18

Milagrosamente, no había muerto nadie. Harris y Johnston estaban en la enfermería y fuera de peligro. Jenny Brown había llegado a Harris antes que el grupo de rescate; un minuto más y habría muerto.

Shimizu no tenía nada; la avería del traje era sólo de la radio. Shikibu logró parchear su propio traje y ahora estaba sentada en primera fila, fresca como una rosa. Cuando Fernández acabó su informe, el comandante tomó la palabra.

– Les felicito a todos por su excelente actuación en esta crisis. -Sonrió brevemente-. Nos encontramos en una situación nueva y extraordinaria. Me temo que antes teníamos un mundo para estudiar; ahora tenemos varios.

– ¡Oh, vamos, jefe! -exclamó la sargento Ono Katsui, mirándole de reojo sobre su nariz vendada-. No pretenderá que volvamos a esa nevera.

– ¿Y por qué no? -dijo Shimizu, sentado a la derecha de Okedo-. El núcleo sigue intacto.

– Pero ¿no se ha fragmentado todo el cometa? -preguntó Susana.

– Oh, no -repuso Benazir-. El núcleo ha sido lo bastante pequeño como para sobrevivir… es más, creo que el hecho de que fuera líquido lo provocó todo. Bastó que se abriera una pequeña vía hasta el núcleo, y el agua hirvió en el vacío. Fue la presión de vapor lo que provocó el…

– Reventón -sugirió Fernández.

– Sí. Esto arrancó aproximadamente un tercio de la masa del cometa; los dos tercios restantes siguen formando un solo cuerpo, porque el agua se heló y logró bloquear la pérdida. Ahora, hay un fragmento que contiene la mayor parte del agua líquida del núcleo… la diferencia es que esa burbuja de agua líquida está ahora más cerca de la superficie.

Okedo frunció el ceño.

– Lenov, ¿los delfines están preparados para usar sus trajes?

– ¿Eh? Perdón, comandante. Sí, en perfectas condiciones.

Se levantó, y los demás también lo hicieron.

– Bien, por hoy creo que es suficiente. Doy por terminada la reunión. -Hizo una breve inclinación-. Doctora Sánchez…

– ¿Sí?

– Quiero hablar con usted, ¿puede venir a mi camarote?


El camarote de Okedo estaba decorado con varias artísticas caligrafías y algunas fotos astronómicas: Saturno, la Galaxia de Andrómeda, la Nebulosa de Orion. El conjunto era curiosamente armónico.

– ¿Ha oído hablar de aquel samurai que exigió ¡denme posada!, y tiró su sable a la tormenta? -dijo Okedo.

Susana recitó:


yadokaseto

katana nagedasu

fubukikana


– Veo que ha leído a Buson.

– Sí, aunque era inferior a Bashó en profundidad humana, lo superaba en finura y sensibilidad. Además, ese haiku está enmarcado a su espalda. Magnífica caligrafía.

Domo arigato. Era de mi bisabuelo. -Se giró en su silla para admirarla-. Creo que ha llegado su turno, Susana; voy a mandar a uno de los delfines al interior del cometa…

– Estoy preparada -dijo la etóloga rápidamente.

– ¿Qué tal se maneja con los trajes?

– No son complicados.

– Hoy han podido morir siete personas que estaban a mi cargo, pero no tengo otra opción que arrojar nuevamente mi sable a la tormenta… A no ser que… ¿cree usted que un delfín podría ir solo?

– No. Ellos aún no entienden completamente todo esto. Podría asustarse, reaccionar de una forma imprevisible.

– Ya sé que usted tiene una gran experiencia como buceadora; pero ahí dentro tendrá que enfrentarse a un entorno distinto al que conoce. Usted también podría reaccionar de una forma imprevisible.

– He estado nadando en el tanque durante todo el viaje, y he adquirido habilidad con el traje espacial.

Okedo suspiró.

– Tenga cuidado, mucho cuidado. Ya he estado a punto de perder a un civil.

Susana sintió el impulso de exclamar: ¡Los delfines son civiles también! Pero sabía que el argumento carecía de fuerza para todos excepto ella misma.


Benazir no podía refrenar la risa. Había lágrimas en sus ojos. Iván Lenov estaba sentado frente a ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola con aire divertido.

