMT
CEB-254: 0 10:50 GMT
CEB-254: 0 11:00 GMT
CEB-254: 0 11:10 GMT
Con incredulidad, detuvo el listado y pidió al ordenador que presentara los resultados acumulados de todo el mes anterior.
¡En ese tiempo, el aparato no había llegado a contar cien positrones! ¡Y en dos horas había pasado de casi doscientos al millar!
Aquello era absolutamente increíble. Pegó su nariz al monitor, paseó nervioso por la sala, se enredó con un cable y, al tirar de él, hizo caer una impresora al suelo.
– No, no, tranquilízate -dijo mientras se llevaba las manos a las sienes-, no puede ser, no existe nada capaz de justificar ese aumento, el satélite debe de haberse descompuesto, igual que Jomeini L5/3. Sí, eso debe de ser…
Recordó aquella vez que un astrónomo novato afirmó, muy orondo, haber descubierto un nuevo quasar; pero se trataba de unas palomas, que habían anidado en la antena y dejado abundantes huellas de su estancia en el lugar.
Pero dos satélites fallando, casi simultáneamente, mientras apuntaban al mismo sector del firmamento… era demasiada casualidad.
Decidió pedir una confirmación. En estos casos, lo mejor es actuar científicamente. Dio las instrucciones al ordenador de que orientase la antena de otros satélites, e iniciase una solicitud de datos.
Veinte minutos más tarde llegaba la información.
Jomeini L-4/78 informaba de partículas altamente energéticas con carga positiva (el detector no podía discriminar).
Al-Kindi L-5/34 mostraba un inesperado aumento de rayos gamma. ¿Podría tratarse de positrones aniquilándose con el propio aparato detector?
Al-Farabi L-5/12 detectaba partículas con masa y carga que las señalaban como positrones.
Pero lo importante eran las fechas y lugares: los satélites habían registrado, con algunas décimas de segundo de diferencia, una serie de sucesos compatibles con una repentina lluvia de positrones.
¿Todos, al mismo tiempo?
Pero, si los satélites estaban en buenas condiciones, entonces se encontraba ante un nuevo tipo de fenómeno cósmico, no un montón de cagadas de paloma. ¡Algo que nadie había encontrado antes!
Positrones, en una cantidad ampliamente detectable. Eso significaba antimateria. Antimateria significaba energía sin límites.
¡Por fin, y gracias a Dios (clemente y misericordioso), la Fortuna se digna sonreírme!
En lo más hondo de su ser siempre había sabido que algo así sucedería. No tenía ni idea de qué podría tratarse aquello, sin embargo estaba seguro de que valdría algo. Sintió ganas de echar a correr hacia el teléfono. Seguro que alguna agencia cristiana estaría dispuesta a valorar aquella información.
Se detuvo. ¿Debería informar antes al profesor Tariq? Parecía lógico, pues él se hallaba allí en calidad de ayudante suyo… Se encogió de hombros. Le informaría en cuanto le fuera posible, ahora cada segundo contaba. En ese momento alguien, en algún lugar del mundo, podría estar teniendo los mismos pensamientos que él. Se dirigió al radioteléfono a toda prisa.
Le pidió al ordenador asistente del teléfono que le marcara el número de alguna revista científica del Norte. Antes que nada tenía que registrar la observación como propia. Si alguien reclamaba el derecho de haber sido el primero, esa llamada sería decisiva. Después ya habría tiempo de todo lo demás…
Qué cosa tan fuera de lo común. El ordenador había marcado el número, pero la pantalla sólo mostraba interferencias.
– ¿Qué sucede? -gritó irritado.
– No lo sé, señor -respondió el ordenador, con calma inhumana-. No puedo obtener una línea clara.
¡Por las peludas orejas de Sheitan! Alí dio un puñetazo en la mesa. Justo ahora se estropeaba el teléfono.
– Sigue intentándolo. Y avísame en cuanto tengas línea.
– Así lo haré, señor.
Regresó a la sala de terminales mordiéndose las uñas, ¡justo ahora se encontraba aislado en lo alto de aquel jodido volcán!
Nervioso, caminó en círculos. Volvió al teléfono.
– ¿Sigues sin tener línea?
– No, lo siento, señor. He probado en varias bandas. Nada hasta el momento, señor.
¡Malditos africanos! Regresó a la sala de pésimo humor. Revisó los números, y… sí, allí estaban. Los observatorios habían registrado el aumento de positrones de forma progresiva. Llevado por una intuición pidió al ordenador que buscara alguna relación entre los tiempos de diferencia de registro y las posiciones entre los satélites.
¡Coincidía! Los satélites con mayor separación angular de la línea Tierra-Luna habían registrado los positrones antes que los más cercanos. Aquello significaba que un haz de positrones a la velocidad de la luz barría el espacio acercándose a la Tierra.
Sintió un escalofrío de aprensión. Se trataba de radiación de antimateria. Y un frente de antipartículas que avanzaba hacia ellos, bueno, haría horas que ya habrían llegado a las capas altas de la atmósfera terrestre. ¿Sería ésa la causa de que la radio no funcionase?
Pidió al ordenador los últimos datos de los satélites.
Jomeini L-4/78 no responde…
Al-Kindi L-5/34 no responde…
Al-Farabi L-5/12 no responde…
– ¿Qué sucede? -se preguntó en voz alta. El ordenador no dijo nada-. Creía que las emisiones por satélite eran microondas, inmunes a las interferencias.
– Así es, señor.
– ¿Recibes alguno de los satélites lagrangianos?
– De Khayyam L-5/7, señor.
– Bien, hazme un volcado de datos.
La pantalla empezó a llenarse de números. Los ojos de Alí se abrieron con profundo horror.
¡Dios misericordioso!
El recuento de positrones aumentaba en progresión geométrica. Los números cambiaban ante sus ojos: 30064, 60312, 120463, 240393, 480880, 961227… tan enormes que el ordenador empezó de pronto a imprimirlos en forma exponencial: 1.92E+6, 3.85E+6 7.70E+6, 1.54E+7, 3.08E+7, 6.17E+7, 1.23E+8, 2.47E+8,4.93E+8,9.85E+8,1.98E+9,3.95E+9,7.88E+9…
¡Ocho mil millones de positrones por minuto y centímetro cuadrado!
¡Y seguía aumentando! De repente se interrumpió.
– ¿Qué sucede? -gritó de nuevo, esta vez al borde del pánico.
– He perdido el contacto con Khayyam L-5/7, señor.
Alí se volvió hacia una de las ventanas. Un fuerte resplandor penetraba por ella desde el exterior, a través de la cortina. Observó el reloj en un gesto mecánico. Las cuatro, faltaban dos horas para que amaneciera.
Poco a poco, con paso temeroso, se acercó a la ventana; subió la persiana, abrió la doble hoja…
Los cielos estaban en llamas.
El cristal de la ventana crujió… se combó hacia dentro… y estalló. Los fragmentos volaron hacia él como vampiros sedientos de sangre, mordiendo con saña su rostro y pecho.
Pero el desastre ya había empezado en todo el hemisferio. A Mohamed Alí ni tan siquiera le cupo la gloria de ser el primero en morir.