– Cuando se me ocurrió, me pareció una buena idea.

Estaban en el camarote de Benazir, que se había recuperado perfectamente de la tensión que había vivido horas antes.

– Pero… -dijo ella secándose las lágrimas con el dorso de la mano- ¿qué intentabas hacer exactamente?

– No lo sé. En ocasiones mis músculos toman la iniciativa frente a mi cerebro.

Benazir volvió a reír.

– Okedo no está precisamente feliz por tu actuación.

– Sé que fue un desatino, pero…

– ¿sí?

– Vi como ese cometa estallaba en mil pedazos ante mis ojos, y… pensé que podría hacer algo. No podía quedarme con los brazos cruzados ante la pantalla. Pensando que tú estabas fuera… -Benazir le miró con ternura, y apoyó una mano en la mejilla del ruso.

– Vania -sonrió-, eres de lo que no hay.

– Tú sí que eres de lo que no hay.

– ¿Lo dices en serio?

– Completamente en serio.

– Dime -Benazir ladeó la cabeza-, ¿qué piensas de mí?

– Al principio me intimidabas.

– Te… ¿intimidaba?

– Sí, me intimidabas. Me decía: «Vania, esta mujer está a años luz de ti. Ten mucho cuidado, no vayas a decir una burrada» -el ruso echó sus cabellos hacia atrás con la mano-. Lo cierto es que nadie me explicó cómo tratar a una mujer que es más inteligente que yo.

– ¿Te preocupaba eso?

– Todas las mujeres hermosas que he conocido acostumbraban a mirarme por encima del hombro. Todas las inteligentes igual… Me preguntaba qué resultaría de una combinación de belleza e inteligencia a partes iguales…

– Entiendo lo que quieres decir.

– ¿Lo entiendes?

– Sí. No es fácil mantener una personalidad sana cuando eres atractiva para los hombres.

– Explícame eso.

– He tratado fatal a algunos de mis amantes, y luego se han arrastrado para volver junto a mí. Es difícil de entender. Modelamos nuestra personalidad gracias al contacto con los demás; pero ¿cómo puede interpretar esa falta de respuestas negativas una adolescente hermosa?

»En ese aspecto, en el Sur las cosas eran más sencillas: hermosas o no, las mujeres nunca significan nada.

– Me alegro que decidieras huir al Norte.

– ¿Sigo… intimidándote?

– No. Quiero decir…-Lenov se frotó la barbilla-. Ya no me preocupa eso; ya no trato de impresionarte, porque ahora sabes como soy; ya no puedo ocultártelo; en fin, que ya no tiene remedio. En el fondo es un descanso.

Benazir acercó su rostro al de Lenov.

– Me gusta como eres -dijo, y le besó.

Susana había completado el proceso de introducirse dentro de su traje espacial, pero aún faltaba media hora para la salida. Sin saber qué otra cosa hacer, se sentó en un banco del vestuario.

– ¿Le importa si me siento un rato junto a usted?

Era el padre Álvaro. Susana dejó pasar un largo paréntesis antes de contestar.

– Siéntese -dijo al fin, con indiferencia.

No había cruzado una palabra con el sacerdote en todo el viaje.

Sabía que se encargaba de ayudar a Benazir en su trabajo, por lo que debía tener conocimientos de Astronomía.

– Se ha preparado demasiado pronto.

– Eso parece -la cabeza de Susana parecía diminuta, surgiendo del anillo metálico que sujetaría el casco.

– ¿Está asustada?

– ¿Que si estoy asustada? Estoy acobardada, no hago esto todos los días, ¿sabe?

– Disculpe, tan sólo quería… -El sacerdote decidió empezar de nuevo-. Su ficha dice que usted es católica.

– ¿Eso dice? -la etóloga parecía francamente asombrada.

– No tengo mucho trabajo aquí como sacerdote, ¿sabe? -Sonrió con tristeza-. Usted, George Martínez, y Walter Fernández son los únicos católicos romanos a bordo. Claro que, por otro lado, como astrónomo estoy fascinado. Doy gracias a Dios por haberme permitido vivir esta experiencia.

Susana se encogió de hombros.

– No debe tener miedo -siguió diciendo el sacerdote-. Dios estará con usted ahí abajo, protegiéndola, cuidando de usted.

– Dice que es astrónomo…

– En realidad soy meteorólogo -sonrió-, pero mi pasión es la astronomía.

– Corríjame si me equivoco, hay cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia…

– Aproximadamente… -el cura la miró con aire desconcertado-, sí.

– Y se conocen, al menos, cien mil millones de galaxias en el Universo. Cada una de las cuales, quizá, conteniendo tantas estrellas como la nuestra…

– Sí.

– Y además están los quasars, los agujeros negros, los pulsars… ¿me equivoco?, usted es el experto.

– No se equivoca.

– Y usted piensa que… la entidad que creó todo eso, que lo controla día a día, tiene tiempo para preocuparse por el destino de esta mínima partícula de vida, perdida en el más remoto rincón del Universo…

El sacerdote volvió a sonreír.

– Le contaré una historia. Durante el Exterminio estuve a punto de morir; perdido en mitad de un desierto, enfermo de radiación. No había ninguna esperanza de que pudieran localizarme. En realidad, era muy improbable que alguien lo intentara, con todo lo que estaba pasando…

– Pero le encontraron. -Susana miró el reloj con impaciencia.

– Sí; comprendí que Dios quería mantenerme con vida, porque me había reservado un papel en todo esto. Yo era tan sólo un monje menor, un hermano, pero me ordené sacerdote, y cuando llegaron los hombres del Proyecto Arca me uní a ellos… Usted, aunque ahora su mente esté llena de dudas, también ha recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Un camino trazado por el Señor. Él cuidará de usted ahí abajo, como cuidó de mí cuando estaba solo y perdido. Estoy seguro de ello…

La mirada del hombre era cálida y sincera.

– Es casi la hora -dijo Susana poniéndose en pie-. Gracias por sus palabras, no me han servido de gran cosa, claro, pero aprecio su esfuerzo.


Tik-Tik había trabajado durante un año en el Ártico y contaba con más experiencia que Semi en nadar bajo los hielos. Aunque Lenov no estaba muy seguro de que el caso fuera comparable al actual. Como en todo, nadie podía presumir de experto.

Se había ofrecido para acompañar a Susana, sin éxito. Okedo fue tajante; arriesgar a los dos era inaceptable. Tuvo que conformarse con un modesto papel de auxiliar.

Lenov y varios guardias lo transportaron hasta el hangar. En la ingravidez, el cetáceo no pesaba nada, pero su masa era considerable. El ruso montó un complicado artilugio de poleas que facilitó la tarea.

Era digno de verse: un enorme mamífero acuático, flotando en el aire y protestando en delfines por la sequedad del mismo, mientras lo rodeaban varias personas semidesnudas y flotando asimismo en el aire, tirando de aquí y empujando de allá, sudando como estibadores, maniobrando con cuidado al atravesar las escotillas.

Jenny Brown y Ozu Shikibu embutieron al delfín en el interior del traje de vacío diseñado para él. El ordenador haría aparecer sus mensajes en el monitor del traje de Susana (había encontrado la manera de desactivar la voz del ordenador; los mensajes serían escritos). La cabo Oji Toragawa también se introdujo en su traje.

Atravesaron el portalón, y humanos y delfín se encontraron en el exterior.

Susana puso los dedos sobre una cajita provista de teclas, instalada en su muñeca. Era una ingeniosa réplica electrónica de su viejo silbato, fruto del talento de Kiyoko Fujisama. Lo prefería al ordenador.

– ¿Cómo te encuentras? -silbó. Se utilizaba igual que el silbato, excepto que no tenía que soplar por él.

De maravilla -repuso el delfín.

Eso era bueno. Lenov dijo:

– Cuida a Susana, muchacho.


Por primera vez desde que el cometa se condensó a partir de la nebulosa solar, su blanco interior de hielo era iluminado por el sol. El fragmento grande presentaba un aspecto más tosco e irregular que el cometa entero; parecía una gigantesca piedra de sílex, tallada por un cavernícola torpe. Susana tenía la sensación de aproximarse a un enorme ventisquero.

Susana -la llamó Oji-. ¿Qué te parece eso de ahí?

– ¿Dónde?

A la izquierda. ¿No te parece que la superficie tiene un aspecto distinto del resto?

Susana estudió el blanco muro, que conservaba los volátiles encerrados en él cuando el sol aún no brillaba. Las superficies de fractura eran aproximadamente planas, limpias. No obstante, aquella zona parecía una especie de… cicatriz.

– ¿Piensas que aquí fue donde el agua escapó y se congeló?

– Sí.

– El volcán que llevó a Otto Liddenbrock al centro de la Tierra.

Bromeaba a medias. Bien pensado, aquello era un volcán… de agua.

Se aproximaron despacio al volcán. Era una mancha difusa de unos cinco metros de diámetro, sorprendentemente similar al cráter de Tycho en la Luna: una deslumbrante mancha blanca de la que irradiaban rayos. Cuando se acercaron a ella, vieron que estaba formada por una masa de cristalitos blancos, como azúcar finamente molido. Susana estrujó un puñado en su mano blindada.

– Creo que tienes razón -dijo-. Los cristales no han crecido mucho. No han tenido tiempo, ¿ves?

Vamos a ver si el… tapón de lava es lo bastante grueso.

Oji desplegó uno de los instrumentos que habían llevado consigo, una caja de unos cuarenta centímetros de lado de la que salía un cable acabado en una especie de micrófono. Lo enterró en el hielo y apretó un botón.

Nada pareció suceder. Pero Susana sabía que un fino haz de ultrasonidos se había propagado por el hielo.

Unos números aparecieron en una pantallita. La japonesa apretó el botón otra vez, para asegurarse. La misma cifra.

Agua líquida a dos metros -dijo-. Es mejor de lo que esperaba. Montemos la cámara.

Desplegaron otra de sus piezas de equipo. Mientras, incapaz de ayudarles, el delfín les observaba, flotando junto a ellos como un torpedo vivo.

Alzaron una estructura en forma de cúpula, formada por tubos de aleación de titanio, que anclaron en el hielo con grapas en tirabuzón. A continuación extendieron sobre ella una resistente cubierta de plástico; originalmente, había sido una gran tienda de campaña para vacío, a la que no habían encontrado uso. Ahora, como una ciudad lunar, encajaba con el cráter de hielo.

Oji, con el corazón latiéndole en el pecho, hizo el último preparativo.

Instaló en el centro de la tienda un objeto cilindrico acabado en un cono metálico, parecido a la boca de un trabuco, en el centro de tres largueros radiales, separados ciento veinte grados y firmemente anclados en el borde de la tienda. Conectó dos cables al otro extremo y los desenrolló.

Oji flotó hasta Susana, que se había situado al borde de la tienda.

Mientras tanto, había levantado un pequeño muro protector de hielo, y había protegido al delfín tras él.

¿Lista?

– Supongo que sí -confesó ella. Se resguardaron tras el muro, atándose por cables al suelo.

Llegó el momento de la verdad; Oji tomó una batería portátil. Arrolló un cable a uno de los bornes y ofreció el otro a la etóloga.

Si me haces el honor… -dijo, con exagerada cortesía.

Susana tocó el otro borne con el cable.

Arigato gozeimashita.

Fue como estar sentado bajo la cola de un reactor durante el despegue.

Hubo un brillante resplandor anaranjado, un repentino huracán de vapor y un silbido taladratímpanos, que parecía llegar a través de sus huesos.

La cámara se llenó de inmediato de gas.

El traje dio un suave bip y apareció FORMACIÓN DE ESCARCHA SOBRE EL TRAJE en la pantallita sobre la ceja izquierda de Susana. Informe innecesario, ella ya lo había notado. Pronto se disolvió, cuando la temperatura empezó a subir. Susana echó un vistazo sobre el muro. Oji le advirtió que tuviera precaución, pero la etóloga no podía dejar de contemplar, fascinada, cómo el cohete de combustible sólido agujereaba implacable el corazón del cometa.


El espacio interior de la tienda pronto quedó invadido por una turbulenta mezcla de vapor y gases de combustión, que amenazaba con lanzarles girando por los aires. Susana sujetó al delfín con fuerza, silbando algo para tranquilizarlo.

De repente hubo un siseo, como agua derramada sobre una plancha asadora caliente. Un chorro de agua surgió del agujero, como un surtidor. Enormes gotas esféricas flotaron en la cámara, temblando, girando, rompiéndose y juntándose, hasta que la cámara quedó llena de agua en estado líquido.

La llama naranja se extinguió. Hubo un silencio.

¿Susana?

Era Benazir, desde el puente de la Hoshikaze.

– Sí… parece que los fuegos artificiales han acabado -respondió Susana.

Aquí no se ve nada -de nuevo Benazir.

Encendieron los faros de sus trajes. Estaban rodeados de agua líquida. El interior de la tienda era un revoltillo, en el que flotaban minúsculos cristales de hielo y burbujas de vapor.

Examinó el agujero que habían perforado. Se extendía recto hacia las entrañas del cometa.

Habremos de ensancharlo -dijo Oji-. Vuestros trajes no caben por ahí.

– De acuerdo.

Con ayuda de un par de piquetas, originalmente martillos de geólogo, empezaron a ampliar la luz del túnel. Fue una tarea penosa, aunque el agua absorbía los golpes e impedía que fueran lanzados por el retroceso, como hubiera pasado en el vacío.

– Será capullo -masculló Susana.

¿Qué dices? -preguntó Oji sin dejar de picar.

– Nada. Estaba pensando en ese cura que hay a bordo de la Hoshikaze. Vino a verme poco antes de salir.

¿Álvaro? Parece una buena persona.

– Sí, eso piensa él.

Cuando el orificio fue lo bastante ancho, el delfín y Susana se deslizaron uno tras otro hacia el núcleo líquido del cometa. Susana se aseguró de que la cámara de vídeo sobre su hombro estaba grabando y comprobó el encuadre; el traje usaba como monitor la pantalla de mensajes.

Oji les esperaría en el interior de la tienda llena de agua. Su misión era hacer de enlace con la Hoshikaze, pues Okedo temía que las comunicaciones se vieran dificultadas por los amplios muros helados que rodeaban el núcleo del Arat.


Susana, que abría la marcha, descubrió que ya no hacía falta picar más hielo. Desembocaron en un inmenso espacio oscuro, que le recordó una inmersión en la fosa de Tonga.

Pero aquello era infinitamente más siniestro. El faro de su casco no bastaba para taladrar la ominosa oscuridad rojiza que se abría frente a ella. Encendió un potente foco que, en el vacío, iluminaría de un extremo a otro de aquel enorme hueco interior, pero no en la opacidad de aquellas aguas. El haz del foco no revelaba ninguna estructura, solamente oscuridad.

El agua tenía un tono rojinegro, y en ella flotaban infinidad de partículas que danzaban ante la luz de su foco. Era como nadar en sangre.

Susana sintió un fuerte deseo de dar media vuelta y salir huyendo de allí. Pero Okedo, Lenov y los demás estaban siguiendo sus reacciones gracias a la cámara de su casco. No quería aparecer ante ellos como una cobarde en la primera oportunidad que le daban de hacer algo.

Recordó su experiencia. A veces, uno podía sentirse desorientado por el muro azul: sentirse en el centro de una esfera azul-verdosa en la que se confunden arriba y abajo. El buceador debe fijarse en las burbujas, que siempre ascienden. Pero ese recurso no era de aplicación aquí. Y el extraño color de aquellas aguas tampoco ayudaba a tranquilizarla.

Gracias a Dios había venido con un gran nadador. Silbó:

– Adelante, Tik-Tik. Es tu turno.

Susana le cedió el puesto de cabeza. A partir de ese momento tendría que confiar en el extraordinario sentido de la orientación del animal y en su radar natural, amplificado y mejorado por los sentidos electrónicos del traje.

– Precaución. No pierdas el rumbo. -Silbó. Y murmuró para sí-. O nos costará un infierno encontrar la salida.

Es un noproblema. Fácil.

A pesar de sus palabras, el delfín le pareció un tanto desconcertado en este nuevo ambiente. No era extraño, debían ser los primeros buzos sobre otro cuerpo celeste. O, más bien, dentro de otro cuerpo celeste.

El eco-láser indicaba que el hueco medía 519,13 metros de diámetro, y que había algo, vagamente esférico, ocupando el centro geométrico. Susana instaló un pequeño espejo convexo al lado del agujero, a fin de poder encontrarlo por la nitidez de su eco. Una vez seguros de poder orientarse dentro de aquella oscuridad, empezaron a nadar, Susana ayudándose de sus propulsores de gas.


El delfín se adelantó unos metros, cimbreándose elegantemente dentro de su traje elástico. Súbitamente se detuvo, y giró sobre sí mismo, como si intentara evitar algo.

– ¡¡…!! -gritó Tik-Tik. Susana se volvió y estuvo a punto de gritar a su vez.

Un leucocito plateado de tres o cuatro metros de alto estaba a punto de tragársela.

El faro de su casco se reflejaba en un brillante objeto, que cambiaba de forma, desde la aproximadamente esférica hasta la de una patata irregular, ondulando, retorciéndose y temblando. No era el único: otros aparecieron en su campo visual, con los mismos movimientos casi obscenos. Frenética, se giró, descubriendo que estaban rodeados por aquellas cosas.

Susana -dijo la voz de Oji por la radio-, ¿qué sucede?

Susana trataba de huir, nadando desesperada y torpemente en su traje espacial, olvidándose del propulsor.

Aquella masa informe y brillante se precipitó sobre ella, envolviéndola. Como un frenético y patoso fantasma, atravesó la membrana.

El delfín, por su parte, hizo un esfuerzo por acercarse. La silueta de la Adiestradora aún era parcialmente visible a través de la membrana plateada.

Resiste. Voy-dijo Tik-Tik.

¡Susana! -preguntó Oji.

Se llevó una sorpresa. Oyó a Susana reír.

– Puedes entrar, Tik-Tik. Nopeligro.

Con precaución, el delfín se detuvo ante la cosa. La mano enguantada de la mujer salió y tiró de su aleta igualmente enguantada. Tik-Tik atravesó la membrana.


¿Puede alguien explicarme qué está pasando? -preguntó Oji con voz alterada.

– Una burbuja -exclamó Susana, que aún se reía entre dientes-. Estamos dentro de una burbuja de tres metros.

Una burbuja de tres… ¿cómo es posible?

– Evaporación. -Fue recuperando la calma-. La presión ha bajado, quizá por nuestra causa, quizá por una fuga. Parte del agua se ha evaporado. Se han formado burbujas por todo el líquido y he topado con una… ya veo.

Pero… no, no me lo digas. Ingravidez. Las burbujas se han estado fusionando unas con otras, en lugar de ascender a la superficie.

– Exacto.

Pues vaya susto.

– No lo sabes bien, tomodachi. -Susana palmeó afectuosamente el traje de Tik-Tik.

Siguieron avanzando sin alejarse mucho de las paredes.


El delfín fue el primero en verlo.

Se trataba de una especie de cuerda blanca, con el grosor de un dedo meñique. Surgía de la pared de hielo, y se perdía en la oscuridad. Susana la pellizcó tentativamente: era muy recia, y tan elástica como una goma.

– ¿La ves, Oji? -Se giró para que la cámara de vídeo pudiera captarla.

Sí. Pero no muy claro. ¿Qué es?

– No lo sé. -Intercambió unos silbidos con Tik-Tik-. Desde luego, no se trata de algo natural…

¿Qué quieres decir? -preguntó Oji.

– Acabamos de encontrar algo auténticamente alienígena. Ya no hay duda, Oji. Transmite mis felicitaciones a Benazir; una vez más se ha demostrado que tenía razón. Toda la razón.

Las imágenes siguen sin ser claras. ¿Puedes describirlo?

– Una cuerda. Aspecto orgánico. A juzgar por su orientación, yo diría que se dirige del centro a la periferia del hueco. Vamos a seguirla.

¿Hasta el centro?

– Para eso hemos venido, ¿no?

Un momento…

Hubo un momento de silencio, mientras la japonesa consultaba con Okedo.

Adelante -dijo.

La mujer y el delfín comenzaron a impulsarse a lo largo de la cuerda blanca.

Era como adentrarse en la cueva de un Minotauro cósmico, guiados por un grueso hilo de Ariadna. Susana no veía otra cosa ante sí que un muro de oscuridad, sin otro detalle que rompiera la monotonía que la cuerda blanca tendida ante sí. De vez en cuando, la luz de su faro se reflejaba en una burbuja gigante.

Se hacía mil preguntas sobre la función de aquella cuerda. Era evidente que no era un simple elemento estructural pasivo, como una cuerda terrestre. Debía desempeñar un papel activo. Pero ¿cuál?


Susana calculó que habían recorrido la mitad del radio de aquella vasta cámara, cuando encontraron algo nuevo: una segunda cuerda blanca, a unos veinte metros de distancia. Se detuvieron a examinarla. Susana la describió por radio.

– ¿Corre-junto-a?-preguntó Susana al delfín.

No. Une-con.

¿Qué decís? -Era Oji.

– Tik-Tik dice que convergen. Seguimos. Si es así, pronto nos encontraremos con ella.

Siguieron avanzando, sin perder de vista la segunda cuerda. Susana pronto comprobó que el delfín tenía razón: ante ella, las dos cuerdas blancas se fusionaban en una.

– Voy a cortar un trozo de cable, ¿te parece bien?

– ¿Qué?

– Un trozo de cuerda.

¿No crees que puede ser peligroso?

– No estoy segura de nada. Pero no creo que haga ningún daño.

Entre los adminículos del traje figuraba un cuchillo. Susana lo desenvainó. Aunque el manual garantizaba que podía cortar un clavo, la tarea no era fácil: el cable era fuerte y elástico, cedía ante la hoja sin cortarse. Giró la hoja y empleó el filo de sierra, con lo que logró cortar un poco más aprisa.

La cuerda estaba formada por varios haces, a su vez formado por haces fibrosos, tan fuertes como el conjunto. Susana especuló que aquel cable podría servir como estacha para remolcar un barco.

Con esfuerzo, logró arrancar un trozo cuerda cercano a la bifurcación.

– Sigamos.

Ella y el delfín avanzaron a lo largo de la cuerda blanca; de vez en cuando, la luz de sus linternas se reflejaba en una gran burbuja. Descubrieron nuevas cuerdas blancas que se ramificaban; ya no les prestaron atención. La que seguían iba engrosándose, a medida que más y más de aquellas cuerdas se le unían.

El fin del cable llegó de improviso. Ante ellos apareció un objeto de color claro, que poco a poco fue perfilándose con una forma regular. Un gran icosaedro. Las fibras blancas nacían del centro de cada una de sus caras. Aquello parecía (Susana no pudo evitar un escalofrío al pensarlo) una araña en el centro de su tela.

Fijaos en esas fibras blancas, parten de esa cosa para hundirse en las paredes de hielo. ¿Cuál es su función? -preguntó Oji.

Susana no necesitaba analizar la muestra de tejido para responder a eso.

– Mielina-dijo.

¿Cómo?

– Son nervios. Me recuerda la disección de un calamar o un erizo de mar. Las fibras nerviosas suelen ir protegidas por una envoltura blanca de fosfolípidos… Una especie de grasa que lleva el grupo fosfato. Forma parte de la membrana celular.

El cerebro del cometa.

Susana hizo una mueca de desagrado.

– Parece lógico -musitó-, un gran ordenador orgánico. Si es inteligente, quizá logremos comunicarnos con él.

Ella y el delfín se aproximaron, despacio y con recelo.

Susana se estremeció. De repente aquel ambiente alienígena parecía estar afectándole. Casi sintió el frío glacial de aquellas aguas turbias alcanzándole a través del traje. Volvió a estremecerse. El delfín flotaba frente a ella, bañado por la luz azul de su linterna, tan irreal como un espectro. Aquellos cables lechosos convergían hacia ellos desde mil puntos perdidos en la oscuridad…

– Creo que la calefacción del traje se ha estropeado -masculló Susana con los dientes castañeteándole. Qué raro que el ordenador no le hubiera avisado. Pidió un informe de situación. Entre los datos figuraba la temperatura interior, veintidós grados. No temblaba por el frío.

Estaban en el centro de aquel cometa hueco, rodeados de oscuridad, a cientos de metros del agujero por el que habían entrado. A pesar de la proximidad de su amigo cetáceo, Susana no se había sentido igual en toda su vida.

– Salgamos de aquí-dijo.

No fue problema localizar la salida. Durante el regreso, Susana permaneció callada. Se trataba de sensaciones… no, aún más turbio e impalpable que las sensaciones: intuición, sexto sentido, corazonada…

Una parte de ella no podía aceptar la presencia de lo auténticamente alienígena, algo viviente, quizás algo inteligente, extraño hasta la locura, y maligno. Maligno…

